Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 35 стр.


Dejé los mazos sobre la mesilla y me dispuse a pasar un rato de aburrimiento hasta que al maestro Rojo se le ocurriera alguna brillante idea que nos permitiera averiguar qué debíamos hacer con aquellas hermosas campanas. Por no malhumorarme saqué una bola de arroz de mi bolsa y empecé a mordisquearla. Estaba seca. Un té caliente me hubiera venido bien, pero con el arroz, al menos, se me calmaba el estómago. Para entretenerme mientras comía, me dio por contar campanas. Con el ideograma Metal, el de la casita, sólo había cinco Bian Zhong, con el de Tierra, nueve, con el de Fuego, trece, con el de Madera, diecisiete y con el de Agua, veintidós. Si Biao hubiera estado allí, seguramente ya habría encontrado alguna relación numérica entre esas cifras. De todos modos, no era difícil: la serie se cumplía casi a la perfección sumando cuatro al número anterior, es decir, si había cinco casitas, cinco más cuatro, nueve campanas con el ideograma Tierra. Si a las nueve Tierras le sumábamos cuatro, teníamos los trece Fuegos. Trece Fuegos más cuatro, diecisiete Maderas. La cosa no terminaba de encajar con el Agua, porque, según la serie, debería haber veintiuna campanas con el carácter Agua, pero había veintidós. Sobraba una, y de Agua precisamente, el elemento regente del reinado de Shi Huang Ti, además de que había más campanas de Agua que de ningún otro elemento. El Agua era lo más abundante en aquel Bian Zhong. Y, después, en orden decreciente, la Madera, el Fuego, la Tierra y el Metal. ¿Qué había dicho el maestro de Wudang sobre los Cinco Elementos? Recordaba vagamente algo sobre que eran distintas manifestaciones de la energía qi, que todos estaban relacionados entre sí y con otras cosas como el calor y el frío, los colores, las formas… Vaya, ¿por qué había tenido que dejarles a los niños mi libreta con las anotaciones? Hice un esfuerzo de memoria visual, intentando recordar no lo que había dicho el maestro de Wudang sino lo que yo había dibujado. ¿Qué apunte había tomado usando unos animales? Ah, sí, ya me acordaba: había pintado los cuatro puntos cardinales con una tortuga negra al norte representando el elemento Agua, un cuervo rojo al sur que era el Fuego, un dragón verde al este para la Madera, un tigre blanco al oeste simbolizando al Metal y una serpiente amarilla en el centro que era el elemento Tierra.

Bueno, pero todo eso no me servía de nada. Continuaba sobrándome Agua en aquel carillón gigantesco que debía de pesar varias toneladas. Me alejé para tomar asiento en el suelo junto al maestro Rojo. Lao Jiang me siguió.

– ¿Y bien, maestro? -le preguntó.

– Podría tratarse de algún tipo de composición musical basada en cualquiera de los dos ciclos de los Elementos, el creativo y el destructivo.

Lao Jiang asintió con la cabeza. Yo no recordaba haber escuchado nada sobre esos dos ciclos aunque a lo peor sí y lo había olvidado.

– ¿Qué ciclos son esos, maestro Jade Rojo?

– Los Cinco Elementos están estrechamente relacionados entre sí, madame -me explicó-. Sus vínculos pueden ser creativos o destructivos. Si son creativos, el Metal se nutre de la Tierra, la Tierra se nutre del Fuego, el Fuego se nutre de la Madera, la Madera se nutre del Agua y el Agua se nutre del Metal, cerrando el ciclo. Si, por el contrario, sus vínculos son destructivos, el Metal se destruye por el Fuego, el Fuego se destruye por el Agua, el Agua se destruye por la Tierra, la Tierra se destruye por la Madera y la Madera se destruye por el Metal.

Algún Bian Zhong resonó dentro de mi cabeza al oír aquella retahíla de elementos nutriéndose y destruyéndose mutuamente.

