No transcurrió mucho tiempo antes de que la silueta rechoncha de Maggie se recortara contra el marco oscuro de la pesada puerta. Llevaba una bandeja de madera con dos tazones anchos y grandes que despedían un humillo blanquecino y prometedor. Di unos pasos, le quité a Maggie su leve carga y me dirigí hacia mi marido y señor.
Sin levantar la mirada de las llamas puntiagudas que crepitaban en el hogar, John extendió la mano hacia la bandeja que había colocado ante él y asió el tazón. Por un instante, se complació en caldearse las palmas con aquel recipiente cálido y panzudo. Luego se lo llevó a los labios y paladeó el caldo.
Sólo cuando vi que John había sorbido por dos veces el brebaje, tomé yo asiento a mi vez y me dispuse a probarlo. No tardó mi marido en dar cuenta de su ración.
– Estaba soso -dijo más constatando una realidad que lamentándola-. Maggie está perdiendo la mano para cocinar. Es una pena.
– Se hace vieja… -me atreví a decir.
– Quizá tendríamos que buscar a alguien para que la sustituyera -comentó John.
Sentí una punzada de pesar al escuchar aquellas palabras. Es verdad que Maggie se estaba convirtiendo a ojos vista en una anciana, pero ¿ésa era razón suficiente para prescindir de ella?
– Podríamos contratar a una muchacha para que la ayudara -sugerí-. Ahora no nos va a faltar el dinero.
John apartó la vista de la lumbre y reposó sus ojos en mí. No había reproche en sus pupilas. Tan sólo un deseo que yo sabía interpretar sin dificultad. Dejé mi tazón en la bandeja y me acerqué al pulido estante que se dibujaba sobre la chimenea. Abrí la cajita de madera labrada donde guardaba el tabaco y con el índice y el pulgar atrapé un pellizco que convertí en una bolita. Luego eché mano de la pipa de yeso blanco y la cebé. John la tomó y se la llevó a la boca mientras esperaba que le acercara una ramita ardiendo. Chupó con fuerza hasta que una bocanada de humo gris y espeso brotó de la cazoleta ovalada en dirección al techo de la habitación. Le dejé saborear el tabaco durante unos instantes antes de abrir los labios.
– John, ¿tú sabes algo de…?
– ¿De por qué tu padre nos ha dejado todo? -interrumpió mi pregunta con otra suya.
Asentí en silencio.
– ¿Cómo iba a saberlo, Susanna? Siempre habéis pensado que vuestro padre no os quería…
Sí. El último extremo era cierto. De ello estaba segura, pero la contestación me resultó en exceso calmada y serena como para tranquilizarme. Claro que ésas eran características inseparables del comportamiento cotidiano de mi esposo. En ocasiones, pensaba que resultaba imposible que llegara a alterarse. Desde luego, bien pensado, John no me iba a ayudar a responder las preguntas que no sólo me formulaba yo sino -con toda seguridad- también mi madre, mi hermana y mi tía.
– ¿Quieres tomar algo más? -pregunté sin dejar de pensar en el testamento de mi padre.
– No… espera, sí, ¿queda algo del queso de oveja que comimos ayer?
– Creo que sí -respondí y me encaminé a la cocina en su busca.
No llegué a la habitación. Por el pasillo venía Maggie.
– He pensado que quizá el caballero querría comer algo más… -me dijo con tono de disculpa.
Sujetaba el queso y un cuchillo y, al tomarlos de sus manos, no pude dejar de experimentar un cierto sentimiento de culpa. Aquella mujer que envejecía a ojos vista se me había adelantado a la hora de adivinar los deseos de mi esposo.
John comenzó a consumir lo que restaba de la bola blanquecina tras cortarla en unas tiras tan finas que casi hubiera podido verse a través de ellas. Sabía que a mi marido le gustaba consumir así los alimentos. Quizá es que los saboreaba mejor o quizá se trataba únicamente del deseo de economizar. Además de muy trabajador y parco en palabras, siempre había sido muy ahorrativo. De todas formas, no le acompañé en la degustación de aquel insípido fruto de las ovejas. Algo extraño y pesado se había aposentado sobre mi estómago cerrándolo como cuando se propina un buen tirón de cordones a una bolsa.
