– ¿Qué es lo que quiere saber de ese edificio? -me preguntó.
Yo respiré a pleno pulmón.
– Nada -dije-. Era por joder.
Aquel incidente me curó por el resto del viaje de la inquietud que me causaban los carabineros. Desde entonces los vi con tanta naturalidad como los veían los chilenos legales, y aun los clandestinos -que son muchos-, y dos o tres veces tuve que pedirles favores ocasionales que ellos me hicieron de buen grado. Entre otros, nada menos que guiarme hasta el aeropuerto con un automóvil patrullero, para que pudiera alcanzar un avión internacional minutos antes de que la policía descubriera mi presencia en Santiago. Elena no pudo entender que alguien desafiara a la policía sólo por aliviar la tensión, y nuestras relaciones de trabajo, que ya tenían varias grietas peligrosas, empezaron a resquebrajarse.
Menos mal que yo me arrepentí de mi imprudencia desde antes de que ella ni nadie me la hiciera notar. Tan pronto como el carabinero me devolvió el pasaporte le hice a Grazia la seña convenida para que diera por terminada la filmación. Franquie, por su parte, que había visto todo desde un lado de la plaza con tanta ansiedad como la mía, se apresuró a reunirse conmigo, pero yo le pedí que fuera a recogerme en el hotel después de almuerzo. Quería estar solo.
Me senté en un escaño a leer los periódicos del día, pero pasaba las líneas sin verlas, porque era tan grande la emoción que sentía de estar sentado allí en aquella diáfana mañana otoñal, que no podía concentrarme. De pronto sonó el cañonazo distante de las doce, las palomas volaron espantadas, y los carillones de la Catedral soltaron al aire las notas de la canción más conmovedora de Violeta Parra: Gracias a la Vida. Era más de lo que podía soportar. Pensé en Violeta, pensé en sus hambres y sus noches sin techo de París, pensé en su dignidad a toda prueba, pensé que siempre hubo un sistema que la negó, que nunca sintió sus canciones y se burló de su rebeldía. Un presidente glorioso había tenido que morir peleando a tiros, y Chile había tenido que padecer el martirio más sangriento de su historia, y la misma Violeta Parra había tenido que morir por su propia mano, para que su patria descubriera las profundas verdades humanas y la belleza de su canto. Hasta los carabineros la escuchaban con devoción sin la menor idea de quién era ella, ni qué pensaba, ni por qué cantaba en vez de llorar, ni cuánto los hubiera detestado a ellos si hubiera estado allí padeciendo el milagro de aquel otoño espléndido.
Ansioso de ir rescatando el pasado palmo a palmo, me fui solo a una hostería en la parte alta de la ciudad, donde la Ely y yo solíamos almorzar cuando éramos novios. El lugar era el mismo, al aire libre, con las mesas bajo los álamos y muchas flores desaforadas, pero daba la impresión de algo que hacía tiempo había dejado de ser. No había un alma. Tuve que protestar para que me atendieran, y tardaron casi una hora para servirme un buen pedazo de carne asada. Estaba a punto de terminar cuando entró una pareja que no veía desde que la Ely y yo éramos clientes asiduos. El se llamaba Ernesto, más conocido como Neto, y ella se llamaba Elvira. Tenían un negocio sombrío a pocas cuadras de allí, en el cual vendían estampas y medallas de santos, camándulas y relicarios, ornamentos fúnebres. Pero no se parecían a su negocio, pues eran de genio burlón e ingenio fácil, y algunos sábados de buen tiempo solíamos quedarnos allí hasta muy tarde bebiendo vino y jugando a las barajas. Al verlos entrar cogidos de la mano, como siempre, no sólo me sorprendió su fidelidad al mismo sitio después de tantos cambios en el mundo, sino que me impresionó cuánto habían envejecido. No los recordaba como un matrimonio convencional, sino más bien como dos novios tardíos, entusiastas y ágiles, y ahora me parecieron dos ancianos gordos y mustios. Fue como un espejo en el que vi de pronto mi propia vejez. Si ellos me hubieran reconocido me habrían visto sin duda con el mismo estupor, pero me protegió la escafandra de uruguayo rico. Comieron en una mesa cercana, conversando en voz alta pero ya sin los ímpetus de otros tiempos, y en ocasiones me miraban sin curiosidad, y sin la menor sospecha de que alguna vez habíamos sido felices en la misma mesa. Sólo en aquel momento tuve conciencia de cuán largos y devastadores eran los años del exilio. Y no sólo para los que nos fuimos, como lo creía hasta entonces, sino también para ellos: los que se quedaron.