– ¿Podría repetirme el primer ciclo, por favor, el creativo? -le pedí al maestro Rojo.

Me miró extrañado pero hizo un gesto afirmativo.

– El Metal se nutre de la Tierra, la Tierra se nutre del Fuego, el Fuego se nutre de la Madera, la Madera se nutre del Agua y el Agua se nutre del Metal.

– ¿Empieza por el Metal debido a alguna razón o podría hacerlo por cualquiera de los otros Elementos?

– Bueno, así los aprendí y así suelen venir en los libros más antiguos pero, si usted lo desea, puedo decirle el ciclo empezando por el Elemento que me pida.

– No, no es necesario, gracias. ¿Podría repetirlo completo otra vez?

– ¿Otra vez? -se alarmó Lao Jiang.

– Por supuesto, madame -consintió amablemente el maestro-. El Metal se nutre de la Tierra…

Cinco campanas con el ideograma Metal; cinco más cuatro, nueve campanas con el ideograma Tierra.

– … la Tierra se nutre del Fuego…

Nueve campanas con el ideograma Tierra; nueve más cuatro, trece campanas con el ideograma Fuego.

– … el Fuego se nutre de la Madera…

Trece campanas con el ideograma Fuego; trece más cuatro, diecisiete campanas con el ideograma Madera.

– … la Madera se nutre del Agua…

Diecisiete campanas con el ideograma Madera; aquí me fallaban las cuentas porque diecisiete más cuatro eran veintiuno y tenía veintidós campanas con el ideograma Agua.

– … y el Agua se nutre del Metal, cerrándose así el círculo para volver a empezar. ¿Por qué le interesa tanto el ciclo creativo de los Cinco Elementos?

Les conté lo del número creciente de campanas según el ciclo creativo y lo de esa campana de Agua que me sobraba aunque no sabía por qué.

El maestro se quedó muy pensativo.

– El ciclo creativo… -repitió, al fin, en susurros.

– Sí, el ciclo creativo -le confirmé-. ¿Qué pasa con él?

– La nutrición, madame, el sustento que vigoriza y robustece, un elemento alimentando al siguiente para que sea más fuerte y poderoso y pueda, a su vez, alimentar al siguiente y ése a otro y así hasta volver al punto de origen. Hay algo en lo que usted no se ha fijado. Supongamos que esa campana del Elemento Agua que le sobra, en realidad no le sobrase sino que fuera el principio, el origen de esa cadena de elementos reforzándose unos a otros. Empezaríamos, pues, por una campana del elemento Agua a la que sumaríamos cuatro para seguir con ese incremento que usted ha descubierto y, ¿qué tendríamos? Cinco campanas del Elemento Metal, las que usted situaba en primer lugar, y de este modo, incluso, encajarían perfectamente las veintiuna Bian Zhong que antes tanto le estorbaban cuando eran veintidós. Así pues, ¿qué tenemos? Un diseño de nutrición entre los Cinco Elementos que empieza y termina con el Agua, fundamento y emblema del Primer Emperador.

– Pero ¿qué tiene que ver todo eso con las campanas? -preguntó desconcertado Lao Jiang.

– Aún no lo sé, Da Teh -repuso el maestro poniéndose ágilmente de pie y caminando hacia el Bian Zhong -, pero no es rara casualidad numérica. Probablemente hayamos dado con la partitura musical aunque no sepamos interpretarla.

El anticuario y yo le seguimos hasta colocarnos a su lado, frente al gran bastidor de bronce, pero no vi nada que no hubiera visto antes y tampoco se me ocurrió cómo llevar aquel ciclo creativo hasta las sesenta y seis campanas con adornos de oro y plata que colgaban, tranquilas, de sus elegantes asas.

– ¿Empezamos golpeando la campana de Agua más grande? -aventuré.

