– Tome -dije haciendo un lanzamiento enérgico-. Pruebe con mi bolsa. La suya mejor la deja aquí.
Los niños se dieron prisa en recogerlo todo al ver cómo Lao Jiang, el maestro Rojo y yo nos aproximábamos al dintel de una de las puertas y nos deteníamos y arrodillábamos justo delante del madero del umbral. Aquel gran salón era imponente. Si hubiera sido un auténtico palacio administrativo, miles de personas hubieran podido reunirse en su interior sin grandes estrecheces. Se veían, cerca de nosotros, los restos del puñado de vetustos esqueletos entre cuyos huesos casi pulverizados y ropas deshechas se distinguían quince o veinte dardos de bronce tan largos como mi antebrazo.
– ¿Está segura de que podemos usar su bolsa? -inquirió Lao Jiang echándome una mirada suspicaz.
– Tengo el pálpito de que las ballestas no van a funcionar -repuse, esperanzada. En el peor de los casos, mi pasaporte y el de mi sobrina, así como mi libreta y mis lápices estaban a salvo en los numerosos bolsillos de mis calzones y mi chaqueta.
Pero, claro… ¿Para qué hablaré siempre antes de lo debido? No bien mis pobres pertenencias tocaron el suelo al otro lado del umbral, se escuchó un ruido como de cadenas y, antes de que nos diéramos cuenta, una sola flecha que venía de la pared norte, surgida de algún punto entre el féretro y los dragones dorados, se clavó en ellas como si fueran un acerico.
– Pues su pálpito estaba equivocado -murmuró el maestro Rojo, muy serio.
– Ya lo veo -repliqué.
– Ahora sabemos todo lo que necesitamos saber -dijo Lao Jiang-. Primero, las ballestas siguen funcionando y, segundo, lo hacen con mucha precisión y a gran distancia. No podemos aproximarnos al mecanismo.
– El problema está en el suelo -añadí pensativa-. Es al tocar el suelo cuando se disparan las flechas.
– Pero no podemos llegar al otro lado volando -bromeó Fernanda.
– Es hora, maestro Jade Rojo -manifestó Lao Jiang-, de que sepa usted lo que dice el tercer fragmento del jiance sobre la trampa de las ballestas. Sus grandes conocimientos ya nos han ayudado una vez. Espero que puedan hacerlo también ahora.
El maestro Rojo, que ya estaba arrodillado, hizo una reverencia tan grande frente al anticuario que casi se clava su pronunciada barbilla en el cuello.
– Será un gran honor para mí poder ayudarles de nuevo, Da Teh.
El maestro llamaba a Lao Jiang por su nombre de cortesía, Da Teh, el que se suponía que Fernanda y yo también deberíamos estar usando pero que, por culpa de oír a Paddy Tichborne llamarle por su nombre de amistad, había caído en el mayor de los olvidos.
– El arquitecto Sai Wu dejó escrito a su hijo: «En el primer nivel, cientos de ballestas se dispararán cuando entres en el palacio pero podrás evitarlo estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia.»
El maestro cruzó los brazos, hundiendo las manos hasta el fondo de sus «mangas que detienen el viento», y se sumió en una profunda meditación que más que meditación debía de ser reflexión, porque la meditación taoísta consiste en vaciar la mente y no pensar absolutamente en nada, justo lo contrario de lo que él tenía que hacer. Yo también reflexionaba. Algo en la frase de Sai Wu pronunciada por Lao Jiang me había llamado la atención:
– En realidad, no se han disparado cientos de ballestas -comenté, extrañada-. Sólo una.
¿Y por qué sólo una? Sai Wu no engañaría a su hijo, ¿verdad?, y menos para advertirle de un falso peligro muy superior al real, por lo tanto él creía sinceramente que serían cientos los dardos que saldrían disparados cuando Sai Shi Gu'er pisara el negro suelo del palacio. Si creía eso era porque, en verdad, él había ordenado colocar cientos de ballestas detrás de las paredes aunque desconociera cómo iban a funcionar.
– ¿Qué ocurriría si tirásemos la bolsa hacia otro lado? -pregunté en voz alta.
– ¿Cómo dice?
