Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 7 стр.


Ella se inclinó hasta tocar el suelo con la frente y permaneció silenciosa en esa postura. Su moño negro estaba atravesado por un par de finos estiletes cruzados.

– De manera que estaba profundamente drogado cuando llegaron los matones de la Banda Verde -reflexioné en voz alta, mientras cogía la bandeja con las dos manos y me incorporaba para dejarla sobre la mesa-, así que, aunque le golpearon y torturaron, no consiguieron arrancarle la información que buscaban porque Rémy no podía hablar, no estaba en condiciones de hacerlo. Quizá por eso se ensañaron… -Me dirigí hacia el bishachu movida por una intuición: según Tichborne, los asesinos habían entrado en la casa buscando algo muy importante que no encontraron y, también según Tichborne, el señor Jiang, el anticuario, estaba convencido de que la Banda Verde buscaba una obra de arte. Además, la señora Zhong había comentado que la noche del asesinato los sicarios se entretuvieron removiendo y desordenando todas las cosas del despacho, así que, sumando dos más dos, acababa de darme cuenta de que, seguramente, lo que codiciaban era un objeto muy valioso por el que se podía llegar a matar. Rémy podía ser muchas cosas -entre ellas, tonto- pero no hubiera dejado algo así a la vista.

Me incliné sobre el anaquel de la librería para mirar en el interior del agujero y la repisa vacía en la que había estado la bandeja quedó a la altura de mis ojos; intenté moverla y descubrí que estaba suelta. La levanté muy despacio. Debajo de ella, en un hueco hondo y oscuro, una forma rectangular, apenas perceptible, se esbozó con la luz que le llegaba desde la habitación. Cuidadosamente, introduje la mano hasta que alcancé a rozarla con la yema de los dedos. Tenía un tacto rugoso y un suave aroma a sándalo subía desde el fondo. Retiré el brazo y volví a poner la repisa en su sitio, girándome hacia la niña que me miraba en silencio con el ceño fruncido. Le hice una seña para que no preguntara nada.

– Gracias, señora Zhong -dije con amabilidad a la vieja criada, que continuaba con la cara pegada al suelo-. Tengo que pensar detenidamente en todo lo que nos ha contado. Es una historia muy triste para mí. Le ruego que se retire y me deje a solas con mi sobrina.

– ¿Seguiré a su servicio, tai-tai ? -preguntó, temerosa.

Me incliné hacia ella, sonriente, y la ayudé a levantarse mientras le decía:

– No se preocupe, señora Zhong. Nadie va a ser despedido -No, yo no echaría a nadie a la calle, tan sólo vendería la casa y les dejaría a merced del próximo dueño-. Por favor, recuerde que dentro de una hora, más o menos, Fernanda y yo saldremos para visitar a un amigo que vive en el Bund.

– Gracias, tai-tai -exclamó, y cruzó más tranquila la puerta de luna llena del despacho de Rémy haciendo reverencias con las dos manos unidas a la altura de la cabeza.

– Tenía usted razón, tía -admitió Fernanda a regañadientes en cuanto la señora Zhong puso el pie en el jardín-. La historia de ese inglés…

– Irlandés.

– … era cierta. Así que, en verdad, nos están vigilando. ¿Cree usted prudente que salgamos de la casa para acudir a esa peligrosa cita?

No le contesté. Regresé junto al bishachu y levanté de nuevo la tabla de la repisa. Ahora sí podía coger aquel objeto, sacarlo y examinarlo detenidamente. Me costó un poco porque la profundidad del chiribitil estaba pensada para un brazo más largo que el mío, pero, por fin, conseguí atrapar aquella cosa de madera que, al tacto, parecía un joyero pequeño o una cajita de costura. Para mi sorpresa, cuando la luz le dio de lleno, descubrí que se trataba de un cofre, un bellísimo cofre chino tan antiguo que creí que se iba a deshacer bajo la presión de mis dedos. Fernanda se levantó de un salto y se puso a mi lado, llena de curiosidad.

– ¿Qué es? -preguntó.

– No tengo la menor idea -repuse dejando el cofre sobre el escritorio, junto a una pequeña percha de la que colgaban los pinceles de caligrafía de Rémy. Sobre la tapa, un exquisito dragón dorado se contorsionaba formando volutas. Sólo podía pensar en lo hermosa que era aquella pieza, en la abundancia de detalles de sus dibujos, en esas extrañas tiras de papel amarillo con caracteres en tinta roja que debieron de sellarlo algún día y que ahora colgaban blandamente de sus extremos, en el olor a sándalo que aún desprendía su madera. ¡Qué perfección! Me asombraba la meticulosidad del artesano que lo había realizado, la paciencia que había debido de tener para llevarlo a cabo. Y, en éstas, Fernanda lo abrió con sus manazas regordetas sin el menor miramiento. ¡Señor, qué falta le hacía a esta niña un poco de cultura y sensibilidad artística!

