Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 31 стр.


Llegamos a los segundos escalones y descansamos. Allí la luz ya no era tan clara como al principio. Me preocupó que precisamente en el último recorrido, tan cerca ya del altar y de los monumentales dragones dorados, la vista pudiera fallarnos y, sin darnos cuenta, pisáramos fuera de la losa correcta. Lo comenté en voz alta para que todos lo tuvieran presente y pusieran los cinco sentidos en cada paso. Aun así, el último tramo se convirtió en una pesadilla. Recuerdo haber sudado a mares por el esfuerzo, por los nervios y por el muy fundado temor a equivocarme. Tenía yo razón al suponer que no se iba a ver bien. En realidad, las rayas entre las baldosas ya no se distinguían y avanzar era una pura labor de intuición. Pero llegamos. Llegamos enteros y a salvo y no recuerdo una sensación más agradable que la de poner el pie en el primero de los muchos escalones que subían hacia el altar con el féretro. Me sentí pletórica de alegría. Los niños estaban bien, el maestro Rojo y Lao Jiang estaban bien y yo estaba bien. Había sido la danza más larga y agotadora de mi vida. ¿No había existido en Europa, durante la Edad Media, algo llamado «Danza de la muerte» relacionada con las epidemias de peste negra? Pues no sería lo mismo pero, para mí, «Los Pasos de Yu» habían sido lo más parecido a esa «Danza de la muerte».

Los niños gritaron de entusiasmo y se lanzaron escaleras arriba para ver el féretro de cerca. Por un momento temí que les ocurriera algo, que aún quedara alguna trampa mortal en aquel primer nivel del mausoleo, pero Sai Wu no había mencionado nada de eso en el jiance así que decidí no preocuparme. Los adultos seguimos a los niños igual de satisfechos aunque con una actitud más moderada. «Actuar precipitadamente acorta la vida», me había dicho Ming T'ien. El maestro Rojo, Lao Jiang y yo éramos la viva estampa de la moderación en un momento de gran alegría.

El altar de piedra sobre el que descansaba el féretro tenía la forma de una cama de matrimonio aunque tres veces más grande de su tamaño normal. Sobre él no sólo estaba aquel cajón rectangular lacado en negro y con finos adornos de dragones, tigres y nubes de oro sino quince o veinte cofres de tamaño medio separados por mesitas como las que se ponían sobre los canapés chinos para servir el té. Alrededor del féretro, unos hermosos paños de brocado cubrían montones piramidales de algo desconocido y varias decenas de figuritas de jade con forma de soldados y de animales fantásticos se alineaban por toda la superficie. También había vasijas de cerámica, peines y peinetas de nácar, hermosos espejos de bronce bruñido, copas, cuchillos con turquesas engastadas… Todo estaba cubierto por una capa muy fina de polvo, como si hubieran hecho limpieza sólo una semana antes.

Teniendo mucho cuidado de no romper nada, Lao Jiang subió ágilmente al altar para abrir el féretro. Se acercó hasta él y soltó el cierre, pero pesaba demasiado y fue incapaz de levantar la tapa él solo. Al ver sus infructuosos esfuerzos, Biao dio un brinco y se colocó a su lado pero, aunque consiguieron alzar la plancha unos centímetros, al final tuvieron que soltarla. Así que ya no quedó otro remedio que poner todos juntos manos a la obra. El maestro, Fernanda y yo nos encaramamos también al altar y, esta vez sí, entre los cinco, logramos abrir el terco sarcófago, total para descubrir que, en su interior, sólo había una impresionante armadura hecha con pequeñas láminas de piedra unidas a modo de escamas de pez. Estaba completa, con hombreras, peto, espaldar y un largo faldón, y tenía incluso un yelmo con el agujero para la cara y la protección para el cuello. Quizá fuera una valiosísima ofrenda funeraria, un ejemplar único de armadura imperial de la dinastía Qin, como dijo Lao Jiang, pero a mí me daba la impresión de que se trataba de una humorada del Primer Emperador, una manera de decir a quien abriese su falso sarcófago que acababa de equivocarse por completo.

