El maestro Rojo me miró con admiración cuando expliqué mis objeciones.
– No hay muchas mujeres que tengan tantos conocimientos como usted sobre estas materias.
Me negué a admitir su presunto homenaje. Si no había muchas mujeres era porque nadie las animaba o las dejaba estudiar las cosas consideradas exclusivas de los hombres. Era triste que yo, una extranjera, supiera más que doscientos millones de mujeres chinas sobre su propia cultura.
– Verá, madame, cuando el emperador Yu, por orden de los espíritus celestiales a los que visitaba en el cielo gracias a «Los Pasos de Yu», consiguió por fin librar al mundo de las inundaciones vio salir una tortuga gigante del mar con unos extraños signos en el caparazón. Pero esos signos no eran las líneas Yin y Yang de los hexagramas. Digamos que el maestro Tzau le contó la versión simplificada de la historia para que usted comprendiese la idea fundamental. El emperador Yu lo que vio en el caparazón fue el Pa-k'ua del Cielo Posterior. Pa-k'ua significa, literalmente, «Ocho Signos» y Cielo Posterior quiere decir el cielo después del cambio, el universo en constante movimiento y no estático como el Cielo Anterior. Pero no quisiera confundirla. Baste decir que esos Ocho Signos representaban, más bien, un patrón de las variaciones del flujo de la energía en el universo. De ellos salieron tanto los ocho trigramas que sirvieron de base para los Sesenta y Cuatro Hexagramas del I Ching como las ocho direcciones a las que apuntaban, los ocho puntos cardinales (sur, oestesur, oeste, oestenorte, norte, estenorte, este y estesur) además del centro, es decir, las Nueve Estrellas, que es el nombre por el que se les ha conocido en el Feng Shui desde hace miles de años. Gracias a las Nueve Estrellas y al Luo P'an, la brújula, podemos conocer cómo circula la energía qi en un determinado lugar, sea un edificio, una tumba o un espacio cualquiera.
Sí, bueno, no lo comprendía del todo pero la idea fundamental la tenía clara: las Nueve Estrellas eran los puntos cardinales más el centro. Las nueve direcciones espaciales.
– ¿Ve usted este laberinto de puentes de hierro? -me preguntó echando una mirada alrededor-. Pues, si no estoy equivocado, y mis cálculos dicen que no lo estoy, este laberinto oculta el patrón, la ruta de la energía qi a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior.
– ¡Pues es complicadísimo! -se me escapó después de echar un vistazo rápido a la tupida red de puentes que llenaban aquel gigantesco lugar.
– No, no, madame. Le he dicho que el laberinto ocultaba el patrón. La cantidad impide ver la sencillez del camino.
– Déjeme su libreta y sus lápices, Elvira -me pidió Lao Jiang.
Hice un sincero gesto de pesar.
– No los tengo. Se los dejé a los niños para que tuvieran algo en lo que entretenerse.
– Bien, pues imagine una cuadrícula de tres por tres. Un cuadrado con nueve casillas, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Las ocho casillas exteriores serían las ocho direcciones. La casilla central superior representaría el sur, a su derecha, en el sentido de las agujas del reloj, la casilla suroeste, debajo de ésta, la casilla oeste, y así hasta volver arriba. ¿Lo comprende?
– No es difícil. Me estoy imaginando un tablero de «Tres en raya».
– ¿De qué?
– Da igual. Siga.
– Bien, pues la energía qi circularía entre esas casillas siempre trazando un mismo camino. Localizando el sur, podemos seguir ese camino. Lo que el maestro Jade Rojo intentaba decirle es que la ruta de la energía qi está aquí, trazada por algunos de esos puentes.
– ¿Recuerda que hay nueve columnas cuadradas? -me preguntó el maestro-. Pues son las nueve casillas de las que le hablaba Da Teh. Cada una de estas columnas es una casilla y sólo uno de los puentes que hay entre ellas es el correcto. Lo que hicieron los maestros geománticos del Primer Emperador fue copiar el esquema de las Nueve Estrellas. Como verá, no podía ser más sencillo.
