Al principio, hablaron en un apasionado murmullo, hablaron del largo período pasado sin verse, de que un gusano de luz que brillaba en la hierba parecía un semáforo. Y los amados ojos tártaros resplandecían muy cerca de su rostro, y el blanco vestido parecía relumbrar en la oscuridad. Y aquella fragancia, Dios mío, aquella fragancia de Mashenka, inaprensible, única en el mundo…
– Soy tuya, haz lo que quieras conmigo -dijo Mashenka.
En silencio, palpitante el corazón, Ganin se inclinó hacia ella y recorrió con las manos sus suaves y frías piernas. Pero el parque público estaba plagado de extraños sonidos de roce, parecía que en todo momento alguien se estuviera acercando tras los arbustos, el frío y la dureza de la piedra le producían dolor en las rodillas, y Mashenka yacía allí excesivamente sumisa, excesivamente quieta.
Ganin se detuvo. Luego, emitió una risotada breve y torpe.
– Tengo la impresión de que aquí, cerca, hay alguien.
Y se puso en pie. Mashenka suspiró, se arregló el vestido -una mancha blancuzca- y también se levantó.
Mientras caminaban hacia la puerta de entrada al parque, por un sendero moteado por la luz de la luna, Mashenka se inclinó y cogió una de las luciérnagas verde-pálidas que antes habían contemplado. La sostuvo en la palma de la mano, acercó la cabeza a ella, la examinó detenidamente, se echó a reír, y dijo en una rara parodia del habla de una muchacha de pueblo:
– ¡Válgame Dios, si sólo es un gusanito frío!
Entonces fue cuando Ganin, cansado, enojado consigo mismo, muerto de frío en su delgada camisa, decidió que todo había terminado, que había dejado de estar enamorado de Mashenka. Pocos minutos después, mientras pedaleaba a la luz de la luna, camino de casa, por la pálida superficie de la carretera, supo que jamás volvería a visitar a Mashenka.
Pasó el verano, durante el cual Mashenka no le escribió ni le telefoneó, y Ganin estuvo ocupado en otros asuntos y otras emociones.
De nuevo volvió Ganin a San Petersburgo para pasar el invierno, aprobó los exámenes finales -que se celebraron mucho antes de lo normal, en diciembre-, e ingresó en la Escuela Militar Mikhailov como cadete. El verano siguiente, en el año de la revolución, volvió a ver a Mashenka.
Faltaba poco para el anochecer, y Ganin se encontraba en el andén de la estación de Varsovia. El tren que se llevaría a los veraneantes que pensaban pasar las vacaciones en sus dachas acababa de entrar en vías. Mientras esperaba que sonara la campana dándole salida, Ganin comenzó a pasear arriba y abajo por el sucio andén. En el momento en que contemplaba una carretilla averiada, comenzó a pensar en algo muy diferente, o sea en el tiroteo ocurrido el día anterior en la Perspectiva Nevski. Al mismo tiempo, le molestaba recordar que no había podido entrar en contacto por teléfono con su familia, en la finca, lo que suponía tener que ir allí, desde la estación del pueblo, en coche de alquiler.
Cuando sonó el tercer aviso, se dirigió hacia el único vagón azul, y comenzó a subir los peldaños, camino de la plataforma, y allí, mirándole desde lo alto, se encontraba Mashenka. En el curso del último año había cambiado. Quizás estaba un poco más delgada, y vestía un extraño abrigo azul con cinturón. Ganin la saludó torpemente, oyó un sonido de entrechocar de parachoques y el tren se puso en marcha. Se quedaron de pie en la plataforma. Mashenka seguramente le había visto antes, y, adrede, había subido a un vagón azul, pese a que siempre viajaba en vagón amarillo, por lo que ahora, con billete de segunda, no se atrevía a entrar en el vagón de primera. Llevaba en la mano una barra de chocolate Bighen y Robinson, de la que rompió una porción que ofreció a Ganin.
