Al poco tiempo de esto vi llegar una compañía de soldados a cajas batientes y observé que dos de ellos se separaban de sus filas y se dirigían hacia mí; y así que estuvieron lo bastante cerca para oír mis razones, con las mejores que yo pude les pregunté dónde estaba. A las cuales ellos me respondieron: «Estáis en Francia; ¿pero quién ha sido el diablo que en ese estado os ha puesto y cómo es que nosotros no os conocemos? ¿Es que han llegado ya las naves? ¿Vais a dar aviso de ello al señor gobernador? ¿Y por qué razón habéis repartido vuestro aguardiente en tantas y tantas botellas?».
A todo esto yo les repliqué que no era el diablo quien en tal estado me había puesto; que si no me conocían no era cosa de extrañar, pues no podían ellos conocer a todos los hombres; que no sabía yo que el Sena condujese naves a París; que no tenía ningún aviso que dar al señor mariscal del Hospital [9], y que no llevaba nada de aguardiente en mis botellas. «¡Bah!, ¡bah! -me dijeron ellos, cogiéndome por un brazo-. ¿Os hacéis el valiente? Pues si nosotros no os conocemos, ya os reconocerá el señor gobernador.» Me llevaron hacia sus filas y en ellas me di cuenta de que realmente estaba en Francia, pero en la Nueva [10]; de manera que al poco tiempo de todo esto fui presentado al virrey, que me preguntó cuál era mi país, cómo me llamaba y quién era; y así que yo le hube dado respuesta contándole la agradable aventura de mi viaje, sea que lo creyó, sea que fingió creerlo, tuvo la bondad de dar el encargo de que me aparejasen una habitación en su vivienda. Fue una gran dicha para mí encontrar un hombre con tan altas opiniones y que no se extrañase cuando yo le dije que era necesario que la Tierra hubiese girado durante mi ascensión, puesto que, habiendo comenzado a elevarme a dos leguas de París, había caído, siguiendo una línea casi perpendicular, en las tierras de Canadá.
Por la noche, cuando ya iba yo a acostarme, entró él en mi habitación y me dijo: «Nunca hubiese entrado yo a interrumpir vuestro descanso si no hubiera pensado que una persona que ha podido encontrar el secreto de andar tan largo camino en media jornada no posea también el de no cansarse. Pero no sabéis -añadió- la divertida disputa que por vuestra causa acabo de mantener con nuestros padres. Creen ellos firmemente que con seguridad sois vos un mago. Y la mayor gracia que vos podríais obtener de ellos es que solamente os tuviesen por impostor. Porque, en verdad, ese movimiento que vos atribuís a la Tierra es una paradoja bastante delicada; en cuanto a mí, con franqueza os digo que lo que me impide que totalmente comulgue con vuestra opinión es el que, aunque ayer salieseis de vuestro país, podéis haber llegado hoy a esta tierra sin que nuestro mundo haya girado; porque si el Sol os levantó merced a vuestras botellas, no os debió conducir hasta aquí, ya que, según Tolomeo y los filósofos modernos, anda ese astro a la par que, según vos decís, anda la Tierra. Y, por otra parte, ¿qué grande probabilidad habéis visto vos para figuraros que el Sol permanezca inmóvil, siendo así que todos le vemos andar? ¿Y qué apariencia os afirma el que la Tierra gira tan rápidamente, sintiéndola nosotros bajo nuestros pies tan firme como la sentimos?» «Señor -le repliqué yo-, éstas son las razones que aproximadamente nos obligan a prejuzgarlo de tal manera. En primer lugar, es de sentido común el creer que el Sol se ha afirmado en el centro del universo, puesto que todos los cuerpos que en la Naturaleza viven necesitan de ese fuego radical, que habita en el corazón de este reino para poder satisfacer prontamente la necesidad de cada una de sus partes, y por la causa de las generaciones es de razón que esté situada en el medio de todos los cuerpos para obrar sobre