Refrené un gesto de sarcástico escepticismo que me salía del alma.
– De hecho, ahora mismo -me explicó Lao Jiang- estamos en la casilla central de la cuadrícula de las Nueve Estrellas. La plataforma anterior, de la que venimos, sería el norte.
– Y, además, también sería el punto de origen de la energía, aunque no me pregunte por qué ya que la explicación resultaría muy complicada para ofrecérsela en unos pocos minutos.
– No se preocupe, maestro Jade Rojo, le aseguro que no iba a preguntárselo. La cuestión es adónde debemos ir ahora.
– Bueno… -balbuceó-. En realidad, debemos retroceder. La energía qi parte del norte para encaminarse directamente al oestesur y no podemos llegar al oestesur desde aquí.
– ¿Por ese puente larguísimo? -dije mirando horrorizada una pasarela que iba, sin interrupciones, desde la primera pilastra por la que habíamos entrado hasta la que quedaba frente a nosotros, a la derecha. Es decir, que medía lo mismo que dos puentes más un pedestal.
Aquello iba a terminar conmigo, pero no porque me cayera al vacío, cosa que podía suceder, sino por agotamiento nervioso.
Retrocedimos hasta la pilastra que quedaba frente a la boca del túnel donde estaban los niños. Los saludé con la mano pero sólo Biao respondió. Las cadenas de hierro, después de tantos siglos sin utilizarse, habían aguantado perfectamente el peso de una persona, luego de dos y ahora de tres al mismo tiempo. ¿Aguantaría también el dichoso puente de más de sesenta metros? Mejor no darle vueltas. Estaba claro: si tenía que morir, moriría. Era tarde para echarse atrás.
Poniendo un pie delante de otro avanzamos hacia el suroeste. Primero el maestro Jade Rojo, luego yo y, por último, Lao Jiang. Aquella escena era digna de retratarse: dos chinos y una europea caminando por un viejo puente colgante de hierro a la luz de linternas de grasa de ballena, a muchos metros de profundidad bajo tierra y a otros tantos por encima del suelo. Hubiera sido divertido de no resultar patético. Me reía yo de los tesoros que quería sacar de allí Lao Jiang. Quizá los sacaran otros después de que abriéramos el camino pero nosotros no íbamos a llevarnos más de lo que pudiéramos transportar en los bolsillos. Menos mal que las ropas chinas tenían muchos y muy grandes.
Alcanzamos la pilastra suroeste y, desde ella, fuimos hacia la que estaba situada al este, pasando muy cerca de la pilastra central en la que habíamos estado y cruzándonos por arriba y por abajo con dos puentes que iban y venían de otras tantas superficies a las que aún teníamos que llegar.
Del este al sureste en línea recta y, de allí al centro que ya conocíamos, y del centro a la pilastra situada en el oestenorte, como decían ellos, aunque yo prefería un más sencillo noroeste. Lo que no entendía era por qué habíamos tenido que volver a pasar por el centro si ya habíamos estado allí. ¿No hubiera sido más sencillo (y seguro) ir directamente al noroeste sin hacer todo el camino desde el principio, retroceso incluido?
– Tenía que comprobar la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas del Cielo Posterior, madame -se justificó el maestro cuando se lo pregunté, poniendo una cara rara.
– ¡Oh, venga, maestro jade Rojo! -protesté-. Hubiera bastado con echar un vistazo a los puentes. Por enrevesado que sea el laberinto, ha sido una tontería ir otra vez hasta el inicio para terminar volviendo al centro. ¿Sabe cuántas pasarelas de éstas podríamos habernos ahorrado?
– Déjelo, Elvira -me ordenó Lao Jiang.
– ¿Que lo deje? -me sulfuré.
