Historia C?mica O Viaje A La Luna - de Bergerac Cyrano 4 стр.


En fin, después de haber gastado mucho tiempo en caer (a lo que yo imagino, porque la violencia del precipicio no me permitió observarlo bien), de lo más remoto de que me acuerdo es que me encontré con un árbol enredado entre tres o cuatro ramas bastante gruesas que yo había roto al caer y con la cara mojada por los surcos de una manzana que se me había reventado encima.

Por fortuna, este paraje era como bien pronto sabréis…

Así podréis imaginar que sin la circunstancia de este azar ya hubiese perecido mil veces. Frecuentemente he reflexionado sobre la vulgar creencia de que al caer de un sitio muy alto antes de llegar a la Tierra se ha perecido ahogado; y del hecho de mi aventura he deducido que miente esta vulgar creencia, o bien que el jugo enérgico de aquella fruta, que lo fue destilando en mi boca, llamara otra vez a mi alma a lo interno de mi cadáver todavía tibio y dispuesto para las funciones de la vida. En efecto: tan pronto como estuve en tierra se me fue el dolor del cuerpo antes que de mi memoria saliese; y el hambre que durante mi viaje había dado mucho que hacer a mi deseo, sólo me dejó en lugar suyo un recuerdo vago de haberlo perdido.

Tan pronto como me levanté y vi el más grande de los cuatro ríos que forman un lago al reunirse, el espíritu o el alma invisible de los simples que se exhalan sobre esta comarca vino a dar contento a mi olfato, y me apercibí de que los guijarros no eran duros ni toscos, sino que parecían tener la solicitud de ablandarse cuando por encima de ellos se caminaba. Vi después una estrella de cinco puntas de las cuales nacían unos árboles que por su altura enorme parecían levantar hasta el cielo la meseta de una alta montaña. Y pasando mis ojos por ellos desde la raíz hasta el vértice de su copa y precipitándolos luego desde lo más alto hasta la raíz, dudaba si la Tierra era la que lo soportaba, o si eran ellos los que llevaban la Tierra colgada de sus raíces; su frente soberbiamente erguida parecía también plegarse como obligada por fuerza sobre la pesadez de los globos celestes, cuya carga parecía que gimiendo soportaban; sus brazos tendidos hacia el cielo acreditaban, abrazándolo, pedir a los astros la benignidad íntimamente pura de sus influencias y recibirlos cuando todavía no perdieron su inocencia en el lecho de los elementos. Por doquiera las flores aquí, sin los cuidados de otro jardinero que la libre Naturaleza, con tal dulce aliento respiran, que aun siendo salvajes despiertan y halagan el sentido; aquí el arrebol de una rosa sobre el escaramujo y el azul clarísimo de una violeta sobre el césped no dejan libertad a la que tienen los sentidos para escoger, y de tal modo rivalizan en belleza, que no se sabe cuál de ellas es la más hermosa; aquí la primavera ordena todas las estaciones; aquí no crece planta venenosa sin que luego perezca en castigo a la traición que hizo al prado; aquí los riachuelos suavemente murmurando cuentan a los guijarros el viaje de su cristal; aquí mil pequeñas gargantas de pluma hacen sonoro el bosque con el ruido de sus melodiosos cantos; y la trinadora asamblea de estos músicos divinos y tan numerosa, que en este bosque cada hoja parece convertirse en el pico y la figura de un ruiseñor; y hasta el mismo eco, tanto contento recibe con sus canciones, que al oír cómo las repite pudiera pensarse que quería aprendérselas de memoria. Al lado de estos bosques se ven dos praderas cuyo gay verdor continuo ofrece a los ojos una esmeralda infinita. La confusa mezcla de colores con que la primavera adorna a cien flores diminutas, funde todos los matices entre sí con tan agradable confusión, que no se sabe si estas flores, cuando un dulce céfiro las mueve, corren para huirse unas a las otras o lo hacen esquivando las caricias del viento que las agita. Muchas veces se creería que esta pradera es un océano, porque, como el mar, no ofrece a la vista límite; de manera que mis ojos, asombrados de haberla recorrido hasta tan lejos sin descubrir su límite, condujeron hacia él mi entendimiento; y con éste, pensando si aquel límite sería la extremidad del mundo, quería persuadirse de que tan encantadores sitios acaso habían obligado al cielo a unirse con la Tierra. En medio de un tapiz tan vasto y tan risueño corre a borbotones la plata de una rústica fuente, que corona sus bordes con un césped esmaltado de francesillas y de otras cien humildes flores que parecen apretarse para ver cuál de ellas se mirará primero en el cristal de la fuente; ésta todavía está en su cuna, pues no ha hecho más que nacer, y su rostro joven todavía no lo cruza ni un solo pliegue. Las grandes ondas que esparce y que vuelven mil veces a su seno muestran con cuánto disgusto sale esta agua de la tierra en que nace; y como si estuviese vergonzosa de sentirse acariciada tan cerca de su madre, rechazó murmurando a mi mano que la quería tocar. Los animales que hasta su borde venían para satisfacer la sed, más razonables que los de nuestro mundo, mostraban quedarse suspensos al contemplar la luz de pleno día en el horizonte, mientras veía el Sol en los antípodas, y no osaban inclinarse hacia su borde temerosos de anegarse dentro del cielo falso de la fuente.

