Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 28 стр.


Biao y yo dejamos de correr.

– ¡Tía! -gritó ella, sofrenando a su caballo cuando llegó a nuestro lado-. ¡El maestro Jade Rojo encontró el Nido de Dragón hace más de una hora! Yo estaba cerca y me avisó. El maestro fue a buscar a Lao Jiang y yo he traído sus monturas para no perder tiempo porque está lejos.

– ¡Magnífico! -exclamé-. ¡Vamos allá!

La cuestión era cómo poner al galope un caballo sabiendo poco más que llevarlo al paso y, encima, sintiendo un cierto -digamos- respeto por un animal de tal peso y tamaño. «No es el momento de ser cobarde, Elvira», me dije montando con brío. La cosa debía de pasar por golpearle el vientre con los estribos más rápida e intensamente que cuando había que animarlo a caminar. Así lo hice, un poco asustada, y, efectivamente, salí hacia el túmulo a toda velocidad seguida a corta distancia por los niños. Menos mal que nadie conocido podía verme dando aquellos brincos e inclinándome de un lado a otro sobre la silla.

Seguimos cabalgando durante un buen rato y pasamos junto al túmulo sin detenernos. El río Wei aún quedaba lejos pero sus aguas brillantes podían divisarse en la distancia cuando vimos las diminutas figuras erguidas de Lao Jiang y del maestro Rojo, que parecían estar esperándonos. No tardamos en darles alcance. Tironeando de las riendas con firmeza detuvimos nuestros animales junto a los suyos y desmontamos. Los dos hombres exhibían unas sonrisas deslumbrantes, unas de esas pocas sonrisas chinas que parecen realmente sinceras.

– Mire el Nido de Dragón -me invitó Lao Jiang. Mi paso en tierra aún era inseguro pero avancé hacia donde su dedo señalaba con los ojos clavados en una forma ovoide de color claro con extraños zigzags en su interior hechos de barro oscuro. No era demasiado grande; quizá tuviera medio metro de diámetro en su parte más larga y jamás hubiera llamado mi atención de no saber que existía algo llamado Nido de Dragón. Pero sí, desde luego, su aspecto resultaba de lo más extraño.

– Sin duda, habrán sembrado muchas veces sobre él -dijo el maestro- y esta tierra ha debido de dar siempre buenas cosechas.

– Y, ahora, ¿qué tenemos que hacer? -pregunté-. ¿Cavar? Porque les recuerdo que no tenemos palas.

– Sí, es un contratiempo -murmuró Lao Jiang-. Ya había pensado en ello.

– Podemos volver al pueblecito de la estación de tren -propuso Biao-, pero no regresaríamos hasta mañana.

– Tengo una solución que proponerles -anunció el anticuario con un cierto aire misterioso-. Llevo en mi bolsa una pequeña cantidad de explosivos que podemos utilizar para abrir el pozo.

Como en Nanking, cuando apareció el primer batallón de soldados del Kuomintang para salvarnos de la Banda Verde y me enteré de que el anticuario era miembro de ese partido y de que nos lo había estado ocultando hasta aquel momento, noté que me enfadaba lenta pero imparablemente por haber vuelto a ser engañada. ¿Llevaba explosivos encima? ¿Con los niños allí? ¿Desde cuándo?, ¿desde Shanghai? ¿Para qué pensaba utilizarlos? Como defensa era mucho mejor cualquier arma y él tenía su abanico de acero, así pues ¿por qué transportarlos de un lado a otro durante miles de kilómetros a través de China con el inmenso peligro que eso suponía?

– Por su cara, deduzco que está usted molesta, Elvira -observó el interesado.

– ¿A usted qué le parece? -mascullé intentando controlarme-. ¿No ha pensado en los niños en ningún momento? ¿En el riesgo que corríamos todos viajando con usted?

– No veo donde está ese peligro del que habla -repuso-. La dinamita es estable y segura por mucho que se la mueva o por muchos golpes que reciba. Sólo se vuelve peligrosa cuando se conecta el detonador a la mecha y la mecha a los cartuchos. No creo haberles puesto en peligro en ningún momento.

– ¿Y para qué la ha traído, eh? ¡No nos hacía falta en este viaje!

Fernanda, Biao y el maestro Rojo nos observaban cabizbajos. Los niños, además, tenían cara de miedo.

– La traje para esto -respondió el anticuario, señalando el Nido de Dragón-. Supuse que podría hacernos falta en el mausoleo o, en el peor de los casos, para salvarnos de la Banda Verde.