– Probemos -admitió esta vez Lao Jiang, adelantándose para coger los mazos antes que yo. Con paso decidido se dirigió a la derecha del mueble, donde estaban las Bian Zhong más grandes, buscó el ideograma del Elemento Agua y golpeó. El sonido, grave y hueco, reverberó ahogadamente durante un buen rato, pero no ocurrió nada.

– ¿Debería golpear ahora las cinco campanas del Elemento Metal? -preguntó Lao Jiang.

– Adelante -dijo el maestro-. Hágalo por tamaño, de mayor a menor. Si no funciona, lo haremos al revés.

Pero tampoco sucedió nada. Ni tampoco cuando, después, tañó las nueve campañas de Tierra, las trece de Fuego, las diecisiete de Madera y las veintiuna de Agua. Un rato antes, Lao Jiang se había quejado del ruido que hacía yo golpeando las campanas pero ahora se le veía muy a gusto divirtiéndose con los mazos. Ver para creer. Cuando tocaba él, el sonido no le molestaba. La repetición de la serie al revés tampoco produjo resultados así que terminamos regresando al suelo, absolutamente desanimados y con los oídos medio sordos.

– ¿Qué se nos está escapando? -pregunté desolada-. ¿Por qué no damos con la dichosa partitura?

– Porque no es una partitura, tai-tai, es una combinación de pesos -dijo una voz tímida a nuestra espalda.

¿Tai-tai… ? ¿Biao…? ¡Fernanda!

– ¡Fernanda! -grité, poniéndome en pie de un brinco y dirigiéndome hacia los travesaños de hierro a toda velocidad para mirar hacia arriba, hacia la trampilla-. ¡Fernanda! ¡Biao! ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?

Sus miserables cabezas se divisaban muy pequeñas, apenas asomadas a los bordes del agujero. El silencio fue mi única respuesta.

– ¡Biao! ¿Qué te dije, eh? ¿Qué te dije, Biao?

– Que no fuera detrás de Lao Jiang y de usted por mucho que la Joven Ama me lo ordenara.

– ¿Y qué has hecho tú, eh, qué has hecho? -Me había puesto como una fiera. Sólo de imaginarlos bajando por los puentes de hierro me hervía la sangre.

– Seguir al maestro Jade Rojo -contestó humildemente.

– ¿Cómo? -chillé.

– No se enfade tanto, tía -me pidió Fernanda usando un chapucero tonillo condescendiente-. Usted le ordenó que no siguiera ni a Lao Jiang ni a usted y él lo ha cumplido. Ha seguido al maestro Jade Rojo.

– ¡Pero ¿y tú, desvergonzada?! Te prohibí terminantemente que te movieras de allá arriba.

– No, tía. Usted me ordenó que me quedara con Biao. Me dijo textualmente: «Si no te quedas con Biao te meteré interna en un colegio de monjas francesas.» Yo sólo he hecho lo que usted me dijo. Me he quedado con Biao todo el tiempo, se lo prometo.

¡Por el amor del cielo! Pero ¿qué les pasaba a aquellos dos niños? ¿Es que no tenían conciencia del peligro? ¿Es que no sabían lo que era obedecer una orden? Y ahora que ya estaban aquí no podía ordenarles que volvieran a subir. Además, ¿cómo habían bajado los puentes? ¿Cómo habían sabido qué camino tenían que seguir?

– Les estuvimos viendo bajar -me explicó mi sobrina- y Biao dibujó la ruta en su libreta.

– ¡Devuélveme mi libreta y mis lápices ahora mismo, Biao!

El niño desapareció de mi vista para reaparecer por los pies, descendiendo lentamente travesaño a travesaño. Cuando llegó a mi lado le tendí una mano imperiosa y él, acobardado, me entregó mis cosas. Cogí el cuaderno, busqué la última hoja utilizada y descubrí el dibujo. El esquema era correcto, estaba bien trazado y presentaba marcas de flechas que indicaban el cambio de sentido de la energía en los niveles impares. Eran muy listos aquellos dos pero, sobre todo, eran desobedientes y la más desobediente de ambos era mi sobrina, la cabecilla del equipo. Aquél no era el momento para hablar sobre lo sucedido ni tampoco para pensar en un castigo magistral e inolvidable, pero ese momento llegaría, antes o después llegaría y Fernanda Olaso Aranda se iba a acordar de su tía durante el resto de su vida.