ellos con igualdad y más facilidad; del mismo modo la Naturaleza ha colocado sabiamente las partes genitales del hombre, las pepitas en el centro de las manzanas y todos los huesos en el corazón de la fruta a que pertenecen. Y, del mismo modo, la cebolla conserva al abrigo de cien telas que la envuelven el preciado germen del cual diez millones más han de ir sacando su vida; porque este fruto por sí solo es ya un pequeño universo cuya semilla, más abrigada que las otras partes, es el Sol que a su alrededor esparce toda su tibieza conservadora de su globo; y ese germen, en esta metáfora, es el sol diminuto de ese mínimo mundo que lo calienta nutriendo la vida vegetal de su pequeña masa. Y admitido esto, digo yo que la Tierra, teniendo necesidad de la luz, del calor y de la influencia de este gran fuego, va girando en torno de él para recibir por igual en todas sus partes esa virtud que la conserva. Porque sería tan ridículo creer que este grande cuerpo luminoso giraba en torno de cualquier otro punto, como pensar, cuando vemos una alondra asada, que para así condimentarla ha sido necesario hacer girar la lumbre en torno de ella. Por otra parte, si fuese el Sol quien tuviera que hacer ese giro, parecería que la droga necesitaba del enfermo, que el fuerte había de plegarse al débil, el magnate servir al humilde y que en lugar de que un barco fuese siguiendo las costas de una provincia fuera la provincia la que girara en torno del barco. Porque si os cuesta trabajo comprender cómo una masa tan pesada puede moverse, decidme, si os place, si los astros y los cielos que vos imagináis tan sólidos, ¿son acaso menos pesados? Y aún nos es más fácil a nosotros, que estamos convencidos de la redondez de la Tierra, deducir de su figura la facilidad de su movimiento. Pero ¿por qué suponer al cielo redondo también, puesto que no podríais asegurarlo y puesto que entre todos los cuerpos tan sólo los que poseen figura esférica pueden moverse? No es que os reproche vuestras coordenadas, ni vuestros epiciclos, que no podríais vos explicarme claramente y a los cuales yo excluyo de mi sistema. Hablemos, pues, solamente de las causas naturales de este movimiento. ¿Por ventura estáis vos obligado a recurrir a las fuerzas que mueven y gobiernan vuestros mundos? Pero yo sin interrumpir el reposo del Ser Soberano, que sin duda ha creado la Naturaleza haciéndola perfecta y de cuya sabiduría es de esperar que la haya dejado bien acabada, de tal suerte que habiéndola creado para una cosa, para otra cualquiera no la haya hecho defectuosa; pero yo, decía, afirmo que los rayos del Sol con su influencia y actuando sobre su superficie hacen girar a la Tierra al moverla, como nosotros hacemos girar una esfera golpeándola con la mano, o también como los humos que evaporándose constantemente de su seno, por el lado que el Sol la mira, repercutidos por el frío de la región media, redundan encima, y necesariamente, como no la puede empujar más que sesgadamente, la hace así piruetear. La explicación de los otros dos movimientos todavía es menos embrollada. Imaginaos un poco si os place…» En diciendo estas palabras el virrey me interrumpió: «Prefiero disculparos de esa molestia: precisamente yo he leído sobre esta materia algunos libros de Gassendi. Mas ahora veréis lo que me contestó un día uno de nuestros Padres, que defendía vuestra opinión: "En efecto -decía él-, yo me imagino que la Tierra gira, no por las razones que alega Copérnico, sino porque estando el fuego del infierno encerrado en el centro de la Tierra, los condenados, al querer huir del ardor de su llama, empujan contra su bóveda para librarse de él, y de este modo hacen girar la Tierra como un perro hace girar a una cuba cuando corre encerrado dentro de ella."»
