Historia C?mica O Viaje A La Luna - de Bergerac Cyrano 5 стр.


Yo le pregunté si ellos eran cuerpos iguales a nosotros; él me respondió que sí, que eran cuerpos, pero no como nosotros, ni como ninguna de las cosas que nosotros considerábamos cuerpos. Porque vulgarmente nosotros no llamamos de ese modo sino aquello que podemos tocar; me dijo también que, por lo demás, todo cuanto existía en la Naturaleza era cosa material, y que aunque ellos mismos lo fuesen, cuando querían hacerse ver de nosotros estaban obligados a tomar la apariencia de los cuerpos que nuestros sentidos son capaces de conocer; que esto era lo que a muchas gentes había hecho pensar que las historias que de ellos se contaban eran tan sólo efectos de sueños de extraviados, porque ellos no se aparecían sino de noche; y añadió que, como se veían obligados a hacerse ellos mismos el cuerpo del cual con toda prisa habían de servirse, no tenían con frecuencia tiempo para formarlo convenientemente y lo escogían ateniéndose solamente a un sentido que bien podía ser el oído, como las voces de los oráculos; bien la vista, como los fuegos fatuos y los espectros, o el tacto, como los íncubos; y que no siendo esta masa más que aire, el cual adaptaba al espesarse ésta u otra forma, la luz, por efecto de su color, los destruía como se ve que destruye una niebla dilatándola.

Tan extrañas cosas me contaba, que a mí me despertaron la curiosidad y el deseo de preguntarle por su nacimiento para saber si en el país del Sol el individuo salía a la luz del día por vías de generación y moría por algún desorden de su temperamento o ruptura de sus órganos. «Hay muy poca relación -me dijo él- entre vuestros sentidos y la explicación de estos misterios. Vosotros pensáis que lo que no podéis comprender pertenece al dominio de lo espiritual, o no pertenece a ninguno; pero éste es un falso pensar y prueba que en el universo hay por lo menos un millón de cosas que para ser de vosotros conocidas necesitarían presentar ante vosotros un millón de órganos distintos. Yo, por ejemplo, sé y conozco por mis sentidos la simpatía que existe entre el imán y el polvo, y sé a qué es debido el reflujo del mar y sé también en qué se convierte el animal después de su muerte; vosotros los hombres, en cambio, no sabríais dar a estas altas razones otra que la de vuestra fe, porque os falta la comprensión de estos milagros, del mismo modo que un ciego no podría imaginar qué es la belleza de un paisaje, el color de un cuadro o los matices del arco iris; bien pudiera ser que los imaginase como algo palpable, como comida, como sonido o como olor. Del mismo modo si quisiera yo explicaros todo lo que yo percibo con los sentidos que a vos os faltan, os lo representaríais con los vuestros como algo que puede ser oído, visto, tocado, olido o saboreado, y no sería, sin embargo, nada de eso.»

En eso estaba de su discurso cuando mi batelero se apercibió de que las gentes empezaban a aburrirse de mi jerigonza, que no entendían y que les parecía un runrún inarticulado. Se puso a tirar de mi cuerda a más y mejor, hasta que hartos de reír los espectadores, asegurando que tenía tanto espíritu como las bestias de su país, fueron cada uno a sus casas. Con las visitas que este oficioso demonio me hacía, endulzaba yo las durezas del mal trato de mi amo. Porque juzgad qué mal me hubiese entendido con las gentes que venían a verme, no conociendo yo su lengua ni ellos la mía y considerándome además por un animal de los más ilustres entre la raza de los brutos. Y el desconocer las lenguas obedecía a que, como vosotros sabréis, en este país sólo se usaban dos idiomas: uno, que lo hablaba la grandeza, y el otro, que era patrimonio del pueblo. El primero, el de la grandeza, es tan sólo un conjunto de matices de tonos no articulados, poco más o menos parecidos a nuestra música, cantada sin letras; y a fe mía que es esto una invención muy armónica, muy útil y muy agradable, porque cuando les viene el cansancio del habla o cuando desprecian malgastar su garganta en este uso, cogen un laúd u otro instrumento y de él se sirven como de la voz para comunicarse su pesar; así, que muchas veces estarán hasta quince o veinte tratando en compañía de un asunto teológico, o de las dificultades de un proceso, y lo harán con el más armonioso concierto que puedan halagar oídos.

