Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 13 стр.


El segundo día de viaje, a punto de llegar a Chinkiang (donde se cruzan el Gran Canal y el Yangtsé), como no podía llorar si no quería perder el disfraz, decidí que lo único que me salvaría de la demencia sería dibujar, así que saqué un pequeño cuaderno Moleskine y una sanguina y me dediqué a tomar apuntes de todo cuanto veía: de las maderas de las gabarras -los nudos, las juntas, las aristas…-, de los búfalos de agua, de los marineros trabajando, de las materias primas apiladas…; Fernanda empleó su tiempo en torturar al pobre Biao con tediosas clases de español y de francés, idiomas que el niño dominaba con igual desmaña; Tichborne cogió una cogorza monumental con vino de arroz que, sin exagerar, le duró desde la primera noche hasta el mismísimo día en que llegamos a Nanking, y Lao Jiang, por su parte, permaneció extrañamente sentado contemplando el agua salvo durante las horas de comer o dormir y el tiempo que dedicaba, todas las mañanas, a unos extraños y lentos ejercicios físicos que yo observaba a escondidas, impresionada: completamente abstraído, levantaba los brazos al tiempo que subía una pierna y giraba muy despacio sobre sí mismo en un equilibrio perfecto. Aquello duraba poco más de media hora y resultaba muy gracioso, aunque, por supuesto, siguiendo la costumbre china de ir al revés del mundo, la cosa no era para reír.

– Son ejercicios taichi -nos explicó Biao, muy serio-. Para la salud del qi, la fuerza de la vida.

– ¡Menuda tontería! -profirió Fernanda despectivamente.

– ¡No es ninguna tontería, Joven Ama! -exclamó, nervioso, el niño-. Los sabios dicen que el qi es la energía que nos mantiene vivos. Los animales tienen qi. Las piedras tienen qi. El cielo tiene qi. Las plantas tienen qi… -canturreó, exaltado-. La misma tierra y las estrellas tienen qi, y es el mismo qi de cada uno de nosotros.

Pero Fernanda no daba su brazo a torcer con facilidad:

– Eso son majaderías y supersticiones. ¡Si el padre Castrillo te oyera, te caería una buena tunda!

La cara de Pequeño Tigre expresó temor y enmudeció de golpe. Sentí un poco de lástima por él y pensé que valía la pena romper una lanza en su favor.

– Cada religión tiene sus creencias, Fernanda. Deberías respetar las de Biao.

Lao Jiang, que no había dado la impresión de estar enterándose de lo que hablábamos mientras ejecutaba su extraña danza taichi, bajó lentamente los brazos, se puso las gafas y se quedó inmóvil, contemplándonos:

– El Tao no es una religión, madame -declaró al fin-, es una forma de vida. Para ustedes es muy difícil entender la diferencia entre nuestra filosofía y su teología. El taoísmo no lo inventó Lao Tsé. Existía desde mucho tiempo atrás. Hace cuatro mil seiscientos años, el Emperador Amarillo escribió el famoso Huang Ti Nei Ching Su Wen, el tratado de medicina china más importante sobre las energías de los seres humanos que sigue vigente hoy en día. En este tratado, el Emperador Amarillo dice que, tras levantarse por la mañana después de dormir, hay que salir al aire libre, soltarse el cabello, relajarse y mover el cuerpo lentamente y con atención para conseguir los deseos de longevidad y salud. Eso es taoísmo, meditación en movimiento: lo externo es dinámico y lo interno permanece en calma. Yin y yang. ¿Lo consideraría usted una práctica religiosa?

– Desde luego que no -respondí con respeto, pero en mi interior estaba pensando: «Por lo visto, he seguido los consejos del Emperador Amarillo toda mi vida porque, cuando me levanto, solo puedo arrastrarme lentamente durante un buen rato.»

Lao Jiang hizo un gesto vago con la mano, como indicando que renunciaba a continuar con su taichi aquella mañana y, por supuesto, a dar más explicaciones sobre taoísmo a unas mujeres extranjeras.

– Creo que es un buen momento -dijo- para echar, por fin, una ojeada a nuestro fragmento de jiance. ¿Qué les parece?

¿Qué nos iba a parecer…? La pena era que Paddy dormía la mona bajo una estera de paja dos barcazas más adelante, pero a Lao Jiang no le preocupó. Con paso resuelto se encaminó hacia su fardel y extrajo cuidadosamente la caja del lago. Luego, se sentó frente a mí (Fernanda estaba a mi lado y Biao a su derecha, un poco apartado, pero para el anticuario ninguno de los dos merecía la consideración de ampliar el círculo para incluirlos) y levantó la pesada tapa llena de herrumbre que la cubría. Un hermoso paño de seda amarilla brillante envolvía protectoramente un manojo de seis finas tablillas de bambú de unos veinte centímetros de largo unidas por dos cordones verdes muy descoloridos.