He de confesaros que al ver tan bellas cosas me sentí estremecido por esos gratos dolores que, según se dice, siente el embrión al infundírsele el alma. Mi piel vieja se me cayó y me brotó otra nueva, con otro pelo más espeso y más suelto. Sentí que mi juventud se encendía con una nueva llama y la cara se me tornaba bermeja y un tibio calor se mezclaba dulcemente a mi nativa frialdad, de modo que volvía hacia mi juventud quitándome lo menos catorce años.

Habría andado una media legua a través de un bosque de jazmines y de mirtos, cuando vi tendido en la sombra algo que se movía, y reparando en ello observé que era un adolescente cuya majestuosa belleza casi me impulsó a la adoración. Para impedírmela se levantó él: «¡No es a mí -me dijo-, sino a Dios a quien tú debes tus humildades!». «Reparad -le dije yo- que soy un hombre asombrado por tantos milagros y que no sabe ya a quién tributar sus adoraciones, porque vengo de un mundo que seguramente vos creéis que es una luna, y cuando creo hallarme en otro que también es llamado Luna por mi país, me encuentro de pronto como en el paraíso y a los pies de un Dios que no quiere ser adorado.» «Quitando lo del nombre de Dios -me replicó él-, de quien yo no soy sino una criatura, verdad es la que decís; esta tierra es la Luna, la misma Luna que vosotros veis desde vuestro planeta; y este sitio por el que ahora andáis… Ahora bien: en aquel tiempo la imaginación del hombre era tan fuerte -porque aún por nada había sido corrompida: ni por los libertinajes, ni por la crudeza de los condimentos, ni por la alteración de las enfermedades-, que estando excitado por el violento deseo de abordar este asilo, y como el cuerpo se tornase ligero por el fuego de este entusiasmo, fue hasta aquí elevado del mismo modo que algunos filósofos que estaban con su imaginación muy atraída por algún pensamiento han sido transportados a etéreas regiones por entusiasmos que vosotros llamáis éxtasis… [11] . Que la poca firmeza de su sexo hacía más débil y menos tibia, no hubiese tenido, sin duda, el ingenio bastante vigoroso para vencer con la moderación de su voluntad el peso de la materia, sino porque tenía muy poca… La simpatía, cuya mitad estaba todavía ligada a su todo, la llevó hacia él a medida que ascendía, del mismo modo que el ámbar sigue a la paja y como el imán vuelve al punto de atracción del cual se le separó, y atrajo esta parte de él mismo como el mar atrae a los ríos que salen de él. Y cuando llegaron a vuestra Tierra se instalaron entre la Mesopotamia y la Arabia; algunos pueblos le han conocido con el nombre de… y otros con el de Prometeo, que los poetas supieron que había robado el fuego del cielo porque a sus descendientes los engendró provistos de un alma tan perfecta como la que él poseía.

