Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 12 стр.


– Voilà! -dejó escapar, contento, pisoteando el charco de agua que se estaba formando a sus pies-. ¡La tenemos!

– ¿Por qué le atacaban las carpas? -inquirió Fernanda arrugando la nariz cuando Biao se colocó junto a ella.

El señor Jiang no le hizo caso, así que fue Paddy quien le contestó.

– Las carpas son peces muy nerviosos. En seguida se sienten amenazados si se invade su territorio y se vuelven realmente fieros si, además, están en época de cría. El licenciado Wan eligió bien el lugar. Durante siglos, estas carpas han mantenido alejados de la caja a los nadadores curiosos. Un tipo muy listo ese Wan.

– Debimos adivinar desde el principio -añadió Lao Jiang, calándose las gafas- que las carpas formaban parte de la trampa.

– ¿Por qué? -Tichborne parecía ofendido.

– Porque las carpas son el símbolo chino del mérito literario, de la aplicación en el estudio, de haber aprobado un examen con excelentes notas… Es decir, el símbolo del propio licenciado Wan.

– ¡Abrámosla! -exclamé.

– No, madame, ahora no. Primero debemos salir de Shanghai. -El anticuario levantó la mirada hacia el cielo y buscó el sol-. Es tarde. Debemos marcharnos inmediatamente o perderemos el ferrocarril.

¿El ferrocarril…?

– ¿El ferrocarril? -me sorprendí. Había estado convencida todo el tiempo de que huiríamos en barco, remontando el Yangtsé.

– Sí, madame, el Expreso de Nanking que sale de la Estación del Norte a las doce del mediodía.

– Pero, pensé que… -balbucí.

– La Banda Verde creerá que huimos escondiéndonos en algún sampán del río, como cabría esperar, y registrará cualquier barcaza que navegue por el delta del Yangtsé durante los próximos días. A estas horas, los dos matones que huyeron durante la pelea estarán informando de lo ocurrido y la Banda ya sabe que hemos empezado la búsqueda y que, o nos cazan ahora o tendrán que perseguirnos por todo el país.

Empezamos a caminar en dirección a la salida, desandando el trayecto realizado al llegar. Los sicarios a los que Lao Jiang había hecho algo en el cuello permanecían en la misma postura, sin moverse, aunque los ojos les iban de un lado a otro, desorbitados. El anticuario no se inmutó.

– ¿Qué les pasa? -pregunté, examinándolos aprensivamente a distancia.

– Están encerrados dentro de sus cuerpos -afirmó Biao con temor.

– En efecto.

– ¿Morirán? -quiso saber Fernanda, pero el señor Jiang permaneció silencioso, andando hacia la puerta de salida del Jardín del Mandarín.

– Mi sobrina le ha preguntado si morirán, Lao Jiang.

– No, madame. Podrán moverse dentro de un par de horas chinas, es decir, dentro de cuatro horas de las suyas. La vida, cualquier vida, hay que respetarla, aunque sea tan indigna como ésta. No se puede alcanzar el Tao con muertes innecesarias sobre la conciencia. Si un luchador es superior a su contendiente, no debe abusar de su poder.

Ahora hablaba como un filósofo y supe que era un hombre compasivo. Lo que no acababa de entender era aquello del Tao, pero tiempo habría para aclarar los cientos de preguntas que se me acumulaban en la garganta. Lo más urgente era escapar, huir de Shanghai lo antes posible porque, como había dicho el anticuario, la Banda Verde ya estaría al tanto de que los cinco habíamos visitado los jardines Yuyuan a primera hora de la mañana y no se iba a creer que había sido para hacer turismo.

– ¿Conocerán los eunucos imperiales el texto verdadero de la leyenda del Príncipe de Gui? -inquirí en aquel momento.

– No lo sabemos -repuso Tichborne retorciendo los faldones de su larga túnica para escurrir el agua-, pero es de suponer que no porque, en caso contrario, ¿para qué necesitarían el cofre?

– Lo más probable -observó juiciosamente Lao Jiang- es que conocieran su existencia, que alguien lo hubiera leído alguna vez y que tuvieran el cofre localizado y a buen recaudo para poder usar el texto cuando llegase el momento. La torpeza de Puyi se vuelve a poner de manifiesto al ordenar aquel inventario de tesoros sin calcular las consecuencias. Hubiera sido lógico adivinar que los eunucos y los funcionarios que venían enriqueciéndose con los robos no iban a permitir que se descubrieran. La solución más fácil era quemar las pruebas, provocar los incendios para que no pudiera llegar a saberse la cuantía de lo robado y apoderarse así de más objetos valiosos.

