La Aventura De Miguel Littin Clandestino En Chile - Marquez Gabriel Garcia 5 стр.


Chile no sólo fue un país modesto hasta el gobierno de Allende, sino que su propia burguesía conservadora se preciaba de la austeridad como una virtud nacional. Lo que hizo la Junta Militar para dar una apariencia impresionante de prosperidad inmediata, fue desnacionalizar todo lo que Allende había nacionalizado, y venderle el país al capital privado y a las corporaciones trasnacionales. El resultado fue una explosión de artículos de lujo, deslumbrantes e inútiles, y de obras públicas ornamentales que fomentaban la ilusión de una bonanza espectacular.

En un solo quinquenio se importaron más cosas que en los doscientos años anteriores, con créditos en dólares avalados por el Banco Nacional con el dinero de las desnacionalizaciones. La complicidad de los Estados Unidos y de los organismos internacionales de crédito hicieron el resto. Pero la realidad mostró sus colmillos a la hora de pagar: seis o siete años de espejismos se desmoronaron en uno. La deuda externa de Chile, que en el último año de Allende era de cuatro mil millones de dólares, ahora es de casi veintitrés mil millones. Basta un paseo por los mercados populares del río Mapocho para ver cuál ha sido el costo social de esos diecinueve mil millones de dólares de despilfarro. Pues el milagro militar ha hecho mucho más ricos a muy pocos ricos, y ha hecho mucho más pobres al resto de los chilenos.

El puente que lo ha visto todo

Sin embargo, en medio de aquella feria de vida y de muerte, el puente Recoleta sobre el río Mapocho es un amante neutral: sirve lo mismo para los mercados que para el cementerio. Durante el día, los entierros tienen que abrirse paso por entre la muchedumbre. De noche, cuando no hay toque de queda, aquel es el camino obligado para los clubes de tango, guaridas nostálgicas de arrabal amargo donde son campeones de baile los sepultureros. Pero lo que más me llamó la atención aquel viernes, después de tantos años sin ver esos santos lugares, fue la cantidad de jóvenes enamorados que se paseaban tomados de la cintura por las terrazas sobre el río, besándose entre los puestos de flores luminosas para los muertos de las tumbas cercanas, amándose despacio sin preocuparse del tiempo incesante que se iba sin piedad por debajo de los puentes.

Sólo en París había visto hace muchos años tanto amor por la calle. En cambio, recordaba a Santiago como una ciudad de sentimientos poco evidentes, y ahora me encontraba allí con un espectáculo alentador que poco a poco se había ido extinguiendo en París, y que creía desaparecido del mundo. Entonces recordé lo que alguien me había dicho por esos días en Madrid: “El amor florece en tiempos de peste”.

Desde antes de la Unidad Popular, los chilenos de trajes oscuros y paraguas, las mujeres pendientes de las novedades y las novelerías de Europa, los bebés vestidos de conejos en sus cochecitos, habían sido arrasados por el viento renovador de los Beatles. Había una tendencia definida de la moda hacia la confusión de los sexos: el unisex. Las mujeres se cortaron el pelo casi a ras y les disputaron a los hombres los pantalones de caderas estrechas y patas de elefante, y los hombres se dejaron crecer el cabello. Pero todo eso fue arrasado a su vez por el fanatismo gazmoño de la dictadura. Toda una generación se cortó el cabello antes de que las patrullas militares se lo cortaran con bayonetas, como tantas veces lo hicieron en los primeros días del golpe de cuartel.

Hasta aquel viernes en los puentes del Mapocho yo no había caído en la cuenta de que la juventud había vuelto a cambiar. La ciudad estaba tomada por una generación posterior a la mía. Los niños que tenían diez años cuando yo salí, capaces apenas de apreciar nuestra catástrofe en toda su magnitud, andaban ahora por los veintidós. Más tarde habíamos de encontrar nuevas evidencias de la forma en que esa generación que se ama a la luz pública había sabido preservarse de los silbos constantes de seducción. Son ellos los que están imponiendo sus gustos, su modo de vivir, sus concepciones originales del amor, de las artes, de la política, en medio de la exasperación senil de la dictadura. No hay represión que los detenga. La música que se oye a todo volumen por todas partes -hasta en los autobuses blindados de los carabineros que la oyen sin saber lo que oyen-, son las canciones de los cubanos Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Los niños que estaban en la escuela primaria en los años de Salvador Allende, son ahora los comandantes de la resistencia. Esto fue para mí una comprobación reveladora, y al mismo tiempo inquietante, y por primera vez me pregunté si en realidad serviría para algo mi cosecha de nostalgias.

