Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 23 стр.


Ambos niños regresaron calados por la lluvia y la atlética Fernanda llevaba barro hasta en las orejas. Quién me hubiera dicho dos meses atrás, con lo remilgada, estirada y cursi que era, que mi sobrina acabaría convertida en una joven espléndida, deportista y sucia. El cambio de Fernanda había sido espectacular y, sólo por el gusto de molestar un poco, hubiera dado cualquier cosa porque mi madre y mi pobre hermana hubieran podido verla en aquel momento.

Aquella fue una noche rara. Algo me despertó de madrugada y no supe qué era hasta que estuve completamente despejada: había dejado de llover. El silencio que envolvía la casa era completo, como si la naturaleza, agotada, hubiera decidido sumirse en un tranquilo reposo. Estaba tan espabilada que no creí posible poder volver a dormirme, así que me levanté sigilosamente para no molestar a Fernanda, me envolví en la manta porque hacía mucho frío y salí al patio con la intención de sentarme un rato a mirar el cielo. Pero, cuál no sería mi sorpresa al ver salir a Biao de la iluminada habitación de estudio de Lao Jiang con un farolillo en la mano y dirigirse hacia las escaleras con paso adormilado.

– ¿Adonde vas, Biao? -susurré.

El niño dio un brinco y miró en todas direcciones con cara de susto.

– Aquí abajo -le indiqué.

– ¿Tai-tai ? -preguntó, temeroso.

– ¡Pues claro! ¿Quién iba a ser? ¿Qué haces despierto a estas horas?

– Lao Jiang me llamó. Me ha pedido que la despierte y le pida que suba a verle.

– ¿Ahora? -me sorprendí. Como pronto, debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Algo había sucedido y la única explicación posible era que el anticuario había encontrado algo importante en sus nuevas lecturas.

Pequeño Tigre me esperó arriba alzando el farol hasta que llegué a su lado chapoteando con las sandalias sobre los escalones mojados y, luego, me iluminó el camino hasta la habitación de estudio. Me asomé con cautela para mirar lo que estaba haciendo el anticuario y le vi, a la luz de las velas, leyendo con absoluta concentración. Ni siquiera se dio cuenta de que yo entraba en el cuarto y me colocaba a su espalda. Sólo cuando, aterida, me abrigué más estrechamente con la manta, levantó la cabeza y se giró sobresaltado.

– ¡Elvira! ¡Qué rapidez! Me alegro de que haya venido tan pronto.

– Ya me había despertado el silencio antes de encontrarme con Biao. Y usted, ¿por qué no se ha acostado?

Pero no me respondió. Su cara expresaba una gran agitación contenida.

– Permítame que le lea algo, por favor -solicitó, invitándome con un gesto a tomar asiento.

– ¿Ha encontrado un dato importante?

– He encontrado la solución -dejó escapar con una risa nerviosa, acercando una de las muchas velas que había sobre la mesa al libro que tenía delante. Biao trajo un taburete, lo puso junto a Lao Jiang y se retiró a una esquina de la habitación; me senté con el estómago encogido-. Este libro es una joya bibliográfica que alcanzaría un precio exorbitante en el mercado. Se titula Los verdaderos fundamentos secretos del reino de lo puro elevado y lo escribió un tal maestro Hsien durante el reinado del cuarto emperador Ming, a mediados del siglo xv.

– ¡Dígame ya la solución al enigma del abad! -proferí, impaciente.

– Su querida Ming T'ien le ha estado diciendo la verdad. Este libro sólo tiene cuatro capítulos y estoy seguro de que puede adivinar cómo se llaman.

– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Paz» y «Salud»? -aventuré.

Lao Jiang se rió.

– No. No hubiera usted pasado la prueba.

– ¿«Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz»?

– Exactamente -aprobó-. Le haré un resumen: según el maestro Hsien, los taoístas deben ser, en primer lugar, personas felices, de manera que su felicidad les lleve a desear una larga vida que les permita disfrutar mucho tiempo de ese bienestar y esa satisfacción que han conseguido. Mediante las técnicas taoístas para la longevidad, alguna de las cuales usted ya conoce, obtienen, al mismo tiempo, una buena salud, algo muy importante porque sin salud resulta imposible ser feliz. Por lo tanto, cuando son felices y saben que, gracias a su diario trabajo desarrollando ciertas cualidades físicas y mentales, van a gozar de una larga vida llena de salud, entonces, y sólo entonces, aspiran a la paz, una paz interior que les permitirá cultivar las virtudes taoístas del Wu wei.

– ¿Wu wei?

