El estupor de Arnufis aumentó al contemplar la seguridad del trayecto. Los guardias no estorbaban a los viajeros, pero dejaban ver con claridad que vigilaban cualquier eventualidad que se pudiera presentar. Desde luego, había que ser muy audaz o estar muy desesperado para intentar realizar un asalto por aquellos lugares. Echó un vistazo a Demetrio. El esclavo griego también estaba admirado de lo que contemplaba. Bueno, era igual. A fin de cuentas, no pasaba de ser un esclavo.
Una sensación de malestar indefinido, extraño, no experimentado antes, se fue apoderando del corazón de Arnufis a medida que iba discurriendo el viaje. No hubiera sabido explicarse la causa de su desazón, pero nacía directamente del desconcierto ante algo que lo sobrepasaba y que, por encima de todo, no terminaba de explicarse. Porque por mucho que le daba vueltas no conseguía responderse a una pregunta cada vez más angustiosa.
¿Cómo habían logrado aquellos salvajes sin depilar levantar aquellos caminos?
3 VALERIO
Valerio no pudo reprimir un gesto de desagrado al ver cómo el legionario se despojaba del casco de metal para, acto seguido, pasarse por la frente el dorso peludo de la rugosa mano.
– Marco, cúbrete -dijo con un tono de voz que no admitía discusión alguna.
Los ojos hundidos del soldado se endurecieron al escuchar aquellas palabras, pero no replicó. Se limitó a calarse el yelmo sin abrir los labios.
– Ya sé que hace mucho calor -gritó Valerio-, pero es mejor tener la cabeza con sudor que partida por un pedrusco. No os descubráis.
Un ligero murmullo, casi imperceptible, se extendió por las filas, pero en eso quedó todo. Se encontraban en territorio hostil y tenían la suficiente experiencia como para saber que su vida pendía de un hilo sutil y quebradizo conocido bajo el nombre de disciplina. Si conseguían mantenerla, avanzarían en la larga carrera de veintiséis años que les permitiría licenciarse y convertirse en ciudadanos con algún peculio. Si en algún momento se quebraba, el prolongado camino hacia el retiro podía verse deshecho, ahogado en su propia sangre.
Valerio se detuvo para comprobar la buena marcha de su centuria. Tenía motivos para sentirse satisfecho. Sus ochenta hombres marchaban a buen ritmo, a pesar del peso del equipo. Sus caligas levantaban una nubecilla de polvo, pero ni siquiera aquella molesta circunstancia velaba el brillo que el sol arrancaba de los escudos, de los yelmos y de los pila, las temibles e incomparables jabalinas romanas.
– ¿Todo en orden?
Valerio se volvió al lugar del que procedía la voz y contempló el rostro de Grato, el centurión. Una cicatriz -que adquiría un tono púrpura cuando se irritaba- le cruzaba el rostro desde la frente al mentón partiendo en dos una barba entrecana e hirsuta. Se la debía a la espada de un bárbaro de origen germano. Pero, todo había que decirlo, el bárbaro había quedado peor. Él mismo había sido testigo de cómo, sin limpiarse la sangre que, como si fuera un torrente rojo, le salía de la herida, lo había ensartado con el pilum valiéndose de un golpe oblicuo y certero.
– Los hombres se resienten del calor -respondió Valerio.
– Cuando no hay calor, se quejan del frío -dijo el centurión sonriendo-. El caso es protestar.
– Se portan bien -defendió a sus hombres Valerio.
