Todo bajo el Cielo - Asensi Matilde 8 стр.


– ¡Japoneses…! -exclamé. Recordaba perfectamente lo que nos había dicho M. Favez a Fernanda y a mí sobre los nipones, aquello de que eran unos peligrosos imperialistas, dueños de un gran ejército, que llevaban mucho tiempo intentando apoderarse de Shanghai y de China.

– Déjeme seguir con orden, madame -me rogó el señor Jiang-. Me hace usted perder el hilo de los acontecimientos.

– Perdón -musité mientras observaba, sorprendida, cómo el barrigudo Paddy sonreía con satisfacción ante el reproche que me acababa de hacer el anticuario.

– Los distinguidos hombres de Pekín se marcharon de mi tienda bastante disgustados y no me cupo ninguna duda de que volverían o de que, al menos, iban a intentar localizar al propietario del cofre. Su actitud y sus palabras habían dejado muy claro que pensaban conseguir lo que querían por las buenas o por las malas. Yo sabía que el valioso objeto que ahora estaba en manos de Rémy era una pieza excelente, un original del reinado del primer emperador de la actual dinastía Qing, Shun Zhi, que gobernó China desde 1644 hasta 1661, pero ¿por qué tanto interés? Hay miles de objetos Qing en el mercado y muchos más desde el incendio del 27 de junio. Si hubiera sido una pieza Song, Tang o Ming [7] lo hubiera entendido, pero ¿Qing…? Y, en fin, para que termine usted de comprender mi extrañeza bastará con que le diga que, si bien al principio no me llamaron la atención las agudas voces de falsete de aquellos obstinados clientes, cuando caminaron hacia la puerta de mi establecimiento para marcharse ya no pude ignorar, viéndoles dar esos pasitos cortos con las piernas muy juntas y el cuerpo inclinado hacia adelante, que se trataba de Viejos Gallos.

– ¿De qué habla? -pregunté-. ¿Viejos Gallos?

– ¡Eunucos, Mme. De Poulain, eunucos! -profirió Paddy Tichborne con una risotada.

– ¿Y dónde hay eunucos en China? -observó retóricamente el señor Jiang-. En la corte imperial, madame, sólo en la corte imperial de la Ciudad Prohibida. Por eso le decía que eran caballeros de Pekín.

– Yo no les llamaría caballeros… -comentó desagradablemente el irlandés.

– ¿Qué son eunucos, tía? -quiso saber Fernanda. Por un momento dudé si responder a su pregunta, pero al instante decidí que la niña ya tenía edad de conocer ciertas cosas. Lo raro fue que me arrepentí:

– Son los criados de los emperadores de China y de sus familias.

Mi sobrina me miró como esperando alguna explicación más, pero yo ya había terminado.

– ¿Y por ser criados del emperador hablan con voz de falsete y caminan con las piernas juntas e inclinados hacia adelante? -insistió.

– Las costumbres de cada país, Fernanda, son un misterio para los forasteros.

El señor Jiang terció en nuestro breve diálogo.

– Espero, madame, que comprenda mi sobresalto cuando descubrí quiénes eran aquellos compatriotas vestidos a la occidental que salían, furiosos, por la puerta de mi tienda. Esa noche cené con Rémy y le conté lo sucedido, advirtiéndole que el «cofre de las cien joyas» podía ser peligroso para él. Pensé que lo mejor sería aconsejarle que me lo entregara y así yo podría vendérselo a aquellos Viejos Gallos, quitándonos ambos un conflicto de encima. Pero no me hizo ningún caso. Creyó que, como él no me lo había pagado todavía, mi intención era conseguir un precio mejor y se negó a devolvérmelo. Intenté hacerle comprender que alguien muy poderoso de la corte imperial, quizá el emperador mismo, quería recuperar el cofre y que esa gente no estaba acostumbrada a ver frustrados sus deseos. Hasta no hace muchos años hubieran podido matarnos y conseguir la pieza sin incumplir ninguna ley. Sin embargo, ya sabe usted, madame, cómo era Rémy -El anticuario, muy serio, se caló las gafas meticulosamente-. Muerto de risa, me aseguró que pondría el cofre a buen recaudo y que, si los eunucos volvían a mi tienda, él en persona acudiría a decirles que no estaba interesado en venderles nada.

– ¿Y no cambió de opinión tras la visita que le hicieron a usted los japoneses y la Banda Verde? -No daba crédito a la inconsciencia de Rémy, aunque, bien pensado, ¿de qué me sorprendía?

