Sin embargo, nunca censuraba totalmente una obra cuando en ella encontraba algo nuevo, porque pensaba que esto era tan útil para la república de las letras como es útil para las tierras viejas el descubrimiento de otras nuevas; y la pléyade de los críticos le parecía insoportable, atribuyendo su apasionamiento para la acusación de todo a la envidia y al despecho que sentían viéndose incapaces de ninguna empresa (que siempre es laudable, aunque su virtud no responda enteramente a su empeño). Non ego paucis, decía él:
Non ego paucis
offender maculis quas aut incuria fudit
aut humana parum cavit natura [4].
«En efecto, si en un cuadro toleramos tantas sombras, ¿por qué no sufrir en un libro que haya algunos pasajes menos intensos que otros, puesto que, por la regla de los contrarios, el negro sirve muchas veces para hacer que el blanco brille más?»
Sin embargo, como no tenía más que sentimientos extraordinarios, ninguna de sus obras está incluida entre las vulgares. Su Agrippine empieza, se desarrolla y termina como todavía nadie intentara hacerlo. La dicción es totalmente poética, el asunto está bien escogido, los papeles son hermosos, los sentimientos romanos con todo el brío digno de tan gran nombre, el desenlace claro y tan bien practicada la regla de veinticuatro horas, que esta pieza puede pasar por un modelo de poema dramático.
Pero lo que en él era más admirable es que de la seriedad pasaba a las burlas con igual éxito. Su comedia titulada El pedante burlado es una prueba muy decisiva y muy agradable; del mismo modo, muchas otras obras suyas, testimonio muy fiel de la universalidad de su alto espíritu. Yo había determinado unir a VIAJE A LA LUNA la Historia de la centella y La República del Sol, en la que con el mismo estilo con que probó que la Luna era habitable demostraba el sentimiento de las piedras, el instinto de las plantas y el razonamiento de los brutos, y aun estaba por encima de todo esto; pero un ladrón que registró su cofre durante su enfermedad me ha privado de esta satisfacción y a ti de acrecer tu solaz.
En fin, lector, Cyrano pasó siempre por un hombre de alto y raro espíritu. Y a este don la Naturaleza le añadió tan gran tesoro de buen sentido, que él sometió sus instintos tanto como quiso. De manera que no bebió vino más que alguna rara vez, porque, según él decía, el exceso en la bebida embrutece, y había que tener con su consumo tantas precauciones como con el del arsénico (que era con lo que él comparaba el vino), porque todo ha de temerse de tan gran veneno, sea cualquiera la forma que se le prepare; aunque no hubiera que temer sino lo que el vulgo llama quid pro quo, que siempre lo hace peligroso. No era menos moderado en el comer, pues siempre que podía rechazaba las salsas, creyendo que la vida mejor era la más sencilla y la menos alterada, lo cual probaba con el ejemplo de los hombres modernos, que viven tan corta vida, al revés que los de los siglos primeros, que según parece la disfrutaron tan larga por la mesura y simplicidad de su comida.
Quippe aliter tunc orbe novo coeloque recenti
vivebant homines [5].
Estas dos buenas cualidades las acompañaba de un apartamiento tan grande del bello sexo, que puede decirse que nunca salió del respeto que el nuestro le debe. Y con todo esto tenía tal repugnancia a todo lo que le parecía interesado, que nunca pudo saber ni averiguar qué era una privada posesión, porque todas sus cosas eran menos suyas que de los conocidos suyos que las necesitasen. Con todo esto el cielo, que no es ingrato, quiso que de un gran número de amigos que tuvo en vida muchos le quisieran hasta su muerte y algunos también más allá de este mundo.
