Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 24 стр.


CAPÍTULO CUARTO

Sobre la mesa de la habitación de estudio, ahora completamente despejada de libros, las tablillas de bambú que formaban la vieja carta del arquitecto Sai Wu habían vuelto a reunirse por primera vez desde aquella noche de 1662 en que el Príncipe de Gui cercenó los cordones de seda que las ligaban haciendo tres fragmentos que entregó a sus más fieles amigos para que los escondieran a lo largo del cauce del Yangtsé. Según sospechábamos, el último pedazo de la carta indicaba la ubicación de la tumba perdida del Primer Emperador y la forma de entrar en ella eludiendo lo que ahora sabíamos que eran disparos automáticos de ballestas y peligrosas trampas mecánicas dispuestas contra los saqueadores de tumbas (es decir, contra nosotros). Por eso la lectura completa del jiance revestía tanta importancia e incluso Fernanda, que había regresado a la carrera en cuanto Biao fue a buscarla, estaba visiblemente nerviosa, inclinada sobre las tablillas como si pudiera entender lo que veía. Lao Jiang, a la postre, terminó por ordenarle con firmeza que se apartara de la mesa antes de tomar asiento y calarse las gruesas gafas en la nariz. Los demás le rodeamos por la espalda, en completo silencio, mirando por encima de sus hombros.

– ¿Qué dice el fragmento nuevo? -pregunté al cabo de un buen rato.

El anticuario sacudió la cabeza despacio.

– El tamaño de los ideogramas es un poco más pequeño y algunos de ellos no se pueden leer porque la tinta se ha estropeado -dijo, al fin.

– Ya contábamos con eso -murmuré, acercándome un poco más-. Lea lo que sí puede verse.

Él emitió un gruñido indescifrable y alargó una mano hacia Biao.

– Pásame la lupa que hay sobre aquellos libros.

El niño voló y regresó antes de que el anticuario hubiera terminado la frase.

– Bien, veamos… Aquí dice… «Cuando tú, hijo mío, llegues al mausoleo, el sacrificio de todos cuantos hemos trabajado aquí habrá surtido efecto y ya nadie recordará su emplazamiento.»

– ¿A qué edad suponía Sai Wu que su hijo huérfano iría a saquear la tumba? -quiso saber Fernanda, sorprendida por la rapidez con la que el arquitecto creía que se olvidaría una obra de tal magnitud e importancia.

– Imagino que tras su mayoría de edad, como indicaba en el primer fragmento -repuso Lao Jiang, quitándose las gafas para mirarla-. Entre dieciocho y veinte años después de mandar al niño a casa de su amigo en… ¿dónde era?, ¿Chaoxian?, sí, Chaoxian -confirmó mirando las primeras tablillas-. Pero no es extraño que nadie pudiera recordar la localización de la tumba del Primer Emperador después de tan poco tiempo. Piensa que en las obras sólo estaban los condenados a trabajos forzados y sus jefes, los arquitectos y los ingenieros. Todos ellos murieron con Shi Huang Ti al ser enterrados vivos. El común de las gentes, los «cabezas negras» como se llamaba a los hombres libres, no estaba al tanto del lugar de la construcción, que era secreto. Únicamente lo conocían los ministros y la propia familia imperial, que era la encargada de hacer las ofrendas funerarias, pero, en este caso, tres años después de la muerte de Shi Huang Ti, debido a las conspiraciones en la corte, a las revueltas campesinas y a los alzamientos de los antiguos señores feudales, ya no quedaba nadie vivo. La dinastía que fundó para Diez Mil años apenas duró tres.

– ¿Podría seguir leyendo, por favor? -pedí, llevándome las manos a la cintura con un gesto castizo que me sorprendió.

– Naturalmente -accedió el anticuario volviendo a ponerse las gafas y sujetando la lupa sobre las tablillas-. ¿Dónde estaba…? Aquí, ya lo veo. «Observa el mapa, Sai Shi Gu'er. La entrada secreta se encuentra en el lago artificial formado por el dique de contención de las aguas del río Shahe. Sumérgete donde he puesto la señal y desciende cuatro ren…»

– ¡Un momento, un momento! -exclamé, acercando a la mesa uno de los taburetes para ponerme más cómoda-. Deberíamos examinar el mapa. Yo no he conseguido distinguir nada por más que lo he intentado. A lo mejor ahora, con las indicaciones de Sai Wu entendemos esas manchas de tinta.

Lao Jiang se giró hacia mí, risueño.