– Démela -pedí; Lao Jiang la tenía más cerca que yo. Se estiró con cuidado y la recogió. Arrancando el dardo con ímpetu, la arrojé de nuevo sobre las baldosas aunque más hacia la derecha. Una flecha surgió de la lejana pared del este y se clavó con la misma precisión y fuerza que la primera pero, sorprendentemente, en esta ocasión el disparo había sido hecho desde doscientos cincuenta metros de distancia y con otro ángulo. Tras unos segundos de vacilación, me puse en pie, le quité a mi sobrina su saco de las manos y también cogí el de Biao y, usando ambos brazos, lancé cada uno a un lado distinto y a desigual distancia de nosotros. Fue increíble: dos flechas de bronce surgieron de las paredes este y oeste respectivamente y volvieron a hacer diana justo en el centro. Aquel milenario mecanismo contra profanadores de tumbas no sólo tenía una puntería extraordinaria sino que se comportaba igual que si tuviera los ojos de un gran arquero (o, mejor dicho, de un gran ballestero).
Lao Jiang, al ver lo sucedido, se llevó las manos a la cabeza como esforzándose por recordar algo muy importante. Se peinó los cabellos blancos repetidamente hacia atrás.
– Podría ser… -dijo al fin-. Podría ser una combinación de detectores de terremotos y ballestas automáticas. No estoy completamente seguro pero sería lo más lógico. Los detectores percibirían tanto las vibraciones del suelo como su punto de origen y activarían la ballesta correspondiente.
– Lao Jiang, por favor -supliqué-, ¿de qué está hablando?, ¿qué detectores de terremotos?
– Los dragones -afirmó.
Yo no entendía nada y, por la cara que tenían los niños, ellos tampoco.
– ¿Qué dragones? ¿Aquéllos…? -y señalé los dos enormes dragones dorados que flanqueaban el altar con el féretro.
– Sí. Hace mucho tiempo que los chinos aprendimos a detectar los terremotos. Todavía pueden verse algunos viejos sismoscopios en Pekín y en la misma Shanghai. La primera referencia que se tiene del invento es del siglo II, aunque los eruditos han sospechado siempre que debía de existir algún ingenio similar desde mucho tiempo atrás y creo que aquí tenemos la prueba, en esos dragones.
– ¿Y por qué en los dragones? -quiso saber Biao.
– Porque los sismoscopios siempre se han construido con forma de dragón. Será por la superstición de la buena suerte, no lo sé. El detector de terremotos funciona con unas pequeñas bolitas de metal colocadas en la boca del animal que vibran de una determinada manera y en una cierta cantidad según la intensidad del temblor de tierra y el lugar en el que se haya producido. Dicen que el dragón del observatorio de Pekín avisaba de los terremotos ocurridos en cualquier parte de China. ¿Por qué no iba a poder detectar un mecanismo más antiguo unas simples pisadas dentro de un salón?
– ¿Quiere decir que ese… sismoscopio -pregunté- percibe nuestros pasos sobre las baldosas negras y acciona exactamente la ballesta que apunta al lugar donde se origina la vibración?
– Eso es lo que estoy diciendo.
– ¿Y cuántos dardos podrá disparar cada ballesta?
– Quizá unos veinte o treinta, no estoy seguro. Piense que las más grandes, las de guerra, debían ser transportadas por cuatro hombres. Se utilizaban para dar en el blanco a distancias enormes, sobre un ejército enemigo muy lejano que podía, incluso, estar escondido detrás de murallas o de montañas. Cada máquina iba equipada con veinte o treinta flechas colocadas en una barra horizontal bajo el arco para que los ballesteros pudieran recargar con rapidez.
– Sin embargo, detrás de estas paredes no caben cientos de esas grandes ballestas de guerra. ¿No había otras más pequeñas?
– Sí, naturalmente. Y tiene usted razón: las que se ocultan tras estas paredes no pueden ser tan grandes, sería absurdo. Probablemente se trata de las ballestas pequeñas, las que llevaba un solo arquero y, en ese caso, iban equipadas nada más que con diez dardos de bronce, que era la cantidad máxima que un hombre podía cargar.
– Pero aquí no hay hombres, Lao Jiang -objetó mi sobrina-. Sólo un mecanismo automático.
– No nos compliquemos tanto la vida -desaprobó él-. Las guerras de entonces no eran como las guerras de hoy y las máquinas de entonces tampoco eran tan sofisticadas. Lo más probable es que, para un mausoleo imperial, la cantidad de dardos por ballesta fuera limitada. ¿Cuántos intentos de saqueo podrían esperarse en un lugar como éste? ¿Cuántos ha habido en dos mil años?
– Creo que tengo la solución -exclamó el maestro Rojo en ese momento. Todos nos volvimos a mirarle. Continuaba sentado en la misma postura pero había abierto sus pequeños ojos separados y tenía la cabeza ligeramente levantada para poder vernos.
– ¿En serio? -se admiró Biao.