El centurión no dijo nada. Le constaba que era así. Y además en aquel caso tenía más mérito. Se movían por territorio hostil y, para remate, desconocido. Tan sólo unas semanas antes, estaban concentrados en una ciudad del imperio, dedicados a tareas propias de la paz, rodeados quizá de sus seres queridos. Entonces había llegado la noticia. Debían partir a la guerra. La nueva había provocado una verdadera conmoción. Combatir significaba abandonar a la familia, significaba regresar a las asperezas de los castra, significaba arriesgar la vida, significaba quizá no regresar y acabar yaciendo bajo suelo extraño. Sólo el sistema de las vexillationes suavizaba en parte aquellos dramas. Gracias a él, una parte de los legionarios partía a luchar, mientras que otra se quedaba en la base. La legión era trasladada, sí, pero sólo en parte. Se eximía, primero, a los más viejos, a los veteranos, a los que tenían alguna hernia o huellas de heridas que no habían sido superadas con el paso del tiempo. Luego venían -si resultaba posible, pero no siempre lo era- los que, de manera bastante irregular, habían contraído matrimonio y quizá hasta tenían hijos. De hecho, no pocos de sus hombres habían dejado en la ciudad a algún pequeño, a una esposa, a una concubina. Él, desde luego, no se había librado. Demasiado joven, soltero, sin concubina siquiera. Era consciente de que si había guerra, sería siempre de los primeros en ser enviado. Y ahora… ahora tenían que enfrentarse con los partos. ¿Quiénes eran aquellos partos? Bárbaros, sí, pero ¿qué clase de bárbaros? ¿Eran como los mauri que moraban cerca de las arenas de África y que ahora llenaban atestados pisos en Roma? ¿Eran como los germanos, altos y de largos cabellos, que se resistían a aceptar el imperium de Roma? ¿Se parecían a tantos pueblos -galos, iberos, griegos- que habían terminado aceptando que no podía existir nada mejor que ser gobernados por el emperador? Lo ignoraba y, en cualquier caso, ¿qué importaba?
– Optio, no te distraigas.
Observó al tribuno laticlavio que acababa de dirigirle la palabra. ¿Qué edad podía tener? ¿Veinte? ¿Veintiún años? Con seguridad, no había cumplido los veinticinco. Ése era justo el tipo de oficial que más le costaba soportar. No procedía del ejército ni solía tener experiencia castrense. Se trataba únicamente de uno de los hijos de la clase senatorial. Cuando los demás romanos estaban ya hartos de pasar penas, ellos salían de sus villas, abandonaban sus baños lujosos, renunciaban -por lo menos en parte- a sus platillos exquisitos y recibían un cargo de tribuno sin mover un dedo. Al final, nunca se quedaban en las legiones. Pasaban por ellas con la mayor rapidez posible y, acto seguido, se presentaban a alguna de las elecciones que se celebraban en Roma. Presumían de la defensa que habían realizado del limes, de su fervor por la patria, de su lealtad al emperador. La verdad, sin embargo, era que no recordaban a ninguno de sus antiguos compañeros de armas. Tampoco estaban dispuestos a echarles una mano para un traslado de destino o para que se les otorgara alguna más que merecida recompensa. No. Para ellos sólo habían sido peldaños sobre los que trepar en su ascenso hacia el poder. Y éste no era de los peores…
– Vigilaba a los hombres, domine -respondió Valerio con una voz impregnada del respeto obligado aunque no sentido.
– Como es tu obligación, optio -dijo con displicencia el tribuno laticlavio-. Cobras paga y media.
No esperó respuesta. Clavó los talones en los ijares del caballo y se separó con un trote suave de Valerio.
Paga y media. Sí, era cierto. Si los legionarios percibían trescientos denarios de plata al año distribuidos en cuatro pagos, a él, un optio, el hombre que mantenía el orden en las filas, el que se valía de un bastón para golpearlos si rompían el orden en medio de la batalla, el que sustituía al cinturón caso de caer, le correspondían cuatrocientos cincuenta. El hecho de que hubiera recibido ya una mención honorífica no le añadía un denario de paga. Y no estaba del todo mal si llegaba a cobrarlos porque no siempre sucedía. Y todavía le quedaban dos décadas largas para poder retirarse…
Meditaba en su licencia cuando los vio. No eran como los mauri, aunque su piel distaba mucho de ser clara. Tampoco se parecían a los germanos. Vestían con colores vivos y montaban en unos corceles de aspecto envidiable. Por lo que se refería a los arcos que sujetaban, eran extraños, sí, extraños era la palabra exacta para definirlos.
– ¡Centurión! -gritó Valerio mientras corría hacia su superior inmediato.
– Los he visto. Di a los hombres que se preparen. No sabemos si son hostiles.
