– Bueno, ya está bien -dijo el hombre mientras surcaba de una zancada la distancia que mediaba entre ellos.
Rode notó cómo el desconocido la agarraba por la muñeca, tiraba de ella y la arrojaba de un empujón sobre el triclinio. Antes de que pudiera darse cuenta cabal de lo que estaba sucediendo, sintió cómo las manos del hombre descendían sobre sus muslos y comenzaban a levantarle la ropa. Ignoraba lo que pretendía, pero en su interior se despertó un instinto primario, elemental, no aprendido, que le avisó de un peligro por el que no había pasado jamás. Forcejeó, pataleó, pero no le sirvió de nada. Aquellas manos, más fuertes que ninguna que hubiera sentido antes, comenzaron a desgarrarle la vestimenta, una vestimenta que, como si tuviera vida propia, empezó a subirse por encima de las rodillas, de los muslos, de las caderas.
– No, no, no, nooooo…
No logró decir más. Colocado a horcajadas sobre ella, el hombre le asestó una bofetada, y otra y otra más. Luego, cuando la niña dejó de moverse, le alzó la túnica sobre la cara y, con un gesto irresistible y doloroso, le metió una parte de la ropa en la boca. Hubiera querido chillar, gritar, morder cuando sintió que le separaban las piernas, pero la túnica se había convertido en una mordaza que la asfixiaba. Luego todo discurrió con rapidez, aunque a ella le pareció eterno. El dolor, punzante, feroz, incontenible, en el vientre; las lágrimas que descendían, calientes y copiosas, sobre su rostro; los jadeos del hombre a la vez que le propinaba dolorosos empellones en la pelvis; y la sensación de que se había orinado porque un líquido caliente había comenzado a escurrirse por sus ingles llegando a las nalgas.
Cuando se apartó de encima de ella, escuchó algo relacionado con el hecho de que Marcela no había mentido. Pero ni entendió a qué se refería ni le importó. Por el contrario, sin atreverse a realizar el menor movimiento, comenzó a sollozar, primero, de manera callada y suave, luego más continuada y ya incontenible. Permaneció así, casi paralizada, sin atreverse a realizar el menor movimiento hasta que escuchó lo que le pareció un gruñido. Dejó de respirar, temerosa de un nuevo ataque, pero unos ronquidos suaves, acompasados, satisfechos le avisaron de que, al menos de momento, no debía temer.
Con manos temblorosas, se quitó de la cara los restos de la túnica e intentó incorporarse. Un dolor agudo volvió a aparecerle en la pelvis a la vez que sentía una humedad, ahora pegajosa, en los muslos y las nalgas. Sintió una náusea que le subía desde la boca del estómago al ver la mancha roja que empapaba toda la parte central del triclinio. Apoyó las dos manos en los bordes del mueble para evitar desplomarse y luego, procurando no hacer el menor ruido, movió los pies para sacarlos de aquel revoltijo de telas sucias. Los posó en un suelo que le pareció extraordinariamente frío, pero no pudo dar un paso más. Cayó de hinojos y, sin lograr evitarlo, comenzó a vomitar.
5 CORNELIO
Roma produjo una impresión incontrolable en el alma juvenil de Cornelio. Durante sus dos décadas de vida no había abandonado apenas la villa de su padre y ahora, de repente, de manera inesperada, sin tramo intermedio, se vio inmerso en la ciudad más importante del orbe. Las calles se le antojaron inmensas vías que recordaban más a las calzadas que surcaban el territorio del imperio que a las de su pueblo. Sin embargo, a diferencia de aquéllas, las vías romanas estaban siempre atiborradas de gente, de la gente más diversa que se pudiera imaginar. Se agolpaban en ellas hombres altos de cabellos dorados, mujeres pequeñas de piel oscura y bigote hirsuto, niños de cabello crespo incapaces de pronunciar una sola palabra en latín. Se trataba de una muchedumbre abigarrada que se daba codazos, que se increpaba a gritos y que hacía todo lo posible para no verse arrollada por los carros que, a toda la velocidad posible, circulaban por las noches. Sí, ésa era una de las características de Roma que le resultaban más insoportables. Para no hacer más intransitables las calles, desde la época de Julio César estaba prohibida la circulación de vehículos durante el día. La consecuencia directa era que los comercios, las tiendas, los almacenes, las casas particulares eran abastecidas por las noches. Y, precisamente cuando se acercaba el amanecer, los conductores de los carros se esforzaban en apurar los últimos instantes de oscuridad sabedores de que si la luz del día los sorprendía desplazándose, su vehículo quedaría inmovilizado y además tendrían que abonar una cuantiosa multa.
