XIV
No puede saberse hasta qué punto una mala palabra puede emponzoñar el amor.
Mucho ruido y pocas nueces, III, 1
– Estrenamos El mercader apenas unos días después. ¡Ah! Fue una gran noche, sí, señora, una gran noche. A medida que el texto de vuestro padre se esparcía como una nubécula sutil por en medio de la sala, el público, esa bestia de reacciones desconocidas, comenzó a comportarse como el perrito faldero de una dama acomodada. Primero, empezó a gruñir satisfecho; luego, se echó a reír a carcajadas, como si en la trama le fuera la vida, y, finalmente… ah, finalmente, rompieron a aplaudir presa del mayor entusiasmo. En esos momentos, cuando gritaban, silbaban y vitoreaban, presa del placer, busqué a vuestro padre con la mirada. No era Will persona que se dejara llevar por las emociones e incluso cuando su corazón rebosaba de alegría rara vez iba más allá de la sonrisa o si acaso de una carcajada ocasional. En aquellos momentos, hubiera esperado un gesto risueño, de sosegada satisfacción, de gozo moderado, pero, para sorpresa mía, lo que descubrí fue un rostro mortalmente pálido. ¿Qué digo pálido? Ceniciento, cadavérico, como si estuviera cubierto por el frío sudario de la muerte.
El hombre de verde guardó silencio y, una vez más, pude observar que su mirada había vuelto a desplazarse a un lugar que el paso del tiempo había borrado años atrás, pero que para él seguía tan presente como yo y quizá incluso más en aquel momento.
– Tenía los ojos inmóviles, fijos, clavados en un punto del público. Era como si un mago perverso le hubiera hechizado impidiéndole volver la cabeza en otra dirección. Busqué con la vista aquello que había apresado el interés de Will, pero, en medio de aquella barahúnda de gente enloquecida y satisfecha por la diversión que les habíamos dispensado, no acerté a descubrir nada. Moví la cabeza a uno y otro lado, me incliné, me puse de puntillas, pero no obtuve ningún resultado. ¿Qué diablos estaba contemplando Will? ¿Qué había atrapado su alma con tanta fuerza como para hurtarle el fugaz momento de gloria que todos bebíamos ávidos sobre el escenario inundado de aplausos?
– ¿Llegasteis a descubrirlo? -pregunté mientras la mano de la ansiedad, pesada y fría, se posaba sobre mi encogido estómago.
– Había renunciado a ello e incluso había adoptado el propósito de averiguarlo más tarde, mejor unos días después para no agriar las mieles de aquella noche, cuando una matrona, oronda y pelirroja, se inclinó al lado de su comadre para comentarle algo al oído. Entonces… señora, creed lo que os digo, lo vi todo. Resaltaba como lo hubiera hecho una poderosa antorcha que rasgara las negras tinieblas de la impenetrable noche. Allí, en medio de un agitado océano de cuerpos integrado por orondos nobles y fétidos villanos, lo descubrí.
Guardó silencio y yo, a duras penas, conseguí contener un impulso cortante que se había apoderado de mí y que me gritaba desde lo más hondo de mi espíritu para que le obligara a concluir aquel inacabable y lacerante tormento.
– ¿De qué se trataba? Os lo ruego… ¿qué era?
El actor sacudió la cabeza como si despertara de un sueño, respiró hondo y clavó sus ojos febriles en mí.
– No podéis imaginarlo, ¿verdad, señora?
– Os ruego…
– Se trataba del pañuelo, señora. El mismo pañuelo que yo había llevado a Anne como presente de un marido que la amaba, el que había visto aquel palurdo bocazas, el que la mujer a la que Will amaba más que a su vida había regalado a su amante.
Me llevé las manos al cuello ahogando una interjección de dolor.
– No era un hombre atractivo, ni bien vestido, ni elegante -continuó-. Sí es verdad que su estatura era algo mayor que la de Will. ¡La estatura! Como si los hombres, igual que los paños, se pudieran medir en varas… Me pregunté qué habría podido ver Anne en aquel sujeto, pero no me entretuve mucho en esas reflexiones. Lo que en esos momentos me preocupaba era lo que podía hacer Will.
– ¿Y qué hizo? -pregunté con el corazón atenazado por la angustia.