Terriblemente enojada, me di la vuelta, dejándolos tiesos y cabizbajos, para guardar mis útiles de dibujo en la bolsa.

– ¿Ya se le ha pasado el enfado, Elvira? -me preguntó de manera desagradable Lao Jiang. Era lo último que me faltaba.

– ¿Tiene usted algún problema con la forma en que trato a mi sobrina y a mi criado?

– No. Me da exactamente igual. Lo que quiero es que Biao nos explique lo que ha dicho sobre la combinación de pesos.

Ya no me acordaba de aquello. Con el disgusto se me había olvidado. El niño se adelantó y caminó muy despacito (supongo que por llevar encima el peso de la culpabilidad) hacia el Bian Zhong. Apenas se le entendió cuando dijo algo entre murmullos.

– ¡Habla más alto! -le ordenó Lao Jiang. ¿Qué demonios le pasaba a aquel hombre? Estaba insoportable y, entre los niños y él, el viaje se estaba volviendo una pesadilla.

– Que si me pueden ayudar a coger la campana grande con el carácter de Agua.

El anticuario se precipitó hacia él y, entre los dos, la alzaron un poco y la sacaron. Se oyó el chirrido de un resorte y el gancho del que había estado colgando subió unos centímetros en la barra como si tuviera un muelle debajo. La dejaron con mucho cuidado en el suelo.

– ¿Qué más? -preguntó Lao Jiang.

– Hay que quitar esa campana -afirmó el niño señalando, en la fila inferior, el Bian Zhong de tamaño mediano que ocupaba el puesto central, el sexto contando desde cualquier lado. Lao Jiang la sacó con cierto esfuerzo y la dejó también en el suelo-. Ahora hay que poner la grande en el lugar de la mediana -indicó agachándose para ayudar al anticuario a coger el gigantesco Bian Zhong con el ideograma de Agua. El rechinar de muelles y las leves subidas y bajadas de los ganchos al ser liberados o cargados revelaba que algo estaba sucediendo en el interior de aquel bastidor y que, por lo tanto, la idea de Biao era acertada. Con la ayuda del maestro Rojo, siguieron quitando y poniendo campanas. Al cabo de poco tiempo, se empezó a ver la imagen del puzle que el niño tenía en su cabeza. De vez en cuando se oía un lejano gruñido metálico como el de una barra de cerrojo al ser retirada. Los hombres sudaban por el esfuerzo. Fernanda y yo echábamos una mano cuando se trataba de los bronces más pequeños, los que parecían vasos de agua, aunque también pesaban lo suyo. Biao no daba abasto para indicarnos a unos y a otros qué campanas debíamos retirar y dónde debíamos colocar las otras.

Finalmente, sólo quedó una campana por poner, una muy pequeña del Elemento Agua que había que colocar en la esquina inferior izquierda del bastidor y que estaba en mis manos, en mis más que sucias manos. El Bian Zhong tenía ahora todas sus piezas situadas de forma no diría que desordenada -porque iban de menor a mayor en sentido izquierda-derecha- pero sí completamente diferente a su disposición primaria como instrumento musical de percusión. La campana gigante con el carácter Agua que colocamos en el centro de la barra inferior estaba ahora rodeada por las cinco del elemento Metal, las de las casitas, ya que el Metal nutría poderosamente al Agua. Las cinco campanas de Metal estaban rodeadas a su vez por las nueve de Tierra, que nutrían al Metal que, a su vez, nutría al Agua. Las nueve campanas de Tierra estaban rodeadas por las trece de Fuego, las trece de Fuego por las diecisiete de Madera y éstas, finalmente, por las veintiuna de Agua (faltaba por poner la que yo tenía en las manos). Un ciclo perfecto, una ordenación magistral de fuerza y energía. Si Biao tenía razón, los maestros geománticos de Shi Huang Ti habían hecho del Elemento regente del emperador el principio y el fin de aquella combinación, disponiendo que el ciclo creativo de los Cinco Elementos reforzara al Agua con todo su poder y que ésta, a su vez, acabara envolviéndolo todo.