– Llevan arcos -comentó Valerio sin apartar la vista de los jinetes y procurando que sus palabras no sonaran irrespetuosas.
– Sí, eso salta a la vista, optio. Pero no hay que precipitarse.
– ¿Sabemos dónde andan los exploradores? -se permitió indagar Valerio.
El centurión torció el gesto. Sí, resultaba extraño que no les hubieran alertado de aquella presencia. A fin de cuentas no eran buhoneros ni prostitutas, sino hombres armados y a caballo.
– Voy a informar al legado. Tú sigue atento, optio.
Fueron sus últimas palabras. Justo las que pronunció antes de que una flecha parta se hundiera en su garganta arrancándolo del mundo de los mortales.
4 RODE
El carro se detuvo con un brusco frenazo y el cuerpo de Rode se vio empujado hacia delante, casi provocando su caída.
– ¡Ten más cuidado! -chilló una prostituta gorda que estaba sentada detrás de Rode-. No vas a dejarnos un hueso sano.
– A ti seguro que no se te quiebran -respondió el conductor-. Bien envueltos los llevas en tocino.
– Será perro… -exclamó la mujer-. ¿No será que me confundes con tu madre?
El conductor volvió el rostro hacia la ramera. A juzgar por su expresión, no le había gustado la referencia a la mujer que le había dado el ser.
– Mira por dónde, me parece que tienes razón y que vas a llegar al castra con algún hueso roto… -masticó la palabra.
– ¿Ah, sí? -respondió la prostituta llevándose las manos a las caderas con gesto desafiante-. ¿Y quién me los va a romper? ¿Tú, so eunuco?
– Te vas a enterar, lupa -gritó el hombre mientras saltaba del pescante.
– Vamos, vamos… no te pongas así. Es como es. Pero ¿te vas a enfadar con una vieja? -gritaron alarmadas las mujeres que iban en el carro.
– ¿A quién llamas tú vieja, asquerosa? -preguntó la prostituta con las venas del cuello hinchadas por la cólera. -Oye, asquerosa lo será…
– ¡Basta!
La escueta orden sonó como un trallazo en medio de la algarabía desatada por las mujeres.
– Aquí -continuó la misma voz- habéis venido a servir. ¿Os enteráis? ¡A servir!
El silencio, verdaderamente sepulcral, se extendió con la rapidez del aceite por el lino nada más sonar aquellas frases salidas de la boca de un legionario encrespado por la misión que le habían encomendado. Nada más y nada menos que la de custodiar a las lupae que debían atender los burdeles de los castra. Él, que había servido bajo el glorioso Trajano, bajo el prudente Adriano, se veía ahora reducido a la tarea de acompañar a aquellas mujerzuelas. Se trataba -¿quién hubiera podido negarlo?- de una mercancía necesaria, casi incluso indispensable, pero demasiado perecedera. El trigo, el vino, incluso el aceite aguantaban bien un viaje como aquél, pero las rameras… enfermaban, vomitaban, necesitaban orinar a cada paso, se contagiaban, morían por nada y ¿cómo sustituirlas? No sería haciendo una requisa…
De sus primeros años Rode no sabía nada. Imaginaba que, seguramente, había sido abandonada por una madre que no deseaba tener más hijos, quizá por una esclava que prefería exponer a su criatura a la muerte que a un yugo perpetuo. Ese espacio negro de los primeros tiempos comenzaba a aclararse cuando llegaba a una edad cercana a los seis o siete años. De su corazón subían entonces unas imágenes desvaídas en las que se reconocía comiendo con otras niñas en torno a una mesa común. No habían faltado -estaba segura de ello- los pescozones, las patadas, los gritos, las bofetadas en aquellas remembranzas. Sin embargo, eran los únicos recuerdos que encendían en su corazón una débil llamita de nostalgia. No sabía Rode lo que era la felicidad, pero si hubiera tenido que encontrar en su vida algún momento que se le acercara, sin duda, hubiera estado conectado con aquellas comidas en común.