Lao Jiang apartó el paño amarillo y, tras observarlo cuidadosamente, lo dejó dentro de la caja, sosteniendo las tablillas en la palma de la mano con un celo y un mimo exquisitos, protegiéndolas del sol con su propio cuerpo. Luego, desenrolló el manojo y lo depositó sobre el faldón de su túnica, entre las rodillas. Permaneció un minuto contemplándolo impertérrito y, después, con cara de perplejidad, le dio la vuelta y lo encaró hacia mí para que yo también pudiera examinarlo. Las tres tiras de bambú de la derecha estaban cubiertas de caracteres chinos; las otras tres, por el contrario, parecían simplemente sucias, como si el escribano hubiera sacudido sobre ellas un pincel empapado en tinta. Con un dedo largo y huesudo, el señor Jiang señaló las tablillas escritas:

– Es una carta. No resulta fácil comprender lo que pone porque está escrita en una forma de chino clásico muy complejo, el antiguo sistema zhuan, que se utilizó hasta que el Primer Emperador ordenó la unificación de la escritura en todo el imperio, como ya le conté en Shanghai. Por suerte, trabajé mucho tiempo con documentos antiguos, así que, si no voy desencaminado, se trata de un mensaje personal de un padre a su hijo.

– ¿Y qué dice?

Lao Jiang giró de nuevo las tablillas hacia él y comenzó a leer en voz alta:

– «Yo, Sai Wu, saludo a mi joven hijo, Sai Shi Gu'er,…» -el anticuario se detuvo-. Aquí hay algo muy extraño. Sai Shi Gu'er, el nombre del hijo, significa, literalmente, «Huérfano del clan de los Sai», de modo que Sai Wu, el que escribe, debía de estar o muy enfermo o condenado a muerte. No hay otra explicación. Además, el nombre «Huérfano del clan» da a entender que la estirpe de los Sai se agota, que sólo queda el niño.

– Vaya, qué lástima.

– «Yo, Sai Wu, saludo a mi joven hijo, Sai Shi Gu'er, y le deseo salud y longevidad. Cuando leas esta carta…» -Lao Jiang se detuvo otra vez, levantó la cabeza y me miró con desolación-. Es muy difícil leer estos caracteres. Además, algunos están borrosos.

– Haga lo que pueda. -Sentía tanta curiosidad que no estaba dispuesta a aceptar el hecho de que el anticuario no fuera capaz de traducir aquel mensaje.

– «Cuando leas esta carta -continuó-, habrán pasado muchos inviernos y veranos, meses y años habrán transcurrido.»

– ¿Todo eso está escrito en esas tres tablillas? -me sorprendí.

– No, madame, sólo en estos primeros caracteres -y apuntó con el dedo hacia la mitad de la primera tira de bambú. Estaba claro que los chinos escribían de arriba abajo y de derecha a izquierda (al menos, dos mil años atrás) y que sus ideogramas decían muchas más cosas que nuestras palabras-. «Ahora eres un hombre, Sai Shi Gu'er, y suspiro porque no podré conocerte, hijo mío.»

– El padre iba a morir.

– No cabe duda. «Por mi culpa, los trescientos miembros del clan de los Sai pronto cruzaremos las Puertas de jade y viajaremos más allá de las Fuentes Amarillas. Sólo quedarás tú, Sai Shi Gu'er, y deberás vengarnos. Para ello te pongo a salvo enviándote, con un criado de toda confianza, a la lejana Chaoxian [17] , a casa de mi antiguo compañero de estudios Hen Zu, quien, no hace mucho, perdió a un hijo de tu misma edad cuyo lugar en su familia ocuparás hasta que alcances la madurez.»

– Supongo que «cruzar las Puertas de Jade» y «viajar más allá de las Fuentes Amarillas» significa que van a morir, ¿no? -comenté, horrorizada-. ¡Trescientos miembros de una familia! ¿Cómo puede ser?

– Era una práctica común en China hasta hace muy poco, madame. Recuerde lo que decía el Príncipe de Gui en la leyenda que le conté: mil ochocientos años después de esta carta, la dinastía Qing mandó asesinar a nueve generaciones de la familia Ming. La cifra de muertos pudo ser similar o, incluso, superior. Como castigo, se mataba al delincuente y a todos sus familiares hasta el último grado de parentesco. De esa manera, como la mala hierba, el clan quedaba eliminado de raíz impidiendo que aparecieran nuevos brotes.

