Marina - Дёмина Ольга 5 стр.


Alcé la luz parpadeante. Una claridad fantasmal inundó la sala. Me deslicé hasta el corredor por donde había visto desaparecer a Marina y a su padre el día anterior.

El pasillo conducía a otro gran salón, igualmente coronado por una lámpara de cristal. Sus cuentas brillaban en la penumbra como tiovivos de diamantes. La casa estaba poblada por sombras oblicuas que la tormenta proyectaba desde el exterior a través de los cristales. Viejos muebles y butacones yacían bajo sábanas blancas. Una escalinata de mármol ascendía al primer piso. Me aproximé a ella, sintiéndome un intruso. Dos ojos amarillos brillaban en lo alto de la escalera. Escuché un maullido.

“Kafka”. Suspiré aliviado. Un segundo después el gato se retiró a las sombras. Me detuve y miré alrededor. Mis pasos habían dejado un rastro de huellas sobre el polvo.

– ¿Hay alguien? -llamé de nuevo, sin obtener respuesta.

Imaginé aquel gran salón décadas atrás, vestido de gala. Una orquesta y docenas de parejas danzantes. Ahora parecía el salón de un buque hundido. Las paredes estaban cubiertas de lienzos al óleo. Todos ellos eran retratos de una mujer. La reconocí. Era la misma que aparecía en el cuadro que había visto la primera noche que me colé en aquella casa. La perfección y la magia del trazo y la luminosidad de aquellas pinturas eran casi sobrenaturales. Me pregunté quién sería el artista. Incluso a mí me resultó evidente que todos eran obra de una misma mano. La dama parecía vigilarme desde todas partes.

No era difícil advertir el tremendo parecido de aquella mujer con Marina. Los mismos labios sobre una tez pálida, casi transparente. El mismo talle, esbelto y frágil como el de una figura de porcelana. Los mismos ojos de ceniza, tristes y sin fondo. Sentí algo rozarme un tobillo. Kafka ronroneaba a mis pies. Me agaché y acaricié su pelaje plateado.

– ¿Dónde está tu ama, eh?

Como respuesta maulló melancólico. No había nadie allí. Escuché el sonido de la lluvia golpeando el techo. Miles de arañas de agua correteando en el desván. Supuse que Marina y Germán habían salido por algún motivo imposible de adivinar. En cualquier caso, no era de mi incumbencia. Acaricié a Kafka y decidí que debía marcharme antes de que volviesen.

– Uno de los dos está de más aquí -le susurré a Kafka. Yo.

Súbitamente, los pelos del lomo del gato se erizaron como púas. Sentí sus músculos tensarse como cables de acero bajo mi mano. Kafka emitió un maullido de pánico.

Me estaba preguntando qué podía haber aterrorizado al animal de aquel modo cuando lo noté. Aquel olor. El hedor a podredumbre animal del invernadero. Sentí náuseas. Alcé la vista. Una cortina de lluvia velaba el ventanal del salón. Al otro lado distinguí la silueta incierta de los ángeles en la fuente. Supe instintivamente que algo andaba mal. Había una figura más entre las estatuas. Me incorporé y avancé lentamente hacia el ventanal. Una de las siluetas se volvió sobre sí misma. Me detuve, petrificado. No podía distinguir sus rasgos, apenas una forma oscura envuelta en un manto. Tuve la certeza de que aquel extraño me estaba observando. Y sabía que yo lo estaba observando a él. Permanecí inmóvil durante un instante infinito. Segundos más tarde, la figura se retiró a las sombras.

Cuando la luz de un relámpago estalló sobre el jardín, el extraño ya no estaba allí. Tardé en darme cuenta de que el hedor había desaparecido con él.

No se me ocurrió más que sentarme a esperar el regreso de Germán y Marina. La idea de salir al exterior no era muy tentadora. La tormenta era lo de menos. Me dejé caer en un inmenso butacón.

Poco a poco, el eco de la lluvia y la claridad tenue que flotaba en el gran salón me fueron adormeciendo. En algún momento escuché el sonido de la cerradura principal al abrirse y pasos en la casa. Desperté de mi trance y el corazón me dio un vuelco. Voces que se aproximaban por el pasillo. Una vela. Kafka corrió hacia la luz justo cuando Germán y su hija entraban en la sala. Marina me clavó una mirada helada.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Oscar?