Acostumbrado a dormir sin escuchar más ruidos que algún pájaro o algún grillo, Cornelio descubrió que Roma era una ciudad invadida por el bullicio apenas comenzaba el sol a ocultarse y que, precisamente por ello, resultaba invivible. Hubiera deseado conciliar el sueño, pero se encontró con que se lo impedían las soeces maldiciones de los conductores, el incansable traqueteo de los carros sobre las piedras de la calzada y toda una gama insoportable de sonidos que iban del graznido de las aves a los cascos de las caballerías. Los romanos -eso era cierto- parecían acostumbrados a aquella suma insoportable de estruendos, y Cornelio intentó ciertamente adquirir ese mismo hábito. No lo consiguió.
Al cabo de unos días, la llegada de la noche sólo le provocaba una desagradable ansiedad. Se tendía en el lecho sabedor de que pronto comenzaría a dar vueltas, de que sudaría, de que se irritaría, de que tendría que echar mano de todo su temple para no maldecir y de que, al fin y a la postre, no dormiría. A decir verdad, sólo cuando comenzaban a salir los primeros rayos del sol cesaba el ruido intolerable de los transportes y Cornelio, agotado de la inacabable noche, lograba dormir. Lo lograba, pero poco, porque casi de inmediato la hiriente claridad del día se dejaba caer sobre sus párpados rasgando su sueño, y los gritos de los habitantes de Roma -romanos o no- le golpeaban los oídos como si se tratara de despiadados púgiles.
Una de aquellas noches insoportables, Cornelio no pudo aguantar más el tormento nocturno y decidió salir a la calle a entretener su forzado insomnio. Bajó las angostas escaleras que llevaban desde su piso, el cuarto, hasta la calle procurando no tropezar. Las teas colocadas en las paredes despedían un humo que se agarraba a la nariz y arrancaba lágrimas, pero su luz era demasiado débil como para saber con seguridad dónde se colocaban los pies. Y había que dar gracias de que hubiera alguna luz. A partir de su piso, a medida que se ascendía hacia las viviendas superiores, las pobladas por gente que procedía del norte de África, las teas desaparecían. Así era porque se apoderaban de ellas los inquilinos para alumbrarse. La situación de incómoda penumbra experimentaba un cambio notable al acercarse a la primera planta. Como era habitual en las casas romanas, estaba ocupada por gente pudiente que deseaba encontrarse cerca de la calle y no tener que ir subiendo y bajando escaleras. Por eso, en lugar de teas raquíticas había lámparas de aceite, protegidas, eso sí, por un par de esclavos quizá no muy fuertes, pero sí dotados de un pésimo carácter.
Cornelio se detuvo precisamente al llegar al primer piso y, por un instante, disfrutó de aquella rara luminosidad que le parecía casi divina. No se recreó mucho en las lámparas porque la mirada que le lanzó uno de los dos esclavos que las custodiaban parecía decir que como despertara sus sospechas no dudaría en partirle la cabeza.
Salió a la calle y descubrió al instante que la noche resultaba desagradablemente destemplada. No llovía, no nevaba, eso sí era verdad, pero, de repente, le dio la sensación de que lo mejor sería regresar al lecho. A buen seguro lo hubiera hecho de no ser porque los gritos de unos conductores le recordaron que no tenía la menor posibilidad de conciliar el sueño. Sí, lo mejor era caminar, caminar hasta que Morfeo aceptara tomarle en sus brazos y otorgarle el descanso que le venía negando desde hacía varias jornadas.