La segunda habla, que por el pueblo es usada, consiste en un estremecimiento de todos los miembros; pero no dicen acaso lo que uno se imagina porque tal vez ciertas partes del cuerpo vengan de suyo a expresar la totalidad de un discurso. Por ejemplo: el agitar una mano, o una oreja, o un labio, o un brazo, o un ojo, o una mejilla, constituirán por sí solos una oración o un período con todas sus partes. Otros movimientos sirven para expresar una palabra, como el mostrar una arruga de la frente u otros diversos estremecimientos de los músculos, o el girar las manos, o el patalear, o el contorsionar los brazos. Así es que, cuando hablan, teniendo como tienen la costumbre de andar desnudos, sus miembros, acostumbrados a esta gesticulación para expresar sus ideas, de tal modo se remueven, que ya no parecen hombres que hablan, sino cuerpos llenos de temblor.

Casi todos los días venía mi demonio a visitarme y las maravillas de su charla me hacían pasar sin enojos las violencias de mi cautiverio. En fin, una mañana vi entrar en mi albergue a un hombre que no conocía y que habiéndome lamido durante mucho tiempo, suavemente me cogió de un mordisco por la remolacha y estirándome de una de las piernas, con lo que se ayudaba a sostenerme temeroso de que me hiriese, me cargó sobre sus espaldas, en las que me encontré tan muellemente y tan a mi gusto, que, a pesar de la aflicción que me producía el verme tratado como una bestia, no tuve ningún deseo de salvarme. Además, estos hombres que andan a cuatro patas lo hacen con una velocidad muchísimo mayor de la nuestra, puesto que hasta los que son pesados pueden alcanzar un ciervo en su carrera.