Hubo una cierta expectación en el aire cuando me dirigí hacia el último gancho vacío del armazón. Sintiéndome una diva ante su público, coloqué la campana con un gesto barroco y divertido que hizo reír a los niños y al maestro Rojo. Lao Jiang estaba tan desesperado porque aquella tentativa funcionara que cualquier otra cosa le resultaba indiferente.

Se oyó un chasquido metálico, un quejido de muelles, un largo crujido de piedra contra piedra y, por fin, el chirrido de un resorte. La pared en la que se apoyaba el Bian Zhong se deslizó hacia atrás lentamente provocando una suave vibración de las sesenta y seis campanas y se detuvo en seco tras recorrer un par de metros. Tanto en el borde de las dos paredes perpendiculares como en los pedazos de suelo y techo donde antes había estado encajado aquel muro de quita y pon se veían anchos orificios separados por treinta o cuarenta centímetros de distancia. Los dos huecos que habían quedado libres para pasar estaban, cómo no, en absoluta penumbra.

– Biao, dime -oí susurrar al maestro Rojo detrás de mí-. ¿Cómo supiste que se trataba de la disposición y el peso de las campanas y no de una partitura musical?

– Por dos razones, maestro -le contestó el niño también en voz baja-. La primera, porque me resultaba muy raro que el arquitecto Sai Wu, al decirle a su hijo en el jiance que la cámara de los Bian Zhong estaba relacionada con los Cinco Elementos, no mencionara en absoluto la música, y eso que hablaba de campanas. La segunda razón fue que ustedes las golpearon de todas las formas posibles sin ningún resultado. Pensé que no podía tratarse de una canción. Lo único cierto era que el problema tenía que ver con los Cinco Elementos, con la energía qi. Entonces, la Joven Ama Fernandina me hizo un comentario sobre lo mucho que debía de pesar aquel enorme instrumento musical, sobre lo difícil que sería moverlo para ver si había alguna puerta detrás. La idea se me ocurrió de pronto, mientras les oía hablar sobre el número de campanas que había y el ciclo creativo de los Cinco Elementos. Además, era lógico suponer que en alguna parte había un mecanismo escondido que abriría esa puerta de la que hablaba la Joven Ama pero la habitación estaba completamente vacía salvo por el Bian Zhong de modo que, si no era la música, ¿qué otra cosa podía poner en marcha el mecanismo? Las campanas colgaban de ganchos, luego podían quitarse y ponerse. Pensé también que si el Agua era el elemento principal y había una campana de Agua que sobraba o que, como usted dijo, era la primera de la serie, debía ser la más grande e ir colocada en su punto cardinal, el norte. Si imaginábamos un mapa chino sobre el Bian Zhong, el sur quedaba arriba, el oeste y el este a los lados y el norte abajo. La campana grande debía ir en el centro de la fila inferior. Esto y lo que ustedes decían sobre el número de campanas de cada Elemento y el orden del ciclo creativo fue lo que me dio la idea, maestro Jade Rojo.