– ¡Ya teníamos protección contra la Banda Verde! ¿No lo recuerda? Los soldados del Kuomintang nos siguieron desde Shanghai sin que nadie, salvo usted, lo supiera. Y, luego, se sumaron los milicianos comunistas.

– No comprendo su enfado, Elvira. ¿Qué puede haber en unos pequeños cartuchos de dinamita para que se ponga así? Tal y como supuse, nos van a resultar muy útiles para abrir la entrada. Le aseguro que no la entiendo.

Ni yo tampoco le entendía a él. Aquello me parecía el colmo del absurdo: cargar durante meses con explosivos por si llegaban a hacer falta en algún momento era ridículo. Habíamos tenido mucha suerte de no sufrir ningún accidente. Podíamos haber perdido la vida.

– Será mejor que se alejen todo lo que puedan -nos advirtió dirigiéndose hacia su bolsa que colgaba de la silla del caballo-. Váyanse ya.

Cogí a los niños por los brazos y empecé a caminar a paso ligero. El maestro Rojo me siguió en silencio. Creo que él tampoco estaba muy conforme con el asunto de los explosivos. Avanzamos sin parar hasta que se escuchó la detonación y digo detonación por llamar a aquello de alguna manera porque, aunque yo estaba esperando otra cosa, para mi sorpresa, sonó lo mismo que una bengala de fuegos artificiales. Entonces nos detuvimos y nos volvimos a mirar. Una pequeña columna de humo ascendía hacia el cielo despejado mientras los animales, muy agitados, se revolvían intentando soltarse. El anticuario, por su parte, estaba echado en el suelo a medio camino entre nosotros y el desaparecido Nido de Dragón.

Ante nuestros ojos, la columna se deshizo lentamente y se convirtió en una nube de polvo y tierra que se escampó en círculos, varios metros alrededor del agujero. Cuando Lao Jiang se puso en pie, todos iniciamos el regreso.

– ¿Se habrá escuchado la explosión en Xi'an? -preguntó Fernanda, preocupada.

– Xi'an está a setenta li -le explicó el maestro-. No se ha oído nada.

La capa de polvo que flotaba en el aire se asentó poco a poco y, por fin, pudimos asomarnos a la cavidad abierta en el suelo. Tenía forma de cono, de manera que la boca era más ancha que el fondo, situado a unos tres metros; no costaría nada dejarse caer por aquellos terraplenes. El problema era que el pozo parecía continuar cegado.

– Yo diría que el agujero todavía no es lo bastante profundo -comenté.

– ¿Debería usar más explosivos? -preguntó Lao Jiang.

– ¡Déjeme bajar antes, Lao Jiang! -pidió Biao, inquieto-. A lo mejor no hace falta.

– Baja -le autorizó éste-, pero ten cuidado.

El niño se sentó en el borde y, girándose como un gato, empezó a descender a cuatro patas. No le llamé la atención porque se veía que daba cada paso con mucho cuidado, asentando con firmeza primero un pie y luego el otro y agarrándose enérgicamente con las manos. Pronto llegó al final. Le vimos incorporarse y sacudirse la tierra de los pantalones acolchados. Se le notaba inseguro, tanteando con el pie sin atreverse a caminar.

– ¿Qué ocurre?

– Parece que debajo está hueco. El suelo tiembla.

– ¡Sube ahora mismo, Biao! -le ordené pero, en lugar de obedecerme, volvió a ponerse a cuatro patas y, con las manos, empezó a escarbar en la tierra, apartándola.

– Aquí hay monedas -se extrañó y levantó una en el aire para que la viéramos.

– ¡Tíramela! -le pidió Fernanda. El niño se puso de rodillas y cogió impulso. No bien la hubo lanzado, la cara le cambió y, en décimas de segundo, le vi arrojarse en plancha contra el terraplén y sujetarse a la tierra con los ojos apretados. Al mismo tiempo que la moneda caía en manos de mi sobrina se oyó un extraño crujido y una nubecilla de polvo se elevó desde el centro del suelo en el que instantes antes había estado hurgando Biao. No nos dio tiempo a reaccionar: el fondo del agujero se partió en dos y ambos pedazos cayeron al vacío succionando la tierra a la que el niño se agarraba desesperadamente. Todos gritamos a la vez. El agujero se había convertido en una tolva y Biao estaba perdido. Se hundió en el pozo con la cara levantada hacia nosotros. Creí morir de angustia. Entonces, en menos del tiempo que hay entre dos latidos, se escuchó un topetazo seco y un doloroso lamento.