– Mire, tía, está lleno de cajitas.

No era exactamente así, pero, como explicación, podía servir. Al abrirlo, se habían desplegado, a modo de escalera, una serie de peldaños divididos en docenas de pequeñas casillas, cada una de las cuales contenía un minúsculo y precioso objeto que la niña y yo empezamos a coger y a examinar nerviosamente sin dar crédito a lo que veían nuestros ojos: un pequeño jarrón de porcelana que sólo podía haber sido fabricado bajo una poderosa lente de aumento, una edición miniaturizada de un libro chino que se desplegaba de igual manera que los grandes y que, al parecer, contenía el texto íntegro de alguna obra literaria, una bolita de marfil exquisita e increíblemente tallada, un sello de jade negro, la mitad longitudinal de un menudo tigre de oro con una fila de inscripciones en el lomo, un hueso de melocotón en el que, al principio, no advertimos nada hasta que, a contraluz, descubrimos que estaba totalmente cubierto por caracteres chinos del tamaño de medio grano de arroz -caracteres que también aparecían en un puñadito de pepitas de calabaza que ocupaban otra de las casillas-, una moneda redonda de bronce con un agujero cuadrado en el centro, un caballito también de bronce, un pañuelo de seda que no me atreví a desplegar por miedo a que se desmenuzara, un anillo de jade verde, otro de oro, perlas de variados tamaños y colores, pendientes, tiras de papel enrolladas en finos carretes de madera que, al extenderse, exhibían dibujos a tinta de unos paisajes increíbles… En fin, imposible describir todo lo que había y mucho menos nuestro asombro ante semejantes objetos.

No sé si ya he comentado que las chinerías nunca me habían gustado demasiado a pesar de los fervores que despertaban por toda Europa, sin embargo debía reconocer que jamás había visto nada parecido a lo que tenía delante, mil veces más exquisito y hermoso que cualquiera de las burdas bagatelas que se vendían a precio de oro en París, Madrid o Londres. Creo, profundamente, en el conocimiento sensible, el conocimiento a través de los sentidos y de los sentimientos que, aunque imperfectos, nos transmiten la belleza. ¿De qué otro modo podríamos disfrutar con un cuadro, un libro o una pieza musical? El arte que no conmueve, que no dice nada, no es arte, es moda, pero cada uno de aquellos pequeños objetos del cofre contenía la magia de mil sensaciones que, como los vidrios de colores de un caleidoscopio, al unirse, formaban una imagen única y hermosa.

– ¿Qué va usted a hacer con todo esto, tía?

¿Hacer? ¿Que qué iba yo a hacer? Pues, vaya…, venderlo, desde luego. Necesitaba dinero desesperadamente.

– Ya veremos… -murmuré, empezando a colocar otra vez las pequeñas joyas en su sitio-. De momento, guardarlo todo y dejarlo donde estaba. Y mantener el secreto, ¿me oyes? No le digas nada a nadie, ni al padre Castrillo ni a la señora Zhong.

Poco después, abandonábamos la casa en dirección al Bund, cada una en un rickshaw. El calor del mediodía era terrible. Una especie de vaho ardiente flotaba en el aire, desfigurando las calles y los edificios, y el asfalto del suelo parecía derretirse cual goma bajo los pies descalzos de los pobres y sudorosos culíes, atacados, como nosotras, por unas repugnantes moscas, gordas e irisadas. Empleados municipales echaban continuamente agua sobre los raíles del tranvía y las puertas y ventanas de las casas aparecían cubiertas por persianas de bambú y esteras de paja de arroz para proteger el interior de las altas temperaturas. Qué poca inteligencia había demostrado Tichborne citándome a esas horas imposibles. La única alegría que sentía era la que me procuraba la malvada idea de que también nuestros seguidores, fueran quienes fuesen, se estarían friendo en aceite como nosotras.