Mucho, a pesar de todo, me apenaba el estar sin noticias de mi cortés demonio; mas he aquí que en la noche de mi primera jornada, cuando llegué al sitio de descanso y estaba paseándome por el patio de la hospedería esperando que estuviese presta la comida, un hombre muy joven y bastante hermoso vino hacia mí y riéndose en las barbas me tiró al cuello sus dos pies de delante. Cuando ya le hube observado algún tiempo me dijo él en francés: «¿Cómo, ya no conoces a tu amigo?». Dejo a vuestra consideración pensar cuál sería el estado de mi ánimo, porque quedé tan suspenso, que desde entonces pensé que todo el globo de la Luna, todo lo que me había sucedido y todo lo que yo veía no era sino arte de encantamiento; y este hombre-bestia, que era el mismo que me había servido de montura, siguió hablándome con estas razones: «Me habíais prometido que nunca perderíais la memoria de los buenos servicios que os tengo hechos, y, sin embargo, ¡parece que nunca me hayáis conocido!». Pero viendo que no volvía yo de mi asombro, añadió: «Bueno; soy el demonio de Sócrates». Estas palabras aumentaron mi asombro, y para sacarme de él, el demonio me dijo: «Yo soy el demonio de Sócrates que os ha divertido durante vuestra prisión y que, para seguir dispensándoos su favor, se ha revestido del cuerpo con el cual os llevó ayer». «Pero ¿cómo puede ser esto así -le interrumpí yo-, si ayer teníais una estatura tan considerable y hoy sois tan pequeño? ¿Si ayer teníais una voz débil y cortada, y hoy la tenéis clara y vigorosa? ¿Si ayer, en fin, erais un viejo muy encanecido, y hoy sois un hombre joven? ¡Cómo! ¿Así como en mi país la gente desde que nace camina hacia la muerte, los animales de este mundo van de la muerte hacia el nacer, y rejuvenecen cuando más viejos son?» «Tan pronto como hablé con el príncipe -me dijo él-, después de recibir la orden de conduciros a la corte, fui a buscaros allí donde estabais, y luego de haberos traído hasta aquí he sentido el cuerpo cuya forma había tomado yo, tan lleno de cansancio, que todos los órganos me negaban sus funciones ordinarias. Entonces me fui camino del hospital, donde encontré el cuerpo de un hombre joven que acababa de morir en virtud de un accidente bastante raro, y a pesar de ello bastante conocido en este país…; yo me acerqué a él fingiendo creer que todavía tenía movimiento y diciendo a los que estaban presentes que no había muerto y que lo que ellos consideraban como su muerte era tan sólo un letargo. Y dicho esto, y procurando no ser advertido, acerqué mi boca a la suya y por ella me introduje como un soplo. Entonces mi viejo cadáver cayó y, como si yo en realidad hubiese sido aquel joven me levanté dejando allí a los que presenciaron esto gritando: "¡Milagro! ¡Milagro!"» En esto vinieron a llamarnos a comer, y yo seguí a mi guía hasta una sala magníficamente amueblada, pero en la que no vi nada dispuesto para la comida. Tan gran carencia de vianda cuando ya estaba yo pereciendo de hambre me hizo preguntar a mi guía dónde habían puesto el cubierto. No tuve tiempo a escuchar lo que me contestó, porque tres o cuatro mozos, hijos del huésped, se acercaron a mí en aquel instante y con mucha ciudadanía me despojaron hasta de la camisa. Me dejó tan suspenso esta ceremonia, que no tuve ni siquiera alientos para preguntar a mis ayudas de cámara por la causa de este despojo. Ni sé siquiera cómo mi guía, al preguntarme con qué vianda quería empezar, pudo hacerme pronunciar estas dos palabras: «Un potaje». Apenas las había proferido cuando me llegó el olor del más suculento guisado que halagó narices de rico. Quise levantarme de mi sitio para averiguar el origen de tan halagüeño aroma; pero mi guía me lo impidió: «¿Adónde queréis ir? -me preguntó-. Ya iremos luego de paseo, pero ahora es razón que comamos. Acabad vuestro potaje y luego haremos que nos sirvan otra cosa». «Pero ¿en dónde diablos está tal potaje? -le contesté yo montando en cólera casi-. ¿Os habéis apostado con alguien burlaros de mí todo el día?» «Es que yo creía -me contestó él- que en la ciudad en que antes estabais ya habríais visto a vuestro batelero o a cualquier otro comer sus viandas; por eso no os había advertido cómo se nutren aquí las gentes. Pues sabed desde ahora que no se nutren más que del olor. El arte de la cocina es encerrar en grandes vasijas, dispuestas para el caso, el aliento que de las viandas surte al guisarlas; y cuando se han concentrado muchas clases y diferentes gustos, según el apetito de los comensales, se abren las vasijas en que ese olor está contenido, y después se abren otras, y así hasta que la gente está ya sacia. Al menos que no hayáis vivido ya de esta manera, nunca podréis creer que la nariz, sin dientes y sin garganta, pueda servir para nutrir al hombre haciendo las veces de boca; pero yo quiero demostrároslo por vuestra propia experiencia».