– Pero si está muy claro, Elvira. Mire, fíjese bien en este cuadrado de aquí -dijo señalando una minúscula marca en la esquina superior izquierda del mapa-. Dentro pone «Xianyang», la antigua capital del primer imperio chino, la ciudad de Shi Huang Ti. Era razonable suponer que el mausoleo se encontraría relativamente cerca, a no mucho más de cien kilómetros en cualquier dirección. Xianyang, hoy, debe de ser sólo un montón de ruinas, si es que queda algo, pero a muy poca distancia está la gran urbe de Xi'an que, equivocadamente, pasa por ser aquella vieja capital. Como ve, Xi'an no aparece en el mapa, lo que demuestra su autenticidad porque esta ciudad se fundó algunos años después de la muerte de Shi Huang Ti.

– ¿Y Xi'an está muy lejos de aquí, de Wudang?

Lao Jiang inclinó la cabeza, pensativo.

– Calculo que a la misma distancia que Hankow, en dirección oeste-norte -dijo, al fin-. Xi'an es la capital de la vecina provincia de Shensi [41] , al norte, y Wudang se encuentra en el límite con Shensi, de modo que habrá unos… cuatrocientos kilómetros, puede que menos. Aunque el problema serán las montañas. Entre Wudang y Shensi se encuentra la cordillera Qin Ling, de modo que necesitaremos otro mes o mes y medio para llegar hasta allí.

No podía ser fácil, me dije desolada. En plena época de lluvias, cercano ya el invierno, tendríamos que atravesar una cordillera que, con absoluta seguridad, sería aún más temible que Wudang con sus setenta y dos cumbres altas y escarpadas.

– No se desanime, Elvira -oí decir al anticuario-. Xi'an era el punto de origen de la famosa Ruta de la Seda que unía Oriente y Occidente. Está muy bien comunicada. Tiene buenos caminos y buenas pistas de montaña.

– Pero ¿y la guerra?, ¿y la Banda Verde?

– ¿Volvemos al mapa…? Ya tenemos situada la capital del Primer Emperador, la vieja Xianyang. Esta línea de puntos que discurre por debajo, de un lado a otro de las tablillas, es el río Wei. -Y señaló otro par de caracteres ilegibles; lo hubiera visto mejor de habérmelo indicado con alguna de aquellas uñas postizas de oro que lucía en Shanghai-. Si seguimos el cauce del Wei hacia el este encontramos que tiene muchos afluentes al norte y al sur pero éste -y puso el dedo sobre la última línea que descendía hacia la esquina inferior derecha del mapa-, éste en concreto es el Shahe, del que habla Sai Wu en su carta, ¿lo ve?, aquí está escrito el nombre, y sin duda este engrosamiento alargado es el lago artificial formado por el dique de contención. ¡Qué maravilla! -exclamó abriendo los brazos como para estrechar entre ellos al desgraciado maestro de obras muerto dos mil años atrás-. Adviertan esta pequeña marca de tinta roja en el extremo del embalse. Casi no se distingue, pero ahí está.

Me pasó la lupa y se apartó para que yo pudiera examinar la maravillosa señal roja. Viéndolo así, como él lo explicaba, lo cierto es que el extraño mapa se volvía comprensible. Si seguía con la mirada el descenso vertical del Shahe desde el Wei hasta una cadena de montañas que descansaba sobre el borde inferior de las tablillas de bambú, podía verse, cerca del final de su cauce, un ensanchamiento alargado con una ligera inclinación en sentido nordeste que tenía una diminuta mancha roja en su extremo más cercano a las montañas. ¿Esa mancha roja indicaba el lugar donde había que sumergirse…? ¡Por favor!

Después de que Fernanda, e incluso Biao, examinaran el plano, la lupa volvió a las manos de Lao Jiang, que continuó con la lectura.

– «Sumérgete donde he puesto la señal y desciende cuatro ren…» -repitió.

– ¿Cuánto es un ren? -preguntó mi sobrina.

El anticuario pareció sorprenderse con la pregunta.

– Son medidas antiguas -le explicó después de pensárselo un poco- y muchas de ellas han variado desde aquella época, pero me atrevería a decir que cuatro ren son unos siete metros, aproximadamente.

– ¡Siete metros! -me lamenté-. ¡Pero si yo casi no sé nadar!

– No se preocupe, tai-tai -quiso animarme Biao-, la ayudaremos. No es difícil.