»De este modo, para habitar nuestro mundo, ese hombre dejó desierto este planeta; pero no quiso el Todopoderoso que una estancia tan dichosa quedase sin habitar: pocos siglos después permitió… Aburrido de la compañía de los hombres, cuya inocencia se corrompía, sintió deseos de abandonarlos… Este personaje no juzgó segura retirada contra la ambición de sus parientes, que ya se disponían al reparto de vuestro mundo, sino la tierra dichosa de que ya tanto le había hablado su abuelo y de la cual nadie todavía conocía el camino… Pero le valió su imaginación; porque habiendo observado… llenó dos grandes vasijas, que luego cerró herméticamente, y se las ató por debajo de las alas. En seguida el humo que tendía a elevarse y que no podía expansionarse a través del metal empujó las vasijas hacia lo alto, de modo que con ellas elevaron a tan grande hombre. El cual, cuando ya hubo ascendido hasta la Luna y mirado con sus ojos este hermoso jardín, sintió un desbordamiento de alegría casi sobrenatural que le demostró que éste era el lugar en que su abuelo había vivido antaño. Se desató prestamente las vasijas que se había ceñido, como si fuesen alas, alrededor de sus espaldas, y lo hizo tan dichosamente, que cuando aún no estaba a una altura de cuatro toesas por encima de la Luna, se vio libre de sus elevadores. La altura, sin embargo, era bastante grande para dañarle en su caída, y así hubiese sucedido si sus ropas de gran vuelo no viniesen a hincharse con el viento, sosteniéndole suavemente hasta que descansó los pies sobre el suelo. En cuanto a las dos vasijas, ascendieron hasta un cierto espacio, en el que desde entonces permanecen. Estas vasijas son lo que vosotros llamáis hoy Las Balanzas.

»Preciso será que os cuente de qué manera llegué yo hasta aquí. Creo que no habréis olvidado mi nombre, porque anteriormente os lo he dicho. Vos debéis saber, pues, que vivía yo en las gratas orillas de uno de los más famosos ríos de nuestro planeta y que mi vida se deslizaba entre los libros tan dichosamente, que aunque ya haya pasado no puedo ponerle ningún reproche. Sin embargo, cuanto más se encendían las luces de mi espíritu, más crecía el deseo de conocer las que no tenía. Nunca los sabios me recordaron al ilustre Mada sin que la memoria de su filosofía perfecta me hiciese suspirar; y cuando ya desesperaba de poderla adquirir un día, después de estar soñando largo rato, tomé un imán que aproximadamente medía dos pies cuadrados y lo metí en un horno; después, cuando ya estuvo bien purgado, precipitado y disuelto, recogí su masa calcinada y la reduje al grosor que tiene aproximadamente una mediana bala.