Verla le produjo una terrible tristeza. Había en el aspecto de Mashenka algo raro, algo revelador de timidez. Sonreía mucho menos, y volvía constantemente la cara hacia otro lado. En su cuello tierno había marcas lívidas, como la sombra de una gargantilla, que le sentaban muy bien. Ganin parloteó diciéndole mil y una tonterías, le mostró la marca que una bala había dejado en una de sus botas al rozarla, y le habló de política, mientras el tren avanzaba traqueteando por entre turberas ardientes en el torrente del ocaso. El grisáceo humo de las turberas se arrastraba suavemente por el suelo, formando lo que parecían ser dos olas de niebla que escoltaban el paso del convoy.
Mashenka bajó en la primera estación, y durante largo rato, Ganin, desde la plataforma del vagón, contempló la figura azul que se iba, y cuanto más se alejaba la figura, con mayor claridad comprendía Ganin que nunca la olvidaría. Mashenka no volvió la cabeza. De la creciente oscuridad surgía el aroma de las flores veraniegas.
Cuando el tren reanudó la marcha, Ganin entró en el vagón. Estaba a oscuras porque, por lo visto, el jefe de tren había considerado innecesario encender las luces de los vagones vacíos. Se tumbó boca arriba en el listado asiento en forma de diván, y, a través de la puerta abierta y de la ventanilla del corredor, contempló los delgados cables que surgían del humo de la turba ardiendo, y los últimos rayos dorados del sol arriba. Le causaba una extraña y ultraterrena sensación viajar en aquel vagón vacío y traqueteante, entre bocanadas de humo grisáceo, por lo que muy curiosos pensamientos cruzaron su mente, como si todo lo que estaba ocurriendo hubiera ya ocurrido con anterioridad, como si ya hubiera yacido allí, igual que ahora, con las manos en el cogote, en la sonora oscuridad con corrientes de aire, como si el mismo humoso ocaso hubiera pasado, vasto y sonoro, tras las mismas ventanas.
Y no volvió a ver a Mashenka.
10
El ruido adquirió mayor intensidad, penetró en la casa, la pálida nube cubrió la ventana, el vaso del palanganero temblequeó. Había pasado un tren, y ahora podía verse de nuevo el vacío trecho de las vías surgiendo de la ventana. Berlín, dulce y neblinoso, al atardecer, en el mes de abril.
Aquel jueves, a la caída de la tarde, cuando el ruido de los trenes era más hueco que en cualquier otro instante, Klara, muy excitada, visitó a Ganin para transmitirle un mensaje de Liudmila, quien había dicho: "Dile, Klara, dile lo siguiente. Dile que yo no soy una de esas mujeres a las que los hombres pueden despachar como si tal cosa. No, porque yo soy quien despacha. Dile que no quiero nada de él, dile que nada pido, pero dile también que a mi juicio se portó como un cerdo al no contestar mi carta. Yo quería romper mis relaciones con él de un modo amistoso, quería dejar sentado que, incluso en el caso de que hayamos dejado de amarnos, podemos seguir siendo amigos, Pero él ni siquiera se molestó en llamarme por teléfono. Dile, Klara, que deseo muy sinceramente que sea feliz con su novia alemana, y que me consta que no podrá olvidarme tan fácilmente como imagina."
– ¿Y de dónde diablos ha sacado a la chica alemana? -preguntó Ganin componiendo una mueca, después de que Klara, sin mirarle, hubiera transmitido el mensaje, en voz baja y hablando muy aprisa.
Y Ganin añadió:
– De todos modos, no sé por qué Liudmila ha tenido que mezclarte en este asunto. Me parece todo muy fatigoso.
En un impulso, envolviendo a Ganin en una de sus húmedas miradas, Klara dijo:
– No tienes corazón, Lev Glebovich. Liudmila tiene un alto concepto de ti, te ha idealizado. Sin embargo, si supiera cómo eres en realidad…
Ganin la miró con expresión de benévolo pasmo. Inhibida, Klara bajo la vista, y, despacio, dijo:
– Te he transmitido el mensaje porque Liudmila me lo ha pedido, y esto es todo.
Después de un silencio, Ganin dijo:
– He de irme de aquí. Este dormitorio, estos trenes, la comida que nos da Erika… Estoy cansado de todo. Además, casi me he quedado sin dinero, y pronto tendré que volver a trabajar. Tengo el proyecto de dejar Berlín el próximo sábado, y de irme a alguna ciudad con puerto, hacia el sur.