Sospecho, lector, que tu curiosidad, en bien de su gloria y satisfacción de mi deseo, quiere que yo consigne el nombre de esos amigos a la posteridad; y de muy buen grado acepto, porque todos los que he de citar son de extraordinario mérito, pues él supo escogerlos muy bien. Muchas razones, y principalmente la cronológica, exigen que empiece por monseñor de Prada, en el cual se igualaban el mucho saber y la bondad del corazón, y a quien su admirable Historia de Francia hizo que tan justamente se le llamase el «Corneille-Tácito» de los franceses. Supo estimar de tal modo las admirables cualidades del señor de Bergerac, que después de mí fue el más antiguo de sus amigos y uno de los que se ha testimoniado con más largueza en multitud de circunstancias. El ilustre Cavois, que murió en la batalla de Lens; el valiente Brisailles, portaestandartes de la Guardia de Su Alteza Real, fueron, además de justos estimadores de sus heroicos actos, testigos gloriosos y fieles camaradas de algunos. Me atrevo a decir que mi hermano y el señor de Zeddé, que se estimaban como valientes, y que le asistieron y fueron a su vez asistidos en algunos lances ocurridos en esa época a gente de su oficio, comparaban su valentía a la de los más heroicos. Y si este testimonio puede parecer parcial por lo que respecta a mi hermano, todavía podría citar a un bravo de los de mayor gallardía: me refiero al señor de Duret de Monchenin, que le ha conocido y estimado muchísimo y no dejaría de confirmar lo que yo sostengo. Y podía añadir el nombre del señor de Bourgogne, maestre de campo del regimiento de Infantería de Su Alteza el príncipe de Conti, puesto que él presenció el combate sobrehumano de que os hablé y lo refirió juzgándolo con el adjetivo de intrépido, con el que ya siempre le llamó. Lo cual no permite que quede la menor sombra de duda, por lo menos en aquellos que conocieron a monseñor de Bourgogne, que era demasiado sutil para no distinguir lo que es acreedor de estimación y lo que no lo es, y cuyo saber era universalmente tan grande, que no le permitía equivocarse en cosas de esa naturaleza. El señor de Chavagne, que con tan agradable impetuosidad se adelantaba siempre a los ruegos de aquellos a quienes quiere obligar; ese ilustre consejero señor Longueville-Goutier, que tiene todas las cualidades de un hombre acabado; el señor de Saint-Gilles, en quien todo es efecto del mismo deseo de ser buen amigo, y que no es testigo pequeño de su valor y de su alma; el señor de Lignières [6], cuyas producciones son efecto de un fuego perfectamente hermoso; el señor Châteaufort, en quien la memoria y el juicio son tan de admirar como la aplicación tan dichosa que hace de toda su sabiduría; el señor de Billettes, que no desconocía nada, a los veinte años, de lo que otros tienen por mucha gloria conocer a los cincuenta; monseñor de la Morlière, cuyas costumbres son tan pulcras y tan encantadora su amistad; el señor conde de Brienne, cuyo hermoso espíritu tan bien responde a su alto origen, tuvieron por él toda la estima necesaria para que exista una buena amistad, de la cual se desvivieron todos ellos por darle muestras muy señaladas. Nada diré particularmente del señor abate de Villeloin porque no he tenido el honor de tratarle; pero puedo asegurar que el señor de Bergerac se hacía lenguas de él y que había recibido muchas pruebas de su gran bondad.
Debiera añadir que para complacer a sus amigos, que le aconsejaban buscar un padrino para que le apoyase en la corte, o en otra parte, venció el gran amor que tenía a su libertad, y que hasta el día en que recibió en la cabeza el golpe de que os he hablado estuvo bajo los auspicios del señor duque de Arpajon, al cual dedicó todas sus obras; pero como durante su enfermedad le oí quejarse de abandono, no me he creído capacitado para juzgar si fue por la desdicha que tienen siempre todos los humildes y que también es común a los grandes, que no recuerdan los servicios que se les presta sino cuando los reciben, o si, por el contrario, no era más que un secreto del cielo, que, queriendo separarlo tan pronto de este mundo, quiso también inspirarle el escaso disgusto de abandonar lo que nos parece más hermoso y que frecuentemente no lo es tanto como imaginamos nosotros. Sería injusto con el señor Rohaut si no añadiese su nombre a una lista tan gloriosa, puesto que este ilustre matemático, que ha hecho tan bellos estudios de física, y que no es menos estimable por su bondad y su modestia que por su saber, que le coloca por encima de todos, tuvo tan íntima amistad con Bergerac y se interesaba tanto por todo lo suyo, que fue el primero en descubrir la verdadera causa de su enfermedad y en buscar cuidadosamente, con todos sus demás amigos, el medio de librarle de ella. Pero el señor de Bois-Clairs, que pone todo su heroísmo hasta en los mínimos actos, creyó encontrar en el señor de Bergerac una magnífica ocasión para satisfacer su generosidad, para dejar a otros la gloria, que se decidió a protegerle, y le protegió en