Soltamos la tapa antes de que se nos rompieran los brazos y bajamos del altar dispuestos a examinar el resto de los tesoros. A Lao Jiang se le veía impaciente por echar una ojeada a lo que habíamos encontrado, por eso fue el primero en retirar los paños y abrir los cofres. Los cúmulos de forma piramidal estaban formados por pilas de pequeños medallones parecidos a los pesos que se ponen en las balanzas de las tiendas de ultramarinos (aunque éstos estaban hechos de oro puro) y dentro de los cofres había montones de joyas cuajadas de piedras preciosas de un valor incalculable. Allí había una fortuna inmensa.

– Lo tenemos -murmuré.

– ¿Saben de qué están hechas estas figuras? -preguntó el anticuario cogiendo uno de los pequeños soldados que salpicaban el altar.

– De jade -respondió Fernanda.

– Sí y no. De jade sí, pero de un jade magnífico llamado Yufu que ya no existe. Este soldado puede alcanzar en el mercado un precio de entre quince y veinte mil dólares mexicanos de plata.

– ¡Qué gran noticia! -exclamé-. ¡Ya tenemos lo que necesitábamos! No hace falta que sigamos bajando hasta el fondo del mausoleo. Nos repartimos todo esto y ¡podemos irnos ahora mismo!

Se había terminado. Aquella locura había llegado a su fin. Ya tenía el dinero necesario para pagar las deudas de Rémy.

– Dividido en seis partes no es tanto, Elvira.

– ¿Seis partes? -me sorprendí.

– Usted, el monasterio de Wudang, Paddy Tichborne, el Kuomintang, el Partido Comunista y yo, pues he pensado que, después de tanto esfuerzo, bien podía quedarme con algunas cosas para mi tienda de antigüedades. Y le advierto que el Kuomintang querrá, además, recuperar los gastos de nuestro viaje.

Vaya, Lao Jiang había dejado a un lado su idealismo político para caer también en las garras de una avaricia que, hubiera jurado, se le notaba en la cara.

– Incluso dividido en seis partes, Lao Jiang -objeté-, sigue siendo mucho. Tenemos más que suficiente. Vámonos de aquí.

– Quizá sea mucho para usted, Elvira, pero es muy poco para los dos partidos políticos que luchan por construir un país nuevo y moderno con los restos de otro hambriento y destrozado, sin olvidarnos de un monasterio como Wudang con tantas bocas que alimentar y tantas obras y reparaciones pendientes. Así me lo explicó el abad Xu Benshan en la carta que me envió con los maestros Jade Rojo, aquí presente, y Jade Negro, aceptando mi oferta de entregarle una parte del tesoro a cambio de su ayuda. No piense sólo en usted, por favor. Debería preocuparse también un poco por las necesidades de los demás. Y, por otra parte, hay que arrancar estas riquezas de las garras de los imperialistas.

– ¡Pero nosotros no podemos llevarnos todo lo que hay en esta tumba!

– Cierto, pero con lo que saquemos de aquí, que será mucho más que esto, se pagarán las excavaciones necesarias para extraer el resto. Shi Huang Ti traerá riqueza de nuevo a su pueblo -exclamó. No me cupo la menor duda de que Lao Jiang se había vuelto loco. Noté que me enfadaba por momentos, sobre todo por aquella desagradable y condescendiente exhibición de espíritu generoso: «No piense sólo en usted, por favor. Debería preocuparse también un poco por las necesidades de los demás.» De modo que teníamos que seguir arriesgando nuestras vidas porque en aquel altar no había suficiente dinero para pagar el renacimiento de China. Bien, pues qué suerte tenía China, me dije, porque ella, al fin y al cabo, podría renacer pero nosotros, si moríamos, no. Así que, puesto que todas aquellas riquezas sólo eran peccata minuta y no servían para nada, lo correcto sería darles un uso adecuado.

