– Os ruego que vayáis al grano -le interrumpí y, al hacerlo, sentí un placer especial, como si, por primera vez en toda la noche, pudiera molestarle, privarle de su diversión, arrancarle el timón de aquella nave cuyo rumbo verdadero desconocía.
– Sí, claro -dijo con serenidad, sin la menor acritud, como si reconociera lo atinado de mi observación-. Quizá penséis que, envuelto en aquellos primeros éxitos, vuestro padre tan sólo se ocupaba de sí mismo.
– Desde luego de nosotros no se acordaba… -musité con amargura.
– Erráis, señora -respondió con pesar el actor-. Will sólo pensaba en vuestra madre y en sus tres hijos. Cuando sus héroes se enamoraban, era él quien hablaba pronunciando palabras de amor que el recuerdo de vuestra madre le había inspirado; cuando sufrían por la distancia del ser amado, Will dirigía esas frases a Anne… ah, señora, qué poco conocéis a vuestro difunto padre.
– Señor -le interrumpí clavando en él los ojos-. Los sentimientos genuinos se demuestran con las acciones nobles. ¿No enseña acaso el Libro sagrado que no sirve de nada decir que se ama al prójimo si, al verlo hambriento o pasando frío, no se le proporciona comida y con qué cubrirse?
El hombre del traje verde no me devolvió la mirada. Por el contrario, pareció haber descubierto algo en el ala de su sombrero amarillo y comenzó a seguirlo con el dedo.
– Claro, vos estáis segura de que puesto que vuestro padre apenas os visitaba, tampoco enviaba dinero a vuestra madre -dijo sin apartar los ojos de su extravagante tocado- ni se preocupaba de vosotros, ni os tenía en cuenta a cada instante…
– Sí, efectivamente, así es -respondí firme, rotunda, pétrea.
El actor dejó escapar por la nariz el aire con una fuerza que parecía subrayar sus palabras.
– Pues una vez más erráis, mi señora.
– Os ciega la amistad que sentís hacia mi padre -intenté zanjar la cuestión.
– Aunque hubiera tenido el honor de ser su mejor amigo, señora, eso no sería suficiente para cambiar la realidad -respondió-. Además vos no os dais cuenta de hasta qué punto os ciegan el resentimiento y la mentira.
– ¡La mentira! -protesté-. ¿Qué mentira?
– Señora, vuestro padre enviaba todos los meses, sin faltar uno, dinero a vuestra madre.
X
Trata a los hombres como se merecen y ¿quién podrá escaparse del látigo? Trátalos de acuerdo con tu honor y dignidad. Cuanto menos se merezcan, más mérito habrá en tu generosidad.
Hamlet, II, 2
Callé al escuchar lo que acababa de decirme el actor. Desde luego, distaba mucho de lo que yo sabía, aunque, en realidad, ¿lo sabía? Sí, claro que sí, aunque no de manera directa. Era conocedora de todo aquello que mi madre me había contado docenas, centenares, miles de veces. Mi madre… ¿Podía ser cierto aquello? ¿De verdad, mi padre nos había remitido sustento y mi madre nos lo había ocultado?
– Es difícil que os imaginéis la estrechez con que vivió vuestro padre en aquellos primeros tiempos de éxito -dijo el hombre del traje verde que tanto estaba trastornando mi vida-. Cuando, ocasionalmente, tuvo la oportunidad de regalarse con vino, con carne, con mujeres… nunca lo hizo. Cuando unos brazos blancos y delicados se le acercaban, los apartaba de sí, invocando a Anne; cuando le ofrecían platillos deliciosos, los rechazaba movido por vuestro recuerdo y el de vuestros hermanos; cuando tenía la oportunidad de descansar, la rechazaba empeñado en trabajar más por su familia. Puedo dar fe de que en aquellos tiempos su único gasto de cierta relevancia, y aun con limitaciones, fueron los libros. Leía y mucho. Aprovechaba casi todos sus momentos libres en buscar nuevos argumentos para sus dramas, para sus comedias, incluso para sus versos. César, Plutarco, los autores españoles… ¡ah! Cómo se dejaba las pestañas escrutándolos.
– Mi madre asegura que no contamos con nada, que nos había abandonado… -intenté argumentar con una convicción que ya no conservaba intacta.