Emprendió su camino nocturno sin rumbo fijo aunque procurando en todo momento no perderse por ninguna de las calles perpendiculares. Un descuido y regresar a su piso podía convertirse en una dificultad insalvable. Durante un buen rato consiguió pasear sin extraviarse y aquella circunstancia le causó tanta alegría que decidió cruzar a la acera de enfrente. Esperó para hacerlo a llegar a la fila de piedras altas que surcaba la vía y que, en caso de lluvia, permitía colocarse por encima del nivel del suelo y evitar empaparse los pies.
Llegar al otro lado de la vía provocó en Cornelio una inmensa alegría. Lo había conseguido. Sin compañía, sin guía y, para remate, de noche. Cuando volvió la vista hacia la casa en la que vivía y descubrió que la veía aún mejor, su gozo estuvo a punto de salirle por los poros de la piel. Estaba tan eufórico que no reparó en una pareja de hombres que venía de frente hasta que se detuvieron a unos pasos de él.
– ¿Puedes prestarnos alguna moneda, muchacho?
La petición cogió a Cornelio por sorpresa. No se trataba tanto de que quisiera su dinero, sino de que aquel sujeto se había dirigido a él con un acento extraño. Había arrastrado las palabras oscureciéndolas, como si tuviera la boca llena. ¿De dónde vendrían? ¿Serían macedonios? ¿Quizá mauri? No pudo pensarlo más. El compañero del desconocido que se había dirigido a él se había pegado al muro cortándole el paso.
– ¿Estás sordo, muchacho?
No, no lo estaba. En aquellos momentos escuchaba y veía mejor que nunca. Tanto que no se le escapó el movimiento del sujeto que le hablaba. Fue rápido, sutil, sigiloso y, sobre todo, práctico porque al extremo de la mano apareció una hoja de metal ancha y corta. O mucho se equivocaba o de un momento a otro intentaría despanzurrarlo para desvalijarlo a continuación.
– Venga. Dame lo que lleves encima.
Cornelio no abrió los labios. Jamás en su vida se había visto en una situación parecida. Sin embargo, algo en su interior le decía que era más que posible que no volviera a repetirse porque aquélla resultaría la primera y la última.
Guiado por un instinto superior a cualquier advertencia que hubiera escuchado de su padre o de su pedagogo, Cornelio fingió rebuscar en los pliegues de la toga. El gesto arrancó una sonrisa, amarilla y mellada, del hombre de la daga. Fue justo antes de que Cornelio le asestara un puñetazo en la boca del estómago, flanqueara a su secuaz con una finta inesperada y echara a correr.
Mientras escuchaba los gritos de sus asaltantes, el joven tuvo la sensación de que no era él quien se dirigía hacia un lugar, sino más bien de que las puertas, las columnas, las baldosas avanzaban hacia él de una manera vertiginosa, como si, aterradas, salieran a su encuentro. Uno de aquellos objetos empeñados en acudir a su paso fue un muro. No era muy alto ni tampoco su construcción resultaba muy sólida, pero si Cornelio no hubiera reparado en él unos pasos antes de alcanzarlo, el golpe lo hubiera lanzado al suelo convirtiéndolo en una presa inerme.
Arrancando un chirrido a la vía, torció hacia la derecha en busca de un refugio, pero, para angustiar más su acelerado corazón, lo que descubrió fue una cuesta empinada que parecía desplomarse hacia el mismo Hades. En otras circunstancias, hubiera pensado en la prudencia de bajarla o no. Ahora no podía permitirse ese lujo. Comenzó el descenso sintiendo cómo los pies se le llenaban de piedrecillas y se le arañaban las piernas en unos inoportunos matorrales. Estaba a punto de llegar al final de la loma cuando escuchó un golpe, un alarido y el roce de algo sólido contra la cuesta. Ni dejó de correr ni volvió la vista atrás, pero quedó convencido de que uno de sus perseguidores se había caído. Era alentador, pero insuficiente y ni por un instante se permitió dejar de correr.