La duda me infundió nuevos ímpetus. Sólo por cumplir con el programa del día hice una pasada rápida por el cerro de San Cristóbal, y luego por la Iglesia de San Francisco, cuya piedra se había vuelto dorada al atardecer. Luego le pedí a Franquie que sacara del hotel mi bolso de viaje, y volviera a recogerme dentro de tres horas a la salida del cine Rex, donde entré a ver Amadeus. Le pedí además decirle a Elena que íbamos a desaparecer por tres días. Nada más. Iba contra las normas establecidas, pues Elena debía estar al corriente de mi paradero en todo momento, pero no pude evitarlo. Franquie y yo nos íbamos a Concepción sin decírselo a nadie, por todo el tiempo que fuera preciso, en un tren que salía a las once de la noche.

5 – Un hombre en llamas frente a la Catedral

Fue una inspiración súbita, aunque tenía un fundamento racional indudable. Me parecía que el tren era el medio más seguro de viajar dentro de Chile, sin los controles que hay que sortear en los aeropuertos o en las carreteras. Y sobre todo, porque se aprovechaban las noches, que eran inútiles en las ciudades por el toque de queda. Franquie no estaba muy convencido, pues sabía que los trenes son el medio de transporte más vigilado. Pero yo alegaba que por lo mismo son más seguros. A ningún policía se le ocurre que un clandestino suba en un tren. vigilado. Franquie, al contrario, creía que la policía sabe que la gente clandestina viaja en los trenes, porque piensa que los lugares más seguros son los más vigilados. Creía además que un publicista rico, con una larga experiencia y grandes negocios en Europa, está dispuesto a viajar en los estupendos trenes europeos, pero no en los pobres trenes de la provincia chilena. Sin embargo, lo convenció mi argumento de que el avión de Concepción no es el más recomendable para cumplir una cita o un plan de trabajo, porque nunca se sabe si la niebla le permitirá aterrizar. La verdad, entre nosotros, es que yo hubiera preferido el tren de todos modos, por mi miedo incurable al avión.

Así que a las once de la noche tomamos el tren en la Estación Central, cuya estructura de hierro tiene la misma belleza incomprensible de la torre de Eiffel, y nos instalamos en un compartimiento confortable y limpio del vagón dormitorio. Me moría de hambre, pues lo único que había comido desde el desayuno eran dos barras de chocolate que me vendieron en el cine mientras el joven Mozart daba saltos de acróbata frente al emperador de Austria. El inspector nos informó que sólo podíamos comer en el coche comedor, y que éste estaba incomunicado del nuestro por disposición reglamentaria, pero él mismo nos dio la solución: antes de que partiera el tren debíamos ir al restaurante, comer como pudiéramos, y regresar al dormitorio una hora después durante la parada en Rancagua. Así lo hicimos, a toda prisa, porque ya había sonado el toque de queda, y los inspectores nos azuzaban a gritos: “Apúrense, caballeros, apúrense, que estamos violando la ley”. Sólo que a los guardias de la estación de Rancagua, soñolientos y muertos de frío, no les importaba un rábano aquella violación consentida e inevitable de la ley marcial.

Era una estación helada y vacía, sin un alma, cubierta por una niebla fantasmal. Idéntica a las estaciones de las películas de deportados en la Alemania nazi. De pronto, mientras los inspectores nos apuraban, se nos adelantó a toda carrera un mozo del restaurante, con la clásica chaquetilla blanca, y llevando en la palma de la mano un plato de arroz con un huevo frito encima. Corrió unos cincuenta metros a una velocidad inconcebible sin que el plato perdiera su equilibrio mágico, se lo dio por la ventana del vagón de cola a alguien que sin duda le había pagado para eso, y antes que nosotros llegáramos al nuestro ya había regresado al restaurante.