4 – Los cinco puntos cardinales de Santiago
Filmamos en Santiago cinco días más, tiempo suficiente para probar la utilidad de nuestro sistema, mientras me mantenía en contacto telefónico con el equipo francés, en el norte, y el equipo holandés, en el sur. Los contactos de Elena eran muy eficaces, de modo que poco a poco iba concertando las entrevistas que queríamos hacer a dirigentes clandestinos, así como a personalidades políticas que actúan en la legalidad.
Yo, por mi parte, me había resignado a no ser yo. Era un sacrificio duro para mí, sabiendo que había tantos parientes y amigos que quería ver -empezando por mis padres- y tantos instantes de mi juventud que deseaba revivir. Pero estaban en un mundo vedado, por lo menos mientras terminábamos la película, de modo que les torcí el cuello a los afectos y asumí la condición extraña de exiliado dentro de mi propio país, que es la forma más amarga del exilio.
Pocas veces estuve desamparado en las calles, pero siempre me sentí solo. En cualquier lugar en que estuviera, los ojos de la resistencia me protegían sin que ni yo mismo lo notara. Sólo cuando tuve entrevistas con personas de absoluta confianza, a las cuales no deseaba comprometer ni ante mis propios amigos, solicitaba de antemano el retiro de la custodia. Más tarde, cuando Elena terminó de ayudarme a encarrilar el trabajo, ya tenía yo bastante entrenamiento para valerme solo, y no tuve ningún percance. La película fue hecha como estaba prevista, y ninguno de mis colaboradores sufrió la menor molestia por un descuido mío, o por un error. Sin embargo, uno de los responsables de la operación me dijo de buen humor cuando ya estábamos fuera de Chile:
– Nunca, desde que el mundo es mundo, se habían violado tantas veces y en forma tan peligrosa tantas normas de seguridad.
El hecho esencial, en todo caso, era que en menos de una semana habíamos sobrepasado el plan de filmación en Santiago. Un plan muy flexible, que permitía toda clase de cambios sobre el terreno, y la realidad nos demostró que era la única manera de actuar en una ciudad imprevisible que a cada momento nos daba una sorpresa y nos inspiraba ideas insospechadas.
Hasta entonces habíamos cambiado tres veces de hotel. El Conquistador era confortable y práctico, pero estaba en el núcleo de la represión, y teníamos motivos para pensar que era uno de los más vigilados. Lo mismo ocurría sin duda con todos los de cinco estrellas donde había un movimiento constante de extranjeros, los cuales son sospechosos por principio para los servicios de la dictadura. En los de segunda categoría, sin embargo, donde el control de entradas y salidas suele ser más rígido, temíamos llamar más la atención. Así que lo más seguro era mudarnos cada dos o tres días sin preocuparnos por las estrellas, pero sin repetir nunca un hotel, pues tengo la superstición de que siempre me va mal si regreso a un sitio donde he corrido un riesgo. Esta creencia se afincó en mí el 11 de setiembre de 1973, mientras la aviación bombardeaba La Moneda y la confusión se apoderaba de la ciudad. Yo había logrado escapar sin molestias de las oficinas de Chile Films, a donde había acudido para tratar de resistir al golpe con mis compañeros de siempre, y después de llevar en mi automóvil hasta el Parque Forestal a un grupo de amigos que tenían motivos para temer por sus vidas, cometí el grave error de regresar. Me salvé de milagro, como ya lo he contado.
Como una precaución adicional en los cambios de hoteles, Elena y yo decidimos tomar habitaciones separadas después de la tercera mudanza, cada uno con una nueva personalidad. A veces me inscribía yo como gerente y ella como secretaria, y a veces como si no nos conociéramos. Por lo demás, esta separación paulatina correspondía muy bien al estado de nuestras relaciones, muy fructíferas en el trabajo, aunque cada vez más difíciles en el plano personal.