Juntos alabamos algún tiempo este pensamiento como una simple ingeniosidad de este buen padre, y finalmente el virrey me dijo que él se extrañaba muchísimo de que siendo el sistema de Tolomeo tan poco probable fuese por todos tan bien acogido. «Señor -le contesto yo-, la mayor parte de los hombres que para juzgar suelen guiarse tan sólo de sus sentidos se han dejado persuadir por los ojos, y así como el que va en un buque navegando a lo largo de la costa cree que no es el buque el que anda, sino ésta, así los hombres al girar con la Tierra en torno del cielo, han creído que era éste el que giraba en torno de ellos. Añadid a esto el orgullo insoportable de los hombres que están persuadidos de que la Naturaleza ha sido hecha tan sólo para ellos, como si fuese posible que el Sol, un gran cuerpo cuatrocientas treinta y cuatro veces más grande que la Tierra, no se hubiese encendido para otra cosa sino para madurar sus nísperos y sazonar sus coles. Según yo creo, nada dispuesto a tolerar sus insolencias, los planetas son mundos situados en torno del Sol, y las estrellas fijas, a su vez, son otros soles que tienen planetas en torno de ellos, es decir, mundos que nosotros no vemos porque su luz reflejada no podría llegar hasta nosotros. Porque ¿cómo si no, de buena fe, podríamos imaginar que esos globos tan espaciosos fuesen tan sólo campos desiertos y que en cambio el nuestro, sólo porque nosotros vivimos en él, haya sido creado para una docena de gentecillas soberbias? ¡Pues qué! ¿Porque el Sol acompasa nuestros días y nuestros años, sólo por eso ya vamos a pensar que ha sido creado para que su luz impida que vayamos dándonos de cabezadas contra las paredes? No, no; si este Dios visible alumbra al hombre no es sino por accidente, como la antorcha del rey, también por accidente, alumbra al esbirro que pasa por la calle.» «Pero -me replicó él-, si, como vos afirmáis, las estrellas fijas son otros tantos soles, podría de ello deducirse que el mundo era infinito, puesto que es verosímil que los pueblos de ese mundo que están alrededor de una estrella fija que vos suponéis un sol, descubran además otras estrellas fijas que nosotros no podríamos descubrir desde aquí, y así se seguiría hasta el infinito.» «No lo dudéis -respondí yo-; así como Dios ha podido hacer inmortal el alma, ha podido hacer infinito el mundo, suponiendo que sea verdad que la eternidad es tan sólo una permanencia sin interrupción y el infinito una extensión sin límites. Por otra parte, Dios, a su vez, sería finito si se supusiese que el mundo no era infinito, puesto que no podría ser o no habría nada, y puesto que Él no podría acrecer el tamaño del mundo sin añadir algo también a su propia extensión, empezando por estar allí en donde antes no estaba. Es, pues, preciso creer que así como nosotros desde aquí vemos a Saturno y a Júpiter, así también, si estuviésemos en alguno de estos dos mundos, descubriríamos muchos otros más que ahora no vemos, pues el universo hasta el infinito está de este modo constituido.»
