– Lo entiendo -musité y en verdad lo entendía. A fin de cuentas, mi padre se había enterado de algo que, de ser cierto, privaba de sentido a todo lo que había acometido durante años. ¿De qué servían su trabajo, su esfuerzo, su lucha si la persona a la que iba dirigido todo se había entregado a otro?
– Recuerdo la tarde en que me contó todo -prosiguió con ojos vidriosos el actor.
– Debía confiar mucho en vos… -dejé escapar mis pensamientos.
– No lo creo, señora -observó con tono amargo-. No, sinceramente, no lo creo. Estoy convencido de que podría haberse franqueado con media docena de personas más. Si, finalmente, lo hizo conmigo se debió simplemente al azar o a la Providencia.
– No sois justo con vos -repliqué.
– Señora, eso es precisamente lo que soy.
Guardé silencio.
– Recuerdo que aquella jornada concluimos los ensayos de El mercader. No habían sido fáciles, todo hay que decirlo, porque vuestro padre no era el mismo desde que aquel sujeto había regresado de Stratford. Se le veía ausente en ocasiones, pero también irritable, nervioso, irascible. Debo reconoceros que ese comportamiento no suele ser poco habitual en los autores, pero… pero vuestro padre… bueno, Will sabía lo que era actuar… ocasionalmente, podía enfadarse con alguien que se distraía, con el que no era diligente en el aprendizaje del papel, pero aquel comportamiento… En el Mercader… por cierto, ¿habéis visto El mercader de Venecia?
– No -dije molesta. Como otras obras de mi padre aquella me resultaba también desconocida y, al parecer, era también indispensable para entender lo que había sido su vida.
– Lo suponía -dijo el actor con un tono que no contenía reproche, pero que me dolió como si me hubieran asestado una punzada-. Bien, señora, sabed que El mercader tiene una trama sencilla pero que vuestro padre supo trazar magníficamente. Uno de los protagonistas llamado Antonio se ve obligado a solicitar un préstamo a un judío llamado Shylock para ayudar a un amigo llamado Bassanio a obtener el amor de la bella Porcia. El usurero se lo concede, pero a cambio le impone una condición leonina. Si no lo paga, tendrá que entregar una libra de carne situada lo más cerca posible del corazón.
– ¿Y esa obra es una comedia? -pregunté espantada por lo que acababa de escuchar.
– Oh, sí -respondió el actor sonriendo por primera vez en toda la noche-. Sí que lo es. La flota de Antonio se hunde y, de repente, se enfrenta con la tesitura de no poder devolver el empréstito. Naturalmente, el judío exige el pago, en buena medida para resarcirse del resentimiento surgido en su corazón por la suma de humillaciones pasadas. Cuando Antonio está a punto de perder la vida a manos de un impío Shylock, cuando el miserable avariento personaje se niega a recibir una compensación porque, en realidad, sólo sueña con la venganza, aparece un personaje femenino de especial importancia. Se trata de Porcia, la amada de su amigo Bassanio, y en un momento de la representación, el momento decisivo, consigue con su discreción salvar al que ayudó a su amor.
– No veo qué relación…
– Esperad -me dijo alzando la mano-. Como vos sabéis, las leyes del reino prohíben la subida de una mujer al escenario. La consideran inmoral, impropia, indigna de una mujer decente y si se tiene en cuenta la vida que llevamos los cómicos hay que reconocer que la norma no carece de cierta razón. Sea como sea, los papeles femeninos han de representarlos hombres. Puedo aseguraros que no se trata de una tarea fácil. Hay que lograr alcanzar un punto en el que ni parecéis un bujarrón depravado en busca de hombres, ni tampoco un virago al que sólo le falta una verga para ser un varón. Oh, perdonad por la expresión grosera, pero…
– He entendido -corté.
– Bien. El caso es que un papel como el de Porcia exige una gracia especial. No se trata únicamente de parecer una mujer, que ya es bastante complicado de por sí, sino de dar incluso una sensación de elegancia, de picardía, de agudeza típicamente femeninas. Dicho sea de paso, las mujeres que carecen de esas cualidades se cuentan por millares.
– Temo que os estáis desviando… -dije con un tono de voz moderadamente perentorio.
– No, no lo creáis -repuso el actor-. Os cuento todo esto porque, como ya os he adelantado, aquella jornada estuvimos dedicados al ensayo de la parte de la obra en que Porcia desenreda toda la madeja hasta llegar a un final feliz. El actor que representaba el papel era joven, porque ya me diréis cómo puede interpretar a mujer casadera un hombre de cuarenta años, pero, en cualquier caso, actuó bien. Supo conjugar la feminidad y la delicadeza con una contención indispensable para no precipitarse en el amaneramiento o, lo que es peor, en el ridículo. Resumiendo, cumplió con su deber bastante dignamente.
– ¿Y…? -le interrumpí impaciente por aquellas explicaciones que me parecían innecesarias.
