Cuentos de Amor de Locura y de Muerte - Quiroga Horacio 2 стр.


¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.

La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa, a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.

Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a "mi suegro"… "mi nueva familia"… "la cuñada de mi hija". Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más fuego.

Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.

– Será difícil— dijo Nébel después de un mortificante silencio— . Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.

– ¡Ah!– exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.

– Porque usted no hace un casamiento clandestino ¿verdad?

– ¡Oh!– se sonrió difícilmente Nébel— . Mi padre tampoco lo cree.

– ¿Y entonces?

Nuevo silencio cada vez más tempestuoso.

– ¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?

– ¡No, no señora!– exclamó al fin Nébel, impaciente— . Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.

– ¿Yo, querer?– se sonrió la madre dilatando las narices— . Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.

Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella.

– Puedes hacer eso, mucho más, y todo lo que te dé la gana. ¡Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!

Después de tres días Nébel decidió aclarar de una vez ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.

– Hablé con mi padre— comenzó Nébel— y me ha dicho que le será completamente imposible asistir.

La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.

– ¡Ah! ¿Y por qué?

– No sé— repuso con voz sorda Nébel.

– Es decir… ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?

– No sé— repitió él con inconsciente obstinación.

– ¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado?– añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.– ¿Quién es él para darse ese tono?

Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.

– ¡Qué es, no sé!– repuso con la voz precipitada a su vez— pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.

– ¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!

Nébel se levantó:

– Señora…

Pero ella se había levantado también.

– ¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

III

Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:

"Octavio: Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría calmarla.

María S. de Arrizabalaga."

Era una treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad…

Fué esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpa.

– Si quiere verla…

Nébel entró con la madre, y vió a su amor adorado en la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y el cuerpo recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena juventud.

Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y reir.

De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió nítida: "se va para que en el transporte de mi amor reconquistado, pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso". Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado y gratis a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho, de 18 años, sintió— como otra vez contra la pared— el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.

Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez casados. El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de que se había destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado ni el más pequeño diamante.

A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió la vidriera:

– No están las señoras.

– ¿Han salido?– preguntó extrañado.

– No, se van a Montevideo… Han ido al Salto a dormir abordo.

– ¡Ah!– murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.

– ¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?

– No está, se ha ido al club después de comer…

Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya nada más.

Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dió una vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!

Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un dibujante alemán que antes de suicidarse— Nébel era adolescente— iría a verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas.

A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.

– ¿Es ahora?– le preguntó el paternal amigo, estrechándole con fuerza la mano.

– ¡Pst! ¡De todos modos!…– repuso el muchacho, mirando a otro lado.

El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor.

– Vaya a su casa— concluyó— y si a las once no ha cambiado de idea, vuelva a almorzar conmigo, si es que tenemos qué. Después hará lo que quiera. ¿Me lo jura?

– Se lo juro— contestó Nébel, devolviéndole su estrecho apretón con grandes ganas de llorar.

En su casa lo esperaba una tarjeta de Lidia:

"Idolatrado Octavio: Mi desesperación no puede ser más grande, pero mamá ha visto que si me casaba con usted me estaban reservados grandes dolores, he comprendido como ella que lo mejor era separarnos y le jura no olvidarlo nunca

tu Lidia."

– ¡Ah, tenía que ser así!– clamó el muchacho, viendo al mismo tiempo con espanto su rostro demudado en el espejo.– ¡La madre era quien había inspirado la carta, ella y su maldita locura! Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción. ¡Ah! ¡Si pudiera verla algún día, decirle de qué modo la he querido, cuánto la quiero ahora, adorada del alma!

Temblando fué hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un rato permaneció inmóvil, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor.

Otoño

Una tarde, en Buenos Aires, acababa Nébel de subir al tramway, cuando el coche se detuvo un momento más del conveniente, y aquél, que leía, volvió al fin la cabeza. Una mujer con lento y difícil paso avanzaba. Tras una rápida ojeada a la incómoda persona, reanudó la lectura. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a Nébel. Este, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado.

– Ya me parecía que era usted— exclamó la dama— aunque dudaba aún… No me recuerda, ¿no es cierto?

– Sí— repuso Nébel abriendo los ojos— la señora de Arrizabalaga…

Ella vió la sorpresa de Nébel, y sonrió con aire de vieja cortesana que trata aún de parecer bien a un muchacho.

De ella, cuando Nébel la conoció once años atrás, sólo quedaban los ojos, aunque más hundidos, y apagados ya. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada. Bajo el cuerpo demacrado se veía viva a la morfina corriendo por entre los nervios agotados y las arterias acuosas, hasta haber convertido en aquel esqueleto, a la elegante mujer que un día hojeó la a su lado.