– Si no deseas nada más… -comencé a decir.
Dio un respingo John como si lo hubiera despertado de un sueño.
– No, acuéstate si quieres -me dijo sin apartar la mirada de la escudilla de donde el pálido queso iba desapareciendo.
Subí las escaleras a oscuras, como si aquella penumbra espesa me proporcionara un refugio tranquilo contra la tempestad de desasosiego que apenas lograba contener en mi interior. Palpé la pared fría para poder localizar la puerta del dormitorio y, llegada hasta ella, la empujé. Se abrió con un chirrido cansino, como si la hubiera arrancado de un sueño perezoso y pesado. Tras dar unos pasos, no me costó encontrar la cama. Con las piernas pegadas contra ella, comencé a desnudarme. Apenas necesité unos instantes para despojarme de la ropa, dejarla doblada encima del armario bajo y colocarme una camisa de dormir. Luego abrí la cama y me metí en ella.
Estaban las sábanas heladas y no pude evitar que mis quijadas temblaran sometidas a una invencible tiritona. Moví las manos y las piernas para que el lecho recibiera una parte de mi calor y me lo devolviera permitiéndome dormir. Había conseguido ya que la tibieza se extendiera por la cama, cuando hasta mis oídos llegaron los pasos, pesados y seguros, de John.
Escuché cómo mi esposo se despojaba de sus vestiduras y, acto seguido, se sentaba en el lecho. Entró en él y estiró las piernas. Por la manera en que respiraba, comprendí que la intención que abrigaba en su interior no era la de dormir. No me equivoqué. Sus manos me buscaron bajo las sábanas y, cuando me hallaron, comenzaron a subir mi camisa hasta que mis muslos quedaron al descubierto. Se me escapó un leve gruñido de satisfacción. Hacía tiempo que había descubierto que en las situaciones de tensión pocas cosas me ocasionaban tanto sosiego y tranquilidad como descansar entre sus brazos. Y ahora era uno de esos momentos en que necesitaba experimentar esas sensaciones más que nunca.
Qué pobres son los que no tienen paciencia! ¿Acaso se ha curado alguna vez una herida salvo poco a poco?
Otelo, II, 3
V
26 abril 1616
El sol no había salido cuando abandoné el mullido lecho. A pesar de las caricias, abundantes y dulces, de John, me pesaba la cabeza y una sensación extraña de malestar sucio me embargaba igual que si padeciera una indigestión onerosa que, de un momento a otro, podía desembocar en una interminable vomitona. Por un instante, pensé que quizá todo lo acontecido el día anterior no había tenido lugar, pero me bastó echar un vistazo a John, que dormía pesadamente, para convencerme de que mi imaginación no me estaba jugando una mala pasada.
Me vestí con el debido cuidado para no despertar a mi marido, descendí a la planta baja, me lavé la cara y las manos, y abandoné la casa. Sí, pronto iba a amanecer y el sol, como cada día, procedería a derramar sus rayos amarillos y tibios sobre la heredera casi única del bardo genial, del cisne de Stratford. Pero yo no me sentía ni feliz ni ilusionada. Tan sólo confusa e inquieta, como si en el aire gélidamente cortante de la mañana pudiera otear alguna desgracia de perfiles difusos que me aguardaba agazapada. Di unos pasos quizá con la esperanza de que el viento me arrancara la asfixiante congoja que se había apoderado de mí de la misma manera que abofeteaba la tierra y los hierbajos. Fue entonces cuando lo vi.
Al principio, me pareció una simple prolongación del árbol, como si el tronco mostrara las señales de una preñez extraña y negra. Pero enseguida comprendí que aquella forma no era natural, que no se correspondía con ninguna de las caprichosas siluetas que nuestro Creador ha ido dejando en la naturaleza, que sólo podía tratarse de una figura humana. Mi primera tentación fue la de correr hacia la casa y refugiarme de quien podía ser un maleante, pero algo que no lograba entender me mantuvo clavada en el suelo y con la mirada fija en aquella presencia muda y oscura.