– Pues que vuestro padre la tomó con él. Desde el inicio del ensayo yo le había percibido nervioso, molesto, picajoso, pero a medida que íbamos avanzando todo fue a peor y, al final, como si se tratara de un estallido, desencadenó sobre él un aluvión de ásperos improperios. Lo acusó de frío, de distante, de poco femenino, de… de desleal.
– ¿Desleal? -repetí sorprendida.
– Acusarlo de desleal era, por supuesto, tan absurdo como decir que resultaba poco femenino. A decir verdad, sospecho que Will había creado a Porcia pensando en vuestra madre. Porcia es esa mujer que todos los hombres quisiéramos tener a nuestro lado, discreta, sabia y lo suficientemente lista como para ayudarnos sin ofender nuestra vanidad. Seguramente, Will veía así a su Anne o, por lo menos, así la había contemplado hasta que aquel pueblerino le había abierto los ojos. Ahora, sabedor de su infidelidad, vertía sobre aquel actor que encarnaba a Porcia la amargura que se había ido destilando en su interior.
– Pobre hombre -musité.
– ¿Lo decís por vuestro padre o por el actor?
– Por el actor, por supuesto -respondí sorprendida de la pregunta.
– Señora, si me lo permitís, debo deciros que sois muy injusta. El actor, a fin de cuentas, padecía uno de esos cambios de humor tan propios en autores y directores. Vuestro padre, por el contrario, sangraba inconteniblemente por esas heridas que no pueden verse y que, quizá por eso, resultan más dolorosas que ninguna. Me he preguntado después si ya intuía yo entonces algo y por eso me acerqué a Will al concluir el ensayo.
– ¿Intuir? ¿El qué? -indagué.
– Que algo, algo que no terminaba de entender del todo, se había apoderado de vuestro padre, de mi amigo Will, y lo estaba corroyendo por dentro como si fuera uno de esos indestructibles nidos de lombrices que devoran el interior de los niños indefensos hasta arrancarles la vida.
El actor hizo una pausa y se pasó la mano por los ojos como si se sintiera súbitamente cansado.
– Se había apartado en un rincón y fingía, sí, estoy seguro de que tan sólo fingía, leer unos papeles. Me acerqué con algo de temor. A Will no le gustaba que le molestaran cuando estaba ocupado y lo que yo le iba a decir por añadidura no podía resultarle agradable. Quizá por eso me quedé de pie a su lado, parado, sin decir una sola palabra, durante unos instantes. Al final, levantó los ojos y por aquella mirada no me quedó ya ninguna duda de que Will ya no era el mismo.
XIII
Palabras, palabras, sólo palabras y ninguna sustancia en el corazón. La acción se da cita en algún otro lugar. Vete con el viento, viento. Una vez allí, juntos, dad vueltas y cambiad. Todavía alimenta mi amor con palabras y mentiras, pero levanta otro con sus acciones.
Troilo y Crésida, V, 3
– Una buena reputación, comenzó a decirme Will con una pronunciación clara, casi solemne, una buena reputación es el primer tesoro del alma tanto en el hombre como en la mujer. El que roba la bolsa, roba una insignificancia, una cosa que es algo y que es nada, porque hoy me pertenece a mí y mañana a mí y a otros mil. Sin embargo, el que me roba el buen nombre me despoja de algo que a él no le enriquece y a mí me empobrece.
– Parecen las palabras de un predicador… -comenté.
– Quizá -concedió el actor sin mucha convicción-. Eso, sí, o la reflexión de alguien que teme haber perdido aquello de lo que habla. Claro que en esos momentos no se me ocurrió nada parecido. Pensé, a veces soy así de ingenuo, que me estaba recitando un fragmento de alguna nueva obra. Bueno, no andaba tan desencaminado, pero no adelantemos acontecimientos. En aquellos instantes, debí quedarme mirando a vuestro padre como si fuera un ser extraño. No sé… Yo iba a decirle que no podía tratar de esa manera a nuestra pobre Porcia y él me salía con aquella parrafada sobre la buena reputación. Y entonces… entonces… me tomó de la mano… fue… no sé cómo decíroslo… fue como si tirara de mí, pero de una manera suave y fuerte a la vez, y me obligó sentarme a su lado, y me lo contó todo…
– No tenía por qué injuriar a mi madre y menos con un extraño -protesté.
– Señora, no conocéis en absoluto cómo era el viejo Will. No dijo una sola palabra denigratoria. De sus labios no salió el menor insulto. Creo que nunca, nunca, nunca relató Shakespeare una historia con mayor parquedad de términos. Ahora que lo pienso toda la conversación fue como un taburete que se sostenía sobre tres patas: Anne – amante – trabajo. Supongo que a eso se había reducido su vida en aquellos instantes. A vuestra madre a la que seguía amando con todo su corazón, al descubrimiento de que desde hacía tiempo tenía un amante y al trabajo al que se dedicaba en cuerpo y alma.
– Por supuesto, ni una palabra de sus hijos -protesté aunque, en realidad, sólo me sentía irritada porque no había dicho nada de mí.