Mientras tanto, yo, mujer de ninguna fe, recogí del suelo la primera flecha que atravesó mi bolsa y, con toda intención, la lancé resueltamente contra los huesos de los siervos Han provocando lo que hubiera podido calificarse como un polvoriento sacrilegio. Parte de los restos y las telas saltaron por los aires, cayendo a su vez sobre otras baldosas cercanas. Lo interesante de este experimento fue que sólo dos flechas se dispararon desde la pared norte y otra más desde la pared oeste. Resultaba difícil de saber pero la intuición me decía que, seguramente, hubieran debido dispararse algunas más. Si yo tenía razón, aquello sólo podía significar que tras dos o tres disparos las ballestas quedaban descargadas. No me iba a poner a comprobarlo por si acaso pero era un dato que podía ser útil si el maestro Rojo, en contra de lo que afirmaba, no había resuelto el problema.
– ¿Se ha divertido ya lo suficiente, Elvira?
– Sí, Lao Jiang. Maestro Jade Rojo le pido mil perdones. Por favor, cuéntenos lo que ha descubierto.
– Usted me dijo, Da Teh -empezó a explicar el maestro-, que los disparos de las ballestas podían evitarse estudiando a fondo las hazañas del fundador de la dinastía Xia. Yo he comenzado a reflexionar sobre la dinastía Xia [49] y su fundador, el emperador Yu, que realizó grandes trabajos e incontables proezas, como nacer de su padre muerto tres años atrás, hablar con los animales, conocer sus secretos, levantar montañas, convertirse en oso a voluntad o, mucho más importante todavía, descubrir en el caparazón de una tortuga gigante los signos que explican cómo se producen los cambios en el universo.
Aquello empezaba a sonarme. ¿No había sido el maestro Tzau, el viejo de la gruta en el corazón de una montaña de Wudang, el que me había hablado acerca de ese tal Yu? Sí, sí que había sido él. Me había contado lo de las rayas enteras Yang y partidas Yin que formaban los símbolos del I Ching y que habían sido descubiertas por Yu en el caparazón de una tortuga.
– Nada de todo esto tiene aparentemente relación con las ballestas -seguía diciendo el maestro Rojo-. En cambio, sí la tiene una de las más importantes hazañas del emperador Yu: contener y controlar los desbordamientos de las aguas. La suya fue la época de las grandes inundaciones que asolaron la tierra. Las lluvias y las crecidas de los ríos y de los mares mataban a muchas personas y destrozaban las cosechas. Según cuenta el Shanhai Jing, el «Libro de los Montes y los Mares»…
– ¿También tienen una copia de…?
– ¡Lao Jiang, por favor! -le atajé en seco. ¿Es que no había ni un solo libro antiguo que no le interesara?
– … los emperadores del Cielo y los espíritus celestiales ordenaron a Yu librar al mundo del peligro de las aguas. Pero ¿por qué se lo ordenaron a Yu? Pues porque conocían a Yu, que viajaba al cielo con frecuencia para visitarlos.
– ¿Y cómo viajaba hasta el cielo? -preguntó Fernanda, muy interesada.
– Con una danza -dije yo, recordando lo que me había contado el maestro Tzau; el maestro Rojo sonrió y asintió con la cabeza-. Yu bailaba una danza mágica que le llevaba hasta las estrellas.
– Una danza que sólo conocemos algunos pocos practicantes de las artes internas y que se llama «El Ritmo de Yu» o «Los Pasos de Yu».
– Sigo sin ver la relación -protestó el anticuario.
– Una danza, Lao Jiang -exclamé, encarándome con él-. Danza, pasos… -Me miró como si me hubiera vuelto loca-. ¡Pasos, pisadas, baldosas, ballestas, dragones…!
Sus ojos se agrandaron demostrando que, por fin, había comprendido lo que quería decirle.
– Ya lo entiendo -murmuró-. Pero sólo usted conoce los pasos de esa danza, maestro Jade Rojo y no vamos a empezar nosotros a aprenderla ahora.
– Cierto, es un poco difícil -admitió el maestro-, pero pueden seguirme. Pueden pisar donde yo vaya pisando imitando mis gestos.
– Lo de los gestos no será necesario -comenté.
– ¿Podremos recuperar nuestras bolsas? -preguntó Fernanda.
– Eso va a ser un problema -admití con remordimientos. Como no pasáramos danzando cerca de ellas, las habíamos perdido para siempre por culpa mía, por lanzarlas alegremente para hacer pruebas.
– ¿Empezamos? -nos animó el maestro.