– Señora, permitid que os lo diga con toda la claridad del mundo -dijo el actor a la vez que retiraba una invisible mota de polvo de la copa de su sombrero amarillo-. Vuestra madre os ha mentido. Unas semanas unos y otras semanas, otros, no fuimos pocos los actores que nos acercamos hasta Stratford para entregarle a Anne lo que Will había conseguido ahorrar. Ignoro el empleo que daba a aquellas sumas, pero sí puedo aseguraros que nunca le faltaron aunque vuestro padre tuviera que pasarse sólo con leche y pan. Y eso sin contar las varas de tela, las barricas de brandy que tanto gustaban a vuestro abuelo, el jamón, el pescado…
– No puede ser. No puede ser. No puede ser -negué-. Yo… yo… mi hermano Hamnet. Mi hermanito Hamnet. El pobrecito Hamnet. ¿Sabíais que nunca fue a una escuela? ¿Lo sabíais? Que no fuéramos Judith y yo que, a fin de cuentas, somos hijas de Eva, se puede entender, pero Hamnet… ¡Oh, vamos! Mi padre era un avaro miserable, un tacaño impenitente que ni siquiera quiso gastarse unas monedas en que aquella criatura, dulce y cariñosa, aprendiera a juntar las letras.
– Tengo la sensación, señora, de que sois injusta -me reconvino el hombre de verde con una voz extrañamente serena-. Vuestro padre soñaba con que leyerais sus obras, con que disfrutarais con las líneas que redactaba en Londres, con que pudierais acercaros aunque fuera en la distancia del papel impreso a las composiciones con que comenzaba a llenar los teatros. Deseaba que recibierais una educación. Con toda su alma.
– Pero… -repuse- pero si todo eso es cierto, si todo lo que decís hubiera sido verdad, ¿por qué nuestra madre nos dijo que nos había privado de esa posibilidad?
– Temo, señora -comenzó a responder-, que sólo vuestra madre pueda daros una explicación cabal a lo que me estáis preguntando. Posiblemente, consideró que ese dinero estaría mejor empleado en otros menesteres. No sé… quizá ayudar a su familia, cambiar su vestuario, comprarse unos zapatos nuevos… pero lo que sí puedo aseguraros es que aun a costa de mucho sacrificio dinero no faltó. Yo mismo lo traje hasta Stratford en más de una ocasión y, os lo repito, fui testigo de cómo vuestro padre encargaba esa misma comisión a no pocos de mis compañeros.
No podía aceptar lo que escuchaba. Que mi padre hubiera amado a mi madre en algún momento antes y después de su boda, que hubiera sufrido la escasez, que hubiera recordado no mucho, pero sí, ocasionalmente a sus hijos, todo eso, si deseaba ser justa, podía contener un grano de verdad, pero… pero no lograba entender que sus visitas hubieran resultado tan espaciadas y, sobre todo, que la mujer que nos había dado el ser nos hubiera privado de algo, por poco que fuera, para emplearlo en ella o en la familia en la que había nacido. No, eso no resultaba verosímil.
– No puede ser verdad lo que decís -señalé al fin-. No, no puede serlo. Escuchad. Yo vi morir a Hamnet. Lo mató la peste una noche de agosto. Se consumió como una bujía de sebo. Poco a poco, pasó de ser un niño sano y alegre a convertirse en un guiñapo. Durante ese tiempo, mi padre, vuestro amigo Will, no vino a visitarlo ni una sola vez. ¿Y pretendéis que crea que quería a mi madre, que nos quería a nosotros?
– Sí -respondió el actor con un tono que me sorprendió por su carácter desafiante-. Sí, así es.
– ¡Oh, por Dios! -protesté airada-. No sé porqué he acudido a esta cita. Todo esto resulta absurdo, estúpido…
– ¿Recordáis el año de la muerte de vuestro hermano Hamnet?
– Por supuesto que lo recuerdo -respondí-. Fue en…
– …el año de Nuestro Señor de 1596 -concluyó mi frase.
– Sí -concedí-. Fue en 1596. Va a hacer veinte años.
– ¡Exacto! -concedió el hombre de verde-. A principios de ese mismo año, vuestro padre estrenó Romeo y Julieta y…
– No tengo el menor interés por lo que hacía mi padre fuera de casa -intenté interrumpirlo e hice ademán de levantarme.