– Oh, sí, también se refirió a sus hijos -dijo el actor con un rictus amargo-. Si fuera verdad, me dijo, si lo fuera, que no es nada seguro, me los traeré a Londres, a vivir conmigo. A esas alturas, señora, Will se aferraba a la esperanza, bien endeble por otra parte, de que Anne fuera inocente, de que aquel muchacho de vista de águila no hubiera visto bien, de que su esposa no le hubiera regalado su pañuelo a un amante…
– Quizá -comencé a decir súbitamente acongojada- no se equivocaba. Quiero decir que no resultaba tan seguro todo aquello y si amaba a mi madre…
Callé de repente. Si amaba a mi madre… Claro, a qué podía atribuirse aquel sufrimiento si no la quería, pero eso, eso era precisamente lo que ella había negado durante años y años, vez tras vez, ocasión tras ocasión.
– ¿Tanto os cuesta llegar a esa conclusión? -me preguntó el actor y al escuchar sus palabras sentí cómo las mejillas me ardían de vergüenza, una vergüenza que no nacía del tono de voz empleado, por demás delicado y cortés, sino de un incipiente sentimiento de que podía haberme equivocado, de que podía haber sido injusta, de que podía haber juzgado a mi padre sin siquiera haberlo escuchado una sola vez.
Guardó silencio por un instante y, de nuevo, me pareció distinguir en su mirada aquel dolor mal contenido que sólo de manera ocasional había emergido desde lo más hondo de su corazón a medida que pasaba la noche.
– Creo -dijo al fin- que Will temía que todo aquello fuera verdad, pero ansiaba con todas sus fuerza que se tratara de un error, que no pasara de una equivocación, que aquel majadero larguirucho se hubiera equivocado. Recuerdo que en un momento de aquella tristísima conversación me apretó la mano y me dijo que había que conservar la calma. ¡Yo! ¡Conservar la calma, yo!
Se mantuvo en silencio el actor por un instante aunque a mí me resultó eterno, inmenso, sin límites. Entonces, de manera inesperada, su mirada quedó fija en un punto lejano, en algún lugar del pasado que, una vez más, veía con toda nitidez mientras que yo me esforzaba infructuosamente por contemplarlo.
– Guárdate de los celos -recitó-. Son el dragón de ojos verdes que odia el alimento de que se nutre. El marido engañado que confía en su suerte, aunque no ame a su esposa que ha violado el pacto, vive protegido del cielo; pero ¡qué terribles son los tormentos del alma que quiere con ardor y está sumida en la duda; del que venera a la que ama y, a la vez, encierra en su interior la sospecha!
El actor respiró hondo y, procurando que no se notara, persiguió una lágrima que había logrado deslizarse por su mejilla izquierda.
– Yo quiero ver antes de dudar -me dijo-. Y si llegó a dudar, quiero pruebas y cuando todo quede probado, se acabó todo. Tanto los celos como el amor.
– ¿Y vos qué le dijisteis? -indagué.
– Yo, señora mía, actué como un estúpido -rememoró trémulamente-. Hubiera debido achacar todo a la necedad del mensajero o hablar de la luz que ciega o de la oscuridad que no permite distinguir las siluetas con nitidez, pero… pero no supe hacer nada de aquello. ¡Estúpido de mí! ¡Necio de mí!, le puse la mano en el hombro y le aconsejé… le aconsejé…
– ¿Cuál fue vuestro consejo? -pregunté con voz temblorosa.
– «Vigilad a vuestra esposa -respondió agitado-. Observad su conducta con los hombres y actuad de manera prudente. No mostréis ni celos ni confianza. No desearía», insistí, «que vuestro corazón noble y veraz se viera expuesto a la traición por causa de su misma generosidad». Y al final, necio, necio de mí, aseguré de manera petulante: «Tened presente que en Inglaterra las mujeres confiesan a Dios lo que no se atreverían a decir a sus esposos. Para ellas la virtud consiste no en abandonar lo malo, sino en saber esconderlo».
– Lo que dijisteis era muy injusto -protesté con un hilo de voz.
– Sí, mi señora. -Bajó la mirada el actor-. Lo es, pero vuestro padre… Ah, el viejo Will me miró y me dijo que no tenía la menor intención de someter a Anne a vigilancia alguna. No, jamás. Si acaso, que alguien le demostrara que su esposa era una furcia, pero que lo hiciera proporcionándole una prueba irrefutable o, por la salvación eterna de su alma, lo convertiría en presa de los perros.
– ¿Acudió alguien a proporcionarle esa prueba? -pregunté con el corazón golpeándome acelerado contra la tabla del pecho.
– Vuestro padre nunca lo hubiera permitido -me respondió-. No. Deseaba, ansiaba, necesitaba creer que vuestra madre era inocente, que todo se trataba de un error, que todo se reducía a la estupidez de un aldeano transplantado a Londres.
– Entonces…, entonces mi madre quizá fuera inocente… -dije con un hálito de esperanza repentina latiéndome en el pecho.
– No. No lo era -contestó el actor-. Y la prueba de su culpabilidad… ah, mi señora, ésa aparecería de la manera más inesperada.