– Sí, estoy muy envejecida… y enferma; he tenido ya ataques a los riñones… y usted— añadió mirándolo con ternura— ¡siempre igual! Verdad es que no tiene treinta años aún… Lidia también está igual.

Nébel levantó los ojos:

– ¿Soltera?

– Sí… ¡Cuánto se alegrará cuando le cuente! ¿Por qué no le da ese gusto a la pobre? ¿No quiere ir a vernos?

– Con mucho gusto— murmuró Nébel.

– Sí, vaya pronto; ya sabe lo que hemos sido para… En fin, Boedo, 1483; departamento 14… Nuestra posición es tan mezquina…

– ¡Oh!– protestó él, levantándose para irse. Prometió ir muy pronto.

Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. Fué allá— un miserable departamento de arrabal.– La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco.

– ¡Conque once años!– observó de nuevo la madre.– ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Y usted que podría tener una infinidad de hijos con Lidia!

– Seguramente— sonrió Nébel, mirando a su rededor.

– ¡Oh! ¡no estamos muy bien! Y sobre todo como debe estar puesta su casa… Siempre oigo hablar de sus cañaverales… ¿Es ese su único establecimiento?

– Sí,… en Entre Ríos también…

– ¡Qué feliz! Si pudiera uno… Siempre deseando ir a pasar unos meses en el campo, y siempre con el deseo!

Se calló, echando una fugaz mirada a Nébel. Este con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma.

– Y todo esto por falta de relaciones… ¡Es tan difícil tener un amigo en esas condiciones!

El corazón de Nébel se contraía cada vez más, y Lidia entró.

Estaba también muy cambiada, porque el encanto de un candor y una frescura de los catorce años, no se vuelve a hallar más en la mujer de veintiséis. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en la mansa tranquilidad de su mirada, en su cuello mórbido, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre, el recuerdo de la Lidia que conoció.

Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Cuando ella salió de nuevo un momento, la madre reanudó:

– Sí, está un poco débil… Y cuando pienso que en el campo se repondría en seguida… Vea, Octavio: ¿me permite ser franca con usted? Ya sabe que lo he querido como a un hijo… ¿No podríamos pasar una temporada en su establecimiento? ¡Cuánto bien le haría a Lidia!

– Soy casado— repuso Nébel.

La señora tuvo un gesto de viva contrariedad, y por un instante su decepción fué sincera; pero en seguida cruzó sus manos cómicas:

– ¡Casado, usted! ¡Oh, qué desgracia, qué desgracia! ¡Perdóneme, ya sabe!… No sé lo que digo… ¿Y su señora vive con usted en el ingenio?

– Sí, generalmente… Ahora está en Europa.

– ¡Qué desgracia! Es decir… ¡Octavio!– añadió abriendo los brazos con lágrimas en los ojos:– a usted le puedo contar, usted ha sido casi mi hijo… ¡Estamos poco menos que en la miseria! ¿Por qué no quiere que vaya con Lidia? Voy a tener con usted una confesión de madre— concluyó con una pastosa sonrisa y bajando la voz:– usted conoce bien el corazón de Lidia, ¿no es cierto?

Esperó respuesta, pero Nébel permaneció callado.

– ¡Sí, usted la conoce! ¿Y cree que Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?

Ahora había reforzado su insinuación con una leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia… Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.

– ¿No sabes, Lidia?– prorrumpió alborozada, al volver su hija— Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ¿Qué te parece?

Lidia tuvo una fugitiva contracción de las cejas y recuperó su serenidad.

– Muy bien, mamá…

– ¡Ah! ¿no sabes lo qué dice? Está casado. ¡Tan joven aún! Somos casi de su familia…

Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un momento con dolorosa gravedad.

– ¿Hace tiempo?– murmuró.

– Cuatro años— repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para mirarla.

Invierno

No hicieron el viaje juntos, por último escrúpulo de casado en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues— a más de su propia frugalidad— su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.

Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en su facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñon, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar.

Ya en el coche, no pudiendo resistir más, había mirado a Nébel con transida angustia:

– Si me permite, Octavio… ¡no puedo más! Lidia, ponte delante.

La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crugido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.

Súbitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.

– Ahora estoy bien… ¡qué dicha! Me siento bien.

– Debería dejar eso— dijo rudamente Nébel, mirándola de costado.– Al llegar, estará peor.

– ¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.

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