– ¡Biao, Biao! -llamamos. El lamento se hizo más agudo.

– Hay que bajar -dijo alguien, pero yo ya lo estaba haciendo. Frenándome con las botas y con las manos, iba resbalando sobre la tierra suelta por el mismo sitio por el que había descendido Biao. En menos de un par de segundos estaría muerta o junto al niño. Cuando el terraplén terminó sentí que caía al vacío y, un momento después, noté que mis pies chocaban con tanta fuerza contra una superficie dura que, si no hubiera sido por los ejercicios taichi que me habían fortalecido los tobillos y por las caminatas que habían robustecido mis piernas, seguramente me habría roto más de un hueso. Recibí el golpe en todo el esqueleto. El niño lloriqueaba a mi derecha. Menos mal que no me había desplomado sobre él. La polvareda me hizo toser.

– Biao, ¿estás bien? -pregunté, cegada.

– ¡Me he hecho daño en un pie! -gimoteó. La imagen de Paddy Tichborne y su pierna amputada me vino a la mente. Me arrodillé a su lado y, tanteando, cogí su cabeza entre mis manos.

– Te sacaremos de aquí y te curarás -le dije. Fue en ese momento cuando me di cuenta, horrorizada, de lo que había hecho. ¿Que yo me había tirado al vacío por un agujero como una suicida…? Las manos que sujetaban la cara de Biao empezaron a temblar. ¿Es que me había vuelto loca o qué narices me había pasado? ¿Yo, Elvira Aranda, pintora, española residente en París, tía y tutora de una joven huérfana que sólo me tenía a mí en el mundo había estado a punto de matarme en un acto inconsciente e insólito que jamás hubiera llevado a cabo de encontrarme en mis cabales? El corazón se me disparó.

– ¿Se encuentran bien? -preguntó la voz de Lao Jiang. No pude contestar. Estaba tan impresionada por lo que acababa de hacer que no me salía ningún sonido de la garganta-. ¡Elvira, responda!

Petrificada. Me había quedado petrificada.

– ¡Estamos bien! -gritó al fin Biao que, por el temblor de mis manos, debió de notar que algo raro me pasaba. Se esforzó por soltarse de mí y, arrastrándose hacia atrás, se liberó. A impulsos pequeños y con ayuda de la pared logró incorporarse y, entonces, fue él quien, inclinándose y tirando hacia arriba de mi brazo, me ayudó a ponerme en pie-. Vamos, tai-tai, tenemos que movernos.

– ¿Has visto lo que he hecho? -atiné a decir.

Él sonrió con timidez.

– Gracias -susurró, pasando mi brazo derecho sobre su hombro y levantándose todo lo alto que era.

– ¡Tía! ¡Biao! -gritaba mi sobrina desde arriba. La tierra que yo había arrastrado en mi caída ya se había disipado y la luz del mediodía entraba a raudales. Miré a mi alrededor. Aquel sitio era extraordinario. El niño y yo estábamos sobre una plataforma de dos metros de larga por unos ochenta centímetros de ancha, excavada en el suelo y pavimentada con ladrillos de arcilla blanca cocida. El pozo era perfectamente cilíndrico, de unos cinco metros de diámetro, revestido de tableros y vigas de madera en bastante mal estado. Lo más sólido era la grada sobre la que nos encontrábamos, así como la rampa en la que terminaba que, a su vez, descendía hasta otra plataforma de la que salía otra rampa y así sucesivamente, girando hasta el fondo del pozo que, por cierto, no se veía.

– ¿Y tu pie? -le pregunté al niño.

– Creo que no me lo he roto -aseguró-. El dolor se me está pasando.

– Ya veremos cuando se te enfríe después de estar quieto un buen rato.

– Sí, pero ahora puedo caminar.

– ¡Tía…! ¡Biao…!

– ¡Esperad un momento! -grité-. ¿Cómo les hacemos bajar? -le pregunté al niño.

– Creo que no hay otra forma -respondió mirando a nuestro alrededor-. Tienen que dejarse caer.

– Sí, pero corremos el riesgo de que se hagan daño.

– Que tiren primero las bolsas y nosotros las colocaremos como si fueran k'angs.

– La de Lao Jiang ni en sueños -repuse, alarmada.

– No -convino él muy serio-, la de Lao Jiang no.

