Mashenka - Nabokov Vladimir 12 стр.


"Es un lindo poemita, pero no puedo recordar el principio y el final, ni tampoco el nombre del autor. Ahora, esperaré tu carta. No sé cómo despedirme de ti. Quizá con un beso. Sí, creo que sí, creo que ya te lo he dado."

Dos o tres semanas después, le llegó la cuarta carta.

"Tu carta me produjo una gran alegría, Lyova. ¡Qué carta tan bonita! Sí, estás en lo cierto, un amor tan intenso y radiante es inolvidable. Dices que darías cuantos días de vida te quedan a cambio de un instante de nuestro pasado, pero yo creo que sería mucho mejor que nos volviéramos a ver y pudiéramos comparar.

"Lyova, si vienes, llama a la centralita telefónica, y pide el número 34. Te contestarán en alemán, porque se trata de un hospital militar alemán. Diles que me avisen.

"Ayer fui a la ciudad, y me divertí un poco. Había mucha alegría, con mucha música y luz. Un hombre muy divertido, con barbita amarilla, se inventó un juego de sociedad en mi honor, y me calificó de reina del baile. Hoy me aburro, me aburro terriblemente. Es una lástima que los días pasen así, tan sin pena ni gloria, tan estúpidamente, pese a que debieran ser, según dicen, los más felices años de nuestra vida. Creo que pronto me convertiré en una hipócrita, perdón, quería decir una hipocondríaca. No, no permitiré que ocurra.

"¡Quiero librarme del yugo del amor,
y esforzarme en dejar de pensar!
¡Quiero beber, beber y beber,
y constantemente el vaso llenar!

"¿No está mal, verdad?

"Escríbeme a vuelta de correo. ¿Vendrás y nos veremos? ¿Imposible? Bueno, es horrible. Pero, ¿a lo mejor puedes? Qué tonterías escribo, ¿cómo puedo pensar que hagas el largo viaje hasta aquí, sólo para verme? ¡Cuánta vanidad! ¿No crees?

"Antes de escribirte, he leído un poema en una vieja revista. Es de Krapovitsky, y se titula «Mi pequeña perla pálida». Me ha gustado mucho. Escribe y cuéntamelo todo. Te mando un beso. Otros versos que también he leído. Son de Podtyagin:

"Sobre el bosque y el río brilla la luna llena,
¡mira el agua móvil, con cuánta belleza destella!"

Ganin musitó:

– Pobre Podtyagin. Es extraño, muy extraño. Si alguien me hubiera dicho que llegaría a conocerle, no lo hubiera creído.

Con una sonrisa, sacudiendo la cabeza, Ganin desplegó la última carta. La recibió la víspera de su partida hacia el frente. Al alba, hacía frío a bordo del buque, aquel día de enero, y el café de bellotas le había dejado medio mareado.

"Eyova, querido Lyova, ¡con cuánta impaciencia he esperado tu carta! Ha sido muy difícil para mí escribirte cartas tan medidas, refrenando mis sentimientos. ¿Cómo he sido capaz de vivir tres años sin ti, cómo me las he arreglado para sobrevivir, sin tener razón alguna para ello?

"Te quiero. Si vienes, te mataré a besos. ¿Recuerdas estos versos?

"Escribid diciéndoles que a mi hijo Lyov
le mando uno y mil besos,
que un casco austríaco de Lvov
pienso regalarle por su cumpleaños,
pero mandad nota aparte a mi padre…

"¡Dios mío, qué lejos están aquellos días de esplendor en que nos amábamos…! Igual que tú, pienso que volveremos a vernos, pero ¿cuándo?, ¿cuándo?

"Te quiero. Ven a mi lado. Tu carta me ha producido tal alegría que aún estoy medio loca, de felicidad…"

Mientras formaba un ordenado montón con las cinco cartas dobladas, Ganin repitió suavemente:

– Felicidad… Esto, precisamente esto: felicidad. Ahora, dentro de doce horas, volveremos a vernos.

Se quedó quieto, inmóvil, sumido en secretos y deliciosos pensamientos. No le cabía la menor duda de que Mashenka seguía amándole, igual que antes. Ganin sostenía las cinco cartas de la muchacha en la mano. Fuera había anochecido, y todo estaba oscuro. En el dormitorio, las asas de las dos maletas lanzaban destellos. La desolada estancia olía a polvo.