– Esperó a que todo concluyera. Por supuesto, se esforzó en ser amable con la gente. Aceptó las flores, devolvió los abrazos, se inclinó ante los aplausos… pero, ah, señora… pero en su rostro la sonrisa no pasaba de ser un adorno mal colocado que desentonaba no menos que los lazos mal sujetos al vestido de una aldeana fea. Y a cada instante volvía sus ojos hacia el pañuelo, hacia aquel pañuelo…
– ¿Llegó a hablar con él?
– Ojalá Dios no lo hubiera permitido, pero… sí, poco a poco, como un animal que conoce la mejor manera de desplazarse por en medio de la espesura del bosque, se fue abriendo camino por entre la gente y llegó hasta él. Yo temblaba, temblaba pensando en que vuestro padre pudiera dar muerte a aquel canalla allí mismo y cuando vi que lo alcanzaba y que comenzaba a hablar con él y que su mano se posaba sobre la empuñadura de la espada que llevaba ceñida…
– Pero no…, no… -intenté hablar sin conseguir articular una sola frase.
– No, señora, no lo mató. Ni siquiera desenvainó aquel acero para intentarlo. Habló con él. Cortés, educado, gentil como siempre era Will. Incluso hubo un momento en que le pasó la mano por el hombro en lo que aparentaba ser un gesto de aprecio. No sé cómo lo consiguió, pero mientras duró aquella conversación, mientras enhebraba las frases y escuchaba al hombre que se acostaba con su esposa, ni una sola vez miró el pañuelo. Era como si aquel pedazo de tela infectado de culpabilidad se hubiera vuelto invisible. Luego, de la manera más inesperada, Will abrazó a aquel hombre y se despidió de él.
– ¿Y eso fue todo? -exclamé más que pregunté.
– Señora mía, ¿qué es todo? ¿Acaso sin ser Dios se puede saber antes de que la persona entregue la vida en su último instante?
– Pero…, pero ¿algo tuvo que suceder? No sé… no es posible que mi padre hablara con aquél… con ése… y… bueno, no sucediera nada…
– Su rostro adquirió un tono verdoso, eso es verdad, pero se esforzó como el magnífico actor que era porque nadie se percatara de lo que se removía en su interior. Incluso bebió con todos nosotros un par de pintas y rió los chistes malos de algún compañero borracho y rechazó, como hacía siempre, los intentos de alguna desgraciada que pretendía calentarle las sábanas esa noche. En todo se comportó de la misma manera que hacía las cosas, todas las cosas. Con elegancia, con serenidad, con sosiego, como si en vez de un hombre humilde nacido en un pueblo pequeño, hubiera venido al mundo en la elegante alcoba de un señor. Y así pasamos de una amarga noche de éxito a la mañana cargada de resaca, la mañana en que Will supo que Hamnet, vuestro hermano Hamnet, estaba muy enfermo.
XV
La vida terrenal más adversa y terrible que puedan ocasionar a la naturaleza la edad, el dolor, la escasez y la prisión es un paraíso si se compara con lo que tememos de la muerte.
Medida por medida, III, 1
– Llegó el mensajero, mojado y aterido, cuando aún nos faltaban horas para despejarnos. Era un pobre hombre, un campesino avejentado por el esfuerzo continuado de intentar arrancar algún fruto a una tierra ingrata. Nada más verle pensé que alguno de los pedruscos que había extraído de la gleba se le había metido bajo la piel y pasado a constituir una parte de su rostro basto y enrojecido. Descabalgó y preguntó por vuestro padre. Will se hallaba escribiendo, pero, al ver cómo entraba aquel inesperado visitante, se levantó y atendió al recado que tenía que comunicarle. Me encontraba a una discreta distancia y, por supuesto, no alcanzaba a oír lo que le estaba diciendo, pero sí puedo aseguraros que Will lo escuchó con la misma frialdad que si se hubiera convertido en un pedazo de mármol. Como si aquello no tuviera que ver con él. Fue una entrevista muy breve y cuando concluyó, sacó una moneda de una bolsa que llevaba al cinto y se la dio con gesto despreocupado. El rostro del aldeano quedó cubierto por un paño de sorpresa. Creo recordar que incluso parpadeó como si así pudiera entender mejor, pero nada de aquello conmovió a tu padre. Se limitó a propinarle una palmadita leve en el brazo y, acto seguido, sin esperar a que abandonara su presencia, volvió a sentarse.