– Vos no sabéis nada de Romeo y Julieta -dijo el actor mientras me sujetaba de la muñeca. A diferencia de tantos gañanes, su tacto era suave y su mano no estaba empapada de sudor, pero su firmeza me impidió que abandonara el asiento-. Es la historia, maravillosa y trágica, de dos jóvenes, casi niños, que viven en Verona. Enamorados, se empeñan en vencer todos los obstáculos que se oponen a su unión. El público por regla general suele fijarse especialmente en Julieta, una muchacha a la que su padre se empeña en no dejar casar con nadie y menos que nadie con Romeo, pero, en realidad, yo siempre supe que Will consideraba más importante al protagonista masculino. A decir verdad, me quedé totalmente sorprendido cuando leí los diálogos del muchacho. Quizá os neguéis a aceptarlo, pero eran las mismas palabras que, vez tras vez, le había oído pronunciar a vuestro padre al referirse a Anne, a la nostalgia del hogar, al deseo de fundirse en un abrazo con aquella mujer a la que veneraba hasta la locura…
– Bueno, ya está bien -dije intentando zafarme de aquel tacto a la vez grato y férreo-. Estoy harta, me siento cansada y es muy tarde.
– Escuchadme, os lo ruego -dijo con un tono de súplica inesperado que logró conmoverme-. A esas alturas, Will comenzaba a salir de los malos tiempos que agobiaron sus inicios. Los teatros habían vuelto a abrirse tras la peste e incluso había conseguido algún dinero. Se sentía tan confiado en el futuro que hasta pensaba en comprar una propiedad en Stratford y acariciaba la posibilidad de abandonar Londres y pasar temporadas largas y placenteras al lado de su familia. Pero a todo eso decidió unir lo que mejor sabía hacer, escribir. Como vos no conocéis Romeo y Julieta…
– No, no lo conozco -reconocí irritada, sin el menor interés por aquella historia de dos mozalbetes amartelados-. Lo único que me importa es la realidad.
– Si os interesa la realidad, permitidme, señora mía, que siga hablando de esa obra. Escuchadme con atención. Cuando Romeo veía por primera vez a Julieta y describía lo que sentía su corazón, no era Romeo el que hablaba sino Will recordando cómo se había conmovido al contemplar en un baile a Anne. Cuando Romeo intentaba ganarse a Julieta porque era consciente de que no podía vivir sin ella, no era un joven italiano el que se expresaba, era Will manifestando la añoranza insoportable que sentía por su esposa. Cuando Romeo gemía porque el destierro lo alejaba de Julieta y convertía a cualquier bestezuela cercana a ella en un ser envidiablemene dichoso, era Will recordando el dolor de la prolongada distancia. Todos creyeron ver en aquella tragedia la historia de dos enamorados, nacida de una imaginación prodigiosa, pero yo sé que Will sólo había escrito con algunas variaciones lo que henchía su corazón hasta casi reventarlo. Will era ese Romeo, y su Arme, al menos así lo creía él, era su Julieta.
Respiré hondo. La firme convicción con que hablaba aquel hombre, la acentuada vehemencia con que manejaba sus sólidos argumentos, la contundente firmeza con que los repetía eran demasiado poderosas como para que pudiera permanecer indiferente. ¿Realmente, había amado mi padre a mi madre como pretendía aquel desconocido? ¿De verdad, habíamos significado algo para él que fuera más allá del placer que había recibido nueve meses antes de nuestro nacimiento? ¿De verdad, nos había amado? ¿De verdad, se nos había ocultado la realidad durante años?
– Quizá es cierto lo que me decís -acepté a regañadientes-, pero ¿en qué cambia eso lo que sucedió? Os lo vuelvo a repetir. Si mi padre amó a mi madre, si nos quiso tanto a sus hijos, ¿por qué apenas lo vimos durante años? ¿Por qué no estuvo a nuestro lado cuando lo necesitábamos? ¿Por qué no acudió al lado de Hamnet cuando estaba agonizando? No me respondáis. Ya lo sé. Lo entiendo. Lo comprendo todo. Andaba demasiado ocupado escribiendo la historia de dos mocosos extranjeros.
Una sombra, negra, oscura, casi total, cubrió el rostro del actor al escuchar mis preguntas. Por un instante, no supe qué pensar. ¿Significaba aquello que se percataba de que su versión de las cosas no era la correcta? ¿Indicaba que se sentía avergonzado por estar llevando a cabo aquella comisión que, finalmente, se había demostrado indigna? ¿Se daba acaso por vencido?
– Señora… -Hizo una pausa y comprendí que, por primera vez desde que había dado inicio nuestra conversación, le costaba proseguir-. Señora, Will amaba a su descendencia como he visto hacerlo a muy pocos hombres.
– Veo que es inútil…
– ¡No! -me interrumpió-. No… señora, ¿es que acaso no os dais cuenta? ¿No podéis ni siquiera sospecharlo?
– ¿Sospechar? -pregunté sorprendida-. ¿Sospechar? ¿El qué debería sospechar?
– Señora. -El hombre de verde se pasó la diestra por la barba como si deseara limpiarla de algo sucio y pegajoso que se hubiera adherido a sus rizadas guedejas-. Señora…, no es fácil… Los hombres…, los hombres no suelen amar a los niños que, aunque hayan sido paridos por sus esposas, no proceden de sus lomos… que han sido engendrados por otros varones…
Un temblor desconocido y violento se apoderó de mi cuerpo y me sacudió con tanta fuerza que tuve que sujetarme las manos para que no entrechocaran contra la mesa donde estaban posadas. ¿Había escuchado bien? ¿Qué pretendía darme a entender aquel hombre de cuya existencia no tenía la menor idea tan sólo unas horas antes? ¿Qué estaba insinuando? Súbitamente, como si se hubiera encendido una luz cegadora en algún punto oculto de mi corazón, entendí todo. Lo comprendí con tanta claridad que en ese mismo instante una náusea, poderosa e irresistible, se apoderó de mi vientre y me trepó con la velocidad del relámpago por el cuerpo hasta llegarme a la garganta. Con gesto rápido, me llevé la diestra a la boca impulsada por el temor de vomitar.
Hubiera deseado decir algo, pronunciar alguna palabra, entonar un ensalmo que me permitiera regresar al momento anterior al conocimiento de un testamento cuya lectura estaba trastornando totalmente mi vida, una vida que, hasta entonces, se había caracterizado por la tranquilidad. No pude hacerlo. Venciendo a duras penas el malestar agobiante que se había apoderado de mí sólo acerté a musitar una frase incompleta:
– Pretendéis que…
El actor se limitó a asentir con la cabeza.
– Pero…, pero ¿cómo…?
– Fue vuestro propio padre, mi buen amigo Will, el que me contó que Hamnet y Judith no eran hijos suyos.
XI
El noviazgo, la boda y el arrepentimiento son similares a una jiga escocesa, a un minueto y a una tarantela. El primer cortejo es acelerado y ardiente, tan fantástico como una jiga escocesa. La boda es formal y discreta, rebosante de dignidad y tradición, como si fuera un minueto; y, al final, llega el arrepentimiento, y con las piernas deterioradas va apresurándose hasta caer en la tarantela, hasta que se precipita en la tumba.
Mucho ruido y pocas nueces, II, 1
No podría decir con exactitud el tiempo que estuve vomitando. Sólo sé que me precipité sobre la puerta, que la abrí de un manotazo y que apenas pude alejarme unos pasos antes de empezar a arrojar todo lo que albergaba mi vientre. Fue una vomitona cálida, sudorosa, espasmódica. En algún momento, temí que las piernas no me sostendrían y que me desplomaría sobre mis inmundicias, pero por más que intenté frenar aquel flujo no me resultó posible. Por el contrario, cada vez que me esforzaba por lograrlo, un nuevo pujo me sacudía como si algo dentro de mí quisiera limpiarme de todo lo que había escuchado en las últimas horas arrojándolo para siempre de mi ser.
Cuando la mano del actor se posó sobre mi frente para ayudarme, hubiera deseado con toda la fuerza de mi corazón rechazarlo. Desgraciadamente, no estaba en mi poder el hacerlo. Era yo como una barquilla escuálida a merced de un mar embravecido, como el débil tamo arrastrado por el viento impetuoso, como una mísera brizna de hierba en medio del irresistible vendaval. La única diferencia era que yo no sabía si la tempestad angustiosa que se había desatado en mi pobre alma podría calmarse en el futuro.