Mashenka - Nabokov Vladimir 13 стр.


Había adquirido pasaje en un sucio barco griego. En la cubierta se apretujaban, morenos y sin un céntimo, los refugiados de Eupatoria, donde el buque había recalado aquella mañana. Ganin se instaló en la mayordomía, donde la lámpara colgante se balanceaba amenazadora; allí había una mesa en la que se amontonaba una multitud de grandes fardos en forma de cebolla.

Luego vinieron varios gloriosos días en el mar. Formando dos flotantes alas blancas, la espuma lo abrazaba todo, al abrazar la proa del buque en su avance; y las verdes sombras de los pasajeros apoyados en las barandas destacaban suavemente contra las brillantes laderas de las olas. El enmohecido mecanismo del timón gemía, dos gaviotas se deslizaron junto a la chimenea, y sus húmedos picos, tocados por un rayo de sol, destellaron como diamantes. Cerca de Ganin un niño griego dotado de una formidable cabeza, comenzó a llorar; su madre perdió la paciencia, y comenzó a escupirle, en un desesperado esfuerzo para que se callara. De vez en cuando, a cubierta salía un fogonero, negro de la cabeza a los pies y con un rubí falso en el dedo índice.

Estos detalles triviales -y no la nostalgia de la patria abandonada- fueron lo que quedó grabado en la memoria de Ganin, como si únicamente sus ojos permanecieran vivos, y su mente hubiera dejado de funcionar, por el momento.

En el segundo día de navegación, apareció Estambul, como una oscura forma en la atardecida de color anaranjado, y se disolvió lentamente, cuando la noche envolvió al buque. Al alba, Ganin subió al puente. La vaga y azul oscura línea de la playa de Scutari fue haciéndose gradualmente visible. Una sedosa franja de ondas se extendía a lo largo de la playa; una barca de remos y un fez negro pasaron silenciosamente. Ahora, Oriente se tornaba blanco, y se levantó una brisa que acarició el rostro de Ganin, produciéndole un salado estremecimiento. De la playa, a sus oídos llegó el toque de diana. Dos gaviotas, negras como cuervos, aleteaban sobre el buque, y, con un sonido como el de la lluvia, un banco de peces salió a la superficie del agua, formando una estructura de evanescentes anillos. Una chalana se acercó al buque; en el agua, bajo la embarcación, se extendió una sombra, cuyos tentáculos desaparecieron inmediatamente. Pero únicamente cuando bajó a tierra, y vio a un turco vestido de azul, dormido sobre un montón de naranjas, tuvo Ganin clara y penetrante conciencia de lo lejos que se encontraba de la cálida masa de su país, así como de Mashenka, a la que amaría siempre.

Todo lo anterior surgió en su memoria, en destellos inconexos, y volvió a replegarse sobre sí, formando un cálido núcleo, cuando Podtyagin, haciendo un gran esfuerzo, le preguntó: "¿Cuándo salió de Rusia?"

Ganin había contestado secamente:

– Hace cinco años.

Luego se sentó en un rincón de la estancia iluminada por la lánguida luz violácea que se derramaba sobre el mantel de la mesa, y que bañaba los sonrientes rostros de Kolin y Gornotsvetov, quienes bailaban muy enérgicamente, silenciosos, en el centro de la habitación. Ganin pensó: "¡Cuánta felicidad! Mañana, no, mañana no, hoy, porque ya es más de media noche… Mashenka no puede haber cambiado, sus ojos tártaros arderán igual, y sonreirá lo mismo que antes." Se la llevaría muy lejos, y trabajaría infatigablemente para ella. Mañana, toda su juventud, su Rusia, regresaba a él.

Con los brazos en jarras, echando la cabeza atrás y sacudiéndola, ora golpeando el suelo con los talones, ora agitando un pañuelo, Kolin evolucionaba alrededor de Gornotsvetov, que, en cuclillas, lanzaba ágil y locamente patadas al frente, más y más veloces, hasta que, por fin, comenzó a dar vueltas sobre sí mismo sobre una pierna doblada. Totalmente borracho, Alfyorov permanecía sentado, balanceando el cuerpo con expresión de beatitud en el rostro. Klara miraba con ansiedad el grisáceo y sudoroso rostro de Podtyagin. El viejo poeta estaba sentado en incómoda postura lateral, en la cama.

– Antón Sergeyevich, piense en su salud -musitó Klara-. Debiera acostarse, es ya la una y media.