Dejamos atrás la frontera de alambradas de la Concesión Francesa y alcanzamos el Bund internacional en diez o quince minutos. Vimos entonces las aguas rielantes del sucio Huangpu estropeando la impresionante majestuosidad de la gran avenida por la que paseaban celestes casi desnudos y europeos en mangas de camisa cubiertos por salacots de corcho. Y entonces los rickshaws se pararon, es decir, que no siguieron Bund arriba como yo esperaba sino que los culíes dejaron de correr y soltaron los varales frente a una grandiosa escalera de mármol custodiada por unos muy británicos porteros vestidos con librea de franela roja y sombreros de copa con los distintivos del Shanghai Club. Recuerdo haber pensado que debían de estar sudando a mares bajo aquella vestimenta tan fresca y tan acertada para una época como aquélla. Pero, en fin, noblesse oblige.

Fernanda y yo ascendimos la escalinata para entrar en un lujoso recibidor dominado por el busto del rey Jorge V donde el aire, muy fresco (casi helado en comparación con el exterior) olía a tabaco de hebra. Aspiré con gusto y me dirigí hacia el conserje para preguntarle por la habitación de mister Tichborne. El empleado me sometió a un elegante interrogatorio al que respondí amablemente enseñándole el libro que el irlandés me había facilitado el día anterior para que me sirviera de excusa. No sé si me creyó o sólo aparentó hacerlo pero, en cualquier caso, avisó al periodista de nuestra llegada y nos rogó que tomáramos asiento en unos cercanos butacones de cuero. Ciertamente, allí no había demasiadas mujeres, según pude comprobar en el breve lapso de tiempo que estuvimos esperando a nuestro anfitrión. Varias dependencias, entre las que había una barbería, se abrían a un lado y a otro del hall y una multitud exclusivamente masculina deambulaba silenciosamente entre unas y otras con la pipa en la boca y el periódico bajo el brazo: todo hombres, ninguna mujer. Muy típico de los misóginos clubes ingleses.

El calvo y gordo irlandés apareció de repente detrás de una columna y se acercó a saludarnos. Se comportó muy correctamente con Fernanda, a la que trató con el respeto debido a una mujer adulta, aunque, en voz baja, me avisó de que no era posible dejar a la niña sola en el recibidor y que, por lo tanto, debería acompañarnos, como si eso fuera un imponderable que estropeara la reunión. Hice un gesto de asentimiento con la cabeza para que entendiera sin más explicaciones que tal era, precisamente, mi propósito y, así, entramos los tres en el majestuoso ascensor de hierro alrededor del cual giraba una ancha escalera de mármol blanco y nos dirigimos a la habitación del periodista. Al parecer, allí nos estaba esperando ya el anticuario amigo de Rémy, el señor Jiang.

Desde mi llegada a Shanghai había visto muchos celestes. No sólo la Concesión Francesa estaba llena de ellos sino que también se contaban los criados de la casa y había conocido a los pasantes del despacho de M. Julliard, vestidos a la occidental, pero lo que no había tenido era la oportunidad de contemplar a un auténtico mandarín, a un caballero chino ataviado a la más vieja usanza, un comerciante al que hubiera tomado por aristócrata de habérmelo cruzado por la calle. El señor Jiang, que descansaba su peso sobre un ligero bastón de bambú, vestía una túnica talar de seda negra sobre la que llevaba un chaleco de brillante damasco también negro, abrochado hasta el cuello con pequeños botones de jade de color verde oscuro. Una barbita blanca de chivo, unas gafas redondas de concha y un solideo sobre la cabeza completaban la imagen, a la que se añadía, como detalle decorativo, una uña ganchuda de oro en cada meñique. Su mirada era como la de un halcón, de esas que parecen verlo todo sin movimiento aparente, y la sonrisa que bailaba en sus labios hacía resaltar los abultados pómulos propios de su raza. Aquél era, pues, el señor Jiang, el anticuario, cuyo porte irradiaba distinción y fuerza, aunque no hubiera podido decir si era o no atractivo pues los rasgos faciales de los celestes me despistaban muchísimo, tanto para la belleza como para la edad. Que era mayor lo delataban el bastón y la barbita blanca, pero cuánto, resultaba imposible de saber.

– Ni hao [5] , Mme. De Poulain. Encantado de conocerla -murmuró en un exquisito francés, inclinando la cabeza a modo de saludo. No tenía el menor acento; hablaba el idioma mejor que Tichborne que, en realidad, lo mascullaba comiéndose casi todas las vocales.

– Lo mismo digo -repuse, levantando mi mano derecha para que la tomara y quedándome en suspenso al darme cuenta de lo absurdo que resultaba mi gesto: los chinos jamás tocan a una mujer, ni siquiera para un educado y occidental saludo de cortesía. Ellos tienen otras costumbres, así que bajé el brazo rápidamente y me quedé quieta y un poco cohibida.