efecto, en una ocasión tanto más útil a su amigo cuanto que el aburrimiento por su largo cautiverio le amenazaba con una pronta muerte, cuyo camino ya estaba comenzado por una fiebre violenta, triste preludio de su fin. Pero este amigo sin par interrumpió ese camino, deteniéndole en él durante un intervalo de catorce meses, durante los cuales le acogió en su casa; y hubiese tenido junto a la gloria que merecen tan grandes cuidados como le prodigó la de conservarle la vida, si sus días no hubiesen estado contados y limitados a los treinta y cinco años de su edad, que tuvo fin en el campo en casa del señor Cyrano un primo suyo del cual había recibido grandes testimonios de amistad y cuyas conversaciones, tan sabias en la historia de los tiempos actuales y los viejos, le complacían sin límite. Por un deseo muy natural de cambiar de aire, que precede a la muerte y que es un síntoma casi cierto en la mayor parte de los enfermos, se hizo llevar a casa de este primo suyo, y allí, a los cinco días, entregó su alma. Creo que es reconocer al señor mariscal de Gassion parte del honor que a su memoria se debe decir que amaba a las gentes de espíritu y de corazón, que de las dos cosas era él rico, y que por el relato que los señores de Cavoy y de Guigy le hicieron del señor de Bergerac quiso tenerle a su lado. Pero la libertad, de la que todavía era idólatra (pues fue mucho más tarde cuando se acogió a la protección del señor de Arpajon), nunca le consintió tener a este hombre sino como a un gran maestro; de suerte que prefirió no ser por él conocido y estar libre, que ser querido, pero obligado; y este mismo carácter, tan poco preocupado por la fortuna y por las gentes de su tiempo le hizo desdeñar varias amistades que la reverenda madre Margarita, que muy particularmente le estimaba, quería procurarle; parecía presentir que lo que en esta vida constituye nuestra felicidad no nos asegura nada la dicha de la otra. Éste fue el único pensamiento que le ocupó hacia el término de sus días con la preocupación que enalteció todavía más madama de Neuvillete, esta mujer tan piadosa, tan caritativa, tan para los demás, siendo a la vez toda de Dios, y de la cual tenía él la honra de ser pariente por parte de la familia de los Berangers. De este modo el libertinaje, que a la mayor parte de los jóvenes seduce, le parecía a él un monstruo, para el que tuvo, como puedo aseguraros, desde entonces, toda la aversión que deben tener por él los que quieran vivir cristianamente. Yo, algún tiempo antes de su muerte, presentí ese gran cambio, porque un día, como le reprochara la melancolía que entonces demostraba en sitios donde antes acostumbraba a decir cosas regocijantes y divertidas, me contestó que era porque había empezado a conocer el mundo y se iba desengañando; que estaba ya en un estado de ánimo que le hacía prever que dentro de poco el día último de su vida señalaría el final de sus desgracias, y que realmente su más grande disgusto era no haberla empleado con más provecho:
Jam juvenem vides;
me decía,
instet cum serior aetas
moerentem stultos praeteriisse dies.
«Y, en verdad -añadía-, creo que Tibulo profetizaba mi estado cuando hablaba así, pues nadie sintió tanto como yo haber pasado tan inútilmente días tan gustosos.»
Tú, lector, debes perdonarme esta digresión, y si me extendí tanto sobre el mérito de un amigo, su muerte me disculpa de la que hubiese tenido por ser un vano adulador, aunque estas cosas no creo que dejen de gustar jamás. Y ahora, para proseguir la cita de las autoridades en las que se ha fundado, te diré que el demonio, del cual se hizo acompañar tan provechosamente en la Luna, no es nada inaudito, puesto que Tales y Heráclito han dicho que el mundo estaba lleno de esos seres. Además, lo abona así lo que se ha publicado de Sócrates, de Dión, de Bruto y de tantos más: la pluralidad de mundos, de la que también nos habla, está confirmada por la opinión de Demócrito, que la ha sostenido; así como lo que dice del infinito y de los minúsculos cuerpos o átomos, de los que han hablado, después que este filósofo, Epicuro y Lucrecio.
El movimiento que atribuye a la Tierra no es tampoco nuevo, puesto que Pitágoras, Filolao y Aristarco sostuvieron antes que giraba en torno del Sol, que situaban en el centro del mundo. Lisipo y varios más han dicho aproximadamente lo mismo; pero Copérnico, en el siglo pasado, ha sido quien más altamente lo ha proclamado, puesto que ha cambiado el sistema de Tolomeo, antes seguido por todos los astrónomos, que ahora, en su mayor parte, aprueban el de Copérnico, más simple y más fácil, ya que sitúa el Sol en el centro del mundo y la Tierra entre los planetas, en el sitio en que Tolomeo daba el Sol; es decir, que hace girar en torno del Sol a la esfera de Mercurio, después a la de Venus, después la de la Tierra, al borde de la cual sitúa un epiciclo, sobre el cual hace girar a la Luna en torno de la Tierra y acabar esa revolución en veintisiete días, a más de la que le hace dar en torno al Sol, durante un año.