La voz de mi sobrina sonó atemorizada cuando aseguró que ella no se sentía capaz de dejarse caer por el terraplén. Le dije, muy seria, que me parecía estupendo que se quedara arriba para cuidar de los animales pero que tuviera muy presente que, si no salíamos en varios días, pasaría sola todo ese tiempo, noches incluidas, y que eso me asustaba. Cambió rápidamente de opinión y, cuando le llegó el turno de saltar tras el maestro Rojo, se lanzó como una valiente. Saber que caes, no al vacío como suponía yo cuando me tiré sin pensar, sino a un suelo firme y carente de peligro, hace que el descenso sea distinto, más firme y seguro. Todos llegaron bien. Después de Fernanda, vino la dichosa bolsa de Lao Jiang con los explosivos. Él no paraba de repetir desde arriba que no tuviésemos miedo, que no iba a pasar nada, pero los niños y yo nos alejamos rampa abajo hasta la siguiente plataforma por si las moscas. El maestro Rojo recibió el desagradable fardo en los brazos y, luego, lo dejó cuidadosamente a un lado para ayudar a Lao Jiang en su caída. Al poco, todos estábamos enteros y a salvo dentro de aquel pozo de la dinastía Han del que ascendía un extraño olor a podrido. Daba mucha tranquilidad -aunque no completa- saber que pisabas tierra firme reforzada con tableros y vigas que, por muy mal que estuvieran, algo harían porque nada temblaba.

No sé cuántos metros descendimos hasta que la luz se redujo a un punto blanco en lo alto que ya no iluminaba en absoluto. Desde luego, yo no había contado con aquella eventualidad pero, como siempre, Lao Jiang sí. Sacó un yesquero de plata de su bolsillo -el mismo con el que seguramente había prendido la mecha de la dinamita y que yo no le había visto hasta entonces- y, de su bolsa, extrajo también una gruesa caña de bambú en la que anduvo trasteando hasta que consiguió, al parecer, quitarle una pieza muy pequeña y, entonces, al acercarle la llama del yesquero, aquello se encendió lo mismo que una antorcha.

– Un antiguo sistema chino de iluminación para los viajes -nos explicó-, tan eficaz que, tras muchos siglos, aún se sigue utilizando.

– ¿Y qué combustible lleva? -curioseó Fernanda.

– Metano. Un magnífico texto de Chang Qu [47] del siglo iv describe la construcción de canalizaciones de bambú calafateadas con asfalto que conducían el metano hasta las ciudades para ser utilizado en el alumbrado público. Ustedes, en Occidente, no han iluminado sus grandes capitales hasta hace menos de un siglo, ¿verdad? Pues nosotros, no sólo lo conseguimos hace más de mil quinientos años sino que, además, también aprendimos a almacenar el metano en tubos de bambú como éste para usarlos como antorchas o como reservas de carburante. El metano se ha empleado en China desde antes de los tiempos del Primer Emperador.

El maestro Rojo y Pequeño Tigre sonrieron orgullosamente. La modestia china era una falacia como otra cualquiera. No había más que ver cómo se ponían en cuanto tenían algo de lo que presumir. Desde luego, sus muchos y muy valiosos y antiguos conocimientos eran dignos de asombro y admiración, pero cansaba un poco que siempre estuvieran vanagloriándose de ellos. A lo mejor es que necesitaban recordárselos a sí mismos para recuperar su orgullo nacional pero, francamente, resultaba un poco molesto. Yo había dado un salto suicida en busca de Biao y, sin embargo, no me dedicaba a mencionarlo para que me recordaran lo valiente que había sido (aunque me hubiera gustado, para qué nos vamos a engañar).

Después de aquello, con la antorcha china, el descenso por las rampas volvió a ser cómodo y seguro. Cada vez nos hundíamos más en las profundidades de la tierra y yo me preguntaba, asustada, cuándo recibiríamos el primer flechazo de ballesta. Caminaba con desconfianza, aunque ahora, después del salto, sentía un recobrado ánimo en mi interior que me volvía un poco más arrojada e intrépida. La sensación era muy dulce, como si volviera a tener veinte años y pudiera comerme el mundo.

– El camino se termina -dijo de pronto el maestro Rojo. Nos detuvimos en seco. Sólo nos quedaban dos plataformas y tres rampas para llegar al final. Curiosamente, a la profundidad en la que nos encontrábamos no hacía más frío que en el exterior; diría, incluso, que la temperatura era más agradable. Lo único difícil de soportar era el olor pero, después de llevar tres meses en China, incluso esto había dejado de ser un problema.

– ¿Qué hacemos? -pregunté-. Las ballestas pueden empezar a disparar en cualquier momento.