No pasó mucho tiempo antes de que una luz grisácea y mortecina comenzara a lamer las blandas crestas de los cerros verdes anunciando que el día llegaba. En apenas unos instantes, aquella luminosidad semiopaca fue invadiendo el campo y se posó sobre la extraña figura. Era un hombre. De eso no podía caber duda teniendo en cuenta el tocado, la capa y las botas que llevaba. Por añadidura, su aspecto no me resultaba extraño. Todo lo contrario. En él me daba la impresión de hallar algo ya conocido, que había contemplado en otra ocasión, que me parecía casi familiar.
Fruncí los ojos intentando aguzar la mirada, pero la luz, todavía escasa, no me lo permitió. Entonces, de manera inesperada, un rayo blanquecino pareció estrellarse contra su rostro. No… no podía ser… Claro que conocía a aquel hombre. Por lo menos, lo había visto con anterioridad y había sido en… en… ¡en la lectura de testamento de mi padre! Sí, se trataba de uno de sus amigos, de los que habían recibido dinero para comprarse sortijas, de los que habían salido mejor parados que mi pobre hermana Judith en el reparto de la herencia.
Ahí estaba. Con su traje verde, su sombrero amarillo y su altiva pluma roja. Todo igual que en la lectura del testamento. Intenté recordar su nombre, pero me resultó imposible. Por supuesto, como en el caso de los otros, debía haber escuchado su gracia por primera vez el día anterior, pero me hallaba demasiado preocupada por las reacciones de mi madre, de mi tía y de mi hermana Judith como para fijarme en esos detalles. Oh, Dios Santo, ¿cómo se llamaba aquel hombre? Y, sobre todo, ¿qué estaba haciendo por allí cerca?
Estoy segura de que lo más prudente hubiera sido fingir que no lo había visto y dirigirme hacia la casa. Desde luego, si aquel extraño deseaba cualquier cosa, por ejemplo, saber cuándo iba a cobrar lo que le hubiera dejado mi padre, tiempo tendría para hablarlo con John. Sin embargo, no conseguí sacudirme la inmovilidad pesada que se había apoderado de mis miembros entumecidos y permanecí allí quieta, detenida, rígida, como si hubiera echado invisibles raíces en la húmeda hierba.
De repente, reparé en que el desconocido se dirigía hacia mí. Quizá no se había percatado antes de mi presencia, quizá había dudado sobre la conveniencia de acercarse, pero ahora sin ningún género de dudas caminaba hacia el lugar en que me encontraba. Respiré hondo y cuando se hallaba apenas a unos pasos le dije:
– Señor, mi esposo, el caballero John Hall, aún no se ha levantado del lecho, pero estoy segura de que estará dispuesto a recibiros a lo largo del día.
Aquellas palabras no produjeron el efecto que yo hubiera deseado. Por el contrario, el hombre del traje verde apretó el paso hasta llegar a mi altura y entonces, jadeando y exhalando una nubecita de vaho, musitó:
– Estoy al corriente de todo.
Ignoraba qué podía significar aquella afirmación, pero apenas pude reprimir un escalofrío de sobrecogimiento al escucharla. ¿A qué se refería? ¿Qué era todo? Como si hubiera captado mis pensamientos, su voz susurrante y casi ensordecida por el viento añadió:
– Sé por qué vuestro padre os ha dejado la totalidad de la herencia a vos y a vuestro esposo.
Boqueé esta vez intentando pronunciar alguna palabra, pero no lo conseguí. Tan sólo sé que abrí y cerré la boca dos o tres veces sin lograr articular un solo sonido inteligible.
– No debéis temer, señora -prosiguió el desconocido-. Sólo os suplico que seáis discreta, que me permitáis explicaros todo, que escuchéis de mis labios lo que vuestro propio padre, el caballero William Shakespeare, hubiera deseado relataros en persona.
De nuevo intenté decir algo, pero me resultó imposible. El frío, la sorpresa y una extraña sensación de temor parecían haberme atado la lengua a la vez que me provocaban un irrefrenable temblor.