– Pónganse a cubierto -advertí, cogiendo con ambas manos un puñado de pesos de oro.

– ¿Qué va a hacer, tía? -se asustó mi sobrina al verme la cara.

– He dicho que se pongan todos a cubierto -repetí-. Van a dispararse muchas ballestas.

Se echaron al suelo a toda velocidad y yo, acuclillándome delante del altar, lancé los medallones con toda mi alma contra las baldosas. Apenas las tocaron, una nube de flechas apareció en el cielo del salón y fue a estrellarse contra las piezas de oro con un estrépito enorme. Me incorporé rápidamente y cogí otro puñado grande.

– Pero ¿qué está haciendo? -gritó Lao Jiang-. ¿Se ha vuelto loca?

– En absoluto -respondí lanzando más lejos aún el segundo puñado-. Quiero asegurar la salida. Voy a hacer que se descarguen las ballestas para abrir un pasillo hasta las puertas por el que poder escapar y, después, si usted quiere, puede agacharse para recoger el tesoro del suelo. ¡Niños, ayudadme! ¡Tirad las joyas de los cofres en línea recta frente a nosotros!

Incluso el maestro Rojo se unió con entusiasmo al divertido juego de vaciar los cargadores de las ballestas con aquellas riquezas milenarias. Cogíamos grandes puñados de piedras preciosas, de pendientes, de dijes, de extraños colgantes para el pelo, de hebillas, collares, horquillas, pulseras… y los tirábamos sobre las baldosas como si echásemos piedras al agua. Lo mejor era ver cómo las propias flechas, al rebotar contra el suelo cercano, disparaban a su vez otras flechas que también rebotaban y, así, cada vez era mayor el pasillo seguro hasta las puertas. Al cabo de un rato, cuando ya empezábamos a estar cansados, los disparos cesaron. Había sido lo mismo que disfrutar de un hermoso espectáculo de fuegos artificiales sólo que un poco más peligroso pero ahora, si queríamos, podíamos correr hacia la salida sin que nuestras vidas peligraran.

Lao Jiang había permanecido oculto tras el altar, a salvo de los dardos, sin decir esta boca es mía. Por supuesto, no había participado en la diversión, de modo que no estaba tan exultante y sudoroso como nosotros, que reíamos a carcajadas y nos felicitábamos. El maestro Rojo y yo nos saludamos con una reverencia que fue como un afectuoso apretón de manos porque, naturalmente, no íbamos a tocarnos, pero se le veía feliz como a un niño con zapatos nuevos. Todos lo habíamos pasado estupendamente. Todos, menos Lao Jiang, claro está, que se levantó con cara de pocos amigos y se echó su peligrosa bolsa al hombro con un gesto despectivo que nos aguó un poco la fiesta.

Detrás del altar, a escasa distancia, una losa vertical de piedra negra que bajaba desde el techo y que tendría unos dos metros de largo daba empaque y solemnidad al lugar en el que debería de haber estado el sitial del trono. Magníficos escultores habían tallado en ella las figuras de dos poderosos tigres erguidos sobre las patas traseras sosteniendo con el hocico un torbellino de nubes de las que escapaban volutas de algo que podía ser tanto vapor de agua como cualquier otra cosa parecida. Lao Jiang avanzó con decisión hacia la parte trasera de la losa y desapareció. Nosotros, todavía riendo e indiferentes a su orgullo herido, recuperamos nuestros petates y, tras guardar en ellos grandes puñados de piedras preciosas (Fernanda y yo cogimos, además, un par de hermosísimos espejos de bronce), le seguimos. Una trampilla abierta en el suelo nos aguardaba detrás. El anticuario, ignorándonos, ya se había metido por ella y bajaba hacia el fondo de un pozo muy oscuro utilizando unos travesaños de hierro encastrados a la pared. Anudé y me crucé en bandolera los cordones de la bolsa y dejé que el maestro Rojo pasara delante de mí para que los niños entraran los últimos y, así, poder sujetarles si resbalaban o si se soltaba algún barrote de aquella escalera. No conseguía explicarme de ningún modo cómo pensaba Lao Jiang sacar por allí esos grandes tesoros que parecía dispuesto a llevarse para construir un país nuevo y moderno.