– Usted no entiende nuestra forma de pensar. Usted es extranjera. Nosotros creemos que las cosas hay que hacerlas bien, completas, para que tengan un final tan bueno como su principio, para que todo tenga armonía.
– ¿Armonía? -Aquello me superaba. Habíamos puesto nuestras vidas innecesariamente en peligro en unos tramos superfluos por la armonía universal.
– Como dice Sun Tzu, Elvira: «Haz tus cálculos antes de la batalla, porque vencerá quien los haga más completos. Los cálculos abundantes vencen a los escasos.» Un pequeño error puede conducir a un enorme fracaso, así pues ¿por qué no hacer el camino en su orden correcto si sólo representa un esfuerzo menor?
No pensaba contestar a eso.
– Había que comprobar los cálculos del Luo P'an, madame. Había que cerciorarse de que mi teoría era correcta antes de perdernos en los puentes y no poder encontrar la salida.
Del noroeste al oeste y del oeste al estenorte (o noreste). Aquella ruta era endiabladamente retorcida y, si era la que seguía la energía qi en el universo o en una casa o donde fuera, más valía no pensar en cómo llegaría la pobre energía al final del camino.
Por fin, desde el noreste fuimos, por otro de esos largos puentes de sesenta metros, hasta el sur, pero no el sur de nuestro nivel sino el del nivel inferior, ya que el puente descendía abruptamente hasta la superficie de una pilastra situada a unos veinte metros por debajo de la otra, a la que estaba pegada. Yo había memorizado la secuencia de direcciones que habíamos seguido porque no se me había ocurrido ninguna manera de marcar el camino para la salida. Aquí no podía provocar una lluvia de flechas ni dejar caer turquesas al suelo como Pulgarcito dejaba caer sus piedrecitas blancas, de modo que sólo contaba con mi memoria por si algo pasaba y lo que hice fue, usando la musiquita popular y facilona de la seguidilla Por ser la Virgen de la Paloma, canturrear en voz baja una y otra vez: «Norte-sur-este-este-sureste-centro-noroeste-oeste-noreste-sur.» El «sur» se me quedaba un poco descolgado de la tonadilla en la primera estrofa, pero repetía «noreste» un par de veces y, al final, terminaba encajando. Digo yo que algo tendría que ver en mi elección musical lo del mantón de la China del segundo verso.
– Bien -declaró el maestro Rojo-, me parece que ahora se trata de seguir la ruta de la energía a través de las Nueve Estrellas en sentido descendente.
Adiós a mi truco memorístico. Con lo bien que sonaba.
– ¿Es que hasta ahora lo habíamos hecho en sentido ascendente?
– En effet, madame.
Bueno, pues nada. Allí estábamos de nuevo, caminando por otro puente larguísimo que regresaba hacia el noreste. Y del noreste al oeste y… Un momento, la secuencia era la misma pero al revés. Descendente significaba que la energía viajaba en sentido contrario pero, como no tenía ganas de más explicaciones sobre por qué la energía decidía darse la vuelta de repente y viajar al revés por el universo estelar, me abstuve de comentarlo y me hice la tonta, aparentando seguir al maestro Rojo sin preocuparme de nada más. Lo malo era que ahora ya no me servía la música de Por ser la Virgen de la Paloma, aunque daba lo mismo porque sólo debía recordar que, en el segundo nivel de puentes, la dirección correcta era la inversa a la registrada en mi serie musical. A partir de aquí todo fue como la seda: llegué a cogerle el tranquillo a esos pasos tan cursis que nos obligaban a dar las cadenas, y esa seguridad, que también habían adquirido el maestro y Lao Jiang, nos hacía avanzar más ligeros; por otra parte, la pauta de la energía era siempre la misma ya que iba en sentido ascendente en los niveles impares y descendente en los pares. Lo único que no se repetía era aquel primer puente colocado para despistar en el primer nivel entre el norte y el centro y que el maestro Rojo nos había obligado a retroceder para iniciar la serie completa desde el principio. Estaba todo meticulosamente pensado, desde luego, aunque, una vez comprendido el esquema general con un lenguaje sencillo en lugar de con esos rimbombantes nombres chinos, me sentía capaz de volver a subir sin perderme hasta donde nos esperaban Fernanda y Biao. Resultaría un tanto confuso pero no imposible.