– No, no cambió de opinión. Ni siquiera cuando le informé de que el propio Huangjin Rong, el jefe de la Banda Verde y de la policía de la Concesión Francesa, me había advertido de que, si no les entregábamos el cofre antes de una semana, ocurriría algún desagradable accidente.

– ¿Sabían que el cofre lo tenía Rémy?

– Lo sabían todo, madame. Surcos Huang tiene espías por todas partes. Quizá usted no sepa de quién le estoy hablando pero Huang es el hombre más peligroso de Shanghai.

– M. Tichborne me habló anoche de él.

El periodista, al sentirse aludido, cruzó y descruzó las piernas.

– Créame si le digo -continuó el anticuario- que pasé auténtico miedo cuando le vi entrar en persona por la puerta de mi tienda. Ciertos individuos no merecen ser hijos de esta noble y digna tierra de China, pero no podemos hacer nada por evitarlo porque son el resultado de la mala suerte que persigue a mi país. Surcos Huang no se prodiga habitualmente de esta forma, por eso el asunto se convirtió, de pronto, en algo mucho más alarmante de lo que yo había pensado hasta entonces.

– ¿Y qué tienen que ver los japoneses con todo esto?

– Puede que la respuesta a su pregunta se encuentre en el interior del cofre, madame. En cierto modo, lamento no haberme quedado más tiempo con él antes de ofrecérselo a Rémy. Ni siquiera lo examiné. Romper las tiras de papel amarillo de los sellos imperiales hubiera significado menguar su valor. De haberlo hecho, quizá comprendería mejor lo que está ocurriendo hoy y por qué Surcos Huang en persona acudió a mi tienda acompañado por su lugarteniente, Du Yu Shen, Du «Orejotas», y por aquellos dos Enanos Pardos que se limitaron a quedarse quietos y a mirarme con desprecio.

El señor Jiang había conseguido asustarme. Empecé a notar la desazón de estómago que preludiaba las palpitaciones. ¿Cómo no iba a sentirme morir ante una situación de riesgo real como era la de poseer el dichoso cofre que querían los eunucos imperiales, los colonialistas japoneses y ese tal Surcos Huang de la Banda Verde?

– Quisiera hacerle llegar la pieza -balbucí.

– No se preocupe, madame. Le mandaré a un vendedor de pescado que es de mi total confianza. Envuelva usted bien el cofre en telas secas y haga que un criado lo coloque en uno de los cestos mientras aparenta comprar algo para la cena.

Era una buena idea. Como las mujeres acomodadas no podían salir nunca a la calle porque lo prohibía la tradición -y porque, evidentemente, no podían caminar con esos horribles pies mutilados llamados «Nenúfares dorados» o «Pies de loto»-, los vendedores ambulantes, en China, acudían continuamente a las casas para hacer sus negocios y entraban directamente hasta el patio de la cocina para ofrecer fruta, carne, verduras, especias, alfileres, hilos, ollas y cualquier otra clase de artículo doméstico. El vendedor de pescado del señor Jiang pasaría totalmente desapercibido entre tanto ir y venir.

Cuando terminó de hablar, el anticuario se puso en pie con movimientos elegantes y, aunque pareció apoyarse cansinamente en su bastón de bambú, observé que se levantaba con la misma asombrosa flexibilidad con que lo hacía la señora Zhong. Resultaba curioso cómo se movían los chinos, como si sus músculos se impulsaran sin esfuerzo, y, cuanto más mayores eran, más elásticos. No ocurría así con Fernanda y Paddy Tichborne, que tuvieron que desencajarse a empellones de sus butaquitas. A mí también me costó levantarme, aunque no por la misma razón, ya que, en mi caso, era la flojedad de piernas la que me dificultaba el movimiento.

– ¿Cuándo llegará a mi casa el vendedor de pescado? -quise saber.

– Esta tarde -me dijo el señor Jiang-, a eso de las cuatro, ¿le parece bien?

– Y después, ¿todo habrá terminado?

– Espero que sí, madame -se apresuró a decir el anticuario-. Esta pesadilla ya se ha cobrado una vida, la de su marido y amigo mío, Rémy De Poulain.

– Lo extraño es -murmuré, encaminándome hacia la puerta de la habitación seguida por Tichborne y Fernanda- que, desde que entraron en la casa aquella noche, no lo hayan vuelto a intentar. Durante más de un mes sólo han estado los criados y no son precisamente valientes.