– Pero ¿y si la danza no es la solución correcta? -se inquietó Biao. Además de las teorías de Lao Jiang, también se le iban pegando mis manías.
– Pues ya pensaremos en otra cosa -le dije, poniéndole una mano en la espalda y empujándolo hacia las puertas-. Lo que ahora me preocupa es que no sabemos cuál es el punto de inicio, la baldosa para dar el primer paso.
Pero el maestro Rojo ya había pensado en ello. Le vi inclinarse y coger sin aprensión un largo hueso de alguno de los siervos Han que habían quedado cerca del dintel después de que yo los escampara con la flecha.
– Pónganse contra las paredes, lejos de las puertas -nos recomendó. Cualquier dardo que saliese de la pared norte y no encontrase en el salón nada contra lo que clavarse, saldría disparado hacia la explanada de abajo llevándose por delante a quien estuviese en su camino. Era mejor no jugársela. Quien sí iba a correr ese peligro era el maestro Rojo, aunque se tiró al suelo, ocultándose tras el madero del umbral, y se parapetó también detrás de su hato por si las moscas. Con el hueso en la mano derecha fue golpeando, una a una, las losetas de la primera fila, arrastrándose como una culebra desde la primera puerta de la derecha hasta la última de la izquierda, la más cercana a nosotros. El primer baquetazo nos alegró el corazón: no se disparó ningún dardo, pero es que el maestro había golpeado con demasiada suavidad porque no se fiaba de la solidez del hueso. El segundo, sin embargo, provocó el esperado disparo desde la pared norte y el dardo salió por la puerta y pasó por encima de la barandilla de piedra de la terraza. Lo mismo sucedió con la siguiente baldosa, y también con la siguiente, y con la siguiente… Las flechas volaban ahora hacia las escalinatas que tanto nos había costado subir. Pero no nos desanimábamos aunque se fueran terminando las oportunidades; sabíamos que estábamos en el buen camino y, por eso, cuando el maestro Rojo golpeó dos veces la misma baldosa sin que ninguna saeta se disparase desde el fondo, todos soltamos una exclamación de alegría.
– Es aquí-dijo muy seguro-. La siguiente tampoco debería provocar una descarga.
Y, en efecto, le asestó un golpe y no hubo dardo cruzando el aire.
– Este es el lugar donde empieza la danza -anunció poniéndose en pie.
– ¿No debería golpear también las que faltan para comprobar que no se equivoca? -insinué mientras nos colocábamos detrás de él.
– Las que faltan, madame, provocarían disparos.
– ¿Está seguro? Entonces, ¿cómo piensa avanzar?
– Tía, por favor, espérese un poco. Ya veremos qué pasa.
El maestro, demostrando un arrojo sorprendente, levantó una pierna y luego la otra y puso un pie en cada una de las dos losas contiguas que no habían hecho saltar las bolas metálicas de las bocas de los dragones. Lo había conseguido. Estaba dentro y, en apariencia, a salvo.
– Echaos al suelo, niños -ordené, tirándome yo también y viendo cómo Lao Jiang me imitaba-. Maestro Rojo, por favor, compruebe antes con el hueso la siguiente baldosa que vaya a pisar e intente alejarse del ángulo de tiro.
Como no nos atrevimos a levantar las cabezas, no pudimos ver lo que estaba ocurriendo. Sólo escuchamos los golpes que iba dando el maestro y, por el momento, no se oía el silbido de ningún dardo. Los golpes se alejaban. El maestro seguía avanzando por el salón.
– ¿Se encuentra bien, maestro Jade Rojo? -pregunté a gritos.
– Muy bien, gracias -respondió-. Estoy llegando a los primeros escalones.
– ¿Cómo le vamos a seguir nosotros? -se inquietó mi sobrina.
– Supongo que nos dirá el camino cuando llegue al final.
– Pues será muy fácil equivocarse -objetó ella-. Una losa errónea y se acabó.
Tenía razón. Había que cambiar de estrategia.
– ¡Maestro Jade Rojo! -llamé-. ¿Podría volver?
– ¿Que vuelva? -se sorprendió. Su voz sonaba muy lejana.
– Sí, por favor -le pedí. Esperamos pacientemente, sin movernos, hasta que le oímos llegar. Sólo entonces nos incorporamos con un suspiro de alivio.
– Ha ido bien, ¿verdad? -preguntó Lao Jiang, satisfecho.
– Muy bien -asintió el maestro-. «Los Pasos de Yu» funcionan.