Por fin, tras descender ocho alturas, llegamos al suelo y, con mis resistentes botas chinas, zapateé -un poco- de alegría sólo por la satisfacción de no estar ya colgada en el aire caminando como una maniquí de Haute Couture. Lao Jiang y el maestro Rojo me miraron desconcertados pero no les hice ni caso. Habíamos bajado desde una altitud de vértigo, seguramente más de ciento cincuenta metros, y habíamos llegado al final sanos y salvos gracias a nuestra prudencia y, sobre todo, gracias a esos sólidos puentes de hierro por los que no parecían haber pasado los milenios. Agradecí a Sai Wu su buen hacer desde lo más profundo de mi corazón.
Allí abajo todo se veía de otra manera. Eché la cabeza hacia atrás hasta donde pude, puse las manos en bocina alrededor de la boca y grité llamando a los niños por sus nombres. No podía verles a través de la malla de hierros pero les oí vociferar desde muy lejos sin entender lo que decían. Bueno, lo importante era que estaban bien y que se habían quedado donde yo les había dicho. No estaba muy segura después de haberles visto hacer de las suyas durante el viaje. Ahora ya podía enfrentarme a esos misteriosos Bian Zhong del cuarto subterráneo.
– Lao Jiang, ¿por qué no le explica al maestro Jade Rojo lo que decía Sai Wu en el jiance sobre los Bian Zhong ?
– Maestro, ¿sabe usted lo que son los Bian Zhong ? -preguntó el anticuario-. Sai Wu le decía a su hijo que en el cuarto nivel se encontraba la cámara de los Bian Zhong y que tenían algo que ver con los Cinco Elementos.
– Los Bian Zhong son campanas, Da Teh.
– ¿Campanas?
– Sí, Da Teh, campanas, campanas mágicas de bronce capaces de emitir dos tonos diferentes: un tono bajo cuando son golpeadas en el centro y otro agudo cuando se las golpea en los lados. Hoy en día ya no se usan por la complejidad de su ejecución pero son uno de los instrumentos musicales más antiguos de China.
– ¿Cómo es posible que yo no hubiera oído nunca hablar de esas campanas? -se extrañó Lao Jiang.
– Quizá porque apenas quedan unas cuantas en algunos monasterios y porque nada sabríamos de su existencia si no fuera por las partituras conservadas en las bibliotecas con anotaciones acerca de su gran antigüedad. Además, no son campanas normales como las que usted haya podido ver habitualmente. Son campanas planas. Da la sensación, al verlas, de que les ha caído una piedra encima.
– ¿Y qué tienen que ver esas campanas planas con los Cinco Elementos? -rezongué.
– Bueno, si se trata de los Cinco Elementos no creo que la solución sea muy complicada.
No quería ser agorera, pero el maestro Rojo se parecía un poco a mí en cuanto a la capacidad de predecir el futuro. Había sido él quien había dicho, muy tranquilo, que «diez mil» puentes sólo serían «muchos» puentes, dándole el sentido de «unos cuantos». Así que más valía no hacerse falsas ilusiones. Y, encima, todas mis notas sobre los Cinco Elementos tomadas de aquella clase a la que asistimos Biao y yo en Wudang se habían quedado en la libreta que les había dejado a los niños.
– Muy bien -exclamó Lao Jiang-, pues vamos a buscar esas campanas.
Caminamos un rato cerca de las paredes y, finalmente, encontramos, a unos cien metros detrás del último puente por el que habíamos bajado, una trampilla en el suelo.