– Ésta debe de ser su sobrina -dijo mirando a la niña, ante la que no se inclinó.

– Sí, Fernanda, la hija de mi hermana.

– Me llamo Fernandina -se apresuró a señalar la interesada antes de darse cuenta de que el señor Jiang ya había desviado la mirada y la ignoraba. No volvió a fijarse en ella durante todo el rato que permanecimos allí y, en las semanas sucesivas, mi sobrina, simplemente, no existió para él. Las mujeres son poca cosa para los chinos y las niñas menos aún, así que Fernanda tuvo que tragarse su indignación y aceptar el hecho de que el señor Jiang ni la vería ni la oiría aunque estuviera ahogándose y pidiendo ayuda a gritos.

Mientras nos sentábamos en unas butaquitas que se apretujaban alrededor de una mesita de café, el anticuario me dijo que su apellido era Jiang, su nombre Longyan y su nombre de cortesía Da Teh, que sus amigos le llamaban Lao Jiang y que los occidentales le conocían como señor Jiang. Naturalmente, creí que se trataba de alguna clase de broma, algo gracioso que le sucedía sin que él supiera explicar muy bien por qué, así que solté una carcajada y le miré divertida, pero fue otro grave error por mi parte: Tichborne me hizo un gesto con las cejas para que parara. Entonces, con un cierto tonillo de superioridad, me explicó que para los chinos era una norma de educación presentarse a sí mismos dando su nombre completo en primer lugar -anteponiendo el apellido, ya que el nombre es algo muy personal que queda reservado a la familia; nadie más puede utilizarlo-, luego, su nombre de cortesía, al que sólo tenían derecho los hombres con formación intelectual y de cierta clase social alta, y, después, el nombre que le daban sus amigos en situaciones informales y que se componía con las palabras Lao, es decir, «Viejo», o Xiao, «Joven», delante del apellido. Había muchos otros nombres, me dijo Tichborne: el nombre de leche, el nombre de colegio, el nombre de generación e, incluso, el nombre póstumo, dado después de la muerte, pero, por regla general, en las presentaciones se utilizaban los tres que había mencionado el señor Jiang, que permanecía silencioso y animado escuchando nuestra conversación. Luego, el irlandés nos dijo a Fernanda y a mí, como si nos hiciera un gran honor, que Jiang significaba «Estuche de jade» y Da Teh, «Gran Virtud».

– Y no te olvides de mi nombre propio -añadió el anticuario humorísticamente-. Longyan quiere decir «Ojos de dragón». Mi padre pensó que sería bueno para el hijo de un comerciante que siempre debe estar atento al valor de los objetos.

En ese momento, por lo visto, ya nos podíamos reír.

– En fin, Mme. De Poulain -continuó diciendo el señor Jiang, al que el nombre de «Ojos de dragón» se ajustaba como un guante-, creo que sería oportuno preguntarle si todo ha ido bien desde que llegó a Shanghai, si ha sufrido usted, digamos, algún accidente desde que habló anoche con Paddy en el consulado.

– ¿Con quién? -me sorprendí.

– Conmigo -aclaró Tichborne-. Paddy es el diminutivo de Patrick.

No le quedaba nada bien ese nombre, pensé, y Fernanda me echó una mirada cargada de reproche en la que iba incluido un mensaje clarísimo: «Él puede llamarse Paddy y yo no puedo llamarme Fernandina, ¿verdad?» Hice lo mismo que el anticuario: la ignoré.

– Pues no, señor Jiang, no hemos sufrido ningún accidente. Anoche dejé a todos los criados de guardia, vigilando la casa.

– Buena idea. Haga hoy lo mismo. Nos queda poco tiempo.

– Poco tiempo, ¿para qué? -pregunté, inquieta.

– ¿Ha encontrado un cofre pequeño entre las piezas de colección de Rémy, Mme. De Poulain? -inquirió súbitamente, pillándome por sorpresa. El silencio me delató-. ¡Ah, ya veo que sí! Bien, pues, estupendo. Eso es lo que debe entregarme para que pueda resolver este asunto.

