Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 33 стр.


– Ve donde está el maestro y dile que recoja él a Lao Jiang. Tú, márchate con la niña. Es el aire, Biao. Hay gas venenoso en el aire. Salid los dos de aquí rápidamente.

Sentí cómo me quitaba a Fernanda de los brazos y noté que se alejaba con paso torpe. No hizo falta que le dijera nada al maestro. Sé que se cruzaron en el camino y que éste le indicó cómo llegar a la trampilla: todo recto en la misma dirección en la que avanzábamos.

– Vamos, madame -oí decir al maestro Rojo junto a mí.

– ¿Y Lao Jiang?

– Ha perdido el conocimiento.

– Cójale a él y sáquelo de aquí. Yo sólo necesito que me permita sujetarme a su túnica para no perderme. No creo que pueda seguir yo sola una línea recta.

¿De dónde saqué la fuerza para caminar, para apretar entre los dedos helados la tela de la túnica del maestro y para acompañarle dificultosamente hasta la trampilla arrastrando los pies, sin ser consciente de mis movimientos y, en realidad, profundamente dormida? No lo sé. Pero, cuando pude volver a pensar, descubrí que era mucho más fuerte de lo que creía y que, como decía la frase del Tao te king que me había regalado el abad de Wudang, cuando todo se puede superar, no hay nadie que conozca los límites de su fuerza.

Aunque suene paradójico, abrí los ojos porque me cegó la claridad. Parpadeé y me froté con las manos hasta que conseguí acostumbrarme de nuevo a la luz. Era la llama de la antorcha de Lao Jiang, radiante como un sol de mediodía. Estaba tumbada en el suelo pero no tenía ni idea de dónde me encontraba y mi primer pensamiento consciente fue para Fernanda.

– ¿Y mi sobrina? -pregunté en voz alta-. ¿Y Biao?

– Aún no se han despertado, madame -me contestó el maestro Rojo inclinándose sobre mí para que le viera la cara. Era él quien sostenía la antorcha. Me apoyé en los codos y levanté la cabeza para observar el lugar en el que estábamos: una plataforma amplia parecida a las del pozo Han por el que habíamos bajado al mausoleo aunque cubierta de baldosas negras y bastante más grande que aquéllas, pues, además de las cuatro personas que estábamos allí tumbadas, aún hubieran cabido cuatro o cinco más. El lugar era también un pozo profundo, circular y amplio como aquél, sólo que en éste las paredes eran de piedra y parecían más sólidas y recias.

Fernanda, Lao Jiang y Biao dormían, completamente inmóviles, sobre el suelo de baldosas.

– ¿Ha intentado despertarles, maestro?

– Sí, madame, y no tardarán en hacerlo. Como a usted, les he aplicado en la nariz unas hierbas de efectos estimulantes que pronto les harán recuperar el sentido. Respirar metano es muy peligroso.

– ¿Y por qué usted no se envenenó? -le pregunté mientras me incorporaba con ayuda de las manos y me quedaba sentada en el suelo.

El maestro Rojo sonrió.

– Eso es un secreto, madame, un secreto de las artes marciales internas.

– No irá a decirme que usted no respira… -bromeé, pero algo vi en su cara que me hizo palidecer-. Porque usted respira, ¿verdad, maestro jade Rojo?

– Quizás un poco menos que ustedes -admitió de mala gana-. O quizá de otra manera. Nosotros aprendemos a respirar con el abdomen. El control de la respiración y de los músculos que la gobiernan es una de nuestras prácticas habituales de meditación. Forma parte del aprendizaje de las técnicas de salud y longevidad. Mientras ustedes inhalan y exhalan unas quince o veinte veces, y los niños algo más, nosotros lo hacemos sólo cuatro, como las tortugas, que viven más de cien años. Por eso no me afectó el metano, porque inhalé mucha menos cantidad.

Los celestes y, en particular, los taoístas no dejaban nunca de sorprenderme, pero no tenía fuerzas para asimilar más cosas raras. Sentía dolor por todo el cuerpo. Echando el resto conseguí ponerme en pie y, al girarme, justo a mi espalda, vi unos barrotes de hierro en la pared que componían, sin duda, la escalinata por la que habíamos bajado -aunque yo no recordara cómo- desde el nivel del metano. Arriba, a unos tres metros, estaba el techo y se distinguía, afortunadamente muy bien cerrada, la trampilla que daba paso a la gran catedral de suelo de bronce saturada de gas. Todavía no podía comprender cómo habíamos salido vivos de allí. Al menos, había sido capaz de seguir dejando caer las turquesas hasta el último momento (el último que recordaba, que no sabía muy bien cuál era). Ya veríamos si servían para algo.