– ¿Y qué delito había cometido ese padre, Sai Wu, para merecer tal castigo? Usted acaba de leer que él se consideraba culpable de la desgracia.

– Tenga paciencia, madame.

Yo, como adulta, podía contenerme, pero Fernanda y Biao, con los ojos fuera de las órbitas, no iban a esperar mucho antes de lanzarse sobre Lao Jiang y exigirle, con uñas y dientes, que leyera más. Por Biao no habría puesto la mano en el fuego pero, por mi sobrina, sí: estaba a punto de explotar de impaciencia. Creo que se dominaba porque el anticuario le daba un poco de miedo. A mí ya me hubiera arañado la cara.

– «Según me ha dicho un buen amigo del infortunado general Meng Tian, el eunuco Zhao Gao le ha contado que Hu Hai, el nuevo emperador Qin, tiene la intención de enterrar con el Dragón Primigenio, que ya ha cruzado las Puertas de Jade, a todos cuantos hemos trabajado en su mausoleo. Como yo, Sai Wu, he sido el responsable de tan grandiosa y recóndita construcción durante treinta y seis años, desde que el ministro Lü Buwei me encomendó la tarea, mi clan al completo debe morir para preservar el mayor secreto de todos, el que yo te voy a revelar ahora para que vengues a tu familia y a tus parientes. Nuestros antepasados no descansarán en paz hasta que hagas justicia. Hijo mío, lo que más me atormenta en estas horas de adversidad es que ni siquiera tendré el consuelo de que mi cadáver repose en el panteón familiar.»

El señor Jiang hizo una pausa. Todos permanecimos en silencio. Resultaba increíble la desmesura del castigo impuesto a una familia inocente por el hecho de que uno de sus miembros hubiera trabajado fielmente para el Primer Emperador.

– No debe de quedar mucho ya por leer, ¿verdad? -pregunté, al fin. Seguía atónita por la cantidad de cosas que podían escribirse en un espacio tan pequeño utilizando esos curiosos caracteres chinos.

– Este pedazo es muy revelador -musitó el anticuario, sin hacerme caso-. Por un lado, menciona a Meng Tian, un general importantísimo de la corte de Shi Huang Ti, responsable de muchas de sus victorias militares y a quien el Primer Emperador encargó la construcción de la Gran Muralla. Este general y toda su familia fueron sentenciados a muerte por un falso testamento de Shi Huang Ti elaborado por el poderoso eunuco Zhao Gao, también citado en la carta, que había trabajado para el Primer Emperador y que, a su muerte, quiso hacerse con el control del imperio. Este falso testamento obligaba al hijo mayor de Shi Huang Ti a suicidarse y nombraba emperador a Hu Hai, el débil hijo segundo. Como verá, nuestro jiance tuvo que ser escrito forzosamente a finales del año 210 antes de la era actual, cuando murió el Dragón Primigenio, otro de los nombres de Shi Huang Ti.

– O sea, que tiene… -hice un rápido cálculo mental-, dos mil ciento y pico años de antigüedad.

– Dos mil ciento treinta y tres, exactamente.

– Y, entonces, ¿qué pasó con Sai Wu?

– ¿Acaso no recuerda lo que le conté en Shanghai sobre el mausoleo real de Shi Huang Ti? Le dije que todos aquellos que sabían dónde se encontraba fueron enterrados vivos con él: los cientos de concubinas imperiales que no habían tenido hijos y los setecientos mil obreros que habían participado en la construcción. Así lo afirma Sima Qian [18] , el historiador chino más importante de todos los tiempos. Con mayor razón debía morir, pues, aquel que había sido el jefe del gran proyecto. Sai Wu, responsable del mismo durante treinta y seis años, como le explica a su hijo.

– Lo que convierte a Sai Wu en el mejor ingeniero y arquitecto de su época.

Esta frase la soltó repentinamente Fernanda para sorpresa de todos. Pero, antes de que tuviéramos tiempo de reaccionar, el señor Jiang, sin mover un músculo, ya estaba hablando de nuevo. Y no para decir algo agradable, por cierto:

– El exceso de conocimiento en las niñas es pernicioso -comentó con un énfasis especial en la voz-. Malogra sus posibilidades de conseguir un buen marido. Debería usted enseñar a callar a su sobrina, madame, sobre todo en presencia de adultos.