Lao Jiang, harto de interrupciones, prosiguió con la lectura:

– «…cuatro ren hasta encontrar la boca de una tubería pentagonal que forma parte del sistema de drenaje del recinto funerario».

– ¿Pentagonal? -murmuró Biao.

– De cinco lados -le aclaró rápidamente Fernanda.

– «Avanza por ella veinte chi…».

– ¡Ya estamos otra vez! -protestó la niña-. Y, ahora, ¿qué es un chi?

– Un chi equivale, más o menos, a unos veinticinco centímetros -le aclaró Lao Jiang sin levantar la mirada del jiance -. Veinte chi serían unos cinco metros, si no me equivoco.

– No, no se equivoca -dijo el sabihondo de Biao; ese niño valía para las matemáticas, estaba claro.

– ¿Puedo seguir leyendo, por favor? -suplicó Lao Jiang con malhumor.

– Adelante -le animé. Lo cierto era que, si seguíamos interrumpiéndole, no acabaríamos nunca.

– «Avanza por ella veinte chi y asciende al respiradero. Encontrarás uno cada veinte chi. El último es el fondo de un pozo que te llevará directamente al interior del túmulo. Saldrás frente a las puertas del gran salón principal que da entrada al palacio funerario. Debes saber que la tumba tiene seis niveles de profundidad, el número sagrado del reinado del Dragón Primigenio.»

– ¿Seis niveles? -proferí.

– ¿El número sagrado? -preguntó al mismo tiempo Fernanda.

Lao Jiang, desolado, se quitó nuevamente las gafas.

– ¿Podrían hacer las preguntas sin atropellarse, por favor? -rogó con un suspiro.

– Bien, yo primero -dije, adelantándome a mi sobrina-. ¿Cómo es que la tumba tiene seis niveles de profundidad? El historiador que hizo la crónica sobre el mausoleo no dice nada de eso.

– Cierto, Sima Qian no menciona este detalle, pero le recuerdo que Sima Qian escribió su historia cien años después de la muerte del emperador y que jamás visitó el lugar ni sabía dónde se encontraba. Se limitó a copiar las referencias que encontró en los viejos archivos históricos de la dinastía Qin.

– ¿Por qué el seis era el número sagrado del Primer Emperador? -le atajó Fernanda, a quien le importaban poco la historia y las crónicas de nadie.

– Shi Huang Ti, influenciado por los maestros geománticos de su época, adoptó la filosofía de los Cinco Elementos. No voy a explicarles ahora en qué consiste -yo asentí; sabía de lo que hablaba y, desde luego, me parecía muy bien que no lo explicara. Me bastaba con tener anotada dicha teoría en mi libreta de dibujo-, pero, según el taoísmo, existe una relación armoniosa entre la naturaleza y los seres humanos, relación que se concreta en los Cinco Elementos, es decir, el Fuego, la Madera, la Tierra, el Metal y el Agua. El reinado de Shi Huang Ti, según el ciclo de estos Elementos, estaba regido por el Agua, ya que los reinados anteriores pertenecían al período del Fuego y él los había conquistado y dominado. Como el Elemento Agua se corresponde con el color negro, toda la corte imperial vestía de negro y todos los edificios, estandartes, ropas, sombreros y decoraciones se hacían con este color.

– ¡Qué siniestro! -dejé escapar.

– Y por eso llamaban también a la gente del pueblo «cabezas negras». Pero, además, según la teoría de los Elementos, el Agua no sólo está asociada al color negro sino al número seis. Y ésa es la respuesta a su pregunta, Elvira: la tumba tiene seis niveles porque así lo dictaban las normas del emperador. Era su número geomántico.

– Por eso y porque quién se iba a imaginar que un mausoleo subterráneo pudiera tener seis pisos, ¿verdad?

– Verdad -confirmó él, poniéndose otra vez las gafas con gesto cansino-. Bien, en fin, estábamos leyendo… Aquí. «… el número sagrado del reinado del Dragón Primigenio. Cada uno de los niveles es una trampa mortal pensada para proteger el verdadero sepulcro, que se encuentra en el último, en el más profundo, a salvo de los profanadores y los saqueadores. Y allí es donde tú tienes que llegar, Sai Shi Gu'er. Ahora te daré toda la información que he recogido, con grandes dificultades, durante los últimos años. Los miembros del gabinete secreto del… ¿Shaofu ?»… -Lao Jiang se detuvo-. No sé qué significa esta palabra. Me resulta completamente desconocida, «…del gabinete secreto del Shaofu [42] encargados de la seguridad trabajan en completo aislamiento y yo me he limitado a construir lo que ellos me han ordenado, pero puedo decirte algunas cosas que te servirán. Sé que en el primer nivel cientos de ballestas se dispararán cuando entres en el palacio pero podrás evitarlo estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia.»