Por su otra parte, lector, he de confesarte que ese cambio me es indiferente, porque yo no sé nada de esas ciencias, que son demasiado abstractas para mí; y te aseguro que todo lo que yo sé no es más que algo de lo que recuerdo de alguna lectura de obras sobre este tema. Por esto declaro que con lo que he dicho de Copérnico no he querido ofender a Tolomeo. Me basta que Coeli enarrant gloriam Dei, y que su admirable estructura me prueba que no son obra del hombre. Por más que Tolomeo diga lo contrario, son lo mismo que siempre fueron; y sea el que fuere el cambio que Copérnico aportase han permanecido en el mismo sitio y con la misma función que les dio el Ser Supremo, que puede cambiarlo todo sin Él cambiar.
Al principio de este discurso he dicho lo que me había decidido a desarrollarle; a continuación podrá saberse cómo y por qué he citado a todos esos sabios. Yo te ruego, lector, que te acuerdes, para justificar la poca o ninguna diferencia que yo tengo para las invenciones ajenas, en lo que puedan alterar la verdad de mi creencia.
HISTORIA CÓMICA O VIAJE A LA LUNA
Estaba la Luna en el lleno y el cielo despejado, y ya habían sonado las nueve de la noche cuando, regresando de Clamart [7], cerca de París (cuyo actual mayorazgo, el señor Cuigy, nos había obsequiado a mis amigos y a mí), los múltiples pensamientos que esa bola de azafrán nos sugirió fue divirtiéndonos durante nuestro caminar; porque con los ojos anegados en ese gran astro, ya lo consideraba alguien como una buhardilla del cielo; ya otros aseguraban que era la plancha con que Diana saca brillo a la pechera de Apolo, y otros creían que bien podría ser el Sol, que habiéndose despojado de sus rayos por la tarde miraba por un agujero lo que pasaba en el mundo cuando él no estaba alumbrándolo. «Y a mí -les dije yo-, que me complace unir mis entusiasmos con los vuestros, me parece, sin que me seduzcan vuestras agudas hipótesis, con las que pretendéis distraer al tiempo para que pase más de prisa, me parece, os digo, que la Luna es un mundo como este vuestro, y que a su vez la Tierra sirve de Luna a esa que veis vosotros.»
Algunos de mis compañeros soltaron una gran carcajada cuando yo hube dicho tales razones. «Puede ser -les repliqué yo- que en la Luna haya también algunos que en este momento se estén burlando de cualquiera que afirme que este globo nuestro es un mundo.» Pero por más que les quise convencer de que esa opinión mía era la de muchos grandes hombres, no conseguí que dejasen de reír, como lo estaban haciendo de muy buena gana.
No obstante, este pensamiento, cuya audacia agitaba mi espíritu, afirmada por la contradicción de los otros, se fue afincando tanto en mi ánimo, que ya durante el resto del camino me quedé embarazado con mil definiciones de la Luna que no podía alumbrar; de suerte que, a fuerza de apoyar esta creencia burlesca con argumentos casi serios, ya faltaba poco para que yo me desdijese, cuando el milagro o la casualidad, la Providencia, la fortuna, o quizá lo que comúnmente se llama visión, ficción o quimera, o locura si se quiere, me suministró la ocasión que me inclinó a esta idea. Cuando llegué a mi casa, subí a mi estudio y encontré sobre la mesa un libro abierto que yo no había dejado allí. Era el de Cardan [8], y aunque no tuviese el propósito de leer, dejé caer los ojos, como si fuese por fuerza, sobre una historia de este filósofo que dice que estudiando una tarde a la luz de una candela vio entrar, filtrándose por las puertas cerradas, a dos grandes ancianos, los cuales, después de muchas preguntas que él les hizo, contestaron que eran habitantes de la Luna, y desaparecieron en diciendo esto. Me quedé tan sorprendido al ver un libro que había llegado hasta mi mesa él solo, sin que nadie lo dejara allí, y al ver que además se había abierto en aquella ocasión y precisamente por aquella página, que tomé todos estos incidentes encadenados como una inspiración que me obligaba a dar a conocer a los hombres que la Luna es un mundo. «¡Cómo -me decía yo a mí mismo-, después de estar hablando todo el día de una cosa, un libro que acaso es el único en el mundo donde estas materias se tratan tan detalladamente vuela de mi biblioteca a mi mesa, para abrirse precisamente por las páginas de tan inaudita aventura, y arrastra a mis ojos, como una fuerza secreta, hasta él, y luego suministra a mi fantasía las reflexiones y a mi voluntad los propósitos que yo he formado! Sin duda -continué diciéndome a mí mismo- los dos viejos que se aparecieron al gran Cardan no eran otros que los que han cogido mi libro y lo han dejado en mi mesa abierto por esas páginas para ahorrarse conmigo la arenga que a Cardan le hicieron. ¿Pero -pensaba yo- no sabré resolver esta duda si no subo hasta allá? ¿Y por qué no? -me replico luego-. Prometeo en otro tiempo fue al cielo y robó el fuego. ¿Acaso yo soy menos osado que él? ¿Y tengo motivos para no confiar en un éxito tan favorable como el suyo?»
