Los niños, por su parte, manifestaron la mayor de las alegrías. Para ellos se acercaba el momento más emocionante y divertido de los últimos meses. Aquello era una fantástica aventura con un cuantioso tesoro como premio. ¿Qué más se podía pedir a los trece y a los diecisiete años? Mi intención había sido siempre mantenerlos a salvo, pero todo había salido mal una y otra vez. Ahora no quedaba otro remedio que llevarlos con nosotros y dejar que corrieran los riesgos y peligros que nos esperaban al resto en el interior de la tumba. Me sentí tremendamente culpable. Si algo les llegaba a ocurrir a Fernanda y a Biao… No quería ni pensarlo. Y todo por pagar unas deudas que ni siquiera eran mías; bueno, sí, eran mías por herencia pero esa ley que me había cargado con los problemas económicos de Rémy me parecía absolutamente injusta. Nada de todo aquello estaría sucediendo si él hubiera sido una persona cabal. De repente, no sé por qué, me vino a la cabeza una frase que me había dicho Lao Jiang cuando supimos en Nanking que a Paddy Tichborne le tenían que amputar una pierna: «Le voy a dar su primera lección de taoísmo, madame: aprenda a ver lo que hay de bueno en lo malo y lo que hay de malo en lo bueno. Ambas cosas son lo mismo, como el yin y el yang.» ¿Qué podía haber de bueno en todo aquello…? No fui capaz de verlo, de verdad, y entre estos negros pensamientos y otros de la misma índole, fuimos avanzando por grandes extensiones de campos yermos que, en épocas más pacíficas, debieron de dar buenas cosechas de cereales a sus propietarios. Ahora estaban abandonados, los campesinos habían huido y una gran soledad reinaba en la zona.
Aún no habíamos visto el río Shahe cuando el maestro Rojo llamó nuestra atención señalándonos un frondoso montículo de unos cuarenta o cincuenta metros de altura extrañamente aislado en una inmensa campiña al fondo de la cual se destacaban las cinco cumbres siamesas del monte Li.
– ¡Lo hemos conseguido! -exclamó Lao Jiang, incorporándose sobre su caballo para observar mejor desde la distancia. Todos sonreímos satisfechos. Fue un momento muy emocionante.
«Después -había escrito Sima Qian en su crónica-, sobre el mausoleo se plantaron árboles y se cultivó un prado para que ese lugar tuviera el aspecto de una montaña.» La descripción era un tanto pretenciosa ya que montaña, lo que se dice montaña, no parecía, pero impresionaba saber que la tumba del Primer Emperador de la China, perdida durante dos mil años, se encontraba allí, bajo aquel insignificante y achatado altozano. Y lo realmente increíble era que nosotros íbamos a ser los primeros en entrar en ella.
De pronto, algo pareció molestar profundamente a Lao Jiang:
– Ya deberíamos encontrarnos junto al cauce del Shahe -dijo-. Según el mapa, fluía desde el monte Li hacia el río Wei, a nuestras espaldas. Pero aquí no hay agua.
– ¿No existe el río Shahe? -me sorprendí.
– En dos mil doscientos años podría haberse secado -farfulló-. ¿Quién sabe?
Cada vez más preocupados, continuamos avanzando hacia el sur con el mausoleo a nuestra derecha. En aquellos vastos espacios no se divisaba ningún río y, lo que aún era peor, ninguna presa, ningún dique de contención, ningún lago artificial… Deberíamos estar viéndolo pero no era así aunque, si existía, tenía que estar muy cerca, casi debajo de nosotros. En cambio, lo que había hasta las laderas del monte Li sólo era tierra baldía.
Desolados, nos detuvimos un rato después sobre el punto de inmersión mencionado por Sai Wu en el jiance. Tras una prolongada observación del terreno que sólo terminó cuando se fue la luz del sol, el maestro Rojo, Lao Jiang y yo llegamos a la conclusión de que la presa había existido en algún momento del pasado porque descubrimos ligeras elevaciones en el suelo que coincidían con la gran forma oblonga del mapa y una depresión en el centro que parecía indicar que, efectivamente, en aquel lugar había habido un lago en alguna ocasión. Sin duda, el tiempo y la naturaleza erosionaron y, finalmente, destruyeron el dique y cualquier otra obra o desviación del Shahe que pudieran haber llevado a cabo los ingenieros del Primer Emperador. Sólo después de admitir a regañadientes la desconcertante situación, nos dispusimos a pasar la noche envueltos ya por la más completa oscuridad -había luna nueva-, sin encender el fuego ni para preparar la cena ni para calentarnos porque era demasiado peligroso hacer una fogata en aquella extensa llanura despejada. Comimos en silencio algo de lo que habíamos comprado por la mañana en la tiendecita de la estación de tren y, al terminar, aunque hacía un frío atroz y se suponía que debíamos irnos a dormir, ninguno de nosotros se movió.
