Cuentos de Amor de Locura y de Muerte - Quiroga Horacio 3 стр.


Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las uñas, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.

Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.

– ¡Huy! ¡qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?

Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya en seguida.

Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.

– ¡Quién es!– sonó de pronto la voz azorada.

– Soy yo— murmuró Nébel en voz apenas sensible.

Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.

* * * * *

Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel, el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no había comprendido: "Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que un puro recuerdo". Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora estaba allí, enfangado hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta…

Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría… Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su único sueño de felicidad.

II

Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos, y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.

Lidia tenía ella misma bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aún a trueque del peligro inmediato que ocasionara, Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que entró bruscamente en el comedor, al sorprender a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.

– ¿Hace mucho tiempo que usas eso?– le preguntó él al fin.

– Sí— murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja.

Nébel la miró aún y se encogió de hombros.

Si embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.

– ¡Octavio! ¡me va a matar!– clamó ella con ronca súplica.– ¡Mi hijo Octavio! ¡no podría vivir un día!

– ¡Es que no vivirá dos horas si le dejo eso!– cortó Nébel.

– ¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!

Nébel dejó que los brazos se tendieran inútilmente a él, y salió con Lidia.

– ¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?

– Sí… Los médicos me habían dicho…

El la miró fijamente.

– Es que está mucho peor de lo que imaginas.

Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los labios en un casi sollozo.

– ¿No hay médico aquí?– murmuró.

– Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.

Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.

– ¿Noticias?– preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.

– Sí— repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.

– ¿Del médico?– volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.

– No, de mi mujer— repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.

A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.

– ¡Octavio! ¡mamá se muere!…

Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:

– Pla… pla… pla…

Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.

– ¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?– preguntó.

– ¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo fué a buscar a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre mamá!– cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.

Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violeta.

A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje.

– Toma esto— le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.

Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.

– ¡Toma, pues!– repitió sorprendido.

Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre ella.

– Perdóname— le dijo.– No me juzgues peor de lo que soy.

En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un largo rato sin soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.

El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.

Pero Lidia no se asomó.

LOS OJOS SOMBRIOS

Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.

Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena— y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.

– No crea en esas sacudidas— me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio.– Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.

Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.

– No sé qué tiene que ver el orgullo con esto— le observé.

– ¡Si es eso! Yo soy enfermizo, excitable, expuesto a continuos mirajes y debo equivocarme siempre. ¡Tú, no! ¡Lo que dices es la ponderación justa de lo que has visto!

– Te juro…

– ¡Bah; déjame en paz!– concluyó cada vez más irritado con mi tranquilidad, que era para él otra manifestación de orgullo.

Cada vez que volví a verlo en los días sucesivos, lo hallé más exaltado con su amor. Estaba más delgado, y sus ojos cargados de ojeras brillaban de fiebre.

– ¿Quiere hacer una cosa? Vamos esta noche a su casa. Ya le he hablado de ti. Vas a ver si es o no como te he dicho.

Fuimos. No sé si usted ha sufrido una impresión semejante; pero cuando ella me extendió la mano y nos miramos, sentí que por ese contacto tibio, la espléndida belleza de aquellos ojos sombríos y de aquel cuerpo mudo, se infiltraba en una caliente onda en todo mi ser.

Cuando salimos, Vezzera me dijo:

– ¿Y?… ¿es como te he dicho?

– Sí— le respondí.

– ¿La gente impresionable puede entonces comunicar una impresión conforme a la realidad?

– Esta vez, sí— no pude menos de reirme.

Vezzera me miró de reojo y se calló por largo rato.

– ¡Parece— me dijo de pronto— que no hicieras sino concederme por suma gracia su belleza!

– ¿Pero estás loco?– le respondí.

Vezzera se encogió de hombros como si yo hubiera esquivado su respuesta. Siguió sin hablarme, visiblemente disgustado, hasta que al fin volvió otra vez a mí sus ojos de fiebre.

– De veras, de veras me juras que te parece linda?

– ¡Pero claro, idiota! Me parece lindísima; ¿quieres más?

Se calmó entonces, y con la reacción inevitable de sus nervios femeninos, pasó conmigo una hora de loco entusiasmo, abrasándose al recuerdo de su novia.

Fuí varias veces más con Vezzera. Una noche, a una nueva invitación, respondí que no me hallaba bien y que lo dejaríamos para otro momento. Diez días más tarde respondí lo mismo, y de igual modo en la siguiente semana. Esta vez Vezzera me miró fijamente a los ojos:

– ¿Por qué no quieres ir?

– No es que no quiera ir, sino que me hallo hoy con poco humor para esas cosas.

– ¡No es eso! ¡Es que no quieres ir más!

– ¿Yo?

– Sí; y te exijo como a un amigo, o como a ti, que me digas justamente esto: ¿Por qué no quieres ir más?

– ¡No tengo ganas!… ¿Te gusta?

Vezzera me miró como miran los tuberculosos condenados al reposo, a un hombre fuerte que no se jacta de ello. Y en realidad, creo que ya se precipitaba su tisis.

Se observó en seguida las manos sudorosas, que le temblaban.

– Hace días que las noto más flacas… ¿Sabes por qué no quieres ir más? ¿Quieres que te lo diga?

Tenía las ventanas de la nariz contraídas, y su respiración acelerada le cerraba los labios.

– ¡Vamos! No seas… cálmate, que es lo mejor.

– ¡Es que te lo voy a decir!

– ¿Pero no ves que estás delirando, que estás muerto de fiebre?– le interrumpí. Por dicha, un violento acceso de tos lo detuvo. Lo empujé cariñosamente.