Me había quedado boquiabierta. No podía creer lo que acababa de oír. Biao tenía una inteligencia extraordinaria y una maravillosa capacidad de análisis y deducción. Ese niño no podía volver al orfanato del padre Castrillo para terminar aprendiendo el oficio de carpintero, zapatero o sastre. Debía estudiar y aprovechar esas cualidades excepcionales para labrarse un buen futuro. De repente, tuve una idea magnífica: ¿por qué no le adoptaba Lao Jiang? El anticuario no tenía hijos que heredaran su negocio ni que pudieran cumplir con los ritos funerarios en su honor el día que él muriese. Era un tema muy delicado y, tal y como estaba de irritable últimamente, mejor no decirle nada por el momento pero, en cuanto saliésemos del mausoleo con los bolsillos llenos de dinero, hablaría con él para ver si la idea le parecía tan buena como a mí o si, por el contrario, la juzgaba ofensiva y me mandaba a ocuparme de mis asuntos. En cualquier caso, lo que estaba claro como el agua era que de ninguna de las maneras volvería Biao al orfanato.

Tras recoger nuestras bolsas nos dispusimos a cruzar el umbral abierto por la pared del Bian Zhong. Lao Jiang sacó de nuevo su yesquero y prendió la antorcha, colocándose en primer lugar. Yo iba detrás de él, protegiendo con el cuerpo a la tonta de mi sobrina y al niño, que caminaba junto al maestro. No sabía con qué podíamos encontrarnos detrás del muro aunque hasta entonces no habíamos tenido más sorpresas desagradables de las esperadas. Sin embargo, y por una vez, acerté con mis temores: oí una exclamación del anticuario y vi que se echaba hacia atrás y que iba a caer sobre mí. Por instinto, retrocedí apresuradamente chocando con Fernanda, que chocó a su vez con Biao y éste con el maestro Rojo.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

Cuando Lao Jiang, que había mantenido el equilibrio de milagro, se giró para mirarnos, descubrí unas cosas negras que se movían por la orilla de su túnica y que subían a toda velocidad entre sus pliegues. ¿Cucarachas…? Sentí un asco de morirme.

– Escarabajos -aclaró el maestro Rojo.

– Hay de todo -precisó Lao Jiang sacudiéndose la ropa. Aquellas cosas negras con patitas cayeron al suelo y se movieron-. No he podido fijarme bien porque me he alarmado al ver las paredes y el suelo cubiertos de insectos pero hay miles de ellos, millones; escarabajos, hormigas, cucarachas… No se distingue la trampilla.

Mi sobrina soltó una exclamación de terror.

– ¿Pican? -preguntó muerta de miedo, tapándose la boca con la mano.

– No lo sé, no creo -respondió Lao Jiang girándose de nuevo hacia la habitación y alargando el brazo con la antorcha para iluminar el interior. No podía pensar siquiera en asomarme. Es más, no podría entrar allí aunque fuera el último lugar del mundo tras una catástrofe universal.

– Pues vamos -dijo Biao caminando hacia donde estaba Lao Jiang.

Los tres hombres se asomaron y les vimos poner cara de sorpresa.

– ¡Está infestado! -exclamó el maestro-. La luz les hace moverse. ¡Miren cómo vuelan y cómo caen del techo!

– No podremos encontrar la trampilla -afirmó el niño sacudiéndose los bichos de los brazos de la chaqueta. Lao Jiang y el maestro se pasaban las manos por la cara.

– Yo la buscaré. Cuando la encuentre les llamaré.

– Lo siento, Lao Jiang, yo no puedo entrar ahí -le dije.

– Pues quédese. Haga lo que le plazca -repuso groseramente desapareciendo tras el muro. Me quedé de una pieza.

– Tía, ¿qué vamos a hacer nosotras? -Mi sobrina me miraba con ojos de angustia.

Me sentí tentada a darle una respuesta parecida a la que me acababa de soltar a mí el anticuario (aún estaba muy enfadada con ella por haberme desobedecido) pero me dio pena y no pude hacerlo. El miedo nos hermanaba y, además, comprendía su agobio. Pero si de miedo se trataba había que superarlo, me dije, había que enfrentarse a él. No quería que mi sobrina heredara mi neurastenia.

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