Tantos meses de esfuerzos y peligros, tantos muertos y heridos, tanto sufrimiento para nada. Era mi único pensamiento, aunque más que un pensamiento era como una sensación, como una imagen que contenía la idea completa y que se mantenía fija en mi mente. No me daba cuenta del paso del tiempo. No me daba cuenta de nada. Por dentro, me había detenido.
– ¿Qué vamos a hacer ahora?
La voz de Fernanda me llegó desde muy lejos.
– Encontraremos una solución -murmuré.
– ¡No, no hay solución! -tronó Lao Jiang, terriblemente enfadado-. Le daremos el jiance a la Banda Verde para que comprueben por ellos mismos que la entrada ha desaparecido y así nos dejarán en paz y podremos recuperar nuestras vidas en Shanghai. Toda esta locura se ha terminado.
Me indigné. No había gastado tanta energía ni había sometido a mi sobrina a tantos peligros para admitir una derrota tan absurda y humillante.
– ¡No quiero volver a oír que esto se ha terminado! -vociferé; el anticuario me miró sorprendido, lo mismo que Fernanda, Biao y el maestro Rojo-. ¿Quiere darle el jiance a la Banda Verde…? ¡Usted se ha vuelto loco! Les estaríamos entregando el mausoleo en bandeja de plata. Sabiendo dónde está, sólo tienen que venir con un batallón de obreros y empezar a excavar. Les daremos la tumba del Primer Emperador y sus incalculables riquezas a cambio de nuestras pequeñas vidas en Shanghai o en París, ¿no es así? ¡Ah, y no olvidemos las soluciones de las trampas contra los ladrones! Todo, les daremos todo a cambio de que nos dejen en paz, ¿verdad? Pero usted parece olvidar que la Banda Verde sólo es la mano criminal contratada por los imperialistas y los japoneses a quienes tanto odia y teme. ¡Piense! ¡Utilice la cabeza si no desea volver a inclinarse ante un todopoderoso emperador manchú que le obligará a llevar de nuevo la coleta Qing!
– ¿Y qué quiere…? ¿Que excavemos nosotros? -se burló.
– ¡Quiero que hagamos cualquier cosa, lo que sea, para encontrar otra manera de entrar en el mausoleo! -exclamé, dejándolos a todos boquiabiertos-. ¡Si tenemos que excavar, excavaremos!
Me iba creciendo al escucharme a mí misma. Sabía que acertaba, que eso era lo que debíamos hacer aunque, claro, si me hubieran preguntado sobre la forma de resolver el problema me habría desinflado como un globo. Pero mis palabras surtieron un efecto inesperado. El maestro Rojo pareció despertar de un ensueño.
– Quizá sea posible -dijo muy bajito.
– ¿Qué ha dicho? -repliqué, sintiéndome aún dueña de la situación.
Me echó una mirada rápida, muy azorado (todavía le costaba hacerlo), y bajando los ojos hacia el suelo, repitió:
– Quizá sea posible entrar de otra manera.
– ¿Qué tontería es ésta? -se enfadó Lao Jiang.
– No se ofenda, por favor -suplicó el maestro-. Recuerdo haber leído algo, hace mucho tiempo, sobre unos pozos perforados por bandas de ladrones que quisieron saquear el mausoleo.
– ¿El mausoleo del Primer Emperador? -repuse, sorprendida-. ¿Este mausoleo?
– Sí, madame.
– Pero, vamos a ver, maestro Jade Rojo, eso es imposible -razoné-. Para empezar tenían que conocer su emplazamiento y nadie ha sabido nada de él desde hace dos mil años.
– Exacto, madame -aprobó tan tranquilo-. Hay un pasaje del Shui Jing Chu…
– ¿El «Comentario al Clásico de las Aguas» del gran Li Daoyuan? -se sorprendió el anticuario-. ¿Ha tenido usted en sus manos una copia del «Comentario al Clásico de las Aguas»?
– En efecto -admitió el monje-. Una copia tan antigua como la propia obra, ya que fue realizada durante la dinastía Wei del Norte [44] .
– Algún día tendré que hablar de negocios con el abad de Wudang -musitó el anticuario, hablando consigo mismo.
– ¿Y qué decía ese pasaje del «Comentario al Clásico de las Aguas»? -atajé, antes de que aquello se convirtiera en una discusión sobre los valiosos libros existentes en las bibliotecas de la Montaña Misteriosa.