Balbuceé algo sin sentido. Germán me sonrió amablemente y me examinó con curiosidad.

– Por Dios, Oscar. ¡Está usted empapado! Marina, trae unas toallas limpias para Oscar… Venga usted, Oscar, vamos a encender un fuego, que hace una noche de perros…

Me senté frente a la chimenea, sosteniendo una taza de caldo caliente que Marina me había preparado. Relaté torpemente el motivo de mi presencia sin mencionar lo de la silueta en la ventana y aquel siniestro hedor. Germán aceptó mis explicaciones de buen grado y no se mostró en absoluto ofendido por mi intrusión, al contrario. Marina era otra historia. Su mirada me quemaba. Temí que mi estupidez al colarme en su casa como si fuera un hábito hubiese acabado para siempre con nuestra amistad. No abrió la boca durante la media hora en que estuvimos sentados frente al fuego.

Cuando Germán se excusó y me deseó buenas noches, sospeché que mi ex amiga me iba a echar a patadas y a decirme que no volviese jamás. "Ahí viene", pensé. El beso de la muerte. Marina sonrió finamente, sarcástica.

– Pareces un pato mareado -dijo.

Gracias -repliqué, esperando algo peor.

– ¿Vas a contarme qué demonios hacías aquí?

Sus ojos brillaban al fuego. Sorbí el resto del caldo y bajé la mirada.

– La verdad es que no lo sé… dije. Supongo que…, qué sé yo… Sin duda mi aspecto lamentable ayudó, porque Marina se acercó y me palmeó la mano.

– Mírame -ordenó.

Así lo hice. Me observaba con una mezcla de compasión y simpatía.

– No estoy enfadada contigo, ¿me oyes? -dijo. Es que me ha sorprendido verte aquí, así, sin avisar. Todos los lunes acompaño a Germán al médico, al hospital de San Pablo, por eso estábamos fuera. No es un buen día para visitas.

Estaba avergonzado.

– No volverá a suceder prometí.

Me disponía a explicarle a Marina la extraña aparición que había creído presenciar cuando ella se rió sutilmente y se inclinó para besarme en la mejilla. El roce de sus labios bastó para que se me secase la ropa al instante. Las palabras se me perdieron rumbo a la lengua. Marina advirtió mi balbuceo mudo.

– ¿Qué? preguntó.

La contemplé en silencio y negué con la cabeza.

– Nada.

Enarcó la ceja, como si no me creyese, pero no insistió.

– ¿Un poco más de caldo? -preguntó, incorporándose.

– Gracias.

Marina tomó mi tazón y fue hasta la cocina para rellenarlo. Me quedé junto al hogar, fascinado por los retratos de la dama en las paredes. Cuando Marina regresó, siguió mi mirada.

– La mujer que aparece en todos esos retratos… -empecé.

– Es mi madre dijo Marina.

Sentí que invadía un terreno resbaladizo.

– Nunca había visto unos cuadros así. Son como… fotografías del alma.

Marina asintió en silencio.

– Debe de tratarse de un artista famoso -insistí. Pero nunca había visto nada igual.

Marina tardó en responder.

– Ni lo verás. Hace casi dieciséis años que el autor no pinta un cuadro. Esta serie de retratos fue su última obra.

– Debía de conocer muy bien a tu madre para poder retratarla de ese modo -apunté.

Marina me miró largamente.

Sentí aquella misma mirada atrapada en los cuadros.

– Mejor que nadie -respondió. Se casó con ella.