Fue espantoso bajar en la más completa oscuridad oyendo los jadeos y resoplidos de Fernanda y Biao sobre mi cabeza. También yo tenía la respiración fatigosa al cabo de poco tiempo por lo arduo que resultaba el descenso. Afortunadamente no duró mucho y pronto llegamos al final y nos encontramos en lo que parecía un cubículo sin salida.

– ¿Por qué no enciende la antorcha, Lao Jiang? -pregunté.

– Porque el jiance lo prohíbe, ¿no lo recuerda? -respondió con voz enfadada.

– ¿Debemos movernos a oscuras? -se sorprendió el maestro.

– Sai Wu decía: «Del segundo nivel aún sé menos, pero no enciendas fuego allí para alumbrarte, avanza en la oscuridad o morirás.»

– Tiene que haber alguna puerta -murmuró Biao, a quien notaba moverse por el cuchitril tentando las paredes-. ¡Aquí! ¡Aquí hay algo!

Nos revolvimos chocando unos contra otros para dejar paso a Lao Jiang y le escuchamos lidiar con algún tipo de cerrojo que, por fin, tras varios forcejeos, se dejó abrir, oyéndose el desagradable sonido de unas bisagras quejumbrosas.

– Pues si no podemos encender ninguna luz, no sé cómo vamos a salir de este segundo piso. A saber dónde estará la bajada al tercero.

Este comentario tan optimista fue mío pero no encontró eco en los demás, que ya cruzaban la invisible portezuela abierta por Lao Jiang. «Así deben de vivir los ciegos totales», pensé extendiendo los brazos para no chocar contra nada. Recordé aquellos domingos por la mañana en el parque, cuando era pequeña, jugando a «La gallinita ciega» con mis amigas, y me dije que podía tomarme la situación de la misma forma, buscándole la parte divertida, como un desafío, siempre que, naturalmente, los peligros que nos esperaran al otro lado no fueran tan terribles que convirtieran aquella profunda oscuridad en una pesadilla infernal.

Al otro lado de la puerta no había nada, es decir, además de paredes, suelo y tinieblas lo único que palpábamos era el vacío absoluto. Como no convenía caminar a tontas y a locas para terminar perdidos y desorientados vaya usted a saber dónde, se me ocurrió que alguno de nosotros podía sujetarse a la cintura uno de los extremos de la larga cuerda de Lao Jiang y explorar un poco los alrededores mientras los demás permanecíamos donde estábamos, con la salida bien localizada. Se admitió la propuesta y, rápidamente, Biao se ofreció como explorador dado que tenía buenos reflejos y era muy rápido. Él podía reaccionar en un instante, dijo, si chocaba con algo o notaba que se abría un agujero bajo sus pies.

– Es verdad -comenté-. No consientas nunca que mientan diciendo que fuiste tú el que se cayó al fondo del pozo por el que entramos en el mausoleo.

– ¡Por eso me salvé! -protestó-. Salté rápidamente a la pared cuando se abrió el suelo.

– Pues por eso también, como no quiero más sustos, no vas a ser tú quien se ate la cuerda a la cintura. Yo lo haré.

– No, Elvira, usted no lo hará -dijo tajantemente la vibrante voz de Lao Jiang-. Iremos el maestro Jade Rojo o yo, pero usted no.

– ¿Por qué no? -me ofendí.

– Porque usted es una mujer.

Ya volvíamos a las andadas. Para los hombres, ser mujer te convertía, per se, en tullida o lisiada aunque lo disfrazaban de galantería masculina.

– ¿Acaso no tengo piernas y brazos como usted?