– Decía que Xiang Yu, el fundador de la dinastía Han, la siguiente a la del Primer Emperador, después de asesinar a toda la familia imperial de los Qin y de arrasar Xianyang, la capital, se dirigió al mausoleo de Shi Huang Ti y, según el texto, le prendió fuego tras apoderarse de todos los tesoros.
– Eso es imposible -comentó tranquilamente Lao Jiang-. Li Daoyuan escribió su obra setecientos años después de la desaparición de la dinastía Qin. Si eso hubiera ocurrido, Sima Qian, el gran historiador, lo habría mencionado en sus Memorias históricas, escritas sólo cien años después y perfectamente documentadas.
– Estoy de acuerdo con usted -asintió el maestro Rojo-. Y ésa es también la opinión de todos los sabios y estudiosos que escribieron sobre ese fragmento de la obra de Li Daoyuan durante los catorce siglos posteriores. Sin embargo, recuerdo que uno de ellos, un antiguo maestro de Feng Shui, contaba una historia curiosa en un viejo tratado: decía que, pese a no ser cierta la historia contada por Li Daoyuan, sí era verdad que, en los doscientos años posteriores a la muerte del Primer Emperador, hubo dos serios intentos de saquear su mausoleo organizados por algunas familias nobles de la corte Han, ansiosas de hacerse con sus inmensas riquezas. En ambos casos se perforaron pozos muy profundos con la intención de llegar al palacio subterráneo.
– ¿Y lo consiguieron? -preguntó Lao Jiang, escéptico.
– El primer intento fue un fracaso porque, a pesar de contar con los medios económicos necesarios, se desconocía la técnica para perforar a tanta profundidad.
– Los ingenieros de los Han no eran tan hábiles como los maestros de obras de los Qin -dijo mi sobrina.
– Cierto -celebré. El frío nocturno era cada vez más intenso. A pesar de mis botas forradas, tenía los pies como bloques de hielo.
– En el segundo intento hubo más suerte -siguió explicando el maestro Rojo-. Los ladrones llegaron al mausoleo pero nunca se volvió a saber de ellos. Al parecer, murieron allí dentro.
– Las ballestas automáticas -murmuré.
– Seguramente -admitió Lao Jiang-. Pero, salvo que el maestro Jade Rojo pueda decirnos con exactitud dónde se encuentra el pozo excavado por los ladrones del segundo intento, toda esta conversación es absurda.
– Es que sí que puedo decírselo -anunció muy sonriente el maestro-. El sabio que aludió a estos hechos era un maestro de Feng Shui del período de los Tres Reinos [45] . Él no sabía dónde se encontraba la tumba del Primer Emperador pero, como maestro de Feng Shui que era, disponía de los datos geománticos que hoy, a nosotros, estando aquí, nos pueden llevar hasta el pozo que alcanzó el mausoleo.
– ¿Y puede recordar esos datos geománticos? -se asombro Biao que, hasta entonces, no había abierto la boca.
– Claro que puedo -dijo el maestro sin dejar de sonreír-. Es muy fácil. Sólo hay que encontrar un Nido de Dragón.
Mientras Biao abría la boca y los ojos como si acabara de oír las palabras más maravillosas de la mejor y más hermosa poesía del mundo, Fernanda reaccionó:
– ¡Los dragones no existen, maestro Jade Rojo! ¿Cómo vamos a encontrar un nido?
– No estoy hablando de dragones auténticos -se rió el monje-. El Nido de Dragón es un concepto del Feng Shui. Para nosotros, los chinos, el dragón simboliza la buena suerte, la buena estrella. Un Nido de Dragón es el lugar donde la energía qi se concentra poderosamente de manera equilibrada y natural. Son muy escasos y difíciles de encontrar. En la antigüedad, los Nidos de Dragón señalaban el punto exacto en el que debía enterrarse a los emperadores. Si además se daba el caso, como aquí, de que la situación geomántica era la correcta, entonces el enterramiento resultaba especialmente afortunado y el muerto se aseguraba una buena vida en el mas allá.
– Es cierto -dijo Lao Jiang-. Aquí se da la situación geomántica correcta para un enterramiento: el fuego del Cuervo Rojo al sur, que serían las crestas del monte Li; el agua de la Tortuga Negra al norte, el río Wei; el metal del Tigre Blanco al oeste, la cordillera montañosa del Qin Ling por donde vinimos desde Wudang; y al este… ¿Qué hay al este? -se sorprendió-. No hay nada.