Cerró y abrió la mano, y quedó sumido en meditación. Después, dijo:
– No sé… Realmente no sé, porque hay que tener en cuenta una circunstancia. Quedarías sorprendida si supieras lo que se me acaba de ocurrir, ahora, ahora mismo. ¡Es un plan extraordinario, increíble! Si sale bien, pasado mañana estaré fuera de esta ciudad.
Con aquel doloroso sentimiento de soledad que siempre nos acomete cuando alguien a quien queremos se entrega a un sueño en el que nosotros no ocupamos lugar alguno, Klara pensó: "¡Qué extraño es este hombre!"
Las negras y cristalinas pupilas de Ganin se dilataron, sus espesas pestañas dieron a sus ojos una cálida y sumisa expresión, y una serena sonrisa meditativa alzó levemente su labio superior, dejando al descubierto los dientes brillantes y regulares. Sus negras cejas, que parecían a Klara tiras de caras pieles, se juntaron y se separaron, y suaves surcos se formaron y desaparecieron en su lisa frente.
Al advertir el modo en que Klara le miraba, Ganin parpadeó, se pasó la mano por la cara y recordó lo que había querido decir a Klara:
– Sí, Klara, me voy, y esto es el fin de todo. Dile que Ganin se va, y que le gustaría que Liudmila conservara un buen recuerdo de él. Esto es todo.
11
El viernes por la mañana, los bailarines repartieron la siguiente nota a los cuatro restantes pupilos:
"Teniendo en consideración:
1.° Que el señor Ganin nos deja.
2.° Que el señor Podtyagin se dispone a dejarnos.
3.° Que la esposa del señor Alfyorov llega mañana.
4.° Que la señorita Klara celebra su veintiséis aniversario, y
5.° Que los abajo firmantes han conseguido un contrato para actuar en esta ciudad, esta noche, a las diez, se celebrará una pequeña fiesta en la habitación 6 de abril."
Al salir de la pensión para dirigirse a las oficinas de la policía, en compañía de Ganin, el viejo Podtyagin dijo con una sonrisa:
– Son muy amables esos muchachos. ¿Ya dónde piensa ir, cuando deje Berlín, Lyovushka? ¿Muy lejos? Sí, usted es ave de paso. Cuando yo era joven no pensaba más que en viajar, tragarme el ancho mundo. En fin, es lo que, por desdicha, está ocurriendo…
Al recibir el soplo del fresco aire primaveral, Podtyagin se encorvó para protegerse de él, y se subió el cuello de su bien conservado abrigo gris oscuro, con sus grandes botones de hueso. Todavía sentía las piernas débiles, secuela del ataque cardíaco, pero hoy experimentaba un confortante alivio al pensar que al fin terminaría las engorrosas gestiones precisas para obtener el pasaporte, y que le darían permiso para partir camino de París, mañana, si quería.
El vasto y rojizo edificio de la jefatura central de policía tenía fachadas a cuatro calles. Era de severo, pero extremadamente feo, estilo gótico, con oscuras ventanas, y un patio muy intrigante, de entrada prohibida al público. En la entrada principal, un impasible policía montaba guardia. En el muro había una flecha pintada que indicaba el estudio de un fotógrafo, en la casa frontera, en el que uno podía obtener, en veinte minutos, una miserable semblanza del propio rostro, en media docena de idénticas fisonomías, una de las cuales se pegaba al amarillo papel del pasaporte, otra quedaba en los archivos de la policía, y las restantes seguramente iban a parar a las colecciones privadas de los funcionarios.
Podtyagin y Ganin penetraron en el ancho corredor grisáceo. Junto a la puerta del departamento de pasaportes había una mesilla en la que un viejo funcionario con patillas repartía papelitos numerados, lanzando de vez en cuando una mirada de maestro de escuela a la políglota multitud ante él.
– Hay que hacer cola para que nos den el número -dijo Ganin.
El viejo poeta musitó:
– Sí, ahora lo veo. Y pensar que nunca lo había hecho… Siempre entraba directamente.
Cuando, minutos después, recibió el papelito numerado, quedó maravillado, y la semejanza de su cabeza con la de un cobayo aumentó notablemente.