Recorrimos en absoluto silencio los casi quinientos kilómetros hasta Concepción, como si el toque de queda no sólo fuera obligatorio para los pasajeros de aquel tren sonámbulo, sino para todos los seres de la naturaleza. A veces me asomaba por la ventanilla, y lo único que alcanzaba a ver a través de la niebla eran estaciones vacías, campos vacíos, la vasta noche vacía de un país desocupado. La única prueba de la existencia del hombre sobre la tierra eran las interminables cercas de alambre de púa a lo largo de la carrilera, y nada detrás de las cercas, ni gente, ni flores, ni animales: nada. Me acordé de Neruda: En todas partes pan, arroz, manzanas, en Chile, alambre, alambre, alambre.

A las siete de la mañana cuando aún faltaba mucha tierra para que se acabara el alambre, llegamos a Concepción. Mientras decidíamos el paso siguiente, pensamos en buscar donde rasurarnos. Por mí no había problema. Habría aprovechado el pretexto para dejarme crecer la barba una vez más. Lo malo era la catadura de forajidos que iban a vernos los carabineros, en una ciudad que está en la conciencia de todos los chilenos como el escenario de grandes luchas sociales. Allí nació el movimiento estudiantil de los años sesenta, allí encontró Salvador Allende un apoyo decisivo para su elección, fue allí donde el presidente Gabriel González Videla inició las represiones sangrientas de 1946, poco antes de fundar el campo de concentración de Pisagua, donde se entrenó en las artes del terror y la muerte un joven oficial llamado Augusto Pinochet.

Flores eternas en la Plaza Sebastián Acevedo

Desde el taxi que nos llevaba hacia el centro de la ciudad, a través de una niebla densa y helada, vimos la cruz solitaria en el atrio de la Catedral, y el ramo de flores perpetuas mantenidas por manos anónimas. Sebastián Acevedo, un humilde minero del carbón, se había prendido fuego en ese sitio, dos años antes, después de intentar sin resultados que alguien intercediera para que la Central Nacional de Información (CNI) no siguiera torturando a su hijo de veintidós años y a su hija de veinte, detenidos por porte ilegal de armas.

Sebastián Acevedo no hizo una súplica sino una advertencia. Como el arzobispo estaba de viaje, habló con los funcionarios del arzobispado, habló con los periodistas de mayor audiencia, habló con los líderes de los partidos políticos, habló con dirigentes de la industria y el comercio, habló con todo el que quiso oírlo, inclusive con funcionarios del gobierno, y a todos les dijo lo mismo: “Si no hacen algo por impedir que sigan torturando a mis hijos, me empaparé de gasolina y me prenderé fuego en el atrio de la Catedral ”. Algunos no le creyeron. Otros no supieron qué hacer. En el día señalado, Sebastián Acevedo se plantó en el atrio, se echó encima un cubo de gasolina, y advirtió a la muchedumbre concentrada en la calle que si pasaban de la raya amarilla se prendería fuego. No valieron los ruegos, no valieron órdenes, no valieron amenazas. Tratando de impedir la inmolación, un carabinero pasó la raya, y Sebastián Acevedo se convirtió en una hoguera humana.

Vivió todavía siete horas, lúcido y sin dolor. La conmoción pública fue tan radical, que la policía se vio forzada a permitir que su hija lo visitara en el hospital antes de morir. Pero los médicos no quisieron que lo viera en su estado de horror, y sólo le permitieron hablar por el citófono. “¿Cómo sé yo

que tú eres Candelaria?”, preguntó Sebastián Acevedo al oír la voz. Ella le dijo entonces el diminutivo cariñoso con que él la llamaba cuando era niña. Los dos hermanos fueron sacados de las cámaras de tortura, tal como el padre mártir lo había exigido con su vida, y puestos a disposición de los tribunales ordinarios. Desde entonces, los habitantes de Concepción tienen también un nombre secreto para el lugar del sacrificio: Plaza Sebastián Acevedo.

¡Qué difícil es afeitarse en Concepción!

Aparecer en ese bastión histórico a las siete de la mañana, disfrazados de burgueses pero sin afeitar, era un riesgo que no valía la pena. Además, cualquiera sabía que un ejecutivo de publicidad de estos tiempos, junto con la grabadora miniaturizada para recordar sus ideas, lleva en el maletín una afeitadora electrónica para afeitarse en los aviones, en los trenes, en el automóvil, antes de llegar a una cita de negocios. Sin embargo, tal vez no había un riesgo mayor en Concepción que buscar quien lo afeitara a uno un sábado cualquiera a las siete de la mañana. La primera tentativa la hice en la única peluquería abierta a esa hora cerca de la Plaza de Armas, que tenía un letrero en la puerta: Unisex. Una muchacha como de veinte años estaba barriendo el salón, todavía entre sueños, y un hombre casi tan joven como ella ordenaba los frascos en el tocador.