¡Qué sencillo sería! Mañana, no, hoy, volvería a verla, siempre y cuando Alfyorov estuviera lo suficientemente borracho. Sólo faltaban seis horas. En estos instantes, dormiría en su compartimento, los postes de telégrafo pasarían volando en la oscuridad, pinos y colinas desfilarían al paso del tren… ¡Cuánto ruido armaban los dos muchachos! ¿Es que nunca dejarían de bailar? Sí, sería pasmosamente sencillo, a veces el destino tenía golpes geniales…

– Bueno, de acuerdo -dijo tristemente Podtyagin.

Emitió un pesado suspiro, y comenzó a ponerse en pie.

Con alegría, Alfyorov musitó:

– ¿A dónde va mi gran amigo? Quédese un poco más, hombre…

– Tómese otra copa y cállese -dijo Ganin a Alfyorov, mientras rápidamente acudía al lado de Podtyagin-. Apóyese en mi brazo, Antón Sergeyevich.

El viejo miró vagamente a su alrededor, inició un ademán, como si quisiera apartar una mosca, y de repente, con un débil quejido, se tambaleó y cayó hacia delante.

Ganin y Klara consiguieron cogerle a tiempo, mientras los bailarines comenzaban a ir como enloquecidos de un sitio para otro. Sin apenas mover la lengua estropajosa, Alfyorov tartamudeó con brutalidad de borracho:

– Miren, miren: se está muriendo.

En voz calma, Ganin dijo:

– Deje de correr por ahí y haga algo útil, Gornotsvetov. Sosténgale la cabeza. Y usted, Kolin, agárrele por aquí. No, hombre, esto es mi brazo. Más arriba. ¡Deje de mirarme de esta manera! Más arriba, le he dicho. Klara, abra la puerta.

Entre los tres transportaron al viejo a su dormitorio. Tambaleándose, Alfyorov hizo un esfuerzo para seguirles, pero agitó el brazo lánguidamente, en ademán de despedida, y se sentó a la mesa. Con mano temblorosa, se sirvió más vodka, luego extrajo del bolsillo del chaleco un reloj de níquel y lo dejó en la mesa, ante sí.

– Tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho.

Pasó el dedo por encima de las cifras romanas, lo detuvo, inclinó la cabeza a un lado, cerró un ojo, y, con el otro, observó fijamente la manecilla grande.

En el pasillo, la perra comenzó a ladrar en voz aguda y tono excitado. Alfyorov formó un mueca:

– Asqueroso perrito. Lástima que no lo atropelle un coche.

Poco después, Alfyorov se sacaba un lápiz indeleble y con él trazaba una marca de color malva en el vidrio, sobre el número ocho. Siguiendo el compás del tic-tac, se dijo a sí mismo:

– Viene, viene, viene.

Recorrió la mesa con la vista, se echó a la boca un bombón de chocolate y lo escupió inmediatamente. Un grumo castaño se estrelló contra la pared.

Alfyorov guiñó el ojo al reloj, en su rostro apareció una pálida y estática sonrisa, y volvió a contar:

– Tres, cuatro, cinco, siete.

16

En la noche, la ciudad guardaba silencio. El encorvado viejo con la negra capa había ya iniciado sus merodeos. Golpeaba el suelo con su bastón, y con un gruñido se inclinaba al frente cuando la aguda punta del bastón descubría una colilla. De vez en cuando pasaba un automóvil. Con menos frecuencia, un nocturno coche de alquiler llegaba y se alejaba por la calle, balanceándose, acompañado del sonido de cascos contra el asfalto. Un borracho con sombrero hongo esperaba un tranvía en una esquina, pese a que los tranvías habían dejado de prestar servicio hacía dos horas por lo menos. Algunas prostitutas paseaban arriba y abajo, bostezando y dirigiéndose a sombríos transeúntes con el cuello del abrigo levantado. Una de estas muchachas abordó a Kolin y Gornotsvetov que avanzaban casi corriendo, pero se apartó de ellos tan pronto su profesional mirada vio las pálidas y afeminadas facciones.

Los bailarines iban en busca de un médico ruso amigo suyo, para que atendiera a Podtyagin. Al cabo de una hora y media, regresaban a la pensión en compañía de un hombre medio dormido, de facciones rígidas y rostro afeitado. Este médico estuvo en la pensión cosa de media hora, produciendo de vez en cuando un sonido de succión, como si tuviera un orificio en una muela, y luego se fue.