»Luego de estas preparaciones hice construir una máquina de hierro muy ligera, en la cual me instalé…, y cuando ya estuve bien firme y bien apoyado en su asiento, tiré mi bola de imán con violencia y hacia lo alto. Entonces la máquina de hierro que intencionadamente había hecho yo más maciza en el centro que en las extremidades, se fue elevando con un perfecto equilibrio porque por este sitio ascendía siempre más de prisa. Así, a medida que yo llegaba hasta el punto donde el imán me había traído, volvía a lanzar mi bola por encima de mí.» «¿Pero cómo -le interrumpí yo entonces- podíais vos lanzar vuestra bola tan derechamente sin que se torciese a uno u otro lado?» «Nada ha de maravillaros esto -me dijo él-, porque el imán, que una vez lanzado estaba en el aire, atraía hacia sí el hierro derechamente, y, por tanto, no podía yo desviarme en mi ascensión. Os diré, además, que aunque retenía la bola en mi mano, no dejaba por ello de ascender, porque mi chirrión iba siempre en seguimiento del imán, que yo sostenía sobre mí; pero el ímpetu del hierro hacía doblar todo mi cuerpo y quitarme el deseo de volver a intentar esta experiencia. Era, en verdad, algo espantoso de ver, porque el acero de mi caja volante, que yo había pulimentado con mucha pulcritud, reflejaba en todas las direcciones la luz del Sol con tanta fuerza y tan gran brillantez, que yo mismo me creía por todas partes rodeado de fuego. Finalmente, después de haber lanzado muchas veces mi bola, y volar hacia ella tras este lanzamiento, llegué, como a vos os ha pasado, a un término desde el cual caí en este mundo. Y porque en este instante yo retenía la bola entre mis manos apretándola mucho, la máquina, cuyo asiento me apresaba en virtud de su atracción, no me dejó libertad. El único temor que me quedaba era el de romperme el cuello; pero para evitarlo, yo tiraba mi bola de cuando en cuanto para que la violencia de la máquina, disminuida por su atracción, fuese amortiguándose y haciendo que mi caída resultase menos dura, como en efecto pude lograrlo; porque cuando me vi a doscientas o trescientas toesas de la tierra, fui lanzando mi bola a un lado y otro de mi chirrión, ora aquí, ora allá, hasta que me hallé a prudente distancia; entonces la tiré por encima de mí, y como mi máquina la siguiese, yo la abandoné, dejándome caer por uno de sus lados con la mayor suavidad que pude y vine a dar sobre la arena, con lo cual el porrazo no fue tan violento como lo hubiese sido si cayera desde aquella altura.

»No quiero deciros el asombro que invadió a mi alma al ver estas maravillas que aquí existen, porque, aproximadamente, fue parecido al que acabo de ver que a vos os ha tenido suspenso…»

Apenas había yo gustado de ello cuando una nube espesa cayó sobre mi alma y ya no distinguí a nadie a mi alrededor, y mis ojos no vieron en todo el hemisferio ni una huella siquiera del camino que había andado. Y a pesar de esto, no dejaba yo de acordarme de todo lo que había sucedido. Cuando más tarde he reflexionado sobre este milagro, he sospechado que la corteza del fruto que yo mordí no me había quitado totalmente el sentido, porque mis dientes al atravesarla se sintieron humedecidos con el jugo que ella recubría y cuya energía había disminuido el maleficio de la corteza. Me quedé muy sorprendido de verme tan solo en un país que yo no conocía. En vano sobre él esparcía los ojos paseándolos por toda la Naturaleza; no les ofrecía consuelo la contemplación de ninguna criatura. Finalmente me determiné a seguir andando, hasta que la Fortuna me deparase la compañía de algunos animales o la de la muerte. Vino aquélla en mi ayuda, pues al cabo de un cuarto de legua encontré dos enormes animales de los cuales uno se detuvo ante mí y el otro se fue ligeramente a su albergue, o, por lo menos, así lo pensé yo, porque al poco tiempo le vi volver acompañado de setecientos u ochocientos más de su misma especie que en seguida me rodearon. Cuando pude observarlos de cerca, advertí que en cuerpo y rostro eran a nosotros semejantes. Me hizo esto pensar en las sirenas, los faunos y los sátiros de que antaño me hablaba en sus cuentos mi nodriza. Aullaban frecuentemente con tanta furia, seguramente por la admiración que de verme sentían, que casi llegué a pensar si yo sería un monstruo. En esto, una de esas bestias-hombres, tomándome por el cuello como lo hacen los lobos que roban ovejas, me dejó sobre sus espaldas y me condujo a su ciudad, en la cual todavía quedé más suspenso que antes, al ver que eran hombres y que, sin embargo, todos ellos andaban en cuatro pies.

Cuando este pueblo me vio tan pequeño (pues ellos, la mayor parte, tenían doce codos de estatura) y con el cuerpo sostenido tan sólo por dos pies, no pudieron creerse que fuese un hombre, porque pensaban que habiendo dado la Naturaleza a los hombres dos piernas y dos brazos, como a los animales, debían aquéllos usarlos como éstos. Y, en efecto, pensando yo después en esta creencia, comprendí que tal disposición del cuerpo no era muy extravagante, pues, según yo recordaba, los niños, cuando todavía no tienen otra instrucción que la que les da la Naturaleza, andan en cuatro patas y sólo lo hacen en dos por la indicación de sus nodrizas, que los levantan sobre pequeños carricoches y les atan andaderas para que no caigan sobre el suelo, como el único asiento en que la corporeidad de nuestra masa tiende a posarse.