Debo decir que entre los muchos hoteles donde nos alojamos, sólo en dos tuvimos algún motivo de inquietud. Primero fue en el Sheraton. La misma noche de nuestra inscripción, el teléfono de la mesita sonó cuando acababa de dormirme. Elena había ido a una reunión secreta que se prolongó más de lo previsto, y tuvo que quedarse a dormir en la casa donde la sorprendió el toque de queda, como había de ocurrir varias veces. Contesté aturdido, sin saber dónde estaba, y peor aún, sin recordar quién era yo en aquel momento. Una voz de chilena preguntó por mí, pero con el nombre postizo. Iba a contestar que no conocía a ese señor, cuando acabé de despertar por el impacto de que alguien me buscara con ese nombre, a esa hora y en ese lugar.
Era la telefonista del hotel con una llamada de larga distancia. En un segundo caí en la cuenta de que nadie más que Elena y Franquie sabia dónde vivíamos, y no era probable que alguno de los dos me llamara en esa forma, a esa hora de la madrugada, y con el truco de que era un telefonema de larga distancia, a no ser que se tratara de un asunto de vida o muerte. De modo que decidí contestar. Una mujer hablando en inglés me soltó una parrafada incontenible en un tono familiar, llamándome darling, llamándome sweetheart, llamándome honey, y cuando logré abrir una brecha para hacerle comprender que yo no hablaba inglés, colgó el teléfono con un suspiro muy dulce: shit.
Fueron inútiles las averiguaciones que hice con la operadora del hotel, aparte de comprobar que había dos huéspedes más con nombres parecidos al de mi pasaporte falso. No pude dormir ni un minuto, y tan pronto como Elena entró a las siete de la mañana nos fuimos a otro hotel.
El segundo susto fue en el rancio hotel Carrera -desde cuyas ventanas frontales se ve completo el Palacio de la Moneda- y fue un susto retrospectivo. En efecto, pocos días después de que durmiéramos allí, una pareja muy joven haciéndose pasar por un matrimonio en luna de miel tomó la habitación contigua a la que nosotros habíamos ocupado, y emplazaron en un trípode de fotógrafo una bazuca provista de un sistema de acción retardada, dirigida contra el despacho de Pinochet. La concepción y el mecanismo de la acción eran óptimos, y Pinochet estaba en su despacho a la hora señalada, pero las patas del trípode se abrieron con el impulso del disparo y el proyectil sin dirección estalló dentro del cuarto.
Los cinco puntos cardinales de Santiago
El viernes de nuestra segunda semana Franquie y yo decidimos iniciar al día siguiente los viajes en automóvil al interior, empezando por Concepción. Para entonces nos faltaban en Santiago las entrevistas con dirigentes legales y clandestinos, y el interior de La Moneda. Las primeras requerían una preparación complicada, y Elena se ocupaba de eso con una diligencia admirable. La filmación dentro de La Moneda había sido aprobada, pero el permiso oficial escrito no sería entregado hasta la semana siguiente. De modo que Franquie y yo disponíamos del tiempo necesario para terminar el trabajo en el interior del país. Con ese fin le indicamos por teléfono al equipo francés que regresara a Santiago una vez terminado su programa del norte, y le pedimos al equipo holandés que siguiera con el programa del sur hasta Puerto Montt, y allí esperara instrucciones. Yo seguiría, como siempre, trabajando con el equipo italiano.
Tal como estaba previsto, aquel viernes íbamos a aprovecharlo filmándome a mí mismo en las calles para que los servicios de la dictadura no pudieran negar después que fui yo quien había dirigido la película dentro de Chile. Lo hicimos en cinco puntos característicos de Santiago: el exterior de La Moneda, el Parque Forestal, los puentes del Mapocho, el Cerro de San Cristóbal y la Iglesia de San Francisco. Grazia se había ocupado de localizarlos y estudiar los emplazamientos de cámara desde los días anteriores para no perder ni un minuto, pues estaba resuelto que sólo dedicáramos dos horas a cada sitio, o sea diez horas en total. Yo llegaría unos quince minutos después del equipo, y sin hablar con ninguno de sus miembros debía incorporarme a la vida del lugar, haciendo algunas indicaciones de dirección ya acordadas con Grazia.