– Habrá que arriesgarse -murmuró el anticuario.

No di ni un solo paso.

– Recuerde el jiance -me dijo, irascible-. El maestro de obras le explicaba a su hijo que, entrando por el pozo al que llegaría tras sumergirse en la presa, saldría directamente al interior del túmulo, frente a las puertas del salón principal que conduce al palacio funerario, y que allí se dispararían sobre él cientos de ballestas. Este pozo está muy alejado del túmulo. Las ballestas no están aquí.

– Pero, en la historia que contó el maestro Jade Rojo -me obstiné-, los ladrones que bajaron por estas mismas rampas nunca volvieron a subir.

– Pero no tuvieron que morir necesariamente en este lugar, madame -me contestó el maestro-. Los chinos somos muy supersticiosos y hace dos mil años todavía más. Es lógico suponer que, tratándose de la tumba de un emperador tan poderoso, los primeros sirvientes que entraron en ella estarían aterrados. Probablemente serían presos, como los que construyeron el mausoleo y arriba, en la superficie, se habrían quedado los capataces y los nobles esperando a ver qué ocurría.

– ¿Y qué ocurrió? -preguntó Biao como si no hubiera oído nunca la historia.

– Pues que los que bajaron no volvieron a subir -sonrió el maestro-. Era todo lo que decía la crónica que leí. Pero eso asustó tanto a los que esperaban fuera que cegaron el pozo como si temieran que algo espantoso pudiera escaparse de aquí.

– Profanar una tumba en China -comenté-, donde tanto se venera y respeta a los antepasados, debe de ser algo terrible.

– Y mucho más la tumba de un emperador a quien los propios Han no habían dejado ni un solo descendiente vivo para que pudiera llevar a cabo las ceremonias funerarias en su honor que marca la tradición.

– Hagamos una cosa -propuse-. Vayamos tirando nuestras bolsas por delante de nosotros y así sabremos si el camino está despejado.

– Una idea muy buena, Elvira.

– Pero su bolsa no, Lao Jiang.

Seguimos descendiendo un poco más y empezamos a lanzar los hatos con mucho impulso para que llegaran lo más lejos posible del pozo y de los restos destrozados del suelo que se había hundido bajo el peso de Biao. Y no ocurrió nada. Ninguna flecha los atravesó.

– La trampa no está aquí -dijo el maestro Rojo.

– Pues sigamos adelante.

El último pie que pusimos en la última pendiente fue el primero de una visión desconcertante que nos dejó boquiabiertos: frente a nosotros se abría una inmensa extensión aparentemente vacía, jalonada por columnas lacadas en negro y decoradas con motivos de dragones y nubes, sin capiteles ni basas. El techo de placas de cerámica se encontraba a unos tres metros de altura y se sostenía gracias a unas traviesas fabricadas con gruesos troncos que no me inspiraron demasiada confianza. Muchas de las placas se habían desprendido y yacían hechas añicos sobre el piso de baldosas.

– ¿Dónde estamos? -preguntó mi sobrina.

– Yo diría que en el recinto exterior del palacio funerario -conjeturó Lao Jiang señalando con el dedo algo que quedaba oculto tras una de las columnas. Di unos pasos hacia adelante y me llevé un susto de muerte al descubrir a un hombre arrodillado, con el cuerpo descansando sobre los talones y las manos escondidas dentro de las «mangas que detienen el viento». Era grande e iba muy bien peinado con un moño sobre la nuca y raya en el centro.

– ¿Es una estatua? -Fue una pregunta tonta por mi parte, ya que era obvio que no podía tratarse de un ser humano auténtico, pero es que parecía terriblemente real, tan real como cualquiera de nosotros.

– ¡Claro que es una estatua, tía! -se rió mi sobrina.

– Sí, pero no una estatua cualquiera. Es magnífica -aseguró Lao Jiang, sinceramente impresionado. Se acercó aún más y llamó a Biao. El niño avanzó con paso inseguro. El anticuario le dio la antorcha y le colocó el brazo a la altura que deseaba que la sostuviera. Luego, se caló las gafas en la nariz y se inclinó para estudiarla mejor-. Es la representación de un joven siervo de la dinastía Qin. Está hecho con arcilla cocida y todavía conserva la pigmentación, lo cual resulta extraordinario. Fíjense en el color de su cara y en el pañuelo rojo que lleva anudado al cuello. Impresionante.

– Fue colocado mirando al sur -indicó el maestro Rojo-, hacia el túmulo.

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