Abrí la boca para explicarle enérgicamente al anticuario lo absurdo de sus afirmaciones pero…

– Tía Elvira, dígale al señor Jiang de mi parte -la voz de Fernanda estaba cargada de resentimiento- que si él pide respeto para sus tradiciones debería ofrecerlo también para las tradiciones de los demás, especialmente en lo que se refiere a las mujeres.

– Estoy de acuerdo con mi sobrina, señor Jiang -añadí con firmeza, mirándole directamente-. Nosotras no estamos acostumbradas al trato que dan ustedes aquí a la otra mitad de su población, esos doscientos millones de mujeres a los que no permiten hablar. Fernanda no ha querido ofenderle. Ha hecho, sencillamente, lo que hubiera hecho en Europa: comentar con acierto algo sobre la conversación que estábamos manteniendo.

– Pa luen [19] . No voy a discutir este asunto con usted, madame -sentenció el anticuario con una frialdad que me heló la sangre en las venas. De inmediato, enrolló las tiras de bambú, las envolvió en el pañuelo de seda amarilla y las guardó en la caja. Luego, se puso en pie con su flexibilidad habitual y se alejó de nosotros. Aquello era una descortesía terrible.

– Bueno, Biao -dije, poniéndome también en pie aunque con mayores dificultades que el anticuario-, ya me explicarás qué hay que hacer en una situación como ésta en la que dos culturas se ofenden mutuamente sin haber tenido intención de hacerlo.

Biao me miró con gesto desolado y más cara de niño pequeño que nunca.

– No lo sé, tai-tai. -Parecía que no quería comprometerse.

– ¡Yo no he hecho nada malo! -exclamó Fernanda realmente enfadada.

– Tranquila. Ya sé que no has hecho nada malo. El señor Jiang va a tener que acostumbrarse a nosotras, tanto si le gusta como si no.

Una vez, cuando era pequeña, tuve una idea magnífica. Estaba dibujando un pequeño jarrón que el profesor había dispuesto sobre una mesa para que aprendiera a trabajar con las luces y las sombras cuando, de repente, se me ocurrió que no sólo quería dedicarme a pintar cuando fuera mayor sino que quería que mi propia vida fuera una obra de arte. Sí, ése fue mi pensamiento: «Quiero hacer de mi vida una obra de arte.» Mucho había llovido desde entonces y, cuando recordaba aquel propósito infantil, me sentía orgullosa de mí misma por haberlo conseguido. Era cierto que mi trabajo como pintora no daba para muchas alegrías y que aún estaba lejos de conseguir mi sueño, que mi matrimonio no había sido exactamente ejemplar porque, como Rémy, carecía de la predisposición necesaria para la vida de casada, que el vínculo con mi familia jamás había funcionado, que los hombres de mi vida habían sido siempre deplorables (Alain, el pianista idiota; Noël, el estudiante aprovechado; Théophile, el compañero mentiroso…), y, sobre todo, que mi valentía juvenil se había esfumado con la edad adulta, dejándome indefensa ante las más sencillas contrariedades. Pero, en cualquier caso, reconociendo todas estas deficiencias, estaba orgullosa de mí misma. Mi vida era diferente a la de la mayoría de mujeres de mi generación. Había sabido tomar decisiones difíciles. Vivía en París y pintaba en mi estudio bajo la perfecta luz del sureste que entraba por las ventanas de mi propia casa. Había sobrevivido a muchos hundimientos y había sabido conservar a mis amigos. Si eso no era, a fin de cuentas, hacer una pequeña obra de arte, que bajara Dios y lo viera. Yo estaba segura de que sí. Mirándolo por el lado bueno, quizá aquel desgraciado viaje por China era una pincelada más de un cuadro que empezaba a estar dotado de belleza, con todos sus errores y pentimenti. O, al menos, así lo sentí la mañana del día que llegamos a Nanking, mientras la brisa del Yangtsé me daba en la cara y unos pescadores vestidos de negro mandaban de exploración por el río a sus cormoranes.

Es curioso cómo pescan los chinos. No usan cañas ni redes. Adiestran a esas grandes aves acuáticas de vistoso cuello para que capturen a los peces y, luego, los regurgiten en los canastos de la barca aún vivos y sin dañarlos. Pinté varios cormoranes aquella mañana en los márgenes y las pequeñas esquinas de hojas ya usadas de mi cuaderno con la idea de emplearlos después en el mismo cuadro en el que pensaba dibujar las aspas giratorias del ventilador de mi camarote del André Lebon. Aún faltaban piezas para la composición pero ya tenía claro que habría cormoranes y ventiladores.