El Palacio de la Moneda ocupa una manzana completa, pero sus dos fachadas principales son la de la Plaza Bulnes, en la Alameda, donde está el Ministerio de Relaciones Exteriores, y la de la Plaza de la Constitución, donde está la presidencia de la república. Después de la destrucción del edificio por el bombardeo aéreo del 11 de septiembre, los escombros de las oficinas presidenciales quedaron abandonados. El gobierno se instaló en las antiguas oficinas de la Comisión de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), un edificio de veinte pisos que el gobierno militar ansioso de legitimidad bautizó con el nombre del prócer liberal don Diego Portales. Allí permaneció hasta hace unos diez años, cuando terminaron las largas obras de restauración de La Moneda, que incluyeron la construcción adicional de una verdadera fortaleza subterránea: sótanos blindados, pasadizos secretos, puertas de escape, accesos de emergencia a un estacionamiento oficial que existía desde mucho antes debajo de la calzada. Sin embargo, en Santiago se dice que los afanes formalistas de Pinochet se han visto entorpecidos por la imposibilidad de mostrarse con la piocha de O’Higgins, símbolo del poder legítimo en Chile, que desapareció en el bombardeo del palacio. En alguna ocasión, un cortesano del poder militar trató de acreditar la fábula de que la piocha había sido salvada de las llamas por los primeros oficiales que ocuparon La Moneda, pero era una pretensión tan ingenua que no prosperó.
Un poco antes de las nueve de la mañana, el equipo italiano había filmado la fachada del lado de la Alameda, frente al monumento del Padre de la Patria, Bernardo O’Higgins, en el cual hay ahora una hoguera perpetua de gas propano: “la llama de la libertad”. Luego se trasladaron para filmar la otra fachada, donde son más visibles los carabineros de élite de la Guardia de Palacio, los más apuestos y altivos, que hacen la ceremonia del relevo dos veces al día sin tantos curiosos del mundo pero con tantos delirios de grandeza como en el Palacio de Buckingham. También de ese lado es más severa la vigilancia. De modo que cuando los carabineros vieron al equipo italiano preparándose para filmar, se apresuraron a exigirle la autorización escrita que ya le habían pedido del lado de la Alameda. Era infalible: tan pronto como aparecía la cámara, en cualquier sitio de la ciudad, aparecía también un carabinero para pedir el permiso escrito.
Yo llegué en ese momento. Ugo, el camarógrafo, un muchacho simpático y resuelto que estaba divirtiéndose como un japonés con la aventura continua de la filmación, se las había arreglado para mostrar su identificación con una mano mientras seguía filmando con la otra al carabinero, sin que éste se diera cuenta.
Franquie me había dejado a cuatro cuadras de allí, y me recogería cuatro cuadras más adelante quince minutos después. Era una mañana fría y brumosa, típica de nuestros otoños prematuros, y yo temblaba de frío a pesar del abrigo invernal. Había caminado de prisa las cuatro cuadras para entrar en calor, por entre la muchedumbre apresurada, y seguí de largo dos cuadras más para dar tiempo a que el equipo acabara de identificarse. Cuando regresé, se hizo la toma de mi paso frente a la Moneda sin ningún contratiempo. Al cabo de quince minutos, el equipo recogió sus bártulos y se fue al objetivo siguiente. Yo alcancé el automóvil de Franquie en la calle Riquelme, frente a la estación del metro Los Héroes, y arrancamos a vuelta de rueda.
El Parque Forestal nos llevó menos tiempo del previsto, porque al verlo de nuevo comprendí que mi interés por él era más bien subjetivo. En realidad, es un lugar muy bello y un sitio característico de Santiago, sobre todo bajo los vientos de hojas amarillas de aquel viernes sedante. Pero lo que más me atraía era la búsqueda de mis nostalgias. Allí estaba la Facultad de Bellas Artes, en cuyas escalinatas presenté mi primera pieza de teatro, apenas llegado de mi pueblo. Más tarde, siendo ya un director de cine en ciernes, tenía que atravesar el parque casi todos los días para volver a casa, y la luz de sus frondas al atardecer se me quedó enredada para siempre con el recuerdo de mis primeras películas. No había mucho más que decir. Nos bastó con establecer una corta caminata mía por entre los árboles que se despojaban de sus hojas con un susurro de lluvia, y seguí caminando hasta el centro comercial, donde Franquie me esperaba.