– «Inacción». Es un concepto difícil para ustedes, los occidentales. Significa no actuar frente a las situaciones de la vida. -Se pasó los dedos con suavidad por la frente buscando la forma de explicarme algo tan simple como la holgazanería-. Wu wei no significa pasividad, aunque a usted pueda parecérselo ahora. El sabio taoísta, como tiene la mente en paz, permite que las cosas discurran por sí mismas, sin interferir en los acontecimientos. Al renunciar al uso de la fuerza, a las emociones agitadas, a la ambición por las cosas materiales, descubre que intentar imponerse al destino es como remover el agua de una charca y enfangarla. Si, por el contrario, su acción consiste en no removerla, en dejarla como estaba, el agua permanecerá limpia o se limpiará por sí sola. La inacción del Wu wei no implica no actuar sino hacerlo siempre bajo el signo de la moderación del Tao, retirándose discretamente una vez que se ha terminado el trabajo.

– Eso de la moderación, ¿lo ha añadido usted de su cosecha por alguna razón?

Me observó divertido y movió la cabeza.

– Su desconfianza llega a extremos sorprendentes, Chang Cheng -dijo utilizando el sobrenombre que me había dado la Montaña Misteriosa. ¿Cómo se había enterado del mote, encerrado todo el día como estaba en la habitación de estudio?-. Lo dice el Tao te king, ya lo sabe, en un hermoso fragmento que se le ofreció como regalo. En fin, deberíamos mandar aviso al abad y pedirle que nos reciba para comprobar si hemos acertado.

– ¿Sabe la hora que es? -me escandalicé, descubriendo en ese momento que el control de las emociones y el Wu wei no entrarían nunca a formar parte de mi vida.

– Está a punto de amanecer -repuso-. Hace horas que el abad debe de estar celebrando las ceremonias matinales del monasterio.

– Mi sentido del tiempo está muy alterado desde que llegué a Wudang -admití con resignación-. Esas horas dobles con nombres de animales me confunden.

– Ésas son las auténticas horas chinas. Sólo han dejado de utilizarse en los territorios ocupados por ustedes, los occidentales -replicó Lao Jiang poniéndose en pie-. Biao, acércate al Palacio de las Nubes Púrpuras y pide una audiencia con el abad. Di que hemos resuelto el enigma.

– Quizá debería visitar a Ming T'ien y confirmar los dos últimos ideogramas antes de hablar con el abad -propuse.

– Hágalo -convino, disimulando un bostezo-. Creo que puedo irme a dormir un rato con la satisfacción de haber resuelto el enigma. No lo hubiera conseguido sin su ayuda. Me alegro de que me animara a dejar el Feng Shui y a buscar en los textos taoístas de Wudang. Pronto tendremos el tercer y último fragmento del jiance.

Sorprendentemente, mi sobrina Fernanda recibió la noticia con absoluta indiferencia. En el fondo, su transformación había sido sólo de intereses:

– Entonces, ¿nos marcharemos pronto de Wudang? -preguntó frunciendo el ceño-. No quisiera dejar mis clases en este momento.

Mientras desayunábamos en el comedor, un sol agobiado entre gruesas capas de nubes luchaba por abrirse paso en aquella primera mañana sin lluvia.

– Biao y yo podríamos quedarnos aquí -propuso, terca. Al niño se le iluminaron los ojos pero no se atrevió a decir esta boca es mía. Había vuelto hacía sólo unos minutos del palacio del abad con la noticia de que un servidor vendría a buscarnos a la hora de la Serpiente [40] para acompañarnos a la audiencia.

– Tú vendrás conmigo adonde yo vaya, Fernanda -declaré, armándome de paciencia. Fui yo quien quiso que se quedara en Shanghai con el padre Castrillo para no exponerla a peligros innecesarios y fue ella la que se empeñó en no separarse de mí y ahora estaba dispuesta a verme marchar con Lao Jiang y los soldados con tal de no abandonar Wudang-. ¿Cómo voy a dejarte sola en este monasterio taoísta, perdido en el interior de la China?

– Pues no sé por qué no, tía. Aquí estamos más seguros que en cualquier otra parte y Biao y yo no somos necesarios para encontrar la tumba de ese dichoso emperador Ti Huang… lo que sea.

– Se terminó la cuestión, Fernanda -ordené, levantando una mano en el aire-. No permitiré que te quedes aquí. Vete a tus clases ahora pero regresa en cuanto el niño vaya a buscarte.

No se lo pensó dos veces y, sin terminar su desayuno, salió a grandes zancadas de la habitación. Lao Jiang apareció en ese momento con cara de sueño. Aquella mañana había sido la primera que yo había hecho sola mis ejercicios taichi y, aunque los errores se habían sucedido uno tras otro, había disfrutado de una magnífica soledad frente a las serenas montañas.

– Ni hao -saludó el anticuario-. ¿Qué novedades tenemos?