– No hay nada que podamos ver -repuso el maestro-. La zona este, la del Dragón Verde, estará protegida de algún modo, no lo dude [46] . Los maestros geománticos de Shi Huang Ti eran los mejores de su época.
– Eso del Tigre Blanco, el Cuervo Rojo, la Tortuga Negra y el Dragón Verde me suena mucho -comenté, sorprendida-. Creo que lo explicaron en una clase sobre los Cinco Elementos a la que asistí en el monasterio.
– Tiene razón -asintió el maestro-. La ciencia del qi, los Cinco Elementos, el Feng Shui, el I Ching, las artes marciales y el resto de los ancestrales conocimientos de nuestra cultura están todos relacionados entre sí.
– Bueno, volviendo al Nido de Dragón -dije, retomando la conversación para que no acabáramos yéndonos otra vez por los cerros de Úbeda-. ¿El pozo que llegó hasta el mausoleo estaba en un Nido de Dragón o sólo la tumba del Primer Emperador?
– Estoy seguro de que la tumba se hizo en un Nido de Dragón, pero lo que aquel gran erudito del período de los Tres Reinos destacaba, por extraordinario, era que el pozo que alcanzó el mausoleo se había perforado en un segundo Nido cercano al primero, algo realmente inusual.
– En ese caso se destruiría al cavar.
– Un Nido de Dragón no se destruye, madame -replicó pacientemente-. No es un pedazo de tierra que, si se remueve, ya no vuelve a quedar como antes. Es un punto donde la concentración del qi de la Tierra es muy fuerte y se encuentra en las mejores condiciones posibles. Esa energía altera el terreno produciendo un característico dibujo que es lo que sirve para encontrar los Nidos.
– ¿Un dibujo? -preguntó Biao.
– Un Nido de Dragón suele tener una forma más o menos circular y, dentro de él, la tierra presenta dos colores distintos, marrón oscuro y marrón claro, separados por una línea blanca. La tierra oscura es viscosa y la tierra clara está suelta como la arena. Los dos colores forman dibujos dentro del Nido que a veces pueden ser círculos concéntricos, espirales, lunas menguantes o, incluso, el remolino del t'ai-chi.
– ¿Del taichi? -me sorprendí. ¿Qué tenían que ver los ejercicios matinales con el Nido de Dragón?
– No. Del t'ai-chi. Es diferente. El t'ai-chi es un dibujo que representa al Yin y al Yang con los colores blanco y negro en un pequeño remolino circular conteniendo cada uno de ellos un punto del color contrario. Los Nidos de Dragón, a veces, presentan también esta imagen. -El maestro Rojo se levantó el cuello del abrigo-. Hace dos mil años, alguna noble y acaudalada familia Han mandó cavar un profundo pozo hasta el mausoleo. Sus maestros geománticos encontraron el mejor lugar para hacerlo: un inesperado Nido de Dragón. Eso aseguraba el éxito del proyecto. Sin embargo, todos los sirvientes que bajaron por él y llegaron hasta el fondo, murieron. Seguramente eso les asustó lo bastante como para que ordenaran cegarlo y olvidaran todo el asunto. Pero un pozo de muchos metros de profundidad no podía ser un simple agujero y menos aún si la obra estaba bien financiada. El pozo debía de ser amplio para poder sacar cómodamente los tesoros, con las paredes reforzadas para evitar derrumbamientos, algún sistema de poleas para bajar a los obreros y subir las cestas con la tierra que se iba retirando o, lo más probable, con peldaños excavados en las paredes. Al fracasar el intento, cerrarían el pozo y, con los siglos, la energía qi volvió a emerger de nuevo y redibujó en el suelo su Nido de Dragón. Sólo tenemos que encontrarlo. Ya saben cómo es.
– Mañana por la mañana, con la luz del sol -sentenció Lao Jiang-, nos repartiremos las zonas alrededor del túmulo y empezaremos a buscar.
– Y, ahora, vayamos a dormir, por favor -supliqué-. Estoy cansada y muerta de frío. Mejor será que durmamos con toda la ropa puesta. Sin fuego, podemos congelarnos.
Sin embargo, pese al cansancio, no pude pegar ojo y la noche se hizo muy larga. Todos estábamos impacientes, nerviosos. Oí removerse a los niños durante horas y escuché a Lao Jiang y al maestro Rojo conversar en susurros hasta la madrugada. Las mantas aparecieron cubiertas de escarcha cuando, por fin, una ligera claridad se abrió en el cielo y nos levantamos para hacer los ejercicios taichi (no t'ai-chi ). Con ellos y con el té caliente del desayuno -pudimos encender fuego en cuanto hubo bastante luz para que pasara desapercibido- terminamos por entrar en calor.