– ¿Eso fue todo?
– Eso fue todo.
– ¿Y vos…?
– En circunstancias normales, no hubiera hecho ni dicho nada. Sabía que Will deseaba estar tranquilo cuando escribía y que además eso era lo mejor para todos. Pero, aunque no deseáramos reconocerlo, todo había dejado de ser normal en los últimos tiempos.
– Luego hablasteis con él…
– Me acerqué y le dije: ¿pasa algo, Will?
– ¿Pasa algo, Will? -repetí sorprendida.
– Sí, sólo eso -zanjó sin más explicaciones el hombre de verde.
– Bueno… ¿y qué contestó mi padre? -dije ansiosa por conocer el final de aquella historia.
– Continuó escribiendo como si no me hubiera oído. Con calma, tranquilo, incluso impasible. Hasta mojó la pluma un par de veces en el tintero como si no me encontrara presente. Estaba a punto de retirarme cuando, sin alzar la vista, dijo: «Hamnet está muy enfermo». Pronunció la frase con una frialdad…
– Pobre Hamnet…, apenas vio a mi padre y, sin embargo, lo quiso siempre tanto… -musité, pero el actor no me escuchaba.
– Entonces levantó los ojos, aquellos ojos que ya no miraban como antes y me dijo: ¿Cuánto tiempo dura el embarazo de una mujer?
– ¿El embarazo de una mujer? -exclamé sorprendida.
– Sí, eso fue lo que dijo. Confieso que al escuchar aquellas palabras no supe qué responderle y me quedé callado. Entonces Will tomó un paño, limpió en él la punta de la pluma, la depositó sobre la mesa y me dijo: ¿No sabes a lo que me refiero? Bueno, sí, claro que lo sabía, pero ¿adónde quería llegar? Me refiero a su preñez, me dijo, a los meses que tiene que llevar a una criatura en su seno antes de dar a luz. ¿Lo sabes?
Hubiera querido ocultar mis sentimientos, pero no pude evitar que unos lagrimones calientes, gordos, que ardían, me empezaran a caer por las mejillas.
– Tarda nueve meses, me dijo y, como si yo no pudiera entenderlo, levantó las dos manos con sólo nueve dedos extendidos. Nueve meses. Por supuesto, en ocasiones el parto se adelanta o, simplemente, la boda se celebra cuando la muchacha está preñada y entonces parece que el niño ha sido prematuro. Sí, a veces, eso es lo que sucede…
Sí, claro que eso era lo que sucedía. Yo misma era una prueba de ello.
– «¿Qué quieres decirme, Will?», le pregunté. Creo que dudó por un momento si debía o no continuar esa conversación, pero, al final, respiró hondo y dijo: «Anoche estuve hablando con un hombre que es de un pueblo cercano al mío. No lo conocía. Bueno, nunca me había encontrado con él. Se trata de uno de esos parientes de mi mujer, de la familia de mi mujer, para ser más exactos, que ha pasado alguna vez por Stratford. Los visitó hace unos años, ¿sabes? Cuando estaba ausente… Cuando no pude yacer con Anne porque los siervos de un señor me habían dejado el cuerpo maltrecho a golpes… cuando no sabía si podría volver a levantarme del lecho… cuando aún no había pasado por mi corazón la posibilidad de venir a Londres… para abrirme camino y ganar el pan para Anne y los niños… Aquel hombre pasó por allí y se quedó unos días».
– ¿Cuándo sucedió eso? -le interrumpí.
– Eso mismo fue lo que le pregunté porque… porque, señora… Y… y entonces… entonces me dijo… me dijo…
– … que había sido nueve meses antes del nacimiento de los gemelos -completé la frase.
– Sí -musitó con voz trémula-. Eso fue exactamente lo que me dijo y luego me habló de que…
– …de que ese… pariente era el hombre del pañuelo… el mismo que había visto el aldeano… el padre de Hamnet y de Judith… el amante de… de mi… madre… Fue así, ¿verdad?
El actor movió la cabeza en mudo asentimiento.