– ¡Esto es una locura! -exclamé, apabullada, sin poder evitarlo.

– «Del segundo nivel aún sé menos, pero no enciendas fuego allí para alumbrarte, avanza en la oscuridad o morirás. Del tercero conozco lo que yo hice: hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte pero existe un camino entre ellos que lleva a la salida. En el cuarto nivel está la cámara de los Bian Zhong…» -Lao Jiang se detuvo, pensativo-. No sé qué son los Bian Zhong. «…la cámara de los Bian Zhong, que tiene relación con los Cinco Elementos».

– Eso sí lo sabemos -apunté, animosa, pero nadie me secundó.

– «En el quinto hay un candado especial que sólo se abre con magia. Y en el sexto, el auténtico lugar de enterramiento del Dragón Primigenio, tendrás que salvar un gran río de mercurio para llegar a los tesoros.» -Hizo una pausa y se pasó la mano por la frente-. «Te ruego, hijo mío, que vengas y que hagas lo que te pido. Inclinándome dos veces, Sai Wu.»

– ¿Cree que podremos conseguirlo? -le pregunté. La confianza que flotaba en el aire al comenzar la lectura se había esfumado por completo. Ahora, como los enfermos postrados en cama que no pueden levantarse, permanecíamos en silencio, inmóviles, atrapados por la duda.

– Este texto es muy antiguo -farfulló Lao Jiang tras meditar un poco la respuesta-. Lo que entonces era ciencia avanzada hoy ya no lo es. Tampoco creemos ya en la magia y, sin duda, disponemos de copias suficientes de los manuscritos que contienen los conocimientos que entonces sólo eran accesibles a los eruditos de la corte y a los emperadores. Creo que no debemos preocuparnos -concluyó-. Estoy seguro de que lo conseguiremos.

Durante unos minutos nadie dijo nada. Todos reflexionábamos. El peligro real podía no ser, como decía Lao Jiang, aquel conjunto de viejas trampas que incluso cabía la posibilidad de que hubieran dejado de funcionar. No, el peligro real era enterrarnos a una gran profundidad bajo tierra en una edificación excesivamente antigua. Todo el mausoleo podía venirse abajo y pillarnos dentro como ratas en una ratonera. Podíamos terminar sepultados bajo innumerables capas de escombros y aquella idea me impedía respirar. Además, no había que olvidar a los niños: ¿cómo íbamos a ponerlos en semejante peligro? No cabía duda de que lo mejor era dejarlos en Wudang. Yo estaba atrapada por las importantes deudas que me había dejado Rémy, pero Fernanda no tenía ninguna necesidad de morir a los diecisiete años y Biao tampoco debía terminar sus días de una manera tan triste.

– Los niños se quedarán en Wudang -anuncié.

Mi sobrina se volvió para mirarme con una expresión de colérica incredulidad.

– La idea fue tuya, Fernanda -le advertí antes de que empezara a protestar-. Esta misma mañana estabas muy molesta por tener que abandonar el monasterio. Voy a consentir que te quedes para que puedas progresar en tus ejercicios.

– ¡Pero ahora quiero ir! -se enojó.

– Pues ahora a mí me da lo mismo lo que tú quieras -objeté sin alterarme-. Biao y tú os quedaréis en Wudang hasta que volvamos a recogeros.

– Estoy de acuerdo -murmuró Lao Jiang-. Fernanda y Biao se quedarán en Wudang al cuidado de los monjes.

La cara de Biao se había inflamado como en un incendio: dos rosetones de color bermellón emergían sobre el cobrizo de sus mejillas y sus orejas estaban a punto de prenderse fuego. Seguramente era el efecto de la fuerza que hacía para contener las airadas protestas que le hervían por dentro, ya que él, como Fernanda, hubiera dado cualquier cosa por acompañarnos a la tumba del Primer Emperador.

Mi sobrina fue la primera en abandonar la habitación de estudio. Salió de allí, muy digna y muy ofendida, seguida a poca distancia por el larguirucho Biao que, por miedo a la vara, disimulaba su enfado todo lo que podía. Yo estaba segura de que, en breves momentos, empezarían a pitarme muchísimo los oídos.

Una vez solos, Lao Jiang y yo nos miramos.

– Vamos a echar de menos a Paddy -dijo el anticuario.