– Quiero rasurarme -dije.

– No -dijo el hombre-, aquí no hacemos ese trabajo.

– ¿Dónde lo hacen?

– Vaya más adelante -dijo-. Hay muchas peluquerías.

Caminé una cuadra, hacia donde Franquie se había quedado para alquilar un automóvil, y me encontré que estaba identificándose con dos carabineros. También a mí me lo exigieron, pero no hubo problemas. Al contrario. Mientras Franquie alquilaba el automóvil, uno de los carabineros me acompañó dos cuadras hasta otra peluquería que estaba abriendo las puertas, y se despidió con un apretón de manos.

También ahí estaba el letrero en la puerta: Unisex. Tal como en el primer salón, en éste había un hombre de unos treinta y cinco años, y una muchacha más joven. El hombre me preguntó qué quería. Le dije: “rasurarme”. Ambos me miraron sorprendidos.

– No, caballero, aquí no damos ese servicio -dijo él.

– Aquí somos unisex -dijo la muchacha.

– Bueno -les dije yo- por muy unisex que sean podrán rasurarlo a uno.

– No, caballero -dijo él-, aquí no.

Ambos me dieron la espalda. Entonces seguí caminando por las calles desoladas, a través de la niebla opresiva, y no sólo me sorprendí de la cantidad de peluquerías unisex que había en Concepción, sino de la unanimidad de sus hábitos: en ninguna quisieron rasurarme. Estaba perdido en la niebla, cuando un niño de la calle me preguntó:

– ¿Anda buscando algo, caballero?

– Sí -le dije- ando buscando una peluquería que no sea unisex, sino de hombres solos, como las de antes.

Entonces me llevó a una peluquería tradicional con el cilindro de espiral rojo y blanco en la puerta y sillones rotatorios de los de mis tiempos. Había dos ancianos con los delantales sucios atendiendo a un solo cliente. Uno le cortaba el pelo y el otro le iba sacudiendo con una escobilla las pelusas que le caían en la cara y los hombros. Adentro olía a linimento, a alcohol mentolado, a botica antigua, y sólo entonces caí en la cuenta de que era el olor que había echado de menos en las peluquerías anteriores. El olor de mi infancia.

– Quisiera rasurarme -dije.

Tanto ellos como el cliente me miraron sorprendidos. El anciano de la escobilla me preguntó lo que sin duda estaban pensando los tres:

– ¿De dónde es usted?

– Chileno -dije sin pensarlo, y me apresuré a corregir-: pero soy uruguayo.

Ellos no notaron que la corrección era peor que el error, sino que me hicieron caer en la cuenta de que en Chile no se decía rasurar desde hacía años, sino afeitar. Tal vez por eso en las peluquerías de jóvenes unisex no entendieron mi idioma en desuso de chileno viejo. En ésta, en cambio, se animaron con la llegada de alguien que hablaba como en sus buenos tiempos, y el peluquero que estaba libre me sentó en el sillón, me puso la sábana en el cuello, a la antigua, y abrió una navaja oxidada. Tenía por lo menos setenta años mal vividos, y era alto y fofo, con la cabeza muy blanca, y él mismo tenía una barba de tres días.

– ¿Va a afeitarse con agua caliente o con agua fría? -me preguntó.

Apenas podía sostener la navaja con la mano temblorosa.

– Con agua caliente, por supuesto -le dije.

– Pues nos llevó el carajo, caballero -dijo él-, porque aquí no tenemos agua caliente, pura agüita fría.

Entonces volví a la primera peluquería unisex, y cuando dije que quería afeitarme -no rasurarme- me atendieron en seguida, pero con la condición de que me cortara el pelo. Tan pronto como acepté, el joven y la muchacha corrigieron la actitud negligente e iniciaron una larga ceremonia profesional. Ella me puso una toalla en el cuello, me lavó la cabeza con agua fría -pues tampoco allí había agua caliente- y me preguntó si quería la fórmula de mascarilla número tres, número cuatro o número cinco, y si me hacía un tratamiento para detener la calvicie. Yo le seguí la corriente, hasta que se detuvo de pronto cuando estaba secándome la cara, y dijo para sí misma: “¡Qué raro! “. Yo abrí los ojos sobresaltados: “¿Qué?”. Ella se ofuscó más que yo.