Seguía Ganin sentado en la misma postura, cuando a sus oídos llegaron voces en el pasillo junto a la puerta de su cuarto, y, de repente, sin llamar, entró Alfyorov.

Sin dar muestras de la menor inhibición o arrepentimiento, dijo:

– Lo lamento infinito. No sé por qué razón he pensado que se había usted ido ya.

Mientras sus dedos jugueteaban con las cartas dobladas, Ganin contempló, sin expresión en las pupilas, la amarillenta barbita de Alfyorov.

La patrona apareció en la puerta.

Alfyorov torció el cuello. Luego cruzó el dormitorio, con aire de propietario, y dijo:

– Lydia Nikolaevna, es absolutamente necesario que apartemos este maldito trasto, de modo que se pueda abrir la puerta y pasar de un dormitorio a otro. Alfyorov intentó mover el armario, lanzando gruñidos y tambaleándose impotente.

– Permítame -dijo Ganin con alegría.

Se metió la cartera negra en el bolsillo, se puso en pie, se acercó al armario, abrió las manos y escupió en sus palmas.

14

Los negros trenes pasaban rugiendo, y a su paso se estremecían las ventanas de la casa. Pasaban con un movimiento parecido al de unos fantasmales hombros sacudiéndose de encima una carga, y montañas de humo se alzaban hacia lo alto, ocultando el cielo nocturno. A la luz de la luna, los tejados ardían con un suave y metálico resplandor. Y bajo el puente de hierro despertó una sonora y negra sombra cuando el tren negro lo cruzó rugiente, despidiendo una parpadeante cadena de luz a lo largo de su cuerpo. El metálico rugido y la masa de humo parecieron traspasar la casa, que temblaba entre la brecha por la que pasaban los raíles, como líneas trazadas por un dedo iluminado por la luna, a un lado, y la calle cruzada por un puente que esperaba el rugido del próximo tren, al otro. La casa era como un espectro sobre el que se podía poner la mano para estrujarlo.

En pie junto a la ventana del dormitorio de los bailarines, Ganin contemplaba la calle. Mate brillaba el asfalto, negras y encogidas figuras iban de un lado para otro, desaparecían en las sombras y volvían a surgir a la luz oblicua de los escaparates. En una ventana sin cortinas de la casa frontera, se veían destellos de cristal y marcos dorados, en un ambiente color de ámbar. Y en aquel instante una elegante sombra negra cerró las persianas.

Ganin dio medio vuelta. Kolin le ofreció, tembloroso, un vaso de vodka.

La estancia estaba iluminada por una pálida y algo extraña luz, debido a que los ingeniosos bailarines habían cubierto la lámpara con una pieza de seda color malva. En la mesa, en medio de la habitación, las botellas despedían un brillo violáceo, el aceite brillaba en las abiertas latas de sardinas, y había bombones envueltos en papel de plata, un mosaico de porciones de salchicha y pastelillos de carne.

Sentados a la mesa estaban: Podtyagin, pálido y átono, con la amplia frente cubierta de gotas de sudor; Alfyorov, luciendo una corbata de seda nueva; y Klara, con su sempiterno vestido negro, lánguida y arrebolada, a causa del barato licor de naranja ingerido.

Gornotsvetov, sin chaqueta, y con una sucia camisa de seda de cuello abierto, sentado en el borde de la cama, afinaba una guitarra que había conseguido sabía Dios dónde. Kolin no dejaba de moverse ni un instante, ocupado en escanciar vodka, licores, pálidos vinos del Rhin, moviendo cómicamente las caderas, mientras su delgado torso, aprisionado en una prieta chaqueta azul, permanecía casi inmóvil.

Alzó los ojos para dirigir una tierna mirada a Ganin, y le formuló la consabida pregunta, en tono de amable reproche:

– ¿Cómo es eso? ¿No bebe?

– Sí, claro, cómo no… -contestó Ganin, sentándose en el alféizar de la ventana, y cogiendo el frío vaso que le ofrecía el bailarín. Se echó la bebida al coleto, y miró a los que se sentaban alrededor de la mesa.

Todos guardaban silencio, incluso Alfyorov, a quien la emoción de pensar que dentro de ocho o nueve horas llegaría su esposa había dejado sin habla.