– Acuéstate un momento… estás mal.

Vezzera se recostó en mi cama y cruzó sus dos manos sobre la frente.

Pasó un largo rato en silencio. De pronto me llegó su voz, lenta:

– ¿Sabes lo que te iba a decir?… Que no querías que María se enamorara de ti… Por eso no ibas.

– ¡Qué estúpido!– me sonreí.

– Sí, estúpido! ¡Todo, todo lo que quieras!

Quedamos mudos otra vez. Al fin me acerqué a él.

– Esta noche vamos— le dije.– ¿Quieres?

– Sí, quiero.

Cuatro horas más tarde llegábamos allá. María me saludó como si hubiera dejado de verme el día anterior, sin parecer en lo más mínimo preocupada de mi larga ausencia.

– Pregúntale siquiera— se rió Vezzera con visible afectación— por qué ha pasado tanto tiempo sin venir.

María arrugó imperceptiblemente el ceño, y se volvió a mí con risueña sorpresa:

– ¡Pero supongo que no tendría deseo de visitarnos!

Aunque el tono de la exclamción no pedía respuesta, María quedó un instante en suspenso, como si la esperara. Vi que Vezzera me devoraba con los ojos.

– Aunque deba avergonzarme eternamente— repuse— confieso que hay algo de verdad…

– ¿No es verdad?– se rió ella.

Pero ya en el movimiento de los pies y en la dilatación de las narices de Vezzera, conocí su tensión de nervios.

– Dile que te diga— se dirigió a María— por qué realmente no quería venir.

Era tan perverso y cobarde el ataque, que lo miré con verdadera rabia. Vezzera afectó no darse cuenta, y sostuvo la tirante expectativa con el convulsivo golpeteo del pie, mientras María tornaba a contraer las cejas.

– ¿Hay otra cosa?– se sonrió con esfuerzo.

– Sí, Zapiola te va a decir…

– ¡Vezzera!– exclamé.

– … Es decir, no el motivo suyo, sino el que yo le atribuía para no venir más aquí… ¿sabes por qué?

– Porque él cree que usted se va a enamorar de mí— me adelanté, dirigiéndome a María.

Ya antes de decir esto, vi bien claro la ridiculez en que iba a caer; pero tuve que hacerlo. María soltó la risa, notándose así mucho más el cansancio de sus ojos.

– ¿Sí? ¿Pensabas eso, Antenor?

– No, supondrás… era una broma— se rió él también.

La madre entró de nuevo en la sala, y la conversación cambió de rumbo.

– Eres un canalla— me apresuré a decirle en los ojos a Vezzera, cuando salimos.

– Sí— me respondió mirándome claramente.– Lo hice a propósito.

– ¿Querías ridiculizarme?

– Sí… quería.

– ¿Y no te da vergüenza? ¿Pero qué diablos te pasa? ¿Qué tienes contra mí?

No me contestó, encogiéndose de hombros.

– ¡Anda al demonio!– murmuré. Pero un momento después, al separarme, sentí su mirada cruel y desconfiada fija en la mía.

– ¿Me juras por lo que más quieras, por lo que quieras más, que no sabes lo que pienso?

– No— le respondí secamente.

– ¡No mientes, no estás mintiendo?

– No miento.

Y mentía profundamente.

– Bueno, me alegro… Dejemos esto. Hasta mañana. ¿Cuándo quieres que volvamos allá?

– ¡Nunca! Se acabó.

Vi que verdadera angustia le dilataba los ojos.

– ¿No quieres ir más?– me dijo con voz ronca y extraña.

– No, nunca más.

– Como quieras, mejor… No estás enojado, ¿verdad?

– ¡Oh, no seas criatura!– me reí.

Y estaba verdaderamente irritado contra Vezzera, contra mí…

Al día siguiente Vezzera entró al anochecer en mi cuarto. Llovía desde la mañana, con fuerte temporal, y la humedad y el frío me agobiaban. Desde el primer momento noté que Vezzera ardía en fiebre.

– Vengo a pedirte una cosa— comenzó.

– ¡Déjate de cosas!– interrumpí.– ¿Por qué has salido con esta noche? ¿No ves que estás jugando tu vida con esto?

– La vida no me importa… dentro de unos meses esto se acaba… mejor. Lo que quiero es que vayas otra vez allá.

– ¡No! ya te dije.

– ¡No, vamos! ¡No quiero que no quieras ir! ¡Me mata esto! ¿Por qué no quieres ir?

– Ya te he dicho: ¡no-qui-e-ro! Ni una palabra más sobre esto, ¿oyes?

La angustia de la noche anterior tornó a desmesurarle los ojos.

– Entonces— articuló con voz profundamente tomada— es lo que pienso, lo que tú sabes que yo pensaba cuando mentiste anoche. De modo… Bueno, dejemos, no es nada. Hasta mañana.

Lo detuve del hombro y se dejó caer en seguida en la silla, con la cabeza sobre sus brazos en la mesa.

– Quédate— le dije.– Vas a dormir aquí conmigo. No estés solo.

Durante un rato nos quedamos en profundo silencio. Al fin articuló sin entonación alguna:

– Es que me dan unas ganas locas de matarme…

– ¡Por eso! ¡Quédate aquí!… No estés solo.

Pero no pude contenerlo, y pasé toda la noche inquieto.

Usted sabe qué terrible fuerza de atracción tiene el suicidio, cuando la idea fija se ha enredado en una madeja de nervios enfermos. Habría sido menester que a toda costa Vezzera no estuviera solo en su cuarto. Y aún así, persistía siempre el motivo.

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