El tiempo seguía diáfano y frío, y la cordillera era nítida por primera vez desde mi llegada. Pues Santiago está en una hondonada entre montañas, y todo se percibe a través de una bruma de contaminación. Había mucha gente a las once de la mañana en la calle Estado, como de costumbre, y ya estaban entrando a la primera función de los cines. En el Rex anunciaban Amadeus, de Milos Forman, que yo deseaba ver a toda costa, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no entrar.
Y a la vuelta de una esquina: ¡mi suegra!
En los días anteriores, mientras filmábamos, había visto de paso muchos conocidos: periodistas, gente de la política, gente de la cultura. No recuerdo ninguno que me hubiera mirado siquiera, y eso me afirmaba la confianza. Pero aquel viernes ocurrió lo que tarde o temprano tenía que ocurrir. Frente a mí, caminando hacia mí, vi una mujer distinguida, con un vestido de dril crema de dos piezas, sin abrigo, casi como en verano, a la que sólo reconocí cuando estaba a menos de tres metros. Era Leo, mi suegra. Nos habíamos visto hacía apenas seis meses en España, y además me conocía tanto, que era imposible que no me identificara a tan corta distancia. Pensé volverme, pero entonces recordé que me habían advertido controlar ese impulso natural, pues muchos clandestinos que han pasado de frente sin problemas, han sido reconocidos de espaldas. Tenía bastante confianza en mi suegra para no alarmarme porque me descubriera, pero no iba sola. Llevaba del brazo a una hermana suya, la tía Mina, que también me conocía, y con la cual iba conversando en voz muy baja, casi cuchicheando. Tampoco esto me habría preocupado si las circunstancias hubieran sido distintas, pero le temía a la sorpresa de ambas. No hubiera sido raro que se pusieran a gritar de emoción en plena calle: “¡Miguel, mi hijito, entraste, qué maravilla!”. Cualquier cosa así. Además, era peligroso para ellas conocer el secreto de que yo estaba clandestino en Chile.
Ante la imposibilidad de hacer nada opté por seguir de frente, mirándola con la mayor intensidad de que fui capaz, para poder controlarla de inmediato en caso de que me viera. Apenas levantó la vista al pasar, se enfrentó con mis ojos fijos y aterrorizados sin dejar de hablar con la tía Mina, me miró sin verme, y nos cruzamos tan cerca que sentí su perfume, y vi sus ojos hermosos y dulces, y escuché muy claro lo que iba diciendo: “Los hijos dan más problemas cuando están grandes”. Pero siguió de largo.
Hace poco le conté este encuentro por teléfono, desde Madrid, y se quedó atónita: no lo registró en su conciencia. Para mí fue una casualidad perturbadora.
Aturdido por la impresión, busqué un sitio para pensar, y me metí en un pequeño cine donde estaban dando La Isla de la Felicidad, una película italiana a la cual no le faltaba nada para ser pornográfica. Estuve dentro unos diez minutos. Vi hombres esbeltos y mujeres muy bellas y alegres que se tiraban al mar en un día deslumbrante de algún rincón del paraíso. No traté siquiera de concentrarme. Pero la oscuridad me dio tiempo para recomponerme la expresión, y sólo entonces comprendí hasta qué punto habían sido rutinarios y plácidos mis días anteriores. A los once y cuarto, Franquie me recogió en la esquina de Estado y Alameda, y me llevó al próximo punto de filmación: los puentes del Mapocho.
El río Mapocho atraviesa la ciudad por un cauce adoquinado, con puentes muy bellos, cuyas magníficas estructuras de hierro los mantienen a salvo de los terremotos. En tiempos de sequía, como era el caso de entonces, su caudal se reduce a un hilo de barro líquido, que en la parte central parece estancado entre barracas miserables. En tiempos de lluvia el cauce se desborda con las crecientes que bajan de la cordillera, y las barracas quedan flotando como barquitos al garete en un mar de lodo. En los meses siguientes al golpe militar, el río Mapocho se conoció en el mundo entero por los cadáveres maltratados que arrastraban sus aguas, después de los asaltos nocturnos de las patrullas militares a los barrios marginales: las famosas poblaciones de Santiago. Pero desde hace unos años, y durante todo el año, el drama del Mapocho son las turbas hambrientas que se disputan con los perros y los buitres los desperdicios de comer, arrojados al cauce desde los mercados populares. Es el reverso del milagro chileno, patrocinado por la Junta Militar bajo la inspiración celestial de la escuela de Chicago.