Mi sobrina abrió los ojos y gimió. Me arrodillé a su lado y le pasé la mano por el pelo.

– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté con afecto.

– ¿Podría alguien apagar la luz, por favor? -protestó, exasperada. La mano que tenía en su cabeza tentada estuvo de bajar y largarle un bofetón como Dios manda, pero yo no era partidaria de esas cosas y, además, no hubiera sabido hacerlo. Ahora que, desde luego, ganas de aprender no me faltaron.

Biao se despertó también quejándose por la luz de la antorcha aunque, como sirviente que era, se comportó con más educación.

– ¿Dónde estamos?

– No podría decirte, Biao. Hemos salido del segundo piso del mausoleo pero todavía no hemos bajado hasta el tercero. Hay rampas como en el pozo en el que te caíste, aunque más grandes y firmes. Mira -dije señalándole la pared de enfrente en la que se veían dos niveles de bajadas. Si nos asomábamos al pozo seguramente podríamos divisar más, pero no tenía ganas de moverme tanto para eso.

Ayudé a los niños a levantarse y entontes fue Lao Jiang el que dio señales de vida.

– ¿Qué tal se encuentra, Da Teh? -le preguntó el maestro acercándole la antorcha.

– ¡Apártela, por favor! -exclamó cubriéndose los ojos con el brazo.

– Bien, estamos todos vivos -dejé escapar con satisfacción, más que nada por disimular mi profundo enfado con Lao Jiang. No tenía intención de decirle nada, pero pensaba vigilarle muy de cerca y leer sus pensamientos si era necesario para evitar que volviera a ponernos a todos en peligro por decisión propia. No sucedería de nuevo.

– ¿Comemos antes de empezar a bajar? -preguntó tímidamente el maestro Rojo.

Los niños pusieron cara de asco y tanto Lao Jiang como yo denegamos con la cabeza. Ni siquiera podía pensar en la comida sin sentir angustia de nuevo.

– ¿Sabe lo que nos vendría bien, tía? -comentó Fernanda cogiendo su hato-. Una infusión de jengibre contra los mareos como las que tomaba usted en el barco.

– Coma algo mientras bajamos, maestro Jade Rojo -dijo Lao Jiang, echando a andar por la plataforma en dirección a la primera rampa. Los demás le seguimos a toda prisa y el maestro no hizo siquiera intención de sacar la comida de su bolsa.

Empezamos a descender aquella fosa por la espiral que, pegada a la pared, formaban las plataformas y las rampas. No resultó muy pesada y lo mejor de todo fue que del fondo ascendía una suave corriente de aire fresco que nos limpiaba el cerebro de brumas y la sangre de veneno. Al cabo de muy poco tiempo, el aire se volvió frío y algo después pasó a ser gélido. Nos arropamos bien y escondimos las manos en las grandes mangas de las chaquetas acolchadas. Pero ya habíamos llegado al final del pozo. La última rampa terminaba súbitamente y, enfrente, la boca de un túnel era el único camino posible a seguir.

– ¿Dónde están los diez mil puentes? -murmuró Lao Jiang.

– El arquitecto Sai Wu le escribió a su hijo que encontraría diez mil puentes en el tercer subterráneo que, en apariencia, no le conducirían a ninguna parte -le dije al maestro Rojo para que entendiera de lo que estaba hablando Lao Jiang-. Sin embargo, existía un camino entre ellos que le llevaría hasta la única salida.

– ¿Diez mil puentes? -repitió él-. Bueno, diez mil es un número simbólico para nosotros. Sólo quiere decir «muchos».

– Lo sabemos -repliqué, observando cómo el anticuario se dirigía con paso firme hacia una vasija situada en la boca del túnel, similar a las de los muros del palacio funerario. Cuando le acercó la llama de la antorcha, quizá por el frío, tardó un poco más que las otras en prenderse pero, una vez que el resplandor adquirió cuerpo y fuerza, vimos la repetición del fenómeno del fuego avanzando por un canalillo a lo largo de la pared. El túnel quedó iluminado.

Avanzamos por él unos quince metros, con mucha cautela y los cinco sentidos alerta. Al fondo, se veía una extraña estructura de hierro y, detrás, la oscuridad. Nos dirigimos hacia allí para examinar aquel armazón que, además de estar completamente oxidado, parecía brotar misteriosamente del suelo. Tres gruesos pilotes de escasa altura (dos a los lados y uno en el centro del pasillo) brotaban de la piedra y sujetaban firmemente unas impresionantes cadenas del mismo material. La cadena del centro avanzaba en línea recta hacia la oscuridad del fondo; las dos de los lados subían en diagonal hacia la parte superior de otros dos robustos postes de algo más de un metro de altura y, desde allí, se lanzaban también al vacío en línea recta.