– Pero quizá alguien recuerde lo que decía el texto -objeté.

– En cualquier caso, madame, aunque Puyi y sus manchúes tuviesen la información de los lugares donde se escondieron los pedazos del jiance, cosa poco probable dada la nula inteligencia demostrada por los miembros de la familia imperial y por la vieja corte, este detalle resulta insignificante. Lo que realmente importa es que no pueden permitirse de ningún modo que otros la tengan también. Piénselo con cuidado. Cualquier señor de la guerra, cualquier noble Han, cualquier erudito Hanlin de rango superior y grandes ambiciones podría estar igualmente interesado en descubrir la tumba de Shi Huang Ti, el Primer Emperador, y por las mismas razones que Puyi. De modo que necesitan recuperar el cofre al precio que sea y el cofre lo tenemos nosotros.

Tichborne soltó una carcajada.

– ¿Quieres ser emperador, Lao Jiang?

– Creí que usted era un chino profundamente nacionalista -musité sin hacer caso al irlandés.

– Y lo soy, madame. Pero también creo que China ya no puede vivir dando la espalda al mundo, regresando al pasado. Hay que avanzar para que, algún día, podamos ser una potencia mundial como Meiguo y Faguo. Incluso como su patria, la Gran Luzón, que lucha por integrarse en las democracias modernas.

– Yo soy de España, señor Jiang -objeté.

– Es lo que he dicho, madame. La Gran Luzón, España.

Le costó lo suyo pronunciar el nombre. Resultaba que, como los mercaderes chinos llevaban trescientos años haciendo negocios con Manila, la capital de la isla de Luzón, España, para ellos, era «La Gran Luzón», el remoto país que compraba y vendía productos a través de su colonia de las Filipinas. No tenían la más remota idea de dónde estaba ni de cómo era y, además, les importaba muy poco y, por eso, pensé que el señor Jiang volvía a tener razón: China debía abrirse al mundo urgentemente y dejar de vivir en la Edad Media. No necesitaba más emperadores feudales, fueran manchúes o Han, sino partidos políticos y un moderno sistema parlamentario republicano que la hiciera progresar hasta el siglo xx.

Habíamos salido de nuevo a las callejuelas de Nantao y nos dimos cuenta de que llamábamos bastante la atención por las ropas mojadas de los tres hombres. El calor de la mañana las secaría en breve pero, entretanto, había que ocultarse y, al mismo tiempo, salir a toda prisa hacia la Estación del Norte, donde debíamos tomar el Expreso de Nanking.

Avanzamos a paso ligero entre la bullanguera muchedumbre que deambulaba por las calles llenas de tiendas. No teníamos tiempo que perder. Pero cada vez resultaba más difícil atravesar la masa de shanghaieses amarillos que se iba haciendo más compacta a medida que nos acercábamos a la Puerta Norte de Nantao para alcanzar la Concesión Francesa. Un comerciante de melones luchaba por sacar las ruedas de su carro de una zanja mientras un culí semidesnudo empujaba desde atrás con los brazos extendidos. Ambos inclinaban la cabeza, tensos a causa del esfuerzo, sudorosos, ignorantes del atasco que estaban provocando. Por allí no se podía pasar.

– Yo conozco un camino -dijo Biao, mirando a Lao Jiang.

– Te seguimos -repuso el anticuario.

El niño se giró y echó a correr hacia una estrecha calleja que torcía a la derecha. Todos fuimos detrás intentando no quedar rezagados. Atravesamos calles que no eran más anchas que un pañuelo y pisamos suelos blandos de porquería. El olor, a veces, era nauseabundo. Al cabo de poco, Fernanda resoplaba como un fuelle por el esfuerzo.

– ¿Puedes seguir? -le pregunté, volviéndome a mirarla.

Hizo un gesto afirmativo con la cabeza y continuamos avanzando hasta que, de repente, nos dimos cuenta de que habíamos salido de Nantao y corríamos por el Boulevard des deux Republiques, la gran avenida que rodeaba la vieja ciudad china ocupando el lugar que antaño fuera un foso defensivo que había sido rellenado y cubierto cuando se derribaron las viejas murallas.

– ¡Rickshaws! -exclamó Tichborne, señalando un grupo de culíes que jugaban a las cartas sobre el pavimento junto a sus vehículos de alquiler.