Gornotsvetov ajustó una clavija y pulsó una cuerda:

– Ya está afinada.

Tocó un acorde, y mató el sonido con la palma de la mano.

– ¿Por qué no cantan, caballeros? Canten en honor de Klara. Vamos, cantemos: Cual fragante flor…

Alfyorov sonrió a Klara, se inclinó hacia atrás, por lo que poco faltó para que cayera, ya que estaba sentado en un taburete sin respaldo, levantó el vaso en ademán de galantería fingidamente cómica, e hizo un esfuerzo para cantar en falsa y afectada voz de tenorino, pero nadie le secundó.

Gornotsvetov tocó unas notas más, y dejó la guitarra. Todos se sentían inhibidos.

– ¡Menudo coro! -se quejó Podtyagin, y sacudió la cabeza, apoyada en la palma de la mano.

Se encontraba mal. El recuerdo de la pérdida de su pasaporte se combinaba con una clara dificultad en respirar. Lúgubremente, añadió:

– No debiera beber. Esta es la razón de todo.

– Ya se lo he dicho -murmuró Klara-. Pero es usted como un niño, Antón Sergeyevich.

Kolin revoloteó alrededor de la mesa, meneando las caderas:

– ¿Cómo es que no están todos comiendo y bebiendo?

Comenzó a llenar vasos. Nadie dijo nada. No cabía la menor duda de que la fiesta era un fracaso.

Ganin, que hasta aquel momento había estado sentado en el alféizar de la ventana, contemplando con una débil sonrisa de ironía el malva esplendor de la mesa y los rostros extrañamente iluminados, saltó bruscamente al suelo y soltó una carcajada de límpido sonido. Mientras se dirigía hacia la mesa, dijo:

– Llene todos los vasos, Kolin. Más vino para Alfyorov. Mañana la vida cambiará. Mañana ya no estaré aquí. Vamos, vamos, a divertirse todos. Klara, deje ya de mirarme como una corza herida. Kolin, dé más licor de naranja o de lo que sea a Klara. Y usted, Antón Sergeyevich, anímese, hombre. De nada le servirá llorar por su pasaporte. Le darán otro pasaporte que será todavía mejor que el anterior. Vamos, recítenos alguna poesía. A propósito…

– ¿Puedo quedarme con esta botella vacía? -dijo de repente Alfyorov, y en sus ojos excitados apareció un destello de lascivia.

Ganin se acercó a Podtyagin, y puso la mano sobre su hombro carnoso.

– A propósito, recuerdo algunos versos suyos, Antón Sergeyevich: "Luna llena… bosque y río…" ¿Son así, verdad?

Podtyagin volvió la cabeza y le miró. Luego, en su rostro se dibujó una lenta sonrisa:

– ¿En qué calendario los ha encontrado? Les gustaba mucho imprimir mis versos en las hojas de los calendarios. En el reverso, antes de la receta culinaria.

– ¡Señores, señores! ¿Qué va a hacer este hombre? -gritó Kolin, indicando a Alfyorov, quien, después de abrir la ventana, había levantado la mano en que sostenía la botella y se disponía a lanzarla a la noche azul.

– Dejen que haga lo que le dé la gana -rio Ganin.

La barbita de Alfyorov brillaba, la nuez del cuello se le había hinchado, y la brisa nocturna agitaba el escaso pelo de sus sienes. Trazó con el brazo un arco, lo bajó, sin soltar la botella, dejándolo caído al costado, y así se quedó unos instantes, hasta que, solemnemente, puso la botella en el suelo.

Los bailarines se echaron a reír.

Alfyorov se sentó al lado de Gornotsvetov, cogió la guitarra de sus manos e intentó tocarla. Alfyorov era un hombre que se emborrachaba muy fácilmente.

Con dificultad en el habla, Podtyagin dijo:

– ¡Qué seria está Klara! Las chicas como ella solían escribirme unas cartas realmente conmovedoras. Pero ahora Klara ni siquiera quiere mirarme.

Pensando que jamás se había sentido tan desgraciada como ahora, Klara dijo:

– No beban más, por favor.