Biao propuso tímidamente distribuirnos los cuatro puntos cardinales. Fernanda y él irían juntos, dijo, pero mi sobrina se negó en redondo; ella sola era perfectamente capaz de encontrar un Nido de Dragón sin ayuda de nadie, de modo que me quedé yo con el pobre Biao y ambos formamos el equipo del Cuervo Rojo, el del sur. Lao Jiang se quedó el Tigre Blanco del oeste, Fernanda el Dragón Verde del este y el maestro Rojo la Tortuga Negra del norte. Esta última zona era la más extensa ya que llegaba hasta el cauce del río Wei, pero el maestro contaba con sus profundos conocimientos de Feng Shui y con el Luo P'an para estudiar el terreno, lo que era como decir que, si el Nido de Dragón estaba en su área, caminaría directo hacia él sobre las líneas del flujo del qi. Como la campiña era enorme, nos llevamos comida para el mediodía. Primero fuimos con los caballos hasta el montículo que, según Sima Qian, señalaba el lugar del mausoleo; luego, sujetamos las riendas con unas piedras para que los animales no se escaparan durante nuestra ausencia y, por fin, cada uno de nosotros se fue hacia el lado que le había correspondido de la frondosa pirámide de tierra.
– Haremos recorridos paralelos al montículo, Biao. ¿Qué te parece?
– Muy bien, tai-tai, pero, para llegar antes a la ladera del monte Li que marca el final de nuestra zona, podríamos caminar en sentidos opuestos, encontrándonos en el centro. Así haríamos el doble de trabajo en la mitad de tiempo.
– Una gran idea. Recuerda que los tramos tienen que ser más grandes conforme nos alejemos de aquí.
– Podemos contar los pasos y dar uno más en cada recorrido.
Alcé el brazo y le pasé cariñosamente la mano por su pelo hirsuto.
– Llegarás tan lejos como te propongas, Pequeño Tigre.
Las orejas se le incendiaron y sonrió con modestia. Resultaba sorprendente pensar en lo mucho que había crecido durante el viaje y recordé cómo era cuando le vi por primera vez en el jardín de la casa de Shanghai junto a Fernanda. En aquella ocasión me había parecido un golfillo resabiado y su aparente descaro no me había gustado en absoluto. Cómo yerran, a veces, las primeras impresiones, me dije.
Caminamos toda la mañana sin encontrar nada, yendo arriba y abajo de aquella parcela de tierra que nos había tocado. A mediodía, después de que el niño se quejara tres veces de tener hambre en tres encuentros sucesivos, nos detuvimos a comer y aún no habíamos dado un par de bocados a nuestras bolas de arroz cocido envueltas en hojas de morera cuando un grito que parecía proceder del otro extremo del planeta nos hizo mirarnos, sorprendidos.
– ¿Alguien llama o lo he soñado? -le pregunté a Biao, que masticaba con voracidad el arroz que tenía en la boca. Emitió un gruñido nasal que venía más o menos a decir que la respuesta no estaba clara cuando el grito volvió a escucharse-. ¡Nos llaman, Biao! ¡Alguien ha encontrado el Nido de Dragón!
Engulló de golpe el arroz y, tosiendo, se puso en pie al mismo tiempo que yo.
– ¿De dónde viene? -pregunté, intentando orientarme.
Pero, como no lo sabíamos, permanecimos atentos y callados.
– ¡De allí! -exclamó Biao cuando el grito se repitió, echando a correr hacia el este, hacia el sector de Fernanda. Entonces la vi. Me pareció distinguir un grupo de caballos al galope, pero sólo una figura -que, por las ropas, era mi sobrina- a lomos de uno de los animales. Mientras corría hacia ella campo a través, pensé que la niña era una de esas personas que carecen de habilidades porque, sencillamente, nadie la ha animado a desarrollarlas. Llegó a China gorda y vestida de luto -¡aquella horrorosa capotita!-, con un carácter desagradable y un genio de mil demonios. Eso era todo. Pero se puso a comer con palillos y, rápidamente, dominó la técnica; aprendió a jugar al Wei-ch'i y pronto estuvo a la altura de Biao, que era un genio; había empezado a practicar taichi hacía poco menos de un mes pero ya sobresalía; se había negado a aprender chino pero el día que decidió hacerlo y tomar carrerilla se puso a mi nivel en una semana; y, ahora, en mitad de aquella llanura de China, la veía acercarse a galope tendido sobre un caballo como si hubiera recibido clases y montado por los paseos del Retiro, en Madrid, durante toda su vida. Algo tendría que hacer con ella cuando regresáramos a Europa. Si es que regresábamos.