– Aquel día no encontraron nada, madame, ¿qué sentido tendría volver? Por eso me preocupa su seguridad. Lo más probable es que estén esperando a que usted encuentre el cofre para obligarla a entregárselo. La Banda Verde conoce la situación financiera en la que Rémy la ha dejado y sabe que, antes o después, tendrá que deshacerse de todo lo que posee para saldar las deudas. Lo lógico es que usted, o alguien en su nombre, haga un inventario; que revuelva vitrinas y armarios, que vacíe rápidamente todos los cajones y que vaya vendiendo los objetos de valor que aparezcan. Es sólo cuestión de tiempo. Por eso la vigilan. En cuanto sospechen que tiene el cofre, irán a por usted.

Estábamos casi en la puerta y el anticuario permanecía delante de su butaca, en la sala. De repente, el mundo se me vino abajo. Miré a mi sobrina y vi que ella me contemplaba fijamente, con ojos de sorpresa por lo que acababa de oír. Miré al anticuario Jiang y descubrí en su cara una sincera preocupación por mi vida. Miré a Tichborne y el irlandés fingió buscar algo en los bolsillos de su desgarbada chaqueta. ¿Qué había pasado conmigo? ¿Dónde estaba la pintora que vivía en París, la que llevaba una existencia que ahora me parecía despreocupada, que daba clases y paseaba junto al Sena los domingos por la mañana? De ser una persona completamente normal, con las dificultades habituales de cualquier artista que intenta abrirse camino, había pasado a estar en la ruina, amenazada de muerte y enredada en una truculenta conspiración oriental en la que podía estar envuelto el mismísimo emperador de la China. En mi desesperación sólo podía pensar que estas cosas no le ocurrían nunca a la gente, que nadie a quien yo conociera se había visto involucrado en una locura semejante, de modo que ¿por qué me estaba pasando todo esto a mí? Y ahora, además, tendría que darle explicaciones a mi sobrina sobre las deudas de Rémy, algo que había intentado evitar por todos los medios.

– No volveremos a vernos, Mme. De Poulain -afirmó el anticuario mientras nosotras abandonábamos las habitaciones de Tichborne-. Ha sido un placer conocerla. Recuerde dejar criados de guardia por la noche. Y, créame, lamento que se esté llevando tan mala impresión de China. Este país, antes, no era así.

Hice una leve inclinación de cabeza y me volví. Estaba más preocupada por respirar y no venirme abajo que por despedirme de aquel celeste estirado.

El reloj del recibidor del Shanghai Club señalaba la una y media de la tarde cuando Fernanda y yo, con unas espectaculares sonrisas, nos despedimos del grueso periodista. La entrevista con el anticuario apenas había durado media hora, pero había sido una de las peores medias horas de toda mi vida. En qué mal momento había decidido ir a China para resolver los asuntos de Rémy, pensé dejándome caer con desaliento en la silla del rickshaw. Si hubiera sabido lo que me esperaba, ni loca habría embarcado en aquel maldito André Lebon. El aire caliente del Bund terminó de agudizar mi sensación de ahogo. El viaje de regreso a casa fue un completo infierno.

La tarde pasó en un suspiro. Mientras yo escribía y mandaba una nota a M. Julliard, el abogado, para que pusiera en marcha los trámites de venta de la casa y la subasta pública del contenido, Fernanda, para mi disgusto, se empeñó en visitar al padre Castrillo a pesar del peligro que entrañaba su salida, y el vendedor de pescado apareció a la hora convenida para llevarse el envoltorio que le entregó la señora Zhong.

Era la tarde del día 1 de septiembre, sábado, y estaba en Shanghai y quizá hubiera podido hacer algo, no sé, dibujar o leer, pero no me encontraba muy bien, así que, sentada en un banco del jardín, dejé que el sol se ocultara tras los muros que rodeaban la casa contemplando los parterres de flores y el suave movimiento de las ramas de los árboles. Un par de criados enfriaban el suelo mojándolo con unas escobas empapadas de agua. En realidad, pese a mi aparente calma, por dentro sostenía una guerra sin cuartel contra la desesperación y la angustia. Todo me parecía extraño y no sólo porque aquella casa y aquel país fueran nuevos para mí sino porque, en ocasiones, cuando las circunstancias se salen extraordinariamente de lo normal, el mundo se vuelve raro y parece que ya no será posible recuperar nunca la vida de antes. No podía ubicarme bien ni en el espacio ni en el tiempo y tenía la opresiva sensación de estar perdida en una inmensidad de silencio en la que no había nadie más que yo. Mirando los rododendros blancos, tomé la firme decisión de partir de Shanghai lo antes posible. Debíamos regresar a Europa, salir de aquella tierra extraña y volver a la cordura, a la normalidad. El lunes, sin falta, pasaría por las oficinas de la Compagnie des Messageries Maritimes para comprar los pasajes de regreso en el primer paquebote que zarpara del muelle francés con destino a Marsella. No quería permanecer ni un minuto más de lo necesario en aquel país que sólo me había traído desgracias y problemas.