– ¿Más descensos? -bromeé.
– Eso parece -repuso Lao Jiang sujetando la argolla y tirando de ella con fuerza. Como en los niveles anteriores, se abrió sin ninguna dificultad y otra vez descubrimos los consabidos barrotes de hierro sujetos a la pared a modo de escalera. Descendimos por ellos sumergiéndonos en la oscuridad aunque, por fortuna, el tramo fue muy corto. En seguida Lao Jiang, que iba el primero, nos avisó de que había llegado al final y, antes de que el maestro Rojo, que iba el último, pusiera un pie en el suelo, él ya había encendido la antorcha de metano (palabra que ahora me producía una enorme desazón) con su hermoso yesquero de plata. Y sí, allí estaban los Bian Zhong, imponentes, impresionantes, colgando frente a nosotros de un hermoso armazón de bronce que ocupaba por completo la pared del fondo, desde el techo hasta el suelo y de un lado al otro. Diría, sin temor a exagerar, que aquel monstruoso instrumento musical debía de medir unos ocho metros de largo por cuatro o cinco de alto. Había muchísimas de aquellas extrañas campanas aplastadas, una barbaridad, seis filas para ser exacta y, en cada una de ellas, conté once, que iban aumentando de tamaño de izquierda a derecha. A la izquierda estaban las pequeñas -del tamaño de un vaso de agua- y a la derecha las gigantescas, que hubieran podido utilizarse, dándoles la vuelta, como cubos para la basura o para el agua de limpiar.
A la luz de la antorcha de Lao Jiang, el oro de sus ondulados adornos todavía brillaba. Después descubrimos que también llevaban dibujos hechos con plata, pero la plata se había oscurecido y no destacaba tanto. Parecían bolsos expuestos en un escaparate y sus dos lados inferiores, terminados en graciosos picos, aún los hacía estar más a la moda. Las asas colgaban de unos ganchos dispuestos a distancias regulares en las seis gruesas barras que cruzaban de lado a lado el descomunal bastidor cubierto de verdín. Delante de este hermoso Bian Zhong, que también se llamaba así el carillón completo, sobre una pequeña mesa de té, había dos mazos del mismo metal, ambos de un metro de largo como poco, y que, sin duda, servían para golpear con ellos las campanas aplastadas.
– ¿Tenemos que interpretar alguna música en concreto? -pregunté por incordiar.
El maestro Rojo, con su habitual capacidad de análisis y concentración, ya se estaba acercando al Bian Zhong para examinarlo con cuidado y, como necesitaba luz, le hizo un gesto a Lao Jiang para que fuera tras él, pero el anticuario había descubierto vasijas de grasa de ballena en las paredes y se disponía a prenderlas para apagar la antorcha. En realidad, ya me estaba acostumbrando al olor que desprendían esas lámparas y cada vez me molestaba menos. Acabaría por no advertirlo aunque, por descontado, tampoco lo echaría de menos cuando saliéramos al puro, limpio y abundante aire fresco del exterior. En aquel momento recuerdo que sentí un poco de hambre. No tenía ni idea de la hora que era, puede que media tarde, pero no habíamos comido nada en todo el día y los efectos del metano ya hacía un buen rato que habían desaparecido.
En cuanto la habitación se iluminó con la luz de las lámparas, el maestro Rojo se concentró en las campanas. También Lao Jiang y yo nos acercamos al armazón para curiosear aunque, al menos yo, no podría servir de mucha ayuda. Eran unas campanas realmente bonitas, con pequeños botones en relieve en su parte superior y dibujos de nubes en movimiento -hechos de oro- en la inferior. Tanto el borde de arriba como el extremo picudo de abajo lucían un ribete de plata con un adorno similar a una greca pero hecha con las volutas y sinuosidades propias del diseño chino.