Y decían ellos, según después me hice yo traducir, que infaliblemente yo era la hembra del animalito de la reina. Así, pasando por tal, o por cualquier otra cosa, fui conducido a la casa de la villa, en donde advertí por el rumor y los gestos del pueblo y de los magistrados que celebraban consejo acerca de lo que yo podría ser. Cuando hubieron terminado su conferencia, cierto batelero que custodiaba las bestias raras suplicó a los regidores que me confiaran a su guarda, en tanto que la reina me requería para que fuese a vivir con mi macho. No opusieron ninguna dificultad, y este bufón me llevó a su casa, en donde me enseñó a hacer el gracioso, a saltar dando corvetas y a fingir muecas.

Y por las tardes hacía pagar ante su puerta un cierto precio a las gentes que querían verme. Esto hasta que el cielo, herido por mis dolores y disgustado de ver profanar el templo de su sueño, quiso un día, estando yo atado al extremo de una cuerda, con la cual el charlatán me hacía saltar para divertir a las gentes, que oyese la voz de un hombre que en lengua griega me preguntaba quién era. Mucho me extrañé al oír hablar en este país como en el mundo mío. Estuvo algún tiempo preguntándome, yo le contesté contándole totalmente mi empresa y el éxito de mi viaje. Él me consoló diciéndome esto que todavía recuerdo: «Pues bien, hijo mío, por fin halláis el castigo de las debilidades de nuestro planeta. Aquí, como allí, hay espíritus vulgares que no pueden sufrir que se piensen cosas no acostumbradas; pero sabed que se os da un trato recíproco porque si algún habitante de esta tierra hubiese descendido hacia la vuestra y hubiera tenido el atrevimiento de llamarse hombre, vuestros sabios le hubiesen ahogado como a un monstruo». Seguidamente me prometió que informaría a la corte de mi desastre, y añadió que tan pronto como habían llegado a él las noticias que acerca de mí corrían había venido para verme y me había reconocido como un hombre del mundo del que, según yo decía, era habitante. Porque en otro tiempo había él viajado y había permanecido en Grecia, donde era conocido por el nombre del demonio de Sócrates. Me dijo también que al morir este filósofo él había cuidado e instruido a Epaminondas, en Tebas; que después, habiendo ido a tierra de romanos, la justicia le había ligado al partido del joven Catón; que al morir éste había pasado al de Bruto, y que, como estos personajes no habían dejado en este mundo sino el fantasma de sus virtudes, él determinó retirarse con sus compañeros a los templos y a las soledades. «Finalmente -añadió-, el pueblo de vuestra Tierra se volvió tan estúpido y tan grosero, que mis compañeros y yo perdimos todo el placer que antes habíamos sentido instruyéndolo. Seguramente habréis oído hablar de nosotros, pues la gente nos llamaba oráculos, ninfas, genios, fes, dioses de fuego, vampiros, duendes, náyades, íncubos, sombras, manes, espectros y fantasmas; y nosotros abandonamos vuestro mundo bajo el reinado de Augusto, un poco después de que yo me apareciese a Druso, hijo de Livia, que hacía la guerra a Alemania, y le prohibiese adentrarse en esa guerra. No hace mucho tiempo que he ido allá por segunda vez. Hace cien años tuve el encargo de hacer un viaje. Anduve mucho por Europa y hablé con personas que acaso habréis conocido. Un día, entre otros, me aparecí a Cardan [12] cuando estaba estudiando. Le ilustré acerca de muchas cosas, y en recompensa creo que me prometió que haría constar de quién había sacado los milagros que iba a ocuparse en escribir. Vi a Cornelio Agripa [13] , al abate Tritheim [14] , al doctor Fausto [15] , a La Brosse [16] , a César [17] y a una cierta colección de gentes jóvenes que el vulgo ha conocido con el nombre de Caballeros de la Roja Cruz [18] , a los cuales yo enseñé muchas sutilezas y secretos naturales que sin duda les habrán hecho pasar por grandes magos.