Llegamos a Nanking el miércoles, 5 de septiembre, por la tarde, antes de la puesta de sol. A esas alturas me resultaba inconcebible pensar que sólo hacía una semana que había llegado a China, era como si llevara mucho más tiempo y empezaba a situar mi salida de París en un pasado remoto que comenzaba a borrarse. Las nuevas experiencias, los viajes, tienen un influjo amnésico poderoso, como cuando pintas con un nuevo color sobre otro anterior que desaparece.

En Nanking, el Yangtsé hubiera podido tomarse por un mar en vez de por un río -tan ancho era su cauce-. En algún momento perdimos de vista la orilla norte y ya no la volvimos a recuperar, de manera que sólo el lento discurrir de las aguas fangosas en una dirección daba indicios de que aquel océano interminable era una corriente fluvial. Vapores de gran tonelaje, cargueros, remolcadores y cañoneras ascendían y descendían por el río o permanecían atracados en el muelle mientras caravanas de barcazas como la nuestra y cientos de sampanes familiares -auténticas casas flotantes-, cargados de hombres, mujeres y niños ligeros de ropa, se agolpaban y viraban de manera sorprendente en busca de un trecho de agua por el que avanzar. El olor a pescado frito era terrible.

Dejamos el río y abandonamos aquel embarcadero lleno de gente, cajas, cestas y jaulas de patos y gansos para adentrarnos en la ciudad. Necesitábamos encontrar un lugar donde dormir aquella noche y, aunque no lo dije, también donde poder darnos un baño: algunos de nosotros apestábamos como bueyes. Pero Nanking no era Shanghai, con sus modernos hoteles y sus luces nocturnas. Aquella ciudad era una ruina. Grande, sí, pero una ruina. No quedaba en ella nada del esplendor de la antigua Capital del Sur (que es lo que significa Nanking, por oposición a la Capital del Norte, Pekín) fundada por el primer emperador de la dinastía Ming en el siglo xiv. Los deteriorados muros de la vieja ciudad surgían de vez en cuando mientras avanzábamos por las calles amplias y sucias en busca de una posada. Paddy, con los ojos hinchados y enrojecidos, caminaba dando traspiés aunque se iba espabilando un poco con el aire de la noche que, sin ser fresco, al menos aquel día no era tórrido.

El señor Jiang caminaba confiado y alegre. Nanking le traía buenos recuerdos de su juventud, ya que en esta ciudad había aprobado su examen literario con las mejores calificaciones. Al parecer, la Capital del Sur era algo así como una de nuestras ciudades universitarias europeas y los letrados que realizaban aquí sus estudios estaban mucho mejor considerados que los del resto de China. Grandes monumentos Ming se conservaban en la ciudad, sobre todo en las afueras, ya que había sido, en el pasado, una metrópoli de considerable importancia política y económica, con una población culta y numerosa.

– En Nanking -comentó orgulloso el anticuario- se publican los libros más hermosos del Imperio Medio. La calidad del papel y de la tinta que se fabrican aquí no tiene parangón.

– ¿Tinta china? -preguntó Fernanda distraída, contemplando la miseria y la desolación de las calles por las que avanzábamos.

– ¿Acaso hay de otra en este país? -repuso Paddy desabridamente. Todavía estaba resacoso.

Finalmente, después de mucho deambular, encontramos alojamiento en un triste lü kuan (una especie de hotel barato) situado entre la Misión Católica y el Templo de Confucio, al oeste de la ciudad. Se trataba, más bien, de un patio cuadrado con aspecto de antigua pocilga cubierto en parte por un sobradillo de paja y a cuyos lados daban las habitaciones. Al fondo, tenebrosamente iluminadas por farolillos y quinqués, se apiñaban las mesas llenas de gente que cenaba o jugaba sobre extraños tableros a pasatiempos desconocidos para mí.

El señor Jiang pronto entabló conversación con el dueño del negocio, un celeste joven, grueso y de frente despejada que aún conservaba su rancia coleta Qing. Mientras los demás cenábamos unos rollos de camarones con pedazos de carne condimentada y trozos de cerdo dulce y agrio -yo había ganado mucha habilidad con los palillos, los kuaizi, durante los días pasados en la gabarra y Fernanda parecía no haber utilizado otra cosa para comer en toda su vida-, el anticuario permaneció en pie junto a la gran cocina de leña recabando información del propietario para intentar situar los pocos datos que teníamos sobre el lugar en el que el médico Yao escondió, trescientos años atrás, el segundo pedazo del jiance de Sai Wu. Justo cuando estábamos terminando de cenar, el dueño del lü kuan se despidió de Lao Jiang con una gran sonrisa nerviosa y el anticuario regresó junto a nosotros.

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