– ¿Un puente? -preguntó Fernanda, atemorizada.

– Me temo que sí -confirmó Lao Jiang.

Tres cadenas, me dije, sólo tres cadenas de hierro. Una para caminar y otras dos, a un metro y pico de altura, para sujetarse. Desde luego eran enormes, de eslabones tan gruesos como mi puño pero, con todo, no parecía la manera más segura de cruzar un río o una sima.

El fuego del canalillo inflamaba cada vez más y más vasijas y las tinieblas se volvían claridad. Apostados en el límite del túnel contemplábamos boquiabiertos cómo la luz nos iba desvelando poco a poco el tercer subterráneo del mausoleo. Nuestro puente de hierro terminaba a unos treinta metros de distancia, en un pedestal de tres metros cuadrados del que nacían otros dos puentes más que seguían avanzando hacia el fondo y hacia un lado. El problema era que había muchos pedestales como ése y que todos estaban conectados por puentes de hierro y que esos pedestales eran, en realidad, unas gigantescas pilastras que se hundían en la tierra tan profundamente que no podíamos ver el final y que, hasta donde la vista alcanzaba mirando hacia abajo, cientos, miles de puentes formaban un laberinto tejido con hierro en horizontal y diagonal, a distintas alturas y con diferentes inclinaciones, naciendo y muriendo en la superficie de pilastras de elevaciones desiguales. Sai Wu no había mentido ni exagerado cuando le escribió a su hijo: «Hay diez mil puentes que, en apariencia, no conducen a ninguna parte.»

Abrumados, contemplábamos el laberinto sin hablar, conteniendo la respiración mientras el fuego avanzaba hacia abajo, ampliaba nuestro campo de visión y confirmaba lo que temíamos. En algún momento, las llamas llegaron al fondo e iniciaron un recorrido ascendente por las pilastras. No mucho después, todo el lugar estaba perfectamente iluminado y se olía de nuevo ese desagradable aroma que producía la combustión del aceite de ballena.

– Este sitio es muy peligroso -observó Lao Jiang como si los demás no nos hubiéramos dado cuenta-. Podemos estar de regreso aquí mismo después de caminar horas y horas por esas inestables cadenas de hierro.

Muy alentador. Daban ganas de empezar cuanto antes.

– Debe de existir alguna lógica aunque no la veamos -dije yo, adoptando el modo de pensar chino.

El maestro Rojo contemplaba los puentes y las pilastras girando la cabeza a derecha e izquierda y bajándola de vez en cuando.

– ¿Qué mira, maestro Jade Rojo? -le preguntó Fernanda con curiosidad.

– Como madame ha dicho, tiene que existir alguna lógica. Si hay una salida no puede tratarse de un esquema al azar. ¿Cuántas columnas cuadradas cuentan ustedes?

¡Uf!, no se me había ocurrido pensar en eso. En el nivel en el que nosotros estábamos, se veían tres filas consecutivas de tres gigantescas pilastras cada una. Más abajo, resultaba imposible de calcular.

– Nueve columnas -declaró el maestro Rojo en voz alta-. ¿Y cuántos puentes nacen y mueren en cada una de ellas?

– Es difícil de saber, maestro. Se cruzan en distintos puntos.

– Pues voy a la columna de ahí delante -indicó dirigiéndose hacia el puente mientras se ajustaba y aseguraba la bolsa en la espalda-. Desde allí podré verlo más claro.

La sangre se me heló en las venas y no precisamente por el frío.

El maestro, sujetándose firmemente con las manos a las cadenas, puso un pie en ese vacilante andamiaje oxidado que rechinó y osciló como si fuera a venirse abajo. Cerré los ojos y los apreté con fuerza. No quería verlo morir. No quería verlo caer al vacío ni tampoco oír cómo se estrellaba contra alguna de las pilastras de abajo o contra el suelo del fondo. Pero lo único que escuchaba eran los chirridos y crujidos del hierro mientras él seguía adelante. Los niños no podrían pasar por allí. Y, aunque pudieran, me iba a negar en redondo. Después de unos largos, muy largos minutos de tensión insoportable el maestro, por fin, llegó al final. Se oyó salir de golpe el aire retenido en nuestros pulmones y Lao Jiang y los niños lanzaron exclamaciones de alegría. Yo estaba demasiado aterrorizada para moverme o, incluso, para regocijarme tan abiertamente como ellos. Sólo suspiré y relajé todos los músculos del cuerpo que tenía contraídos por el miedo. El maestro nos saludó con la mano desde el otro lado.