No bien hubo él acabado de decirme esto, sentí entrar sucesivamente en la sala tan agradables vapores y tan sabrosamente nutritivos, que en menos de un cuarto de hora sentí mi hambre del todo saciada. Y cuando nos levantamos mi acompañante me dijo: «No debe esto sorprenderos mucho, porque no es razón que habiendo vos vivido tanto no hayáis observado que en vuestro mundo los cocineros, los pasteleros y los reposteros, que comen menos que las personas que se dedican a cualquier otro oficio, están, sin embargo, más gruesos. ¿Y de dónde les vendría, si no fuese de este buen vapor que constantemente les rodea y penetra sus cuerpos y les nutre, de dónde les vendría, os pregunto, ese bienestar? Por esto mismo las personas de este mundo gozan de una salud más vigorosa y más constante, porque su nutrición no deja casi excrementos, que son el origen de casi todas las enfermedades. Acaso a vos os haya sorprendido el que antes de la comida os hayan desnudado, pues esta costumbre no se usa en vuestro país; pero en éste está muy en boga, y se hace así para que el cuerpo se halle más dispuesto a la aspiración del humo». «Señor -le repliqué yo-, en eso hay gran apariencia de verdad, y yo mismo, por mi experiencia, he podido comprobarlo; pero os confieso que como no puedo desembrutecerme tan aprisa, me sería muy grato aún poder tener entre mis dientes algún pedazo palpable.» Prometió acceder a este deseo, pero no hasta el día siguiente, porque el comer tan luego de nuestro yantar, según me dijo, pudiera producirme una indigestión. Aún estuvimos hablando un rato y después subimos a nuestra habitación para acostarnos. Un hombre, en lo alto de la escalera, se presentó a nosotros y después de mirarnos atentamente me condujo a mí a una alcoba cuyo piso estaba cubierto con flores de azahar hasta una altura de tres pies, y a mi demonio le llevó a otra alcoba llena de claveles y jazmines. Viendo que yo me asombraba con toda esta magnificencia, me dijo que así eran las camas del país. Finalmente, nos acostamos cada uno en nuestra celda, y cuando ya estuve tendido sobre mis flores, vi, al resplandor de una treintena de gruesos gusanos luminosos, cerrados en un vaso de cristal (pues éstas son las lámparas que en este país se usan), a los tres o cuatro muchachos que me habían desnudado durante la cena; uno de ellos púsose a acariciarme los pies, el otro los muslos, el otro el costado y el otro los brazos, y todos cuatro con tanto mimo y tan gran delicadeza, que al punto me sentí por completo dormido. Al día siguiente, con la luz del Sol, vi entrar a mi demonio. «Quiero cumpliros mi palabra -me dijo-; hoy desayunaréis más sólidamente que cenasteis ayer.» Al oír estas palabras yo me levanté y él, cogiéndome de la mano, me condujo a un jardín que había detrás de nuestra posada, en el cual uno de los hijos del hostelero nos estaba esperando con un arma en la mano, casi en todo parecida a nuestros fusiles. Le preguntó a mi guía si yo quería una docena de alondras, porque los orangutanes (que por tal él me tenía) se nutrían con la carne de estos pájaros. Apenas hube yo contestado que sí, cuando el cazador descargó un tiro de fuego y veinte o treinta alondras cayeron a nuestros pies, asadas y todo. «¡Aquí vendría como anillo al dedo -pensé yo en seguida- lo que se dice en un refrán de nuestro mundo acerca de un país en que las alondras caigan asadas y todo!»

«No tenéis que hacer sino comer -me dijo mi demonio-, pues estos cazadores tienen la habilidad de mezclar con su pólvora y su plomo una cierta composición que mata, despluma, asa y condimenta gustosamente la caza.» Recogí yo algunas que fiando en su palabra comí, y en verdad os digo que nunca en mi vida he probado nada tan delicioso. Después de este desayuno nos dispusimos a marcharnos, y con mil muecas que ellos estilan cuando quieren demostrar su afecto, nuestro huésped recibió un papel de mi demonio. Yo le dije si este papel era el pago de nuestro hospedaje. Él me dijo que no, que no debíamos nada y que el papel que le había dado no tenía sino versos. «¡Cómo! ¿Versos? -le repliqué yo-. ¿Los hosteleros son aquí amantes de la rima?» «Es -me dijo él- la moneda corriente del país, y el gasto que nosotros hemos hecho asciende a treinta dineros, que es lo que con estos versos acabo yo de darle. No creo haberme quedado corto, porque aunque hubiésemos permanecido aquí durante ocho días no habríamos gastado más que un soneto, y yo tengo cuatro, más dos epigramas, dos odas y una égloga.» «Ojalá quisiese Dios -le contesté yo- que en nuestro país se pagase con la misma moneda. Porque conozco yo muchos honrados poetas que se están muriendo de hambre y que echarían muy buenas carnes si se pagase a los fondistas con esa moneda.» Yo le pregunté si los mismos versos, copiándolos, servían para pagarlo todo; él me contestó que no y me dijo: «Cuando el autor ha compuesto sus versos los lleva a la Casa de Moneda, donde los poetas jurados celebran su consejo; y allí los versificadores oficiales someten a su juicio las composiciones, y si son juzgadas como buenas se las tasan, no según su precio -es decir, que un soneto no vale siempre lo mismo que otro soneto-, sino por el mérito que en sí tiene; así es que cuando alguien muere de hambre prueba es de su majadería, porque las gentes de espíritu siempre pueden hacer fortuna». Yo admiