Me pasé el dorso de la mano por los labios en un intento vano de sentirme algo más limpia. Por supuesto, no lo conseguí. Con paso trastabillante y un sabor bilioso invadiéndome la boca, acepté el brazo que el actor me ofrecía y reconduje mis pasos hacia la casa.
Durante unos momentos, no dije nada, más desplomada que sentada en el taburete angosto donde había pasado las últimas horas. Una sobrecogedora sensación de vértigo desasosegante se había apoderado de mis flacos miembros y no permitía que abriera los ojos sin experimentar que todo giraba a mi alrededor. Lejanos, como si procedieran de otra época, me llegaban unos sonidos extraños que no acertaba a identificar. Se trataba de una combinación de recipientes indefinidos que entrechocaban, de líquidos ignotos que se vertían, de objetos levantados de su lugar y posados en otros.
– Tomaos esto, señora. Os asentará el cuerpo.
Entreabrí los ojos, pero la situación de mareo se mantenía. Cuando cerré los párpados, sabía, no obstante, que a un par de pulgadas de mi pecho descansaba un tazón humeante.
– Hacedme caso, señora -insistió el hombre de verde-. Se trata de unas hierbas a las que se suele recurrir después de situaciones como éstas.
– ¿Después de saber que sois hermano de algún bastardo? -acerté a decir y mi voz me pareció quejumbrosa y distante, como si, en realidad, brotara de la garganta de otra persona.
No respondió a mi pregunta, insolente pregunta debo reconocerlo, y se limitó a insistir:
– Os lo ruego.
Me llevé las manos a los ojos y me los froté aunque sin atreverme a abrirlos. La horrible sensación, mezcla de ahogo, ansiedad y náusea, permanecía y no deseaba correr el riesgo de arrojar sobre la mesa cualquier residuo digestivo que aún guardara mi vientre. Sin embargo, estiré los dedos temblorosos en busca del tazón panzudo que había contemplado tan sólo un momento antes. Pude escuchar cómo el recipiente se deslizaba sobre la mesa y supuse que el actor lo estaba empujando hacia mí.
El aroma del bebedizo me resultó agradable. Lo aspiré por un instante, soplé débilmente y me lo llevé a los labios. En contra de lo que había temido, no me provocó ninguna arcada. Por el contrario, sentí su humedad cálida sobre la lengua como si se tratara de un calmante y cuando, finalmente, tragué el sorbo, noté un grato bienestar que me sorprendió por su inesperada rapidez. A pesar de todo, no me atreví a abrir los párpados hasta que hube repetido aquella tranquilizadora operación tres o cuatro veces.
Los ojos penetrantes del hombre de verde me observaban con atención cuando decidí que había llegado el momento de observar nuevamente el mundo que me rodeaba. No me había percatado con anterioridad, pero… en ese momento el extraño me pareció extraordinariamente joven. Algunas arruguitas pequeñas le rodeaban los ojos y, ciertamente, su recortada barbita era casi tan canosa como sus sienes. Pero sus pómulos, blanquecinos, sobresalientes, casi brillantes; sus ojos extrañamente risueños y su sonrisa peculiar transmitían una sensación de lozanía sempiterna.
Por un instante, me pregunté por la razón de aquel aspecto inesperado en alguien que, a todas luces, acumulaba ya bastantes décadas de existencia. ¿A qué podía deberse? Bah, aparté la pregunta de mi mente, ¿qué más daba si lo comparaba con lo que había escuchado en las horas anteriores?
– Supongo que sois consciente de las graves acusaciones que habéis formulado -comencé a decir.
El actor asintió con un leve movimiento de cabeza, pero sin despegar los labios.
– E imagino que comprenderíais si ahora me levantara y no quisiera escuchar ni una sola palabra vuestra…
– No -respondió con firmeza-. No lo entendería. Si habéis llegado hasta la mitad del camino, lo normal es que lo concluyáis.
Sentí como si una mano desapaciblemente gélida se me posara sobre el estómago y me lo retorciera. ¿Tan lejos nos encontrábamos todavía del final? Cerré los ojos y, por un instante, creí que iba a desvanecerme. Gracias a Dios no fue así.
– A menudo -comenzó a decir el actor- pensamos que sujetamos las riendas del destino en nuestras manos. Por regla general esa sensación engañosa se apodera de nosotros cuando da la impresión de que las cosas van bien. Por una extraña conjunción de circunstancias, nuestra salud no nos causa problemas, los asuntos de la familia transcurren felizmente, el trabajo no falta e incluso podemos regalarnos con una pierna de carnero y una pinta de cerveza. Se diría que nuestra vida ha quedado encauzada de forma adecuada y que así persistirá hasta que exhalemos sosegadamente el último aliento. Pero, señora, nos equivocamos y además no tardamos en darnos cuenta de ello. Eso fue lo que le pasó al bueno de Will. ¿Sentís el cuerpo mejor?
– ¡Oh, sí! -respondí súbitamente sorprendida por su pregunta-. Ya estoy bien.
– Aquel año de 1596 difícilmente pudo empezar de mejor manera. Romeo y Julieta fue un éxito sin precedentes. Hasta ese momento, vuestro padre apenas había cosechado palabras de elogio. Le acusaban de falta de originalidad, de copiar a otros autores, de valerse de lo que le sugerían los actores. Ni uno solo de esos cargos se correspondía con la verdad, pero la envidia no se preocupa de la veracidad sino de cómo causar el mayor daño posible a los que, en su vileza, aborrece. Después de Romeo y Julieta resultó imposible seguir vertiendo calumnias como aquéllas. Vuestro padre era un genio y un genio que, por añadidura, podía cantar al amor y a la muerte con una extraordinaria belleza.
– No veo cómo…
El actor alzó la diestra para imponerme silencio.
– Al reconocimiento le siguió el dinero. La obra se representaba una y otra vez y las monedas afluían en abundancia hasta conseguir que rebosaran las arcas del teatro. Y Will, como cualquier hijo de Adán, comenzó a concebir planes. Soñaba con una casa mejor para su familia, con un título para su padre, incluso con la posibilidad de tener un teatro propio. Todo parecía en aquellos días al alcance de su mano. Todo. Y entonces todo se torció. Lo que sucedió, es cierto, podía no haber pasado nunca y la vida de todos hubiera resultado diferente, pero…
El hombre de verde no terminó la frase. Por el contrario, se llevó un tazón a los labios. Fue entonces cuando me percaté, por primera vez, de que él también estaba consumiendo un bebedizo.
– Aquel mes, el encargado de llevar dinero a Anne Shakespeare fue un muchacho alto y espigado, un patán larguirucho y rubicundo al que Will había dado trabajo en la compañía. No sé muy bien qué pudo mover a vuestro padre a adoptar esa decisión, pero, muy posiblemente, en aquel jovenzuelo se contemplaba a sí mismo tal y como había sido tan sólo unos años antes. Hay gente que cuando ve a alguien pasar por los mismos apuros que él padeció en el pasado, siente un placer especial e incluso se permite la crueldad de contribuir a esos sufrimientos con una ración añadida. Es como si pensara que puesto que él lo pasó mal, también los demás han de beber hasta las heces la copa de la amargura. Will no era así. Creo que pensaba que hubiera sido maravilloso recibir ayuda cuando llegó a Londres y que, dado que no había podido contar con ella, ahora deseaba dispensársela a cualquier necesitado.
Bebió un nuevo sorbo del tazón y, por un instante, guardó silencio como si así pudiera paladear mejor el brebaje.
– Esa generosidad sirve en algunas ocasiones no sólo para practicar una conducta tan encomiable como la caridad sino también para descubrir un talento sepultado bajo la pátina indigna de la miseria.
Sin embargo, en este caso… bueno, se trataba de un muchacho torpe y su torpeza… tuvo fatales consecuencias.
El actor se llevó súbitamente la mano al vientre como si sintiera un dolor agudo, pero se trató de un gesto que no duró más que un instante y que no le impidió proseguir con su relato.
– Debía haber partido el sábado por la tarde. Así, con un poco de suerte habría llegado a Stratford la mañana del domingo, pero… pero se sentía tan feliz de formar parte de la compañía de William Shakespeare que, antes de salir hacia su destino, se detuvo a festejarlo en una taberna. Quizá no pasó de beber algunas pintas, pero, fuera como fuese, el alcohol hizo que se quedara dormido como un leño. Cuando logró desperezarse, el domingo había más que amanecido. Naturalmente, podía haber regresado y confesado a vuestro padre lo que le había sucedido, pero quizá temía algún castigo y decidió encaminarse a Stratford. A fin de cuentas, llevaba dinero y siempre se recibe bien al que trae una bolsa, aunque no sea puntual.
– Pero no llegó… -me atreví a imaginar.
– ¡Oh, sí! ¡Sí llegó! -dijo el actor-. Llegó cuando ya nadie lo esperaba, cuando todos estaban más que convencidos de que el dinero se retrasaría al menos una semana y habían decidido proseguir sus existencias cotidianas como si no sucediera nada. En el caso de Anne, acudió a reunirse con su amante como tenía por costumbre los domingos cuando no esperaba a un mensajero de vuestro padre.
No pude reprimir un escalofrío al escuchar aquellas palabras. Sí, yo sabía que mi madre desaparecía durante unas horas todos los domingos salvo… salvo aquellos en que había visitas. Sólo que nunca me había dicho adónde iba y mucho menos quiénes eran aquellos señores que llegaban de vez en cuando, pasaban a la casa, tomaban una jarra de cerveza y se despedían inmediatamente. Ahora, a juzgar por lo que decía aquel sujeto extraño, me estaba enterando de que eran mensajeros de mi padre. Me llevé las manos a las sienes y las apreté con las yemas de los dedos como si hubiera deseado expulsar con la presión aquellas imágenes olvidadas hacía tantos años y que ahora parecían cobrar sentido, un sentido que nunca hubiera sido capaz de sospechar.
– Aquel estúpido pudo haber ido a casa de tu abuelo a dejar el dinero o haber esperado a tu madre para entregárselo en persona -prosiguió el actor- pero se sentía culpable por el retraso y, seguramente, ansiaba enmendar su error mostrando una especial diligencia. Cuando le dijeron que tu madre se había ausentado, en lugar de esperar a que regresara decidió ir en su busca…
– Os rogaría que no entréis en detalles que… -comencé a suplicar, pero el hombre del traje verde pareció no escucharme siquiera.
– La encontró -continuó sin escuchar mi súplica-. La encontró en un claro solitario de un ridículo bosquecillo situado a las afueras de Stratford. Se hallaba en brazos de un hombre alto, fuerte y aún joven aunque de cabellos canosos. El jovenzuelo diría después que no se había parado a ver todo. Quizá era cierto, pero, de todas formas, llegó a contemplar cómo, concluido el abrazo, tras formar el monstruo de las dos espaldas, ella le entregó un pañuelo. Aquel pañuelo… aquel pañuelo, señora mía, lo decía todo.
XII
No creo en presagios. Hasta en el hecho de que se caiga un gorrión interviene una providencia especial.
Hamlet, V, 2
– ¡Virtud…! ¡Pura quimera…! -recitó con la voz tapizada por la pena el actor-. En nosotros mismos tenemos lo necesario para ser felices o desgraciados. Nuestro cuerpo es un jardín cuyo jardinero es la voluntad. Da lo mismo que plantemos ortigas, flores, tilo o espinas; que lo adornemos con multitud de hierbas o que sembremos las especies más variadas; da lo mismo que nuestra haraganería lo deje yermo o que nuestra laboriosidad lo convierta en fecundo, siempre es nuestra voluntad la que, revestida de la autoridad pertinente, lo dirige y lo corrige todo. Si en la balanza de la vida la razón no sirviera de contrapeso a los sentidos, cometeríamos muchas atrocidades. Sin embargo, hemos sido dotados de razón para calmar el ardor de los sentidos y las pasiones que no son lícitas. El hombre de verde calló, cerró los ojos por un instante, y, finalmente, dijo:
– Estoy seguro de que estas palabras también eran de aplicación para vuestra madre.
– ¿Cuánto tardó mi padre en saber lo que acabáis de contarme? -interrumpí sus incómodas reflexiones.
– Comenzó la semana con aquella noticia.
– ¿Y creyó lo que aquel hombre le decía?
– Por supuesto que no -respondió mi acompañante a la vez que alzaba los brazos al cielo-. Recuerdo que acabábamos de comenzar el ensayo de El mercader de Venecia cuando aquel patán irrumpió en el teatro. Como no le correspondía ensayar, Will no dio importancia a su retraso. Imagino que pensó que, tras cumplir con el encargo en Stratford, se podía permitir una licencia semejante. Aquel necio se sentó en una esquina del teatro y nos vio ensayar la escena en la que Shylock, el usurero judío, intenta convencer al mundo de que los hebreos sufren exactamente de la misma manera que el común de los mortales.
De manera inesperada, el hombre de verde se encorvó como si sobre sus espaldas hubieran descendido no menos de cinco o seis decenios. Luego, el rostro se le afiló de forma extraña y dijo con voz sombría:
– Soy un judío. ¿Acaso un judío no tiene ojos? ¿Acaso un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No se nutre de los mismos alimentos, no es herido por las mismas armas, no se ve sujeto a las mismas dolencias, no se cura con los mismos remedios, no pasa calor y frío con el mismo verano y el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no reímos? Si nos dais veneno, ¿no nos morimos? Y si nos ofendéis, ¿no vamos a vengarnos? Si en todo lo demás nos parecemos, también en eso nos pareceremos. Si un judío insulta a un cristiano, ¿cuál será la humildad de éste? La venganza. Si un cristiano ofende a un judío, ¿qué nombre deberá llevar la paciencia del judío si es que aspira a seguir el ejemplo del cristiano? Pues venganza. La vileza que me enseñáis la pondré en práctica y difícil va a resultar que no supere la enseñanza que me habéis dado.
Terminó aquellas palabras y una súbita transformación se operó en el actor. Volvió a erguirse, su aspecto juvenil nuevamente hizo acto de presencia y su rostro se mostró una vez más lleno y alegre.
– Mucha gente criticó que vuestro padre mostrara esa benevolencia hacia los judíos, pero no hubo manera de convencerle para que suprimiera la escena. Creo que hizo bien porque…
– Os suplico que no os distraigáis -interrumpí al actor.
– Sí, señora, tenéis razón -reconoció-. Bien, como os iba diciendo, aquel majadero esperó hasta que concluyó el ensayo y entonces se acercó a Will. Le susurró algo al oído y ambos se apartaron del resto de nosotros y comenzaron a charlar en un rincón. Hablaban en voz baja, pero enseguida comprendí que lo que le relataba estaba revestido de una especial gravedad. Vuestro padre se puso, primero, pálido y luego enrojeció mientras aquel muchacho no dejaba de hablar y mover las manos realizando unos gestos que no fui capaz de interpretar. Cuando terminaron, el rostro de Will había adquirido el color de la ceniza que lleva varios días posada en el hogar. Sus ojos, que tan sólo unos momentos antes brillaban con la alegría risueña que siempre le proporcionaba un buen ensayo, estaban poseídos ahora de una tonalidad mortecina, como la de un pez que acaba de exhalar la vida tras una lucha implacable contra la muerte por asfixia.
Se detuvo. Los ojos se le habían llenado de lágrimas, unas lágrimas que, de manera prodigiosa, no desbordaban la sutil barrera de los párpados deslizándose por sus mejillas arrugadas.
– Me acerqué a él y le pregunté si había sucedido algo grave, si tenía malas noticias de casa, si le sucedía algún contratiempo a su familia…
– ¿Y qué respondió?
– Nada. Quedó sumido en un silencio gélido como el de un niño al que han golpeado, pero prefiere ocultarlo antes que sufrir la humillación de tener que relatar su intolerable derrota.
– Pero en algún momento, debió deciros… ¿o fue ese hombre el que…?
– No. -Movió la cabeza-. En honor a la verdad, hay que decir que el muchacho se comportó con discreción. No comentó nada con nadie. No, eso hay que reconocérselo. Supo guardar silencio.
– Y entonces…
– Supongo que llegó un momento en que el dolor que se había apoderado de su pecho le resultó demasiado insoportable para sobrellevarlo a solas. Por supuesto, vuestro padre se negaba a dar por ciertos los hechos. En su corazón, donde se libraba la batalla más encarnizada de su aún no muy dilatada existencia, se empeñaba en defender a vuestra madre, en decirse que no podía ser cierta su infidelidad, en negarse a aceptar una realidad que no por triste resultaba menos cierta.