– Dentro de una hora… de una hora occidental quiero decir, vendrá un sirviente del abad para acompañarnos al Palacio de las Nubes Púrpuras.

– ¡Ah, perfecto! -exclamó con gran satisfacción, sentándose a desayunar-. ¿No quería usted visitar antes a Ming T'ien?

– Ya nos marchábamos, ¿verdad, Biao? -repuse, levantándome. No estaba muy segura de que la anciana monja estuviera tan temprano en su cojín de satén pero había que intentarlo. Podía ser la última vez que la viera.

Caminamos por las avenidas de piedra, aún húmedas, dejando en el aire nubes de vaho que salían de nuestras bocas. Monjes vestidos con largas túnicas negras se esforzaban por barrer los corredores, puentes, patios, palacios y escalinatas de Wudang para quitar el barro acumulado. El frío revitalizaba el cuerpo y las imágenes que se ofrecían ante mis ojos eran, tras tantos días de lluvia, una auténtica embriaguez para los sentidos. Al pasar por un camino que daba a un acantilado, vimos una alfombra de nubes blancas varios cientos de metros por debajo de nosotros. El templo de Ming T'ien se distinguía a lo lejos, tras un puente, construido en una ladera. Wudang era tan grande que sus paisajes cambiaban cada día sin que te dieras cuenta. Era una ciudad, una ciudad misteriosa donde la paz entraba en los pulmones junto con el aire puro. En el fondo, mi sobrina tenía razón; no me hubiera importado quedarme algún tiempo allí para reflexionar tranquilamente sobre las cosas que había visto y oído pero, ante todo, para recapacitar sobre las que había aprendido quizá demasiado rápidamente y con exagerados prejuicios y prevenciones por mi parte.

En ese momento, el corazón me dio un vuelco de alegría al divisar la diminuta figura de la anciana sentada en el portal.

– ¡Vamos! -urgí a Biao y ambos aceleramos el paso.

Al llegar frente a ella, y para mi sorpresa, Ming T'ien nos recibió con una buena reprimenda.

– ¿Por qué vas siempre corriendo de un lado para otro? -me espetó a bocajarro, muy enfadada. El tono suave de Biao al traducir su pregunta distaba mucho de la voz malhumorada con la que ella me hablaba.

– Perdón, Ming T'ien -repuse haciendo una inútil reverencia con las manos unidas a la altura de la frente-. Hoy es un día muy especial y tenemos un poco de prisa.

– ¿Y qué importa eso? ¿Acaso crees que esas esculturas de tortugas que adornan todo el monasterio están puestas sólo para decorar? Aprende de una vez que la tortuga posee la longevidad porque se conduce de manera pausada. Actuar precipitadamente acorta la vida. Repítelo.

– Actuar precipitadamente acorta la vida -repetí en chino.

– Así me gusta -declaró exhibiendo una gran sonrisa-. Quiero que recuerdes este pensamiento cuando estés muy lejos de aquí, Chang Cheng, ¿lo harás?

– Lo haré, Ming T'ien -le prometí, no muy convencida.

– Bien. Me das una gran alegría. -Sus ojos blanquecinos se giraron de nuevo hacia las montañas-. Siento que ya no tengamos otra oportunidad de volver a hablar, pero me gusta que hayas venido a despedirte.

¿Cómo sabía ella…?

– Deberías estar camino del Palacio de las Nubes Púrpuras -añadió-. El pequeño Xu os recibirá dentro de poco.

– ¿El pequeño Xu? -pregunté. No podía estar hablando de Xu Benshan, el gran abad de Wudang. ¿O sí?

Ella se rió.

– Aún recuerdo el día que llegó a estas montañas -me explicó-. Al igual que yo, nunca ha vuelto a salir de aquí, ni lo hará.

Pero ¿cómo sabía ella todo eso?, ¿cómo sabía que habíamos resuelto el enigma?, ¿cómo sabía que teníamos una audiencia con el abad?

– No quisiera que llegaras tarde, Chang Cheng -dijo adoptando nuevamente el tono de amonestación con el que nos había recibido-. Sé que necesitas confirmar el orden de los ideogramas, así que, dime, ¿cuál es el resultado correcto?

– «Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz».

Ella sonrió.

– Ve, anda -dijo agitando su mano huesuda como si estuviera espantando una mosca-. Tu destino te espera.

– Pero ¿es correcto? -pregunté, insegura.

– ¡Claro que es correcto! -se enfadó-. ¡Y márchate ya! Empiezo a estar cansada.

Biao y yo dimos media vuelta y comenzamos a alejarnos de ella. Una gran tristeza me invadía. Me hubiera gustado quedarme allí, aprender más de Ming T'ien.