– Es firme -anunció-. Pero no pasen todavía.

De nuevo, le vimos examinar el laberinto girando la cabeza en todas direcciones y asomándose peligrosamente por los bordes de la pilastra. Luego, inesperadamente, se sentó en el suelo y sacó el Luo P'an de su bolsa.

– ¿Qué está haciendo? -quiso saber Biao.

– Utiliza el Feng Shui para estudiar la disposición de las energías y la distribución de los puentes -le explicó Lao Jiang.

– ¿Y de qué nos puede servir eso? -insistió el niño.

– Recuerda que esta tumba fue diseñada por maestros geománticos.

El maestro Rojo se puso en pie y guardó la brújula.

– Voy a seguir hasta la siguiente columna -anunció.

– ¿Por qué, maestro Jade Rojo? -le preguntó Lao Jiang.

– Porque necesito confirmar unos datos.

– Por favor, tenga cuidado -le supliqué-. Estas pasarelas son muy antiguas.

– Tan antiguas como este mausoleo, madame, y, como puede ver, sigue en pie.

Se oyeron rechinar de nuevo los eslabones de hierro y le vimos avanzar poniendo un pie tras otro y agarrándose a las cadenas que servían de flexibles barandales. Sólo con que sus piernas bailaran un poco de un lado a otro, se mataría. El equilibrio era fundamental en aquellos caminos de hierro y tomé buena nota de ello para cuando llegara el momento de jugarme la vida como lo estaba haciendo él.

A pesar de que los postes que sujetaban los puentes se interponían entre nosotros, le vimos llegar sano y salvo a la segunda pilastra y, por sus movimientos, adivinamos que sacaba de nuevo el Luo P'an para realizar sus cálculos de energías. Otra vez se asomó peligrosamente a los márgenes para examinar los puentes de abajo y, por fin, se incorporó y nos hizo un gesto con el brazo para que fuéramos hacia él.

– Vosotros dos os quedáis aquí -les dije a Fernanda y Biao. El niño miró a Lao Jiang en busca de ayuda pero el anticuario ya había empezado a caminar por las cadenas; mi sobrina frunció el ceño como no se lo había visto fruncir en todos los meses que la conocía.

– Yo voy -declaró, terca y desafiante.

– No, tú te quedas.

– Yo también quiero ir, tai-tai.

– Pues lo siento. Nos esperaréis los dos aquí hasta que volvamos.

– ¿Y si no vuelven? -Fernanda seguía con ese peligroso ceño fruncido.

– Pues salís y buscáis ayuda en Xi’an.

– Iremos detrás de ustedes en cuanto se hayan marchado -me advirtió con aires de suficiencia dejando caer su bolsa al suelo.

– No te atreverás.

– Sí nos atreveremos, ¿verdad Biao? Ya nos escapamos de Wudang para seguirles, ¿lo recuerda?

– Biao -le dije al niño-, te prohíbo que vengas detrás de Lao Jiang y de mí por mucho que Fernanda te lo ordene, ¿me has comprendido?

El niño bajó la cabeza, compungido.

– Sí, tai-tai.

– Y tú, Fernanda, te quedarás con Biao. Y, si no me obedeces, cuando volvamos a París te meteré interna en el colegio de monjas más estricto que haya. ¿Te queda claro? Y ya sabes la fama que tienen las monjas francesas. Te aseguro que no saldrás ni en vacaciones.

Su gesto se transformó de rabia en sorpresa y, luego, en ira contenida pero había captado la idea. Pegó una patada en el suelo y se dejó caer sobre su bolsa con los brazos cruzados y mirando hacia el lado contrario del túnel.

El maestro Rojo seguía haciéndonos gestos con el brazo.

– Toma, Biao. -Abrí mi petate, saqué la caja de lápices y la libreta de dibujo y se la di al niño-. Para que no os aburráis mucho. Tened cuidado, por favor. No hagáis tonterías. Volveremos pronto.

– Gracias, tai-tai.

Aseguré la bolsa con fuerza para que no me desequilibrara, adelanté un pie temblón y puse las manos heladas y sudorosas sobre las barandillas, Lao Jiang ya estaba llegando al final.

– ¿Le sigo o me espero? -pregunté.