Rápidamente, alquilamos cuatro de aquellos rickshaws y montamos en ellos después de que Lao Jiang pagase la tarifa hasta la estación de ferrocarril. Biao, que se había sentado junto a mí porque éramos los más delgados del grupo y podíamos aprovechar un solo carretón, estaba preocupado:

– ¿Cómo voy a subir al huoche con ustedes?

– No sé lo que has dicho, niño.

– Al huoche… Al carro de fuego… Al ferrocarril.

El pobre apenas podía pronunciar esa difícil palabra castellana. Nunca hubiera sospechado que decir «ferrocarril» fuera tan complicado pero, para los chinos, era una tortura.

– Pues subirás igual que los demás, supongo -afirmé mientras los rickshaws avanzaban rápidamente por la Concesión Francesa conforme a las indicaciones de Lao Jiang, que parecía querer seguir un camino concreto, lejos de las grandes avenidas y bulevares.

– Pero ¿quién pagará mi billete?

Sospeché que sería yo la que tendría que hacerse cargo de los gastos del espigado Biao porque Fernanda, que yo supiera, no llevaba dinero encima. A decir verdad, yo sólo tenía un puñado de pesados dólares mexicanos de plata que había encontrado en un cajón de la cómoda de la habitación de Rémy. Aunque en la Concesión Francesa podía utilizarse el franco sin grandes problemas, el dinero oficial de Shanghai era el dólar mexicano de plata, la divisa que servía de patrón monetario en todo el mundo dado que muchos países seguían negándose a entrar en el sistema del patrón oro (entre ellos, España). Al coger el dinero de Rémy, calculé que, al cambio, debía de ser una cantidad respetable en taels chinos, la moneda que, seguramente, utilizaríamos durante nuestro viaje por el interior.

– No te preocupes de nada -le dije al niño, sin mirarle-. Tú vienes con Fernanda y conmigo y tu única preocupación debe ser hacer bien tu trabajo. Lo demás es cosa nuestra.

– Pero ¿y si el padre Castrillo descubre que he salido de Shanghai?

Vaya, en eso no había pensado. La irresponsable de Fernanda tomaba decisiones que nos podían traer muchos quebraderos de cabeza. ¿Cómo justificar la desaparición de Biao del orfelinato y de la ciudad? El chiquillo parecía tener más sesera que la tonta de mi sobrina.

– Te he dicho ya que no te preocupes de nada. Y deja de hablar, que me mareas.

Salimos sin problemas de la Concesión por uno de los puestos fronterizos de alambradas después de que Lao Jiang sostuviera una amistosa charla con el jefe del puesto, a quien al parecer conocía. Una vez dentro de la Concesión Internacional, y sin detener nuestra marcha, el rickshaw del anticuario se colocó un momento junto al de Tichborne y, poco después, junto al mío.

– ¿Me escucha bien, madame? -quiso saber, hablando en voz bastante baja.

– Sí.

– La policía francesa nos busca. Todos los puestos fronterizos de la Concesión han recibido hace unos minutos la orden de captura dictada por Surcos Huang -me explicó, divertido.

– ¿Y qué le hace tanta gracia? -repuse. Me había convertido en una delincuente buscada por la policía francesa de Shanghai. ¿Cuánto tardaría en llegar la noticia al cónsul general de Francia, Auguste Wilden, y qué cara pondría el encantador cónsul general de España, don julio Palencia, cuando se enterase?

Un cupé negro pasó a toda velocidad junto a nosotros, haciendo soltar una fuerte exclamación al culí de mi rickshaw.

– La carrera ha empezado, madame -exclamó, satisfecho, Lao Jiang.

– ¡Debería comprobar que la caja del lago no está vacía antes de continuar con esta locura!

– Ya lo he hecho. -Su cara china y arrugada expresaba una alegría rayana en el fanatismo-. Dentro hay un bellísimo fragmento de un antiguo libro de tablillas de bambú.

Supongo que se me contagió su entusiasmo porque fui consciente del paulatino cambio de gesto de mi cara desde el malestar hasta la más abierta sonrisa que había puesto en los últimos tiempos. La confianza no era mi fuerte, pero en aquella caja negra manchada de cardenillo que Lao Jiang sostenía sobre las piernas, estaba el pedazo del jiance escondido por el licenciado Wan cientos de años atrás y cortado por el último y olvidado emperador Ming. Los millones de francos que saldarían las deudas de Rémy y me harían rica quizá existían, eran reales y, sobre todo, estaban un poquito más cerca, más al alcance de la mano.