Un momento… Alto. No, de eso nada. ¿Quién era el señor Jiang para que yo le entregara, porque sí, un valiosísimo objeto que podía ayudarme a escapar de la ruina? ¿Y qué sabía yo del señor Jiang aparte de lo que me había dicho Tichborne? ¿Y quién era Tichborne? ¿Acaso había metido a mi sobrina en la boca del lobo? ¿No serían aquellos dos pintorescos personajes miembros de la mismísima Banda Verde que, supuestamente, amenazaba nuestras vidas? Creo que se notó que me había puesto, de repente, muy nerviosa porque mi sobrina dejó caer su mano tranquilizadora sobre mi brazo y se dirigió al periodista para exclamar:

– Dígale al señor Jiang que mi tía no va a darle nada. No sabemos quiénes son ustedes.

Bueno, ahora tocaba que nos mataran, me dije. El irlandés sacaría una pistola de algún bolsillo y nos amenazaría para que les entregásemos el cofre mientras el anticuario, con un cuchillo, nos cercenaba los tendones de las rodillas.

– Hace exactamente dos meses, Mme. De Poulain -murmuró el señor Jiang, plegando los finos labios en una sonrisa burlona… ¿Tanto se me había notado el miedo?-, llegó a mis manos, procedente de Pekín, el cofre que usted ha encontrado en su casa. Traía los sellos imperiales intactos y formaba parte de un lote de objetos comprados en las inmediaciones de la Ciudad Prohibida por mi agente en la capital. La corte del último monarca Qing [6] se desmorona, madame. Mi gran país y nuestra ancestral cultura están siendo destruidos no sólo por los invasores extranjeros sino también, y sobre todo, por la debilidad de esta caduca dinastía que ha dejado el poder en manos de los señores de la guerra. El joven y patético emperador Puyi ni siquiera puede controlar los robos de sus tesoros. Desde el más alto dignatario hasta el menor de los eunucos sustrae sin escrúpulos joyas de un valor incalculable que pueden encontrarse a las pocas horas en los mercados de antigüedades que han aparecido últimamente en las calles aledañas a la Ciudad Prohibida. En un vano intento por impedirlo, Puyi decretó, no hace mucho, la elaboración de un completo inventario de los objetos de valor y, como era de esperar, poco después, se desató el primero de una terrible serie de incendios que han surtido en abundancia los puestos callejeros de antigüedades. Para ser más preciso, puedo decirle que ese primer incendio tuvo lugar el pasado 27 de junio en el palacio de la Fundada Felicidad, ya que así lo contaron los periódicos, y que sólo tres días después llegó a mis manos el «cofre de las cien joyas» que usted ha descubierto en su casa, de modo que su procedencia no ofrece ninguna duda.

– ¡Yo no sabía nada de todo esto…! -farfulló Tichborne, enfadado. ¿Sería verdad o estaría fingiendo? Lo cierto es que, la noche anterior, en el consulado español, él sólo había mencionado «un objeto de valor», «una pieza de arte». ¿El anticuario le había ocultado de qué se trataba hasta ese momento? ¿Acaso no se fiaba de él?

– ¿«Cofre de las cien joyas»? -inquirí, curiosa, aparentando ignorar el malestar del irlandés. El señor Jiang ni se inmutó.

– Es una vieja tradición china. Se les da este nombre porque contienen exactamente un centenar de objetos valiosos y, créame Mme. De Poulain, son muchos los «cofres de las cien joyas» que, como el nuestro, están saliendo de la Ciudad Prohibida desde el pasado 27 de junio.

– ¿Y qué tiene el nuestro de especial, señor Jiang? -pregunté con retintín.

– Ahí está el problema, madame, que no lo sabemos. Alguno de sus cien objetos debe de ser realmente inestimable porque, durante la siguiente semana, la primera del mes de julio, aparecieron por mi tienda tres notables caballeros de Pekín que querían comprar el cofre y que estaban dispuestos a pagar por él la cantidad de taels de plata que les pidiese.

– ¿Y no se lo vendió? -me sorprendí.

– No podía, madame. Se lo había ofrecido a Rémy el mismo día que llegó el lote en el Shanghai Express y, naturalmente, él lo había comprado. El cofre ya no estaba en mi poder y así se lo comuniqué a aquellos honorables caballeros de Pekín, a quienes no sentó nada bien la noticia. Insistieron mucho para que les diera el nombre del nuevo propietario pero, por supuesto, me negué.

– ¿Cómo sabe usted que eran de Pekín? -objeté, suspicaz-. Podrían ser miembros de la Banda Verde, disfrazados.

El anticuario Jiang sonrió tanto que sus ojos desaparecieron bajo los pliegues de sus orientales párpados.

– No, no -repuso, contento-. Los de la Banda Verde aparecieron una semana después, muy bien acompañados por un par de Enanos Pardos… de japoneses, quiero decir.

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