– ¡Acuérdate de mí cuando llegues a mi edad! -exclamó y, luego, la oí reír. Me volví para mirarla y levanté la mano a modo de despedida aunque sabía que no podía verme. Valía la pena acortarse un poco la vida y salir corriendo antes de que las lágrimas me impidieran ver el camino. «Acuérdate de mí cuando llegues a mi edad», había dicho. Sonreí. ¿Pretendía decirme que llegaría, como ella, a los ciento doce años…? En ese caso moriría, ni más ni menos, que en el lejanísimo 1992, casi a finales del siglo que acababa de comenzar. Llegué a la casa riendo todavía y seguía haciéndolo cuando, acompañados por un sirviente ricamente ataviado, iniciamos el camino hacia el gran palacio del «pequeño Xu».

El imperial Palacio de las Nubes Púrpuras aún me impresionó más que la primera vez que lo vi, el día de nuestra llegada bajo la lluvia. El cielo seguía cubierto, plomizo, pero afortunadamente no cayó ni una sola gota mientras atravesábamos el gran puente sobre el foso y ascendíamos por las grandiosas escalinatas que salvaban las tres alturas del edificio. El abad nos recibió, de nuevo, en el Pabellón de los Libros, al fondo del cual nos esperaba sentado con gran dignidad, flanqueado por los miles de jiances hechos con tablillas de bambú que se apilaban, enrollados, unos sobre otros a cada lado de la sala y que ahora estaban iluminados por la luz que entraba a través de las ventanas cubiertas con papel de arroz. No había antorchas, ni fuego; sólo cuatro grandes losas de piedra colocadas delante del abad mostrándonos su lisa parte posterior.

Cuando, después de avanzar con los pasos cortos protocolarios, llegamos al límite de la proximidad permitida, los monjes que nos acompañaban se retiraron con una profunda reverencia. Volví a fijarme en las inmensas plataformas de los zapatos de terciopelo negro del abad, aunque ahora, con luz natural, llamaba más mi atención el brillo de la seda azul de su túnica.

– ¿Tenéis buenas noticias? -nos preguntó Xu Benshan con voz suave.

– ¡Como si no supiera que sí! -farfullé en voz baja mientras Lao Jiang daba un paso adelante hacia las losas de piedra y, señalándolas con un dedo, decía:

– «Felicidad», «Longevidad», «Salud» y «Paz».

El «pequeño Xu» asintió satisfecho con la cabeza e introdujo su mano derecha en la amplia manga izquierda de su túnica. A mí el corazón se me desbocó cuando le vi sacar un rollo de viejas tablillas sujetadas con un cordón de seda verde. Era nuestro tercer fragmento del jiance.

Ceremoniosamente, el abad se incorporó y descendió los tres escalones que le separaban de las piedras al tiempo que dos monjes vestidos de púrpura giraban las losas para que comprobásemos el resultado. Allí estaban, por orden, el ideograma fu, «felicidad», el de las fechas y los cuadrados; luego shou, «longevidad», con sus múltiples rayas horizontales; después, k'ang, «salud», con su hombrecillo atravesado por un tridente; y, por último, an, «paz», cuyo protagonista bailaba el foxtrot.

El abad atravesó la línea de las losas y, con el brazo extendido, hizo entrega a Lao Jiang del último fragmento del jiance escrito por el arquitecto e ingeniero Sai Wu más de dos mil años atrás. Visto tan de cerca, Xu Benshan parecía muy joven, casi un niño, pero mis ojos se apartaron de él para seguir al jiance desde su mano hasta las de Lao Jiang. Ya era nuestro. Ahora sabríamos cómo encontrar la tumba del Primer Emperador.

– Gracias, abad -escuché decir al anticuario.

– Sigan disfrutando de nuestra hospitalidad todo el tiempo que deseen. Empieza para ustedes la parte más difícil de su viaje. No duden en pedirnos cualquier cosa que necesiten.

Hicimos nuevamente una profunda reverencia de agradecimiento y, mientras el abad se quedaba allí, mirándonos, Lao Jiang, Biao y yo emprendimos, conteniendo a duras penas la impaciencia, el interminable y lento camino hacia el exterior del palacio para poder examinar nuestro ansiado trofeo. ¡Al fin teníamos el tercer fragmento! Y, por lo que veía de reojo, era idéntico a los dos que ya obraban en nuestro poder.

– Esperaremos a estar en la casa antes de abrirlo -dijo Lao Jiang, levantando victoriosamente en el aire la mano con las tablillas-. Quiero unirlo a los otros fragmentos para hacer una lectura completa.

– Biao -exclamé llena de júbilo-. Ve a buscar a Fernanda y volved los dos sin perder un minuto.

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