De repente, mientras empezaba a preguntarme por qué Fernanda todavía no había regresado de su visita siendo, como era, la hora de cenar, vi aparecer por una de las puertas a la señora Zhong, que echó a correr hacia mí agitando un periódico en el aire.

– ¡Tai-tai! -gritó antes de llegar-. ¡Un enorme terremoto ha destruido Japón!

La miré sin comprender y atrapé al vuelo el diario en cuanto estuvo a mi altura. Se trataba de la edición vespertina de L'Écho de Chine, que abría su primera página con un inmenso titular anunciando el peor terremoto de la historia del Japón. Al parecer, según las primeras informaciones, se estimaba en más de cien mil el número de muertos en Tokio y Yokohama, ciudades que seguían siendo pasto de las llamas debido a que los terribles incendios provocados por el seísmo no se podían apagar por culpa de unos pavorosos vientos huracanados que acosaban estas ciudades a más de ochenta metros por segundo [8] y, además, el suministro de agua se había visto afectado por la catástrofe. La noticia era terrible.

– ¡La gente anda revuelta por las calles, tai-tai ! Los vendedores ambulantes dicen que todo el mundo se dirige hacia el barrio de los Enanos Pardos. Pronto empezarán a llegar a Shanghai grandes oleadas de refugiados y eso no es bueno, tai-tai. No es nada bueno… -Entonces bajó la voz-. El chico que vendía los periódicos por las casas traía una carta para usted del señor Jiang, el anticuario de la calle Nanking.

La miré, muy sorprendida, sin decir nada. Acababa de ver a mi voluminosa sobrina apareciendo en el jardín, y no venía sola: un chiquillo chino, muy alto y muy flaco, vestido con una blusa y unos calzones azules de tela descolorida, la seguía a cierta distancia, mirándolo todo con curiosidad y desparpajo. Las dos figuras no podían ser más opuestas, geométricamente hablando.

– Ya estoy en casa, tía -anunció Fernanda en castellano, desplegando su abanico negro con un gracioso y muy español golpe de muñeca.

– Tome, tai-tai -me urgió la señora Zhong, poniendo en mi mano un sobre antes de hacer una de sus exageradas reverencias e iniciar el camino de vuelta hacia el pabellón central.

Aunque no moví ni un músculo, había vuelto a ponerme tensa como la cuerda de un violín. La carta del señor Jiang era algo inesperado y me dolía en las manos. Se suponía que él debía haber entregado a la Banda Verde el cofre que se habían llevado de la casa aquella misma tarde. ¿Qué podía haber sucedido durante aquellas tres últimas horas para que el anticuario se viera en la necesidad, peligrosa a todas luces, de escribirme una carta? Algo había salido mal.

– Tía, éste es Biao -anunció mi sobrina tomando asiento junto a mí, en el banco-, el criado que me ha procurado el padre Castrillo. -El niño alto y flaco se sujetó ambas manos a la altura de la frente y se inclinó con respetuosa ceremonia, aunque había un no sé qué de burlón en sus ademanes que desmentía el gesto. Parecía un golfillo de la calle, un pequeño galopín resabiado. Sin embargo, curiosamente, sus ojos eran grandes y redondos, apenas un poco rasgados. No me desagradó. Era bastante guapo para ser un amarillo pues, a pesar de la crencha negra e hirsuta propia de su raza y de unos dientes demasiado grandes para su boca, llevaba el pelo rapado a la europea, con raya a un lado.

– Ni hao, señora. A su servicio -dijo Biao en un castellano macarrónico, inclinándose de nuevo. Los chinos debían de tener los riñones de hierro, aunque éste aún era muy joven para resentirse de estas cosas.

– ¿Sabe qué significa «Biao» en chino, tía? -comentó mi sobrina con satisfacción, abanicándose enérgicamente-. «Pequeño tigre». El padre Castrillo me ha dicho que puedo quedármelo todo el tiempo que quiera. Tiene trece años y sabe servir el té.