Ahora, en la habitación a oscuras había silencio. Allí imperaba aquel silencio pesado, especial y triste que siempre se forma cuando varias personas permanecen sentadas, sin hablar, alrededor del lecho de un enfermo. Ahora, la noche iba muriendo ya. El perfil de Ganin, orientado hacia la cama, parecía labrado en piedra de color azul pálido. A los pies de la cama, en un vago sillón, flotando en las olas del alba, Klara miraba fijamente en la misma dirección que Ganin. Más allá, Kolin y Gornotsvetov estaban sentados muy juntos en el pequeño diván, y sus rostros parecían dos pálidas burbujas.

El médico se había ido, bajando las escaleras tras la negra figura de Frau Dorn, cuyas llaves producían suaves sonidos metálicos, mientras ella se excusaba por hallarse el ascensor averiado. Al llegar abajo, Frau Dorn abrió la pesada puerta, el médico se quitó el sombrero, volvió a ponérselo y desapareció en la azulenca neblina.

La vieja cerró cuidadosamente la puerta, se envolvió mejor en el negro chal y subió las escaleras. Una fría luz amarilla iluminaba los peldaños. Sin que las llaves dejaran de tintinear agradablemente, Frau Dorn llegó al descansillo. Entonces, se apagó la luz de la escalera.

En el vestíbulo, Frau Dorn coincidió con Ganin, quien acababa de salir del dormitorio del enfermo, cerrando cuidadosamente la puerta tras sí. La vieja musitó:

– El médico ha dicho que volvería esta mañana. ¿Cómo está? ¿No ha mejorado?

Ganin se encogió de hombros:

– No lo sé, pero creo que no. El sonido de su respiración es terrible.

Lydia Nikolaevna lanzó un suspiro, y, tímidamente, entró en el dormitorio. En un movimiento idéntico, Klara y los dos bailarines volvieron hacia ella los ojos de pálido brillo, y devolvieron la vista a la cama. La brisa estremeció levemente la ventana entornada.

Ganin recorrió de puntillas el pasillo, y entró en el dormitorio en que se había celebrado la fiesta. Tal como había supuesto, Alfyorov aún se encontraba sentado a la mesa. Su rostro parecía hinchado, y en él había un gris resplandor, resultante de la combinación de la luz del alba con la de la bombilla teatralmente matizada. Alfyorov hacía movimientos afirmativos con la cabeza, y, de vez en cuando, eructaba. Encima del cristal del reloj, ante él, brillaba una gota de vodka, en la que se iba disolviendo la mancha malva del trazo de lápiz indeleble. Sólo faltaban cuatro horas.

Ganin se sentó al lado de aquella embriagada y adormilada criatura, y la contempló durante largo rato, juntas las espesas cejas, apoyada la cabeza en el puño, lo que daba tirantez a la piel del rostro y sesgo a los ojos.

De repente, Alfyorov resucitó, y volvió muy despacio la cabeza hacia Ganin, que dijo en voz lenta y clara:

– Creo que ha llegado el momento de que se acueste, querido Aleksey Ivanovich.

Con dificultad, Alfyorov repuso:

– No.

Y, después de pensar unos instantes, como si tuviera que resolver un difícil problema, repitió:

– No.

Ganin apagó la luz, ya innecesaria, sacó la pitillera y encendió un cigarrillo. Fuera a resultas del frío del pálido amanecer o a resultas de la bocanada de humo de tabaco, Alfyorov pareció serenarse un poco. Con la palma de la mano se frotó la frente, miró alrededor y acercó la mano, con bastante firmeza, a la botella.

A mitad de camino, la mano se detuvo, Alfyorov sacudió la cabeza, y con una floja sonrisa, dijo a Ganin:

– No puedo beber más. Mashenka está al llegar.

Al cabo de un rato, cogió el brazo de Ganin:

– Eh, oiga, usted, como se llame, Leb Lebovich, ¿me oye? Mashenka…

Ganin soltó el humo del cigarrillo, y miró fijamente a Alfyorov. Lo vio todo en un mismo instante: la boca húmeda y entreabierta, la barbita de color de excremento de caballo, los aguados ojos de inseguro mirar.