– ¡Tiene las cejas depiladas! -dijo.

Disgustado por su descubrimiento, decidí hacerle la broma más brutal que se me ocurrió, y le pregunté con una mirada lánguida:

– ¿Es que tienes prejuicios contra los maricones?

Ella se ruborizó hasta la raíz del cabello, y negó con la cabeza. Luego el peluquero se hizo cargo de mí, y a pesar del cuidado y la precisión de mis indicaciones me cortó más de la cuenta, me peinó de otro modo, y terminó por dejarme convertido otra vez en Miguel Littín. Era lógico, porque el maquillista de París había contrariado a propósito la tendencia natural de mi cabello, y el peluquero de Concepción no hizo sino volver las cosas a su lugar. No me preocupé, porque era fácil peinarme otra vez al modo de mi otro yo, como en efecto lo hice. No sin un grande esfuerzo moral, por cierto, contra mi añoranza de ser otra vez yo mismo en una remota ciudad de niebla, en la cual, de todos modos, nadie iba a reconocerme. Terminado el corte, la muchacha me condujo a la trastienda, y con toda clase de reservas, como si fuera un acto prohibido, enchufó la máquina de afeitar frente a un espejo y me la dio para que me afeitara. Sin necesidad de agua caliente, por fortuna.

Un paraíso de amor en el infierno

Franquie había alquilado el automóvil. Desayunamos en una fuente de soda con una taza de café frío, pues tampoco allí había agua caliente, y enfilamos hacia las minas de carbón de Lota y Schwager por el puente grande del Bío-Bío, el río más caudaloso de Chile, cuyas aguas de metal soñoliento eran apenas visibles en la niebla. En el siglo pasado, el escritor chileno Baldomero Lillo describió las minas y la vida de los mineros con todos sus detalles, y todavía su crónica parece actual. Es como estar en Gales hace cien años, tanto por la niebla saturada de hollín como por las condiciones de trabajo, que siguen siendo anteriores a la revolución industrial.

Había tres controles policiales antes de llegar. El más difícil, como lo habíamos previsto, fue el primero. Por eso gastamos allí casi toda nuestra artillería verbal cuando nos preguntaron qué íbamos a hacer en Lota y Schwager. Yo mismo me quedé asombrado de la fluidez de mi respuesta.

Dije que habíamos venido a conocer el parque, que es uno de los más hermosos de América por sus araucarias ancianas y gigantescas, y también por la rareza de sus tantas estatuas rodeadas de pavos reales aciagos y cisnes de cuello negro. Nuestro propósito era usar el lugar para una película de publicidad que divulgara por el mundo entero el prestigio de Araucaria, un nuevo perfume bautizado con ese nombre en homenaje a aquel lugar idílico.

No hay policía chileno que resista una explicación tan larga, y menos si se hace con una exaltación desorbitada de las bellezas del país. Nos dieron la bienvenida, y debieron advertir de nuestro paso al segundo puesto de control, pues allí no nos pidieron identificarnos, pero nos requisaron los maletines y el automóvil. Lo único que les interesó fue la cámara Super-8 -aunque no es profesional-, porque hacía falta un permiso escrito para filmar en las minas. Les aclaramos que sólo queríamos llegar hasta el parque de las estatuas y los cisnes, en lo alto de la montaña, e intenté rematarlo con una displicencia de aristócrata.

– No nos interesan los pobres -les dije.

Examinando sin mucho interés cada cosa que encontraba, uno de los carabineros replicó sin mirarme:

– Por aquí todos somos pobres.

Quedaron conformes con la requisa. Media hora después, al término de una cornisa estrecha y escarpada, pasamos el tercer control sin ningún formalismo, y llegamos al parque. Un lugar delirante, que don Matías Cousiño, el famoso criador de vinos, hizo construir para la mujer que amaba. Trajo árboles fabulosos de todos los rincones de Chile para su complacencia. Trajo animales mitológicos, estatuas de diosas improbables que simbolizan los distintos estados del alma: la alegría, la tristeza, la nostalgia, el amor. En el fondo hay un palacio de cuento de hadas, desde cuyas terrazas se ve el Océano Pacífico hasta el otro lado del mundo.

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