– No insista. Iré yo. -Se le oyó abrir su bolsa y volver a cerrarla-. Sujete este cabo, maestro Jade Rojo, por favor.

– ¿Qué clase de cuerda es ésta? -murmuró el maestro, extrañado-. No está hecha de cáñamo.

– Sujétela bien -le pidió Lao Jiang, alejándose-. Si caigo y tiro de ella con fuerza se le puede escapar de las manos.

– No se preocupe, me la estoy atando a la muñeca.

– ¿Hay algo, Lao Jiang? -pregunté levantando la voz.

– No, de momento.

Nos quedamos callados a la espera de novedades. Después de un rato el maestro Rojo nos dijo que el anticuario había llegado al límite de la longitud del cordón y que estaba dibujando, como si fuera un compás, una especie de semicírculo para ver qué encontraba en el camino. Y, por desgracia, me encontró a mí: de repente sentí algo que me tocaba el vientre y di un grito echándome hacia atrás. Mi grito, que había sido bastante fuerte por la impresión, regresó con un eco débil y raro, como si nos encontrásemos en una catedral de proporciones inimaginables.

– ¿Ha gritado usted, Elvira? -quiso saber el anticuario.

– Sí, he sido yo -admití un tanto avergonzada-. Me he llevado un susto de muerte.

– Siéntense todos en el suelo, por favor, y bajen las cabezas para que pueda terminar de examinar la zona.

– ¿Cuánto mide su cuerda? -pregunté dejándome caer con las piernas cruzadas al tiempo que notaba cómo Fernanda y Biao hacían lo mismo cerca de mí. La superficie, al tacto, parecía la de un espejo, fría y pulida hasta lo indecible aunque no resbaladiza.

– Unos veinticinco metros.

– ¿Nada más? Parece que esté usted mucho más lejos. De todas formas, ya que pensó en traer una cuerda podía haberla comprado un poco más larga.

– ¿Sería tan amable de guardar silencio? Me está distrayendo.

– ¡Oh, desde luego! Perdón.

Los niños, en cambio, siguieron conversando en murmullos. La oscuridad total les ponía nerviosos y hablar les quitaba un poco el miedo, miedo que yo también sentía aunque no había ninguna razón lógica para ello: el maestro de obras no hablaba de ningún peligro especial en este lugar, sólo recomendaba a su hijo no encender fuego para alumbrarse porque si prendía una antorcha o algo similar, moriría.

¿Por qué?, me pregunté de pronto. «Avanza en la oscuridad o morirás.» No tenía sentido salvo que… En las minas de carbón los trabajadores morían por explosiones de grisú, que detonaba en contacto con las llamas de las lámparas. Y, ¿qué era el grisú?, metano, el gas que los chinos llevaban milenios utilizando para alumbrar sus populosas ciudades o para fabricar antorchas como la que llevaba Lao Jiang, el cual había asegurado, muy ufano, que los celestes sabían aprovechar el metano desde antes de los tiempos del Primer Emperador. ¿Estábamos respirando metano? En Occidente, los periódicos daban cuenta casi todos los días de explosiones en las minas de carbón pues, aunque había habido grandes adelantos técnicos como las lámparas de seguridad, el grisú no olía y, a veces, al picar en una pared, se producían escapes súbitos de alguna gran bolsa de gas que explotaba incluso con la llama casi fría de la lámpara.

Olfateé el aire. No olía a nada, por supuesto. Si aquello estaba lleno de metano, no podríamos saberlo más que encendiendo el yesquero de Lao Jiang y no era la forma más conveniente. Había otra manera, desde luego, pero tampoco resultaba atractiva: el grisú, después de inhalarlo durante algún tiempo, provocaba síntomas como vértigos, náuseas, dolor de cabeza, falta de coordinación en los movimientos, pérdida de conocimiento, asfixia… Lo que ya no tenía tan claro era cuánto tiempo hacía falta para que todo eso empezara a producirse.