«Pobre de mí -me replicó él-; por más que decís, no puedo comprender del todo ese infinito de que habláis.» «¡Ah! -le dije yo-, decidme si acaso comprendéis mejor la nada que hay más allá de él. Tampoco. Porque cuando penséis en esa nada os la imaginaréis, por lo menos, como viento o como aire, y eso ya es alguna cosa; pero el infinito, si no podéis comprenderlo en su universalidad, al menos lo concebís por partes, puesto que no es difícil imaginar más allá de la porción de tierra o de aire que nosotros vemos, fuego, otro aire y otra tierra. Por lo demás, el infinito no es otra cosa que un tejido sin límites de todo esto. Ahora bien: si me preguntáis de qué modo han sido hechos todos estos mundos, siendo así que la Santa Escritura habla tan sólo de uno, que creó Dios, yo os contestaré que no puedo discutir sobre este punto, porque si me obligáis a daros razones de lo que sólo mi imaginación las tiene, con esa demanda me dejáis sin palabras si no son las que necesito para confesaros que mi razonamiento en esta clase de problemas siempre dará preferencia a mi fe.» Él me dijo que realmente su pregunta era censurable y que volviese yo a desenvolver mi idea. «De suerte -añadí yo entonces-, que todos estos otros mundos que no se ven o que tan sólo se distinguen confusamente no son más que la espuma de los soles que se purgan. Porque, ¿cómo podrían existir esos grandes fuegos si no estuviesen ligados a alguna materia que los nutriese? Por tanto, así como el fuego expulsa de su seno la ceniza que ahoga su llama, del mismo modo que el oro en su crisol se desprende, para purificarse, de la marcasita que debilita su quilate, y como nuestro corazón se desprende por medio del vómito de los humores indigestos que lo emponzoñan, así estos soles se limpian todos los días purgándose de los restos de las materias que estorban su fuego. Pero cuando ya hayan consumido esta materia que les mantiene, no dudéis que se extenderán dilatándose por todas partes para buscar otro pasto, y que se unan a todos los mundos que hayan creado otras veces y principalmente a los que encuentren más cercanos; entonces estos grandes fuegos, rebullendo todos los cuerpos, los irán rechazando confusamente de todas partes como antes, y habiéndose purificado poco a poco empezarán a servir de soles a otros pequeños mundos que engendrarán, empujándolos más allá de sus esferas. Esto es, sin duda, lo que ha hecho que los pitagóricos predijeran la atracción universal. No es esto una fantasía ridícula. La Nueva Francia, en cuyas tierras ahora estamos, es un elemento convincente. Este vasto continente de América es una mitad de la Tierra que, a pesar de nuestros predecesores que mil veces habían atravesado el Océano, aún no había sido descubierta, y antes, hasta puede afirmarse que no existía, como muchas islas, penínsulas y montañas que se han erguido sobre nuestro planeta cuando las herrumbres del Sol por él eliminadas han sido lanzadas bastante lejos y condensadas en masas bastante pesadas para ser atraídas hacia el centro de nuestro mundo, acaso en pequeñas partículas, o tal vez, de pronto, en grandes masas. No es esto muy absurdo, y quizá san Agustín lo hubiese realizado en su tiempo, ya que este grande personaje, cuyo genio con tan luminoso fuego estaba encendido, asegura que en su tiempo la Tierra era achatada como un horno y que nadaba sobre las aguas como una media naranja. Pero si alguna vez tengo yo el honor de veros en Francia os haré notar, por medio de un excelente anteojo, que ciertas oscuridades que desde aquí parecen sombras son mundos que se están formando.»
Mis ojos, que al acabar estas palabras ya se me iban cerrando, obligaron a salir al virrey. El día siguiente y otros sucesivos los pasamos en semejantes razones. Pero como algún tiempo después las vicisitudes de los asuntos de la provincia suspendieron nuestra filosofía, otra vez volví con el mayor empeño a mi deseo de subir a la Luna.