Podtyagin consiguió esbozar una sonrisa, y tiró de la manga de Ganin:

– Aquí tenemos al futuro salvador de Rusia. Vamos, Lyovushka, hable, cuéntenos algo, ¿por qué territorios ha vagado, dónde ha luchado?

Con benévola sonrisa Ganin dijo:

– ¿De veras? ¿Quieren que les cuente algo?

– ¡Naturalmente! Esto me ayudará a superar mi depresión. ¿Cuándo salió de Rusia?

– ¿Cuándo? Kolin, por favor, un poco más de esa bebida tan pegajosa. No, no es para mí, es para Alfyorov. Sí. En su vaso.

15

Lydia Nikolaevna estaba ya en cama. Con cierto nerviosismo había rechazado la invitación de los bailarines, y ahora dormía el ligero sueño de las viejas, por el que cruzaban los sonidos de los trenes, acompañados de las vibraciones de grandes aparadores repletos de temblorosas vajillas. De vez en cuando, su sueño quedaba interrumpido, y entonces oía vagamente los ruidos de la habitación 6. Tuvo un sueño centrado en Ganin, y en este sueño Lydia Nikolaevna ignoraba quién era Ganin y de dónde había venido. En realidad, la personalidad de aquel hombre estaba rodeada de misterio. Y era natural, ya que a nadie había contado su vida, sus vagabundeos y sus aventuras en el curso de los últimos años. Incluso el propio Ganin recordaba como en un sueño su huida de Rusia, un sueño que era como una niebla marina, levemente destellante.

Quizá Mashenka le escribió más cartas, en aquel entonces -principios de 1919-, durante el período en que luchaba en la zona norte de Crimea, pero caso de que así hubiera sido, Ganin no las recibió. La resistencia de Perekop se debilitó, y la plaza cayó. Herido en la cabeza, Ganin fue evacuado a Simferopol. Una semana después, enfermo y desorientado, separado de su unidad, que se había retirado a Feodosia, Ganin fue arrastrado por la enloquecida y horrorosa marea de la evacuación civil. En los campos y laderas de los Altos de Inkerman, donde otrora los uniformes escarlata de los soldados de la reina Victoria habían destacado por entre el humo de los cañones de juguete, la adorable y salvaje primavera de Crimea estaba ya muy avanzada. Algo ondulada, la carretera, blanca como la leche, se perdía en el horizonte, la plegada cubierta del automóvil descapotable temblequeaba, mientras las ruedas saltaban sobre hoyos y jorobas, y la sensación de velocidad, la sensación de primavera, de espacio abierto y del pálido verdor de las colinas se mezcló súbitamente, de modo que le produjo una deliciosa alegría que le hizo olvidar que aquél era el camino que le llevaba fuera de Rusia.

Pletórico todavía de alegría llegó a Sebastopol, y allí dejó la maleta en el Hotel Kist, edificio de piedra blanca, donde reinaba una indescriptible confusión. Borracho de deslumbrante sol y con un sordo dolor en la cabeza, Ganin salió del hotel, pasó junto a las pálidas columnas dóricas del porche, bajó los anchos peldaños de granito, y se dirigió al puerto, donde contempló durante largo rato el azul esplendor del mar, sin que por un instante la idea del exilio turbara sus pensamientos. Luego, volvió a ascender a la plaza, donde se alzaba la estatua del almirante Nakhimov, con larga levita naval y un telescopio, y se adentró por una polvorienta calle blanca, hasta llegar al Cuarto Bastión, y luego visitó el Panorama. Más allá de la balaustrada circular, los viejos cañones, los sacos terreros rasgados de propósito y la arena de circo auténtica formaban el cuadro dulce, del color azul del humo, un tanto sofocante, que rodeaba la plataforma en que se encontraban los curiosos, un cuadro que engañaba a la vista merced a la borrosa calidad de sus límites.

Así quedó grabado en su memoria Sebastopol: antiguo y polvoriento, preso en una ensoñada inquietud muerta.

Por la noche, a bordo del barco, contempló las vacías mangas blancas de los reflectores elevándose hacia el cielo, buscando en él, y descendiendo, en tanto que el agua negra parecía barnizada por la luz de la luna, y más allá, en la neblina nocturna, un crucero extranjero, muy iluminado, permanecía anclado, descansando en los móviles pilares dorados de sus propios reflejos.

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