La oscuridad me estaba volviendo loca. Mi vieja neurastenia atacaba de nuevo. ¿Cómo iba a haber grisú en la tumba de un emperador? Aquello no era una mina de carbón. O Lao Jiang regresaba pronto con alguna noticia, por mala que fuera, o mis enfermizos delirios se apoderarían de mí por culpa de aquel ambiente oscuro. Noté que el corazón me palpitaba con fuerza y que las manos empezaban a sudarme. «Calma, Elvira, calma.» Lo que menos deseaba era sufrir allí un ataque de temor morboso.

– ¿Ya regresa, Da Teh? -oí decir al maestro Rojo.

– Sí.

– ¿Ha encontrado algo?

– Nada.

– Pues algo tiene que haber -declaró Fernanda.

– Sólo se me ocurre que avancemos pegados a la pared hasta que encontremos la salida -opinó Lao Jiang.

– Pero ¿y si es otra trampilla en el suelo y se encuentra en el centro de este lugar?

– En ese caso, joven Fernanda, la descubriremos un poco más tarde, pero la descubriremos.

Me prohibí con toda la fuerza de mi voluntad pensar en la ridícula idea de la muerte por grisú.

– Desde la puerta avanzaremos con una mano en la pared en el sentido de las agujas del reloj -dije para espantar cualquier otro tipo de pensamientos.

– ¿Y en qué sentido avanzan las agujas de los relojes? -inquirió el maestro Rojo con mucha curiosidad.

– ¿Habla usted el francés perfectamente y no ha visto nunca un reloj occidental? -El maestro me había dejado con la boca abierta (aunque daba lo mismo porque no se veía).

– En la misión donde estudiamos mi hermano y yo no había relojes.

– Pues las agujas giran dentro de un círculo digamos que de derecha a izquierda.

– Es decir, que empezamos donde estoy yo -observó, como si pudiéramos verle.

– Deberíamos dejar algo en esta puerta para reconocerla a la vuelta -sugerí, siempre preocupada por el regreso.

– Adelante, ¿qué propone?

– No sé. Dejaré uno de mis lápices. Aunque, como no veo, no sé de qué color es.

– ¿Y no le parece que da lo mismo, tía? Nadie se lo va a robar.

– Nunca se sabe -sentencié-. Estos lápices valen una fortuna en París.

Empezamos a caminar. Mi mano izquierda acariciaba la superficie de la pared que, a diferencia del suelo, era rugosa y áspera, de manera que terminé por pasar sólo la yema de los dedos para no sentir tanta dentera y, al final, sólo el dedo índice. Después de un rato, llegué a la conclusión de que aquel lugar era mucho más grande que el palacio funerario del piso superior. Debía de tener las mismas dimensiones que los muros de tierra enlucida de arriba. Tras doblar la primera esquina estaba ya completamente segura, así que me preparé para un largo y aburrido paseo que podía durar bastante tiempo. ¿Por qué no hacerlo más agradable? En realidad, podía pasear por donde yo quisiera ya que, al no ver nada, era libre de imaginar cualquier lugar del mundo y elegí la rive gauche, la ribera izquierda del Sena, en París, con sus puestos de libros viejos y sus pintores aficionados. Veía los hermosos puentes, el agua, el sol… Oía el ruido de los autos y de los ómnibus, los gritos de los vendedores de dulces… Y mi casa, veía mi casa, el portal, la escalera, la puerta… Y, dentro de ella, mi salón, mi dormitorio, mi cocina, mi estudio… ¡Ah, el olor de mi casa! Había olvidado cómo olía la madera de los muebles, las flores que siempre tenía en los jarrones, los fogones en los que cocinaba, la ropa almidonada de los cajones y, naturalmente, los lienzos nuevos aún sin imprimar, las pinturas al óleo, la trementina… ¡Había pasado un siglo desde que salí de mi casa! Sentí una nostalgia enorme y unas ganas también enormes de llorar. No tenía edad para esas tonterías, pero ¿qué iba a hacer si añoraba mi hogar?

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