Tan pronto como ésta amanecía yo me iba por los bosques soñando en la realización y el éxito de mi empresa, y por fin en vísperas de san Juan, mientras todos estaban en el fuerte reunidos en consejo para determinar si se prestarían socorros a los salvajes del país en sus luchas contra los iroqueses, yo me fui solo por las espaldas de nuestra casa hasta la cima de una montaña no muy grande, donde veréis lo que me sucedió. Había construido yo una máquina y creía que sería capaz para elevarme todo lo que yo quisiera, porque, no faltándole nada de lo que yo pensaba que era necesario, me senté dentro de ella y me precipité en el aire desde la cima de una roca; pero por no haber calculado bien las medidas me caí rudamente en el valle. Y aunque había quedado muy maltrecho, me volví a mi cuarto y sin encogérseme el ánimo, con algo de medula de buey me unté el cuerpo desde la cabeza hasta los pies, pues todo él lo tenía quebrantado. Y así que me tomé una botella de esencia cordial para fortificarme el corazón, volví en busca de mi máquina; pero ya no la hallé, pues ciertos soldados que habían sido enviados al bosque a cortar leña para encender las hogueras de san Juan, como toparan con ella casualmente, la habían llevado al fuerte, en donde tras algunas explicaciones de lo que pudiera ser, y habiendo descubierto el mecanismo del resorte, algunos dijeron que había que atarles muchos cohetes voladores, porque habiéndoles levantado muy alto, con su rapidez y agitando el resorte de sus grandes alas, nadie dejaría de tomar esta máquina por un dragón de fuego. Yo estuve buscándola mucho tiempo y la encontré por fin en medio de la plaza de Quebec, cuando ya iban a prenderle fuego. Y tan grande fue mi dolor al ver en considerable peligro la obra de mis manos que fui corriendo a coger el brazo del soldado que encendía el fuego. Le arranqué la mecha y frenéticamente me metí en mi máquina para romper el artificio de que la habían rodeado. Pero ya llegué tarde, porque apenas hube metido los pies fui elevado hacia las nubes. El horror que me invadió no me consternó tanto ni alteró mis facultades hasta el punto de que no pueda acordarme de todo lo que en aquel momento me sucedió. Porque en el mismo instante en que la llama devoró parte de los cohetes que estaban dispuestos en grupos de seis por medio de una atadura que reunía cada media docena, otros seis se encendieron y luego otros seis, de tal modo que el salitre, al encenderse, al mismo tiempo que acrecía el peligro, lo alejaba. Sin embargo, cuando ya estuvieron consumidos todos los cohetes, el artificio faltó, y cuando ya soñaba yo dejarme la cabeza pegada a cualquier montaña, sentí sin moverme casi que mi elevación continuaba y que libertándose de mí la máquina, volvía a caer sobre la Tierra. Esta aventura tan extraordinaria me ensanchó el corazón con una alegría tan poco común, que, transportado por verme fuera de un peligro seguro, tuve el atrevimiento de filosofar sobre esto, y buscando con la razón y con los ojos cuál pudiera ser la causa, advertí que mi carne estaba hinchada y todavía grasienta con la grasa de la medula que yo me había untado en las contusiones de mi porrazo; entonces me di cuenta de que como iba descendiendo y como la Luna durante este cuadrante había tenido costumbre de sorber la medula de los animales, se bebía la que yo me había untado, con tanta fuerza como era menor la distancia que de mí la separaba, y que no debilitaba en su vigor la interposición de nube alguna.
Cuando ya hube atravesado, según el cálculo que yo me hice después, mucho más de las tres cuartas partes del camino que separa la Luna de la Tierra, me vi de pronto dar con los pies en alto, y esto sin que me cayese de ninguna manera, y no me hubiese dado cuenta de ello, seguramente, si no hubiera notado gravitar sobre mi cabeza la carga pesada de mi cuerpo. Yo me daba muy buena cuenta de que no caía hacia la Tierra, porque aunque me encontrase entre dos lunas y aunque notase perfectamente que a medida que me acercaba a una de ellas me alejaba de la otra, estaba convencido de que la más grande era nuestro planeta, porque como al cabo de uno o dos días de viaje las refracciones alejadas del Sol venían a confundir la diversidad de los cuerpos y de los climas, se me aparecía ya solamente como una gran placa de oro. Esto me hizo pensar que iba dirigiéndome hacia la Luna, y me confirmé en esta opinión cuando recordé que había empezado a caer a las tres cuartas partes de mi camino, porque, me decía yo para mis adentros, como esta masa es menor que la nuestra, es lógico también que su esfera de actividad sea de menos extensión y que, por consiguiente, haya sentido más tarde la fuerza de su centro.