– Aquí están los Cinco Elementos -anunció el maestro Rojo poniendo un dedo ganchudo sobre el centro de la campana que tenía frente a la nariz. Me acerqué a mirar y vi que su índice señalaba, dentro de un óvalo situado entre los botones y las nubes, un ideograma chino parecido a un hombrecito con los brazos abiertos-. Este es el carácter Fuego y aquí -y puso el mismo dedo sobre la campana de al lado-, Metal. En esta otra pueden ver el elemento Tierra, la Madera aquí y, aquí, el Agua.
Eché un vistazo general al Bian Zhong y dije:
– Maestro Jade Rojo, no quisiera desanimarle pero cada una de las campanas tiene alguno de esos cinco ideogramas.
El carácter Agua era muy parecido al del Fuego salvo por el hecho de que el hombrecito tenía tres brazos, dos de ellos derechos. La Tierra parecía una letra T invertida, la Madera era una cruz con tres patas y el ideograma Metal hubiera pasado, sin confusión, por el dibujo de una casita monísima con un tejadillo a dos aguas. Definitivamente, el carácter que más me gustaba era éste, el del Metal.
– Me temo que va a ser muy complicado resolver este enigma -dijo pesaroso el maestro, mirando de reojo los largos mazos que descansaban sobre la mesita de té-. En primer lugar, hay que averiguar lo que tenemos que hacer: ¿descubrir una serie musical escrita con los ideogramas de los Cinco Elementos?
– ¿Por qué no empezamos golpeando esas cinco campanas del centro a ver qué pasa? Luego, probamos con todas las que lleven el mismo carácter y seguimos buscando combinaciones hasta que alguna funcione.
Ambos hombres me miraron como si me hubiera vuelto loca.
– ¿Sabe el ruido que hacen estos Bian Zhong, Elvira? -se enfadó Lao Jiang.
– ¿Y qué tendrá que ver el ruido que hagan? -objeté-. ¿No están aquí esos mazos para eso? ¿Cómo quiere que bajemos al quinto subterráneo si no resolvemos esta partitura musical?
– Debemos pensar -opinó el maestro Rojo, recogiéndose la túnica y sentándose en el suelo en postura de meditación.
– ¿Puedo intentarlo, al menos? -insistí desafiante, cogiendo los mazos.
– Haga lo que quiera -me respondió Lao Jiang tapándose los oídos con las manos y acercándose a las campanas para seguir examinándolas.
Era lo que estaba deseando escuchar. Sin pensarlo dos veces me lancé a la apasionante experiencia interpretativa de golpear (con cuidado, eso sí) sesenta y seis antiguas campanas aplastadas en todas las series y formas que se me iban ocurriendo. Tenían un sonido hermoso, como apagado, como si después de tañerlas pusieras una mano encima para ahogar la vibración y, con todo, de alguna manera, siguieran palpitando. Era, sin duda, un sonido muy chino, muy diferente a lo que estaba acostumbrada a oír e indiscutiblemente bello de no ser por mi terrible interpretación que no atinaba a dar, ni por casualidad, con la escala de ocho notas occidentales. No se parecía en absoluto al sonido de las campanas eclesiásticas aunque quizá su antigüedad y su capa de cardenillo modificaban en algo la resonancia original. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro.
– ¿Sí? -pregunté sorprendida, volviéndome y viendo a Lao Jiang.
– Por favor, se lo suplico, ¿podría parar?
– ¿Les molesta el sonido?
El maestro Rojo, que seguía sentado en el suelo, dejó escapar una espontánea y por completo insólita carcajada.
– Es insoportable, Elvira. Por favor, déjelo.
Hay cosas que no cambian en esta vida. Cuando era muy pequeña, antes de empezar a estudiar el odioso solfeo, me gustaba aporrear el piano de casa hasta que me arrancaban del asiento entre rabietas y me castigaban. Ahora, más de treinta años después, y en China, se volvía a producir la misma situación. Era mi aciago destino.