Capítulo 8

Esa noche, junto al fuego, Marina me explicó la historia de Germán y del palacete de Sarriá. Germán Blau había nacido en el seno de una familia adinerada perteneciente a la floreciente burguesía catalana de la época. A la dinastía Blau no le faltaban el palco en el Liceo, la colonia industrial a orillas del río Segre ni algún que otro escándalo de sociedad. Se rumoreaba que el pequeño Germán no era hijo del gran patriarca Blau, sino fruto de los amores ilícitos entre su madre, Diana, y un pintoresco individuo llamado Quim Salvat. Salvat era, por este orden, libertino, retratista y sátiro profesional. Escandalizaba a las gentes de buen nombre al tiempo que inmortalizaba sus palmitos al óleo a precios astronómicos. Sea cual fuese la verdad, lo cierto es que Germán no guardaba parecido ni físico ni de carácter con miembro alguno de la familia. Su único interés era la pintura, el dibujo, lo cual a todo el mundo le resultó sospechoso. Especialmente a su padre titular.

Llegado su dieciséis cumpleaños, su padre le anunció que no había lugar para vagos ni holgazanes en la familia. De persistir en sus intenciones de "ser artista", le iba a meter a trabajar en la fábrica como mozo o picapedrero, en la legión o en cualquier otra institución que contribuyese a fortalecer su carácter y a hacer de él un hombre de provecho. Germán optó por huir de casa, adonde regresó de la mano de la benemérita veinticuatro horas después.

Su progenitor, desesperado y decepcionado con aquel primogénito, optó por pasar sus esperanzas a su segundo hijo, Gaspar, que se desvivía por aprender el negocio textil y mostraba más disposición a continuar la tradición familiar. Temiendo por su futuro económico, el viejo Blau puso a nombre de Germán el palacete de Sarriá, que llevaba años semiabandonado.

"Aunque nos avergüences a todos, no he trabajado yo como un esclavo para que un hijo mío se quede en la calle", -le dijo.

La mansión había sido en su día una de las más celebradas por las gentes de copete y carruaje, pero nadie se ocupaba ya de ella. Estaba maldita. De hecho, se decía que los encuentros secretos entre Diana y el libertino Salvat habían tenido por escenario dicho lugar.

De ese modo, por ironías del destino, la casa pasó a manos de Germán.

Poco después, con el apoyo clandestino de su madre, Germán se convirtió en aprendiz del mismísimo Quim Salvat. El primer día, Salvat lo miró fijamente a los ojos y pronunció estas palabras:

– Uno, yo no soy tu padre y no conozco a tu madre más que de vista. Dos, la vida del artista es una vida de riesgo, incertidumbre y, casi siempre, de pobreza. No se escoge; ella lo escoge a uno. Si tienes dudas respecto a cualquiera de estos dos puntos, más vale que salgas por esa puerta ahora mismo.

Germán se quedó.

Los años de aprendizaje con Quim Salvat fueron para Germán un salto a otro mundo. Por primera vez descubrió que alguien creía en él, en su talento y en sus posibilidades de llegar a ser algo más que una pálida copia de su padre. Se sintió otra persona. En seis meses aprendió y mejoró más que en los años anteriores de su vida.

Salvat era un hombre extravagante y generoso, amante de las exquisiteces del mundo. Sólo pintaba de noche y, aunque no era bien parecido (el único parecido que tenía era con un oso), se le podía considerar un auténtico rompecorazones, dotado de un extraño poder de seducción que manejaba casi mejor que el pincel. Modelos que quitaban la respiración y señoras de la alta sociedad desfilaban por el estudio deseando posar para él y, según sospechaba Germán, algo más. Salvat sabía de vinos, de poetas, de ciudades legendarias y de técnicas de acrobacia amorosa importadas de Bombay. Había vivido intensamente sus cuarenta y siete años. Siempre decía que los seres humanos dejaban pasar la existencia como si fueran a vivir para siempre y que ésa era su perdición. Se reía de la vida y de la muerte, de lo divino y lo humano. Cocinaba mejor que los grandes "chefs" de la guía Michelin y comía por todos ellos.

Durante el tiempo que pasó a su lado, Salvat se convirtió en su maestro y su mejor amigo. Germán siempre supo que lo que había llegado a ser en su vida, como hombre y como pintor, se lo debía a Quim Salvat.

Salvat era uno de los pocos privilegiados que conocía el secreto de la luz. Decía que la luz era una bailarina caprichosa y sabedora de sus encantos. En sus manos, la luz se transformaba en líneas maravillosas que iluminaban el lienzo y abrían puertas en el alma. Al menos, eso explicaba el texto promocional de sus catálogos de exposición.