El rickshaw de Lao Jiang se alejó para volver a colocarse a la cabeza de la comitiva y guiarnos hacia la Estación del Norte por calles y rondas que poco me permitieron disfrutar de mi segunda visita a la Concesión Internacional. Noté, eso sí, que el aire francés de los barrios había desaparecido para dejar paso a un entorno más anglosajón, más americano, en el que las mujeres lucían modelos ligeros y frescos, sin medias en las piernas, los chinos escupían en las calles con una tranquilidad pasmosa y los hombres llevaban el pelo reluciente de brillantina y vestían trajes de verano de corte impecable y chaqueta cruzada. Pero no pude ver ni un solo rascacielos, ni una sola avenida con rótulos luminosos, ni siquiera uno de esos grandes y modernos autos norteamericanos, que era lo que más ilusión me hacía. Avanzamos por barrios periféricos en dirección norte, sorteando las zonas más habitadas y concurridas, ocultos en el interior de nuestros rickshaws aunque nada podía hacer allí Surcos Huang contra nosotros porque aquello no era territorio francés.

Llegamos, por fin, al gran edificio de la Shanghai North Railway Station cuando el reloj marcaba las doce menos diez del mediodía. Cargados con nuestros hatillos, parecíamos una familia china que regresaba al hogar después de una corta estancia en Shanghai. Me preocupaba que la tinta que me achinaba los ojos se hubiese alterado por el sudor o la humedad del aire, pero mi reflejo en los cristales de la estación me confirmó que se mantenía bastante bien, igual que en el caso de Fernanda y de Tichborne, que no se quitaba el gorro de paja con forma de sombrilla ni así lo matasen.

Nada dijo Lao Jiang del precio del viaje. Nos dejó bajo el reloj de la estación y se marchó muy resuelto hacia las atestadas ventanillas para regresar con los cinco billetes en la mano poco tiempo después. Sólo atiné a pillar una o dos frases que le dijo a Tichborne sobre algo relacionado con un amigo suyo que era el jefe de estación. Aquel hombre estaba resultando un pozo insondable de recursos y, la verdad sea dicha, nos venía muy bien que así fuera.

En el andén, a cierta distancia de la enorme y negra locomotora que escupía hollín y niebla gris por la chimenea, había un grupo numeroso de extranjeros separado por unas vallas de la masa vocinglera de amarillos en la que nos encontrábamos nosotros. Cuando gimió el silbato de vapor, subieron a unos elegantes vagones pintados de brillante azul oscuro mientras que los destinados a los celestes eran poco menos que cajones herrumbrosos, con viejos asientos de madera astillada y suelos llenos de basura y escupitajos.

Al poco de empezar el traqueteo de la marcha, una lluvia interminable de vendedores golpeaba los cristales de las puertas de los compartimentos ofreciendo todo tipo de comestibles. Tomamos fideos, gachas de arroz y buñuelos de carne con setas, todo ello acompañado por té verde. -Una anciana servía el agua caliente y un muchachito que debía de ser su nieto depositaba unas pocas hojas en el líquido durante el tiempo justo para darle color antes de sacarlas y reutilizarlas en la taza siguiente-. Era la primera vez que Fernanda y yo nos enfrentábamos a la complicada tarea de intentar coger y sujetar los alimentos con esos largos palillos que los celestes utilizan en lugar de cubiertos. Menos mal que estábamos solos porque de poco nos hubiera servido el disfraz ante tamaña exhibición de ineptitud por nuestra parte: la comida volaba, las salsas salpicaban y los palillos resbalaban de nuestros dedos o se enredaban en ellos. Por fortuna, la niña acabó manejándolos con bastante soltura; a mí, lamentablemente, me costó un poco más. Al pobre Biao, que no estaba acostumbrado al zarandeo de los ferrocarriles, la comida le cayó mal en el estómago y vomitó todo lo que había engullido, y algo más, en una de las escupideras del departamento.