– Se trata de un secreto que tan sólo vos debéis conocer -continuó el hombre del traje verde mientras esbozaba aquella sonrisa suya tan peculiar-. Sólo vos. Y cuando digo sólo vos me refiero a que vuestro marido no tiene que saber nada de lo que deseo referiros.
– Pero… pero… -balbucí-, ¿por quién me habéis…?
– Por la hija de Will -cortó-. Por la única a la que quiso. Tomad. Aquí está escrita la dirección en que debemos encontrarnos. Os espero esta noche. Recordadlo. Esta noche. Pero, os lo suplico, sed prudente. No abandonéis vuestra casa hasta que el sueño haya descendido, pesado e invencible, sobre los párpados de todos los que la habitan.
«Pesado e invencible…», pero ¿qué manera de hablar era aquélla? Me respondí a mí misma que, seguramente, la propia de un actor, porque ni por asomo se parecía a la forma de expresarse que utilizaba la gente normal y corriente. Y, sin embargo, a pesar de lo inusual e inquietante del episodio, he de reconocer sin ambages que cuando tocó con la punta de los dedos el ala de su sombrero amarillo, aquel tocado extravagante con una pluma roja, yo ya sabía que iba a aceptar su invitación.
Desde aquellos mismos momentos, esperé ansiosa a que las horas del día fueran discurriendo y cuando, ya en el lecho, John quedó sumido en el sueño, le besé suavemente en la mejilla y abandoné la cama. Me consta que podía haberme negado a acudir a la cita y, de hecho, eso es lo que me repetí una y otra vez desde el primer momento. Sin embargo, en lo más hondo de mi corazón sabía que no podría contenerme, que la curiosidad sería más poderosa que la prudencia y que acabaría dirigiéndome con cualquier excusa a aquel lugar. Lo hice sobrecogida por un temor difuso y casi doloroso, provisto de varios rostros. El miedo a que mi marido me sorprendiera, el pánico a que la vecindad me descubriera encontrándome con un hombre desconocido en las quietas horas de la negra noche, el pavor a los rumores acerbos que podrían desatarse. Todas aquellas prevenciones me azotaron y mordieron sin piedad, pero no lograron evitar que partiera al encuentro de aquel supuesto conocido de mi difunto padre, de aquel amigo tan viejo y estimado como para dejarle, al igual que a los tres hombres de negro que, según me había enterado durante la lectura, eran actores y veteranos compañeros, un legado muy superior al que iban a recibir mi hermana Judith, mi tía o mi propia madre.
Sólo hubo un instante en que estuve a punto de volverme atrás. Fue cuando alcé la mano para golpear la puerta y el sonido áspero que me devolvió la mal desbastada madera resonó en medio del sigilo nocturno como si se tratara de una poderosa campanada en el interior de una silenciosa catedral o de un trueno impetuoso en medio del negro firmamento preñado de oscuros nubarrones. Súbitamente sobrecogida, me aparté de la casa y emprendí el camino de regreso. Pero apenas me había distanciado media docena de pasos cuando me dije, con el cuerpo sacudido por un incontrolable temblor, que era absurdo no llegar hasta el final una vez que me encontraba quizá a la entrada de la respuesta.
Con la mano apretada contra el pecho como si de esa manera estuviera en mi poder calmar el ritmo vertiginoso de mi corazón atemorizado, desanduve la breve distancia recorrida. Sin embargo, no volví a llamar. Posé la palma de la mano sobre la hoja de la puerta y empujé con suavidad esperando un tanto ingenuamente que se viera franqueada. No me equivoqué. Cedió con un leve chirrido. Entonces respiré hondo y entré.
Estar enamorado es obtener desprecio por gemidos, miradas coquetas por suspiros amargos que proceden del corazón, un débil instante de gozo por veinte noches en vela, rebosantes de cansancio y aburrimiento. Si por suerte se consigue lo deseado, puede sobrevenir la desgracia; y si se pierde, lo que se logra es un esfuerzo trabajoso. En cualquiera de los casos, no pasa de ser una locura alcanzada con agudeza o una agudeza vencida por la locura.
los dos hidalgos de verona, I, 1