– Tome, maestro Jade Rojo -dije yo entregándole mi caja de lápices-. Marque las baldosas seguras con cruces de colores para que nosotros sepamos dónde debemos pisar.
– Pero si pueden seguirme -objetó-. No corren ningún peligro. Vengan conmigo ahora.
No me gustaba la idea. No me gustaba nada.
– El maestro tiene razón -indicó el anticuario-. Vayamos con él.
– De todas formas, marcaré el suelo -dije, terca, sin querer admitir que me iba a resultar imposible hacerlo-, por si debemos dar la vuelta y salir corriendo.
De ese modo fue como tuvimos el gran honor de conocer y seguir «Los Pasos de Yu», una danza mágica de cuatro mil años de antigüedad que podía llevar hasta el cielo a los antiguos chamanes chinos (porque no estaba demostrado que llevase a los monjes taoístas y, desde luego, a nosotros no nos llevó).
Tras el maestro Rojo iba Lao Jiang, después yo, después Fernanda y, por último, el niño. Cuando me llegó el turno, puse los pies sobre las dos primeras baldosas temblando de arriba abajo. Lo siguiente fue dar un paso en diagonal hacia la izquierda con un solo pie y, saltando a la pata coja, avanzar dos baldosas más. A continuación, con otro desvío en diagonal hacia la derecha, tres pasos más con el pie derecho; otros tres con el izquierdo; de nuevo tres con el derecho; otros tres con el izquierdo y, por fin, parada con los dos pies apoyados uno junto a otro como al principio. El maestro Rojo nos había dicho que esta primera secuencia se llamaba «Peldaños de la Escala Celeste» y que la siguiente era la «Fanega del Norte» [50] que consistía en dar un salto en diagonal a la derecha, otro hacia adelante, otro más hacia la izquierda y tres adelante, como dibujando la silueta de un cazo.
A grandes rasgos, éstos eran «Los Pasos de Yu» y, repitiendo ambas series, llegamos hasta los primeros escalones donde comprobamos con alivio que no había ballestas apuntando hacia nosotros. A esas alturas habíamos recuperado mi bolsa y la de Biao, pero no la de Fernanda, que había quedado situada bastante lejos del camino trazado por la danza. La niña estaba enfurruñada y me miraba insistentemente de un modo que me hizo sospechar que, si no hacía algo por devolverle lo que le había quitado, tendría que aguantar sus reproches durante el resto de mi vida y, claro, eso no era conveniente para mi salud, así que me puse a pensar como una loca en cómo rescatar aquel hato abandonado. Consulté en voz baja con Lao Jiang que, tras opinar que tal esfuerzo era una tontería, me aseguró, molesto, que él se encargaría del asunto. Abrió su bolsa de las sorpresas y extrajo el «cofre de las cien joyas» y, luego, una cuerda muy fina y extremadamente larga en uno de cuyos cabos anudó uno de los varios pendientes de oro del cofre que tenía el gancho para la oreja con forma de anzuelo de pesca.
– Si lo engancha con eso -le avisé-, provocará que se disparen las ballestas de todas las baldosas por donde pase la bolsa.
– ¿Se le ocurre otra manera mejor?
– Deberíamos tumbarnos sobre los escalones -dije, volviéndome hacia los demás, que se precipitaron a obedecer mi sugerencia dado lo vulnerable de nuestra posición. Sólo había tres escalones pero, como eran tan largos, cabíamos todos en el primero, que era el más seguro. Lao Jiang se alejó de la bolsa desplazándose hacia la izquierda por el segundo peldaño, de tal manera que la cuerda, al lanzarla, quedase prácticamente horizontal y, desde allí, realizó el primer intento. Por suerte, el pendiente no pesaba lo bastante como para provocar la vibración de las bolas del sismoscopio porque la puntería del anticuario dejaba mucho que desear. Cuando, por fin, enganchó el saco de Fernanda (más por la tosquedad de la tela, que se prestaba a ello, que por su habilidad), volvieron a escucharse repetidamente los desagradables ruidos de cadenas y los agudos silbidos de los dardos pasando esta vez a poca distancia de nuestras cabezas.
No mucho después, Fernanda rebosaba de satisfacción cargando nuevamente con su bolsa a la espalda y todos habíamos reemprendido la danza de «Los Pasos de Yu» después de encontrar las dos primeras baldosas seguras de aquel nuevo tramo de salón. Saltar a la pata coja con los sacos no era fácil pero la alternativa de caer o de pisar la baldosa vecina era tan sumamente peligrosa que todos llevábamos muchísimo cuidado y avanzábamos concentrados por entero en lo que hacíamos.