»Conocí también a Campanella; fui yo quien le aconsejé, cuando estuvo bajo la Inquisición de Roma, para que acomodara el gesto de su cara y las posturas de su cuerpo a los que ordinariamente tenían aquellos cuyo interior necesitaba él conocer; y eso se lo aconsejaba para que de este modo llegase él a tener los pensamientos que esta misma situación había provocado en sus adversarios; porque mejor adiestraría él su arma cuando conociera la de sus contrarios. También comenzó a mi ruego un libro que nosotros titulamos de Sensu rerum. En Francia frecuenté la amistad de La Mothe, Le Vayer y de Gassendi; este último es tan filósofo escribiendo como el primero lo es viviendo. He conocido a muchos más que vuestro siglo considera divinos, pero no he encontrado en ellos más que mucho orgullo y mucha palabrería. Últimamente, yendo desde vuestro país hacia Inglaterra para estudiar las costumbres de sus habitantes, encontré a un hombre que era la vergüenza de su pueblo, porque ciertamente era una vergüenza para los grandes de vuestro Estado el no adorarle reconociéndole la virtud de cuyo trono es él monarca. Para abreviar su panegírico os diré tan sólo que en él todo es espíritu y todo corazón y que tiene todas esas cualidades que, con sólo poseer una, era suficiente en otro tiempo para ser proclamado un héroe: era Tristán el Eremita. Sinceramente os confieso que cuando vi tan alta virtud me lastimó que no fuese reconocida; por esto quise hacerle aceptar tres frascos: uno, lleno de aceite de talco; otro, de pólvora de proyectil, y el último, de oro potable; pero él lo rechazó con un desdén tan generoso como el que Diógenes demostró al recibir las cortesías de Alejandro. En fin, nada puedo añadir al elogio de este grande hombre sino es el deciros que es el único poeta, el único filósofo y el único hombre libre que tenéis en la tierra. Éstas son las personas de fama que yo he tratado; las demás, por lo menos las que yo he conocido, están tan por debajo del hombre, que creo que algunas bestias están por encima de ellos.

»Por lo demás, yo no pertenezco ni a la Tierra ni a la Luna: he nacido en el Sol; pero como nuestro mundo algunas veces está demasiado poblado porque la vida de sus habitantes es muy larga y casi nunca hay en él guerras ni enfermedades, de vez en cuando nuestros magistrados envían algunas colonias nuestras hacia los mundos de alrededor [19] . A mí se me encargó que fuera al vuestro como jefe de las gentes que conmigo venían. Después he pasado a este mundo por las razones que os he declarado, y el motivo de que permanezca en él todavía es que sus habitantes son muy amantes de la verdad; que no hay pedantes; que los filósofos no se dejan convencer más que por la razón, y que ni la opinión de un sabio ni de la mayoría prevalecen sobre la opinión de un labrador cuando éste razona con tanto tino como ellos. Así, que en este país sólo tienen por insensatos a los sofistas y a los oradores.»

Yo le pregunté cuánto tiempo vivían esos seres: él me contestó que tres o cuatro mil años, y prosiguió su plática de esta manera:

«Aunque los habitantes del Sol no son más numerosos que los de este mundo, frecuentemente semeja estar rebosante porque el pueblo posee un temperamento muy ardiente, es revoltoso y ambicioso y dirige mucho. Esto no debe pareceros cosa de maravillar; porque, aunque nuestro planeta es muy grande y el vuestro muy pequeño, y aunque nosotros solemos morir a los cuatro mil años y vosotros al medio siglo, sabed que así como no hay tantas piedras como tierra, ni tantas plantas como piedras, ni tantos animales como planetas, ni tantos hombres como animales, de la misma manera debe haber menos demonios que hombres, porque así lo ordenan las dificultades que existen para la generación de un compuesto perfecto.»

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