En la estancia de aire denso, iluminada por el sol y pelada, en que los funcionarios, tras un bajo mostrador, despachaban al público, había otra multitud que parecía haber acudido con el solo propósito de contemplar a aquellos lúgubres escribanos.
Ganin se abrió paso a empujones, fielmente seguido por Podtyagin.
Media hora más tarde, después de haber entregado el pasaporte de Podtyagin, pasaron a otro funcionario, volvieron a hacer cola, la gente se apretujaba, a alguien le olía mal el aliento, y al fin, a cambio de unos pocos marcos, les devolvieron la amarilla hoja, ahora adornada con el mágico sello.
Al salir del edificio de temible aspecto, aunque en realidad solamente sórdido, Podtyagin gruñó:
– Y ahora al consulado. Parece que ya tenemos el asunto arreglado. ¿Cómo se lo hace para hablar tan serenamente a esa gente, Lev Glebovich? ¡Para mí era terriblemente angustioso, cuando iba solo! Vamos, subamos al imperial del autobús. ¡Qué alegría…! Realmente, estoy sudando de satisfacción.
Podtyagin comenzó a subir, ante Ganin, la retorcida escalerilla. El cobrador, arriba, atizó un par de palmadas a la plancha de hojalata, y el autobús reanudó la marcha. A uno y otro lado desfilaban las casas, los anuncios, las ventanas y escaparates iluminados por el sol. Mientras examinaba reverentemente el pasaporte, Podtyagin dijo:
– Nuestros nietos no comprenderán esas tonterías del visado, nunca comprenderán que un simple sello de goma pudiera provocar tantas angustias.
Atribulado, añadió:
– ¿Cree usted que los franceses realmente me darán el visado, ahora?
– Naturalmente, a fin de cuentas le dijeron que ya estaba concedido.
– Me parece que partiré mañana -dijo Podtyagin sonriente-. ¡Vayámonos juntos, Lyovushka! En París se vive bien. Mire, mire qué jeta tengo aquí.
Ganin miró el pasaporte con la foto en un ángulo. Era una notable fotografía: el rostro deslumbrado e hinchado nadaba en un grisáceo barro. Con una sonrisa, Ganin dijo:
– Yo tengo nada menos que dos pasaportes. Uno de ellos es ruso, auténtico pero muy viejo, y el otro es polaco, falsificado. Este último es el que siempre utilizo.
Para pagar, Podtyagin dejó el amarillo documento en el asiento, a su lado, seleccionó 40 pfennigs entre las distintas monedas que tenía en la palma de la mano y dirigió la vista al cobrador:
– ¿Genug?
Luego, miró de soslayo a Ganin.
– ¿Qué ha dicho, Lev Glebovich? ¿Falsificado?
– Efectivamente. Mi nombre de pila es Lev, pero mi apellido no es Ganin.
– ¿Qué quiere decir con esto, querido amigo?
Podtyagin, pasmado, había desorbitado los ojos, pero en el instante siguiente tuvo que llevarse las manos al sombrero porque sopló una fuerte ráfaga de viento. Ganin explicó:
– Bueno, pues pasó lo siguiente. Hace unos tres años, yo formaba parte de un destacamento de guerrillas, en Polonia… En fin, ya sabe. Y tenía la idea de volver a San Petersburgo, y allí iniciar un levantamiento. Ahora me es muy útil tener este pasaporte, e incluso me parece divertido.
Bruscamente, Podtyagin apartó la vista y dijo con tristes acentos:
– Anoche soñé en San Petersburgo, Lyovushka. Paseaba por la Perspectiva Nevski. Sabía que era la Perspectiva Nevski, a pesar de que no lo parecía en absoluto. Las casas tenían ángulos agudos, como en un cuadro futurista, y el cielo estaba negro, pese a que me constaba que era de día. Los viandantes me dirigían extrañas miradas. Entonces, un hombre cruzó la calle y me disparó, apuntándome a la cabeza. Este hombre me persigue desde hace tiempo. Es terrible, sí, terrible, que siempre que soñamos en Rusia soñemos que es algo horroroso, y no una tierra muy bella, tal como sabemos que en realidad es. Son sueños en los que el cielo se desploma sobre la tierra, y en los que uno tiene la sensación de que ha llegado el fin del mundo.