– ¡Los puentes son muy firmes, madame! -gritó el maestro Rojo desde la lejanía-. ¡No tenga miedo! ¡Aguantarán el peso de los dos!

Así que, aterrorizada, empecé a caminar. Aquélla era la prueba más dura de todas cuantas había pasado. La muerte estaba sólo a un mal paso. No debía mirar hacia abajo pero tampoco quería poner los pies de manera incorrecta y perder el equilibrio. Si continuaba sudando de miedo como lo estaba haciendo, las manos me resbalarían por mucho óxido que tuvieran aquellos anillos de hierro. Lao Jiang alcanzó la pilastra y se volvió.

– Siga adelante -me dijo-. Le aseguro que no hay ningún peligro.

¡No, ninguno, desde luego que no! Sólo una caída de yo qué sé cuántos cientos de metros. Pero daba igual, ya estaba allí y tenía que seguir avanzando. Retroceder y quedarme con los niños no era factible porque no tenía ni idea de cómo dar la vuelta sin matarme. Era mejor continuar y no pensarlo. ¿No decían que los valientes no eran los que no tenían miedo sino los que, teniéndolo, se enfrentaban a él y lo superaban? Pues a esa idea tenía que agarrarme con la misma fuerza con que me agarraba a las dichosas cadenas. Yo era valiente, muy valiente. Y, aunque me temblaran las piernas, aquella situación lo demostraba.

Aún continuaba en estado de atontamiento cuando puse el pie, por fin, en la pilastra. ¿Había llegado al final…? ¿De verdad?

– ¡Muy bien, Elvira! -me felicitó Lao Jiang tendiéndome una mano para ayudarme a dar el último paso. ¿Estaba en la pilastra? ¿Había cruzado todo el puente?

– Fíjese qué vista hay desde aquí -dijo extendiendo un brazo hacia abajo.

– No, muchas gracias. Si no le importa, preferiría no mirar.

Él sonrió.

– Pues vamos a por el siguiente -me animó-. Pase usted delante y así la vigilaré.

¡Oh, no! ¡Otra vez no!

Tomé aire profundamente y, con paso inseguro, me dirigí hacia la segunda pasarela, la que continuaba en línea recta. Qué locura. Resultaba imposible saber qué dirección nos acercaría más a la salida. De nuevo, un sudor frío me resbaló por todo el cuerpo. No, al miedo no te acostumbras; tampoco desaparece. Aprendes a convivir con él sin dejarle ganar, nada más.

Por no ofender al sonriente maestro Rojo, reprimí el impulso de abrazarle cuando llegamos a la pilastra en la que nos esperaba, pero me alegré muchísimo de estar viva para volver a verle.

– ¿Ya sabe cómo salir de aquí? -le preguntó Lao Jiang con impaciencia mal disimulada.

– Desde luego -contestó él, exhibiendo su Luo P’an con orgullo-. Siguiendo la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior.

Me quedé muda de asombro y albergué la secreta esperanza de seguir siendo ignorante respecto a ciertos asuntos de los celestes porque, por ejemplo, el día que entendiera a la primera y me pareciera normal algo como «la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior» significaría que yo habría dejado de ser yo y me habría transformado en alguna clase de monstruo como en la obra El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde del escocés Robert Stevenson.

– ¡Increíble! -dejó escapar Lao Jiang.

– Sí, increíble -convine discretamente.

– No sabe de lo que hablamos, ¿verdad, Elvira?

– Pues no, Lao Jiang. Pero tampoco sé si quiero saberlo.

El anticuario puso cara de haber pillado la broma y se rió.

– ¿Recuerda a Yu, el primer emperador de la dinastía Xia, cuya danza seguimos en el palacio funerario?

– Por supuesto.

– Pues Yu fue quien descubrió el dibujo de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior en el caparazón de una tortuga gigante que salió del mar cuando él consiguió detener las inundaciones y secar la tierra.

No, un momento, no fue así. El maestro Tzau me había contado que unos antiguos reyes llamados Fu Hsi y Yu habían descubierto los signos formados por las líneas enteras y las líneas partidas que, luego, formaron los hexagramas del I Ching. El rey Fu Hsi había descubierto unos cuantos en el lomo de un caballo que surgió de un río y el rey Yu, o emperador Yu de la dinastía Xia, otros tantos en el caparazón de esa tortuga que surgió del mar. Más tarde, algún rey de una dinastía posterior los había reunido para componer los sesenta y cuatro hexagramas del I Ching propiamente dicho. El maestro Tzau no había mencionado en absoluto ninguna estrella de ningún cielo y mucho menos posterior.

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