– Cierto. Usted y yo somos pocos para afrontar una empresa semejante.

– ¿Qué podemos hacer? ¿Pedir ayuda a nuestros soldados? ¿Involucrarlos hasta ese punto?

– No creo que sea buena idea -argüí.

– Yo tampoco, pero vamos a necesitarles. Piénselo.

– No necesito pensarlo. Serían más un peligro que una ayuda.

– Lo sé, lo sé… -reconoció con pesar-. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?

Intenté encontrar una solución rápidamente. Y, de pronto, se me ocurrió algo.

– ¿Y si le pedimos ayuda al abad? Dijo que no dudáramos en solicitarle cualquier cosa que necesitáramos.

– ¿Y qué «cosa» le pediríamos? -ironizó.

– Un monje -propuse-. O dos.

– ¿Monjes…?

– ¡Mire a su alrededor! Tenemos montones de taoístas expertos en artes marciales, en historia antigua, en adivinación, en astrología, magia, geomántica, filosofía… -me exalté.

Lao Jiang me observó preocupado.

– Pero, entonces, deberíamos compartir una parte del tesoro con el monasterio.

– ¡No sea tan avaricioso! -proferí, indignada. Ya sabía que su parte no era para él sino para el Kuomintang, pero me daba lo mismo-. ¿No le parece magnífico que las riquezas del Primer Emperador se distribuyan entre un periodista borracho, una viuda endeudada, los nacionalistas, los comunistas y un monasterio taoísta? ¿Prefiere acaso que caigan en manos de Puyi y los suyos o, peor aún, de los japoneses?

Aquellas preguntas le hicieron reflexionar.

– Tiene usted razón -admitió, visiblemente contrariado-. Voy a escribir una carta al abad explicándole nuestras necesidades. Le comentaré, de paso, que los niños se quedan aquí y le ofreceré participar en el reparto de las riquezas del mausoleo. Ya veremos qué dice.

Aquella tarde, tras una comida a la que no asistieron los desaparecidos Fernanda y Biao, dos extraños personajes hicieron su aparición en la puerta de nuestra casa. Eran dos monjes -cosa nada extraordinaria en un monasterio-, pero lo raro de ellos era su notable parecido: misma altura, mismo cuerpo, misma cara… Traían una carta del abad en respuesta a la de Lao Jiang. Mientras el anticuario la leía con suma atención yo observaba estupefacta a los dos gemelos que esperaban sin pestañear en el pórtico del patio. Eran delgados y aún tenían el pelo negro aunque ya escaso; las cejas pobladas, los ojos muy separados y una barbilla tan pronunciada que les deformaba la cara. Sólo pude advertir una pequeña diferencia entre ambos tras mucho examinarles (y podía hacerlo tranquilamente porque ellos sólo miraban a Lao Jiang) y fue una ligera sombra en la mejilla del monje situado a la izquierda.

– El abad nos envía a los hermanos Daiyu y Hongyu -dijo entonces el anticuario, levantando la mirada del papel; ellos hicieron una reverencia al escuchar sus nombres-. Uno de los dos es el maestro Daiyu, «Jade Negro», experto en artes marciales. -El de la mancha inapreciable en la cara volvió a inclinarse educadamente-. El otro es su hermano, el maestro Hongyu, «Jade Rojo», uno de los mayores eruditos de Wudang. -El aludido repitió el gesto-. Ambos son de Hankow y hablan francés, así que no habrá problemas de comunicación. Maestros Jade Negro y Jade Rojo, es un gran honor para madame De Poulain y para mí, Jiang Longyan, contar con vuestra ayuda en nuestro viaje. Estamos muy agradecidos al abad por poner a nuestra disposición a dos consejeros tan ilustres como ustedes.

A continuación, hicimos todos muchas reverencias pero, en el fondo, yo estaba bastante molesta porque los dos Jades me ignoraban como Lao Jiang había ignorado a mi sobrina en el pasado. Creí oportuno hacer un pequeño comentario:

– Quizá sería buena idea que los maestros Jade Negro y Jade Rojo recibieran mi consentimiento para mirarme y dirigirse a mí con toda confianza.

Las cejas de ambos se arquearon y el anticuario, antes de sufrir un conflicto diplomático, les soltó una larga conferencia en chino que no comprendí pero que surtió efecto porque, al terminar, ambos gemelos se volvieron y, tras echarme una ojeada indecisa, hicieron una nueva sarta de reverencias. Aquello ya era otra cosa.

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