– Ah…, muy bien -murmuré distraída. Tenía que leer la dichosa carta del señor Jiang. Estaba asustada.

– Con todo respeto, tía -masculló Fernanda, cerrando súbitamente el abanico contra la palma-, creo que deberíamos hablar.

– Ahora no, Fernanda.

– ¿Cuándo pensaba contarme usted esos problemas económicos de los que habló el señor Jiang?

Me puse en pie con lentitud, apoyando las manos en las rodillas como si fuera una anciana y escondí la carta del anticuario en el bolsillo de mi falda.

– No voy a discutir este asunto contigo, Fernanda. Espero que no vuelvas a preguntarme sobre ello. Es algo que no te concierne.

– Pero yo tengo dinero, tía -protestó. A veces mi sobrina me despertaba algo parecido a la ternura, aunque sólo con mirarla se me pasaba; su cara era idéntica a la de mi hermana Carmen.

– Tu dinero está retenido hasta que cumplas veintitrés años, niña. Ni tú ni yo podemos tocarlo, así que olvida todo este asunto. -Me alejé de ella en dirección al pabellón de los dormitorios.

– ¿Quiere decir que voy a pasar necesidades y penurias durante seis años teniendo, como tengo, la herencia de mis padres?

Ahora sí. Ahora era la digna hija de su madre y nieta de su abuela. Sin parar de caminar, sonreí dolorosamente.

– Te servirá para convertirte en una persona mejor.

No me sorprendió nada escuchar el golpe seco de una patada contra el suelo. También era un célebre sonido familiar.

Sentada, por fin, en el interior de la cama china, protegida del mundo por la preciosa cortina de seda que dejaba pasar la luz de las lámparas, abrí el sobre del anticuario con manos temblorosas sintiendo un hormigueo de miedo en los brazos y las piernas. Sin embargo, la carta sólo contenía una nota y, además, muy breve: «Por favor, acuda cuanto antes al Shanghai Club.» Estaba firmada por el señor Jiang y escrita con una elegante y anticuada caligrafía francesa que no podía ser más que del anticuario… Bueno, salvo que resultara una falsificación y me la hubiera enviado la Banda Verde, posibilidad que analicé cuidadosamente mientras me vestía a toda prisa y le pedía a la señora Zhong que diera de cenar a la niña. Estaba tan aterrada que, sinceramente, no era capaz de juzgar nada con claridad. Las cosas más absurdas se abrían paso con naturalidad, lo extraordinario había entrado a formar parte de lo cotidiano y ahí estaba yo, un sábado por la noche, en China, acudiendo por segunda vez en el mismo día, y como si fuera la cosa más normal del mundo, a una cita que podía suponer un riesgo real para mi vida. Había entrado, supongo, en una espiral de locura y, aunque quien me esperase en la habitación de Tichborne fuera el peligroso Surcos Huang acompañado por los eunucos de la Ciudad Prohibida y los imperialistas japoneses, peor sería no acudir si es que realmente era el anticuario quien me había convocado. Podía haber sucedido cualquier cosa durante la entrega del cofre, así que, a riesgo de sufrir un corte en los tendones de las rodillas, tenía que presentarme en el Shanghai Club.

El conserje me sonrió con petulancia cuando me reconoció. Debió de pensar que el gordo de Paddy y yo habíamos iniciado alguna relación íntima y no depuso su actitud arrogante ni siquiera cuando entré en el ascensor sin dejar de mirarle fríamente. Si yo hubiera sido un hombre se habría cuidado mucho de exponer de ese modo sus sospechas. Esta vez, Tichborne no bajó al recibidor a buscarme, así que crucé sola, y más muerta que viva, el largo pasillo alfombrado que llevaba hasta su habitación. Me encontraba turbada hasta tal punto que, cuando el irlandés me sonrió tras abrir la puerta, creí ver un tumulto de gente a su espalda, tumulto que, por suerte, desapareció con un rápido parpadeo. De hecho, allí no había nadie más que el señor Jiang, ataviado con su maravillosa túnica de seda negra y su brillante chaleco de damasco. Él también sonreía, aunque como los amarillos sonríen por casi todo, no le di ninguna importancia. No obstante, una especie de euforia, de satisfacción, se agitaba en el aire, algo muy distinto, desde luego, de lo que esperaba encontrar y que me calmó los nervios de manera inmediata. Sobre la mesita de la sala, junto a un juego de té y una botella de whisky escocés, descansaba el «cofre de las cien joyas», luciendo su maravilloso dragón dorado en la tapa.

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