No debieron de durar mucho y ahí sí que su memoria era más exacta. ¿Qué edad podía tener? No lo sabía con exactitud, pero andaría por los once o doce años. De hecho, había tenido su primera menstruación pocos meses antes. Entonces Marcela, la vieja que les había dado de comer durante los años anteriores, la llamó aparte después de la comida.
Le habló de que pronto conocería a los hombres, de que debía ser amable con ellos, de que al principio era difícil, pero luego resultaba muy sencillo, casi divertido. Todo se lo dijo mientras la bañaba, la peinaba y le pintaba -por primera vez en su vida- los labios y los ojos. Hubiera deseado que fuera diferente, pero, por aquel entonces, no entendió nada. Absolutamente nada.
Aquella noche, Marcela la condujo, entre sombras sin luna, a una domus situada fuera de Roma. Las recibió un esclavo enjuto al que le faltaban buena parte de los dientes de la quijada superior. Aquello la amedrentó, pero sólo por unos instantes. El sentimiento se vio muy pronto sumergido por otras sensaciones. El olor desconocido de flores nunca vistas, el sonido de una fuente distinta de los pilones sucios de donde sacaba agua cada día, la anchura de un patio extenso jamás contemplado, la amplitud de unos pasillos como nunca los había visto… Alzaba la mirada hacia las paredes cuando de un tirón, enérgico y recio, recondujeron sus pasos trémulos hacia una luz situada al final del corredor.
Durante unos instantes, quedó deslumbrada por el paso brusco de la semipenumbra a una habitación iluminada con más lámparas de las que Rode había visto jamás. Aún estaba distraída con aquel cambio, cuando sintió el aliento de Marcela acercándose a su oído.
– Recuerda todo lo que te he dicho.
Hubiera deseado preguntarle en ese momento a qué se refería, hubiera deseado pedir explicaciones, hubiera deseado -eso más que nada- salir de aquel lugar que, de repente, le pareció preñado de peligros desconocidos y, por desconocidos, más terribles. No tuvo ocasión. Un hombre, vestido con una túnica impecable, sencilla, pero limpia y bien ceñida, se alzó del triclinio en el que estaba recostado y avanzó unos pasos hacia ella.
– ¿Ésta es la muchacha de la que me hablaste, Marcela? -preguntó sin apartar la mirada de Rode.
– Así es, domine -respondió la vieja con un cierto tono de temor en la voz-. Se llama Rode y…
El hombre hizo un gesto con la mano y Marcela guardó silencio. Luego movió suavemente los dedos y Rode pudo escuchar cómo la anciana y el esclavo abandonaban la estancia. Intentó volver la cabeza e incluso abrió la boca para decir algo, algo que ahora mismo no recordaba. No lo consiguió. Unos dedos delgados y férreos le agarraron el mentón y le volvieron la mirada.
– Así que Rode, ¿eh? -indagó de manera formularia.
Había asentido con la cabeza a la pregunta, mientras el hombre daba unos pasos hacia atrás y la miraba de arriba abajo. No supo entonces por qué, pero aquel gesto le produjo una insoportable turbación. Se trató de un azoramiento acompañado por un calor repentino en las orejas, por un temblor incómodo que hizo entrechocar sus rodillas y por un peso punzante en la boca del estómago.
– Bien -dijo el hombre mientras echaba mano de un racimo de uvas gordas y rojas que reposaba en una fuente-. Bien. Un poquito flaca, pero bien.
Sin apartar de ella esa mirada que tanto nerviosismo le inyectaba, se introdujo una de las uvas en la boca y la masticó pausadamente.
– Bueno, no perdamos más tiempo, Rode -dijo con la boca medio llena-. Quítate la ropa.
Fue escuchar aquellas palabras y el sofoco que colgaba de sus pulpejos se extendió como una mancha de aceite por todo su cuerpo. ¿Qué era lo que le estaba diciendo aquel hombre? ¿Qué… qué pretendía?
– Vamos, ya me has oído, Rode. Desnúdate… no puedo estar esperando toda la noche.
Esperando… esperando, ¿qué esperaba aquel hombre? Nadie respondió aquella pregunta que le martilleaba el alma con tanta fuerza como el corazón que le chocaba contra la tabla del pecho.