– Pintar es escribir con luz -afirmaba Salvat. Primero debes aprender su alfabeto; luego, su gramática. Sólo entonces podrás tener el estilo y la magia.

Fue Quim Salvat quien amplió su visión del mundo llevándole consigo en sus viajes. Así recorrieron París, Viena, Berlín, Roma…

Germán no tardó en comprender que Salvat era tan buen vendedor de su arte como pintor, quizá mejor. Aquélla era la clave de su éxito.

– De cada mil personas que adquieren un cuadro o una obra de arte, sólo una de ellas tiene una remota idea de lo que compra -le explicaba Salvat, sonriente. Los demás no compran la obra, compran al artista, lo que han oído y, casi siempre, lo que se imaginan acerca de él. Este negocio no es diferente a vender remedios de curandero o filtros de amor, Germán. La diferencia estriba en el precio.

El gran corazón de Quim Salvat se paró el diecisiete de julio de 1938. Algunos afirmaron que por culpa de los excesos. Germán siempre creyó que fueron los horrores de la guerra los que mataron la fe y las ganas de vivir de su mentor.

– Podría pintar mil años -murmuró Salvat en su lecho de muerte- y no cambiaría un ápice la barbarie, la ignorancia y la bestialidad de los hombres. La belleza es un soplo contra el viento de la realidad, Germán. Mi arte no tiene sentido. No sirve para nada…

La interminable lista de sus amantes, sus acreedores, amigos y colegas, las docenas de gentes a las que había ayudado sin pedir nada a cambio le lloraron en su entierro. Sabían que aquel día una luz se apagaba en el mundo y que, en adelante, todos estarían más solos, más vacíos.

Salvat le dejó una modestísima suma de dinero y su estudio. Le encargó que repartiese el resto (que no era mucho, porque Salvat gastaba más de lo que ganaba y antes de ganarlo) entre sus amadas y amigos. El notario que se hacía cargo del testamento entregó a Germán una carta que Salvat le había confiado al presentir que su final estaba próximo. Debía abrirla a su muerte.

Con lágrimas en los ojos y el alma hecha trizas, el joven vagó sin rumbo toda una noche por la ciudad. El alba le sorprendió en el rompeolas del puerto y fue allí, a las primeras luces del día, donde leyó las últimas palabras que Quim Salvat le había reservado.

Querido Germán:

No te dije esto en vida, porque creí que debía esperar el momento oportuno. Pero temo no poder estar aquí cuando llegue. Esto es lo que tengo que decirte. Nunca he conocido a ningún pintor con mayor talento que tú, Germán. Tú no lo sabes todavía ni lo puedes entender, pero está en ti y mi único mérito ha sido reconocerlo. He aprendido más de ti de lo que tú has aprendido de mí, sin tú saberlo. Me gustaría que hubieras tenido el maestro que mereces, alguien que hubiese guiado tu talento mejor que este pobre aprendiz. La luz habla en ti, Germán. Los demás sólo escuchamos. No lo olvides jamás. De ahora en adelante, tu maestro pasará a ser tu alumno y tu mejor amigo, siempre.

Salvat

Una semana más tarde, huyendo de recuerdos intolerables, Germán partió para París. Le habían ofrecido un puesto como profesor en una escuela de pintura. No volvería a poner los pies en Barcelona en diez años. En París, Germán se labró una reputación como retratista de cierto prestigio y descubrió una pasión que no le abandonaría jamás: la ópera. Sus cuadros empezaban a venderse bien y un marchante que le conocía de sus tiempos con Salvat decidió representarle. Además de su sueldo como profesor, sus obras se vendían lo suficiente para permitirle una vida sencilla pero digna. Haciendo algunos ajustes, y con ayuda del rector de su escuela, que era primo de medio París, consiguió reservarse una butaca en el Teatro de la Opera para toda la temporada. Nada ostentoso: anfiteatro en sexta fila y un tanto tirado a la izquierda. Un veinte por ciento del escenario no era visible, pero la música llegaba gloriosa, ignorando el precio de butacas y palcos.

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