Lo que se extendió ahora ante sus ojos no era precisamente para sentirse animado. En lugar de encontrarse con más calles, con más casas, con más lugares en los que poder esconderse, avistó un descampado pespunteado de elevaciones chatas. Sin duda, aquello debían de ser los arrabales de Roma, pero nada hacía pensar que le pudieran ofrecer algún cobijo.
Trepó ahora con dificultad una loma ancha y baja deseando con todas sus fuerzas que al otro lado hubiera un bosque, una calle, quizá un templo donde ocultarse. No había coronado el ascenso cuando un hedor penetrante y salino le invadió las fosas nasales. Se trataba de una mezcla de putrefacción añosa, de suciedad generacional, de corrupción casi inconcebible. La sensación, envolvente como si hubiera entrado en una humareda, se hizo punto menos que insoportable cuando comenzó a descender. Fue entonces cuando experimentó una sensación gélida en torno a los tobillos.
Se trataba de agua. Sí, eso debía de ser porque percibió un líquido que golpeaba la parte baja de sus pantorrillas. No se trataba de un fluido limpio. De hecho, pudo notar cómo algunos objetos indefinidos, viscosos e inidentificables chocaban contra él e incluso se le quedaban adheridos. Ahogó como pudo una arcada y comenzó a adentrarse en una corriente que fue empapando sus rodillas y sus muslos hasta alcanzarle la cintura. Sólo sintió inquietud cuando se percató de que los pies se le hundían en el fondo. Aquello no debía de ser un riachuelo. Sí, casi con total seguridad se trataba del río Tíber. ¡El Tíber! Sabía de sobra lo que era un río como para estar advertido del riesgo que suponían una hoya o un remolino. Un mal paso y, desde luego, se libraría de sus perseguidores, pero sólo para morir ahogado.
Suavemente, se dio media vuelta y clavó los talones en el fondo. Luego, despacio, prudentemente, se agachó hasta que el agua le llegó a la barbilla. No tardó en descubrir a los ladrones nocturnos. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, captaron dos siluetas que movían las cabezas a derecha e izquierda. Sí, de momento, no lo veían.
Con los ojos y la nariz apenas sobresaliendo del agua observó cómo sobre la maloliente superficie flotaban los objetos más inesperados. Ramas desgajadas de algún arbolillo, una fruta mordisqueada, un pez panza arriba… Reprimió un gesto de repugnancia al comprobar el cuerpo yerto y rígido de una rata. Debía de encontrarse cerca de una cloaca. Pero eso de momento carecía de importancia si lograba escapar de aquellos hombres. Durante un rato discutieron en una lengua que Cornelio desconocía -con seguridad no era latín, pero tampoco griego-, al final, dieron media vuelta y desanduvieron el camino que llevaba hasta la loma.
Cornelio no sacó el cuerpo de aquella agua repugnante hasta que los ladrones desaparecieron al otro lado del cerro. Aun entonces contó hasta doscientos antes de comenzar el camino hacia la orilla. La alcanzó tiritando y despidiendo una fetidez que le llenó de vergüenza, como si se debiera a su propia desidia y falta de higiene. Respiró hondo intentando que el aire que entraba en sus pulmones le pudiera devolver un ánimo que había perdido totalmente. Y ahora, ¿cómo iba a regresar a casa? De no haber estado empapado y despidiendo aquella peste, hubiera esperado a que saliera el sol, pero ahora la sola idea de que pudieran verle en esas condiciones por las calles cercanas a la suya le provocó un insoportable calor en las orejas.
– No hueles a perfume…
Dio un respingo al escuchar la voz, pero cuando vio al sujeto que hablaba se sintió más tranquilo. Se trataba de un anciano escuchimizado, calvo, con unos mechones de cabellos ralos y sucios pegados a las sienes. Se apoyaba en un bastón, pero difícilmente se le hubiera podido considerar peligroso.
– El río… -intentó justificarse Cornelio.
– El camino a la cloaca, querrás decir -le corrigió el recién llegado-. ¿Por qué te has metido ahí? ¿De quién huías?
– De unos ladrones -respondió el joven intentando contener los escalofríos.
– Sí, claro -comentó con un movimiento comprensivo de cabeza-. Si no, es imposible entenderlo.