– ¿Y por eso no acudió a Stratford? ¿Por eso permitió que llorara hora tras hora, que le llamara una y otra vez sin obtener respuesta, que se fuera consumiendo con la palabra «padre» asomándole a los labios sin parar? ¿Por eso? Aquel… aquel niño… aquel niño lo quería… No, no lo quería. Lo adoraba. Sólo sabía hablar de su padre, del hombre que actuaba en Londres ante nobles y villanos, de aquel escritor que era superior a cualquier varón que hubiera podido nacer en estas islas… Poco le importaba que le hubiera prestado tan poca atención, que le hubiera visitado en tan escasas ocasiones. Ni mi madre, ni Judith, ni yo pudimos proporcionarle ningún consuelo. Murió una noche de delirio, una noche en la que sólo acertó a preguntar si tardaría mucho en llegar su… su padre…
– Lo siento… Lo siento de verdad… -musitó con pesar el hombre de verde.
– Sí, os creo -dije airada como si toda la cólera acumulada durante esos años saliera ahora de la misma manera que la sangre mana incontenible de una herida profunda y abierta.
– No pretendo justificar a vuestro padre -comenzó a decir el actor-. Pero acababa de descubrir que su mujer le había engañado con un hombre durante años…
– ¿Y qué culpa tenía Hamnet? -le interrumpí.
– Ninguna, señora, ninguna -respondió-. Tan sólo estaba pagando la enorme desgracia de tener una madre que no había sentido reparo alguno en acostarse con un hombre que no era su marido, un pobre marido al que luego además le había presentado como propios los hijos de un extraño. Es fácil juzgar y, seguramente, no carecéis de razón, pero Will la quería y había demostrado cada instante durante todos aquellos años su amor por ella. Ahora había descubierto que sufría el daño de los pájaros atacados por el cuco. Aquel sujeto había colocado sus huevos en el nido ajeno y el fruto de aquel adulterio durante años había pasado por ser ante los ojos de los hombres la descendencia, legal, auténtica, amorosa del pobre Will Shakespeare, el hombre que rechazaba a las mujeres por fidelidad a una hembra que lo había engañado con un sujeto más desprovisto de sabor que el suero pasado. Puede que vuestro padre os parezca cruel, pero, señora…, cuánto mal pudo hacer y no llevó a cabo.
XVI
La tentación más peligrosa es la que nos lleva hasta el pecado por amor a la virtud.
Medida por medida, II, 2
– ¿Qué queréis decir?
– ¿No comprendéis lo qué quiero decir? -me preguntó sorprendido el actor-. Pues ni más ni menos que vuestro padre podría haberse vengado de aquel personaje que había irrumpido en la vida de su familia e incluso le había dejado dos hijos bastardos.
– Entiendo -dije mientras me subía una náusea hasta la garganta-. Entiendo, sí. La ley respalda al cónyuge engañado…
– ¿La ley, señora? ¿La… ley? Ah, qué poco conocéis las pasiones de los hombres… Pocos están dispuestos a recurrir a un juez. Todo lo contrario. Su corazón, su espíritu, su alma les gritan que han de dar muerte, que deben mutilar, que tienen que destrozar el cuerpo que ha servido para aniquilar su vida. Así lo reclama la sangre que les hierve por las venas.
– La sangre que les hierve por las venas… -repetí-. ¿Estáis seguro, señor? ¿Es su sangre o es su orgullo masculino? ¿Es su sangre o es su vanidad herida? ¿Es su sangre o es la soberbia golpeada?
– Sois injusta con vuestro padre -replicó-. Durante años amó a esa mujer, le dio todo, incluso aceptó el tener que separarse de ella para que nada le faltara. Oh, por Dios, si incluso aparecía en las escenas de sus obras más amadas, si hasta la perfilaba en Julieta y en Porcia y en… ¿Os parece demasiado que odiara al hombre que había destruido aquello? ¿De verdad os extraña? Pero ¿es que acaso vos no amáis?
No respondí a sus preguntas, pero no podría decir por qué guardé silencio. ¿Deseaba proteger a mi madre de una acusación que me parecía terrible minimizando la culpa de su amante? ¿Temía que el castigo que los maridos desean descargar sobre los adúlteros recayera en algún momento sobre las esposas? ¿Me horrorizaba la simple perspectiva de que los hombres se convirtieran en magistrados de asuntos que sólo Dios podía juzgar? A día de hoy sigo ignorándolo, pero no puedo evitar una sensación de profundo malestar al recordar aquel punto de nuestra conversación.