Alfyorov le había agarrado el hombro, y balanceándose decía:

– Oiga, Leb Lebovich, ahora, en este preciso momento estoy como una cuba, llevo una castaña que no me tengo… Me han obligado a beber, esos malditos, pero no, no es eso lo que quería decirle… Yo quería decirle que la muchacha… Yo quería hablarle de la muchacha.

– Necesita dormir, Aleksey Ivanovich.

– Pues, como le decía, hubo una muchacha. No, no hablo de mi esposa, mi esposa es pura, pero he pasado tantos años lejos de ella… Por esto, no hace mucho tiempo, no, no, realmente hace ya mucho tiempo, en fin, ahora no recuerdo cuándo ocurrió, pero el caso es que me llevó a su casa. La chica tenía aspecto de zorra, y era sucia, pero deliciosa… Y ahora Mashenka llega. ¿Comprende lo que esto significa? ¿Lo comprende? ¿Sí o no? Estoy borracho, ni siquiera puedo pronunciar la palabra perp… perpendicular… Y Mashenka no tardará en llegar. ¿Por qué? ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué todo va así? ¡Contésteme, maldito bolchevique! ¿Es que no sabe qué contestar?

Suavemente, Ganin quitó de su hombro la mano de Alfyorov. Meneando la cabeza, Alfyorov se inclinó sobre la mesa, en la que apoyó el codo. El codo resbaló arrastrando el mantel y derribando los vasos. Los vasos, una bandeja y el reloj fueron a parar al suelo.

– A la cama -dijo Ganin.

Y, cogiéndolo, lo puso violentamente en pie. Alfyorov no se resistió, pero estaba tan borracho que a Ganin le costó Dios y ayuda hacerle avanzar en la correcta dirección.

Al encontrarse en su dormitorio, Alfyorov esbozó una ancha y adormilada sonrisa, y se dejó caer lentamente en la cama. De repente, en su rostro apareció una expresión de horror. Se sentó, y tartamudeó:

– El despertador… Leb… Allí, en la mesa, el despertador… Póngalo a las siete y media.

– De acuerdo -repuso Ganin. Comenzó a dar vuelta a la manecilla. Dejó el despertador dispuesto para que el timbre sonara a las diez. Luego, lo pensó mejor y lo dejó a las once.

Cuando volvió a mirar a Alfyorov, vio que estaba profundamente dormido. Yacía boca arriba, con un brazo extendido en rara postura.

Así dormían los vagabundos borrachos en los villorrios rusos. Durante todo el día habían pasado, en el aire ardiente, adormilado y zumbante, altos carros cargados hasta los topes que avanzaban balanceándose, dejando en la carretera vecinal un rastro de briznas de heno, y el vagabundo había seguido adelante, molestando a las muchachas veraneantes, golpeándose el resonante pecho, proclamándose hijo de un general, y, por fin, arrojando al suelo la gorra de visera, se había tumbado en la carretera, donde quedó hasta que un campesino bajó del carro cargado de heno. El campesino lo arrastró hasta la cuneta, y siguió su camino. Y el vagabundo, inclinando el pálido rostro a un lado, quedó como un cadáver caído en la cuneta, mientras los grandes carros, balanceándose, con su carga dulcemente olorosa, se deslizaban a través de las irregulares sombras proyectadas por las copas de los tilos en flor.

Después de dejar ruidosamente el despertador en la mesa, Ganin permaneció largo rato en pie, contemplando al hombre dormido. Luego, haciendo sonar la calderilla que llevaba en los bolsillos, dio media vuelta y se fue aprisa.

En el oscuro y minúsculo cuarto de baño contiguo a la cocina, había un montón de conglomerados de carbón, en forma de ladrillos, cubierto con una estera. El vidrio de la estrecha ventana estaba roto, las paredes tenían vetas amarillentas, el tubo de la ducha metálica estaba torcido, en forma de látigo, y salía de la pared, sobre la bañera negra. Ganin se desnudó y estuvo varios minutos flexionando brazos y piernas. Sus miembros eran fuertes, blancos y con venas azules. Sus músculos se hinchaban y crujían. El pecho respiraba profunda y rítmicamente. Abrió el grifo de la ducha, y se puso bajo el chorro helado, en forma de abanico, lo que le produjo una deliciosa contracción del estómago.

Otra vez vestido, con estremecimientos de placer en todo el cuerpo, esforzándose en no producir el menor ruido, sacó al pasillo las dos maletas, y miró la hora. Eran las seis menos diez.

Назад Дальше