Durante las tres primeras horas de viaje Lao Jiang y Paddy se dedicaron a charlar sobre el negocio de las antigüedades; Biao, avergonzado, había desaparecido después de vomitar, y Fernanda, aburrida, miraba por la ventanilla, así que yo, más aburrida aún, terminé por imitarla. Hubiera preferido leer un buen libro (el viaje hasta Nanking duraba entre doce y quince horas), pero era un peso innecesario en el hatillo. Al otro lado del cristal, grandes extensiones de huertos y arrozales separaban pequeñas aldeas de techos de paja. No vi ni un solo palmo de tierra sin cultivar, con excepción de los caminos y de los abundantes y numerosos grupos de sepulturas que aparecían por todas partes. Recuerdo haber pensado que, en un país de cuatrocientos millones de habitantes, donde las tumbas de los antepasados jamás caen en el olvido, podría darse la circunstancia de que, algún día, los sepulcros de los muertos se apoderasen de la totalidad de la tierra que sustentaba a los vivos. Tuve el presentimiento de que miles de años de tradición en un pueblo eminentemente agrícola y apegado a sus costumbres ancestrales iba a ser una montaña demasiado escarpada para la joven y frágil República de Sun Yatsen.

Cuatro horas después de salir de Shanghai, el ferrocarril entró en la estación de Suchow con un prolongado chirrido de frenos. Lao Jiang se puso en pie.

– Hemos llegado -anunció-. Debemos bajar.

– Pero ¿no íbamos a Nanking? -protesté. Tichborne tenía también una cara de sorpresa que valía la pena ver.

– En efecto. Allí vamos. Un sampán nos espera.

– ¡Estás loco, Lao Jiang! -bramó el irlandés, cogiendo su hato.

– Soy prudente, Paddy. Como dice Sun Tzu, a veces deberemos movernos «rápido como el viento, lento como el bosque, raudo y devastador como el fuego, inmóvil como una montaña».

Biao, que, al parecer, había permanecido todo el rato sentado en el suelo al otro lado de la puerta del compartimento, abrió las hojas y nos miró, atónito.

– Coge los equipajes -le ordenó Fernanda con resolución de ama-. Nos bajamos aquí.

En Suchow no había rickshaws, de modo que tuvimos que alquilar sillas de mano con porteadores. Una vez instalada en la mía, eché las cortinillas y me dispuse a pasar un buen rato dando brincos dentro de aquella caja con forma de confesionario. ¡Qué cómodos me parecieron entonces los rickshaws de Shanghai! No llegamos a entrar en la ciudad de Suchow; rodeamos su parte norte hasta llegar a un cauce que yo creí del Yangtsé (aunque me pareció extraño un trazado tan recto de sus orillas) y que resultó ser el Gran Canal, el río artificial más grande y antiguo del mundo, que cruzaba toda China de Norte a Sur durante casi dos mil kilómetros y cuya construcción dio comienzo en el siglo vi a. n. e. Por lo visto, el ferrocarril se había desviado hacia el Sur y ahora teníamos que volver para seguir camino hacia Nanking.

Creo que fue en el Gran Canal, al poco de subir a bordo de la gran barcaza de fondo llano en la que pasamos los siguientes tres días, cuando me di cuenta de la magnitud de la locura que estábamos cometiendo. Nuestra gabarra formaba parte de una ringlera de naves, unidas entre sí por gruesas cuerdas de cáñamo, que transportaba sal y otros productos hacia Nanking. Enormes búfalos de agua remolcaban al grupo tirando de las maromas mientras decenas de hombres trabajaban delante de ellos sin descanso para eliminar los sedimentos acumulados que podían impedir el paso, al tiempo que enloquecidos enjambres de mosquitos nos chupaban la sangre veinticuatro horas al día sin permitirnos descansar ni siquiera durante las frescas horas de la noche. Fernanda y yo dormíamos en la última barcaza, la que más se movía de un lado al otro del ancho canal que, en ocasiones, parecía hundirse en la tierra de tan altas como habían sido hechas sus artificiales riberas. La comida era asquerosa, los gritos de los marineros -que corrían y se llamaban de proa a popa de la caravana a todas horas- inaguantables, el olor nauseabundo y la higiene inexistente. Y ninguna de aquellas penurias parecía tener sentido en esos momentos. ¿Qué hacíamos allí…? ¿Qué dios había trastocado el orden de las cosas para que mi sobrina y yo, nacidas en el seno de una buena familia madrileña, llevásemos los ojos embadurnados de tinta para que parecieran oblicuos y estuviésemos sentadas horas y horas en una barcaza china maloliente que ascendía por el Gran Canal mientras los mosquitos nos desangraban y nos transmitían vaya usted a saber cuántas enfermedades mortales?

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