A estas humoradas que acaso llaméis exceso de delirio febril, sucedió la esperanza de realizar un viaje tan encantador. Y alentado por esa esperanza me encerré en una casa de campo bastante solitaria, donde después de halagar mis sueños con algunos medios proporcionados a mi intento, he aquí cómo conseguí subir al cielo.
En torno a mi cuerpo me había atado bastantes frascos llenos de rocío, sobre los cuales el Sol proyectaba tan ardientemente sus rayos, que su calor, que los atraía como hace con las más grandes nubes, me levantó a tan grande altura, que por fin llegué a encontrarme por encima de la primera región. Pero como esa atracción me elevaba demasiado rápidamente, y como en vez de aproximarme a la Luna, como era mi deseo, todavía me parecía estar más lejos de ella que al principio, fui rompiendo algunos de mis frascos hasta que observé que mi peso sobrepujaba la atracción del calor e iba descendiendo sobre la Tierra. No fue falsa mi opinión, puesto que en aquélla me encontré poco tiempo después. Teniendo en cuenta la hora en que había salido, ya debía de estar mediada la noche. Sin embargo, vi que el Sol estaba en lo más alto del horizonte, y que era mediodía. A vosotros dejo el pensar cuál no sería mi asombro: y fue tan fácil este asombro, tuve la insolencia de imaginar que, como premio a mi atrevimiento, Dios, por una vez más, había detenido el curso del Sol a fin de alumbrar una empresa tan generosa. Todavía acreció mi atrevimiento el no conocer el país donde me encontraba, puesto que, según yo creía, habiendo ascendido derechamente debiera haber descendido al sitio mismo de mi partida. Y tal como estaba equipado encaminé mis pasos hacia una especie de choza en la que apercibí humo; y ya estaba de ella a un trecho de pistola cuando me vi rodeado por una cantidad numerosa de hombres completamente desnudos. Mucho parecieron espantarse de mi presencia, pues, a lo que yo creo, era yo el primer hombre que ellos viesen vestido de botellas. Y para alterar todavía más todos los pensamientos que ellos pudiesen tener acerca de este hábito mío, todavía estaba el ver que al andar apenas si tocaba yo en el suelo; tampoco imaginaban ellos que a la menor inclinación que yo diese a mi cuerpo el ardor de los rayos del Sol me levantaría con mi rocío y que, aunque ya mis frascos no eran muchos, probablemente ante su vista me hubiesen levantado por el aire. Quise yo abordarles; pero como si su temor les hubiese cambiado en pájaros, vi cómo en un instante se perdían por la próxima selva. Aún pude coger a uno cuyas piernas sin duda le habían traicionado el corazón. A éste le pregunté (con bastante esfuerzo porque estaba yo lleno de ahogo) cuánto había desde allí hasta París, cómo y desde cuándo iba la gente en Francia desnuda de aquel modo y por qué huían ellos de mí con tanto espanto. Este hombre, con el cual yo hablaba, era un anciano aceitunado que muy temeroso se hincó en seguida de hinojos ante mí y juntando las manos hacia lo alto por detrás de su cabeza quedó con la boca abierta y cerró los ojos. Largo tiempo estuvo murmurando entre dientes sin que yo pudiese entender nada de lo que decía; así que di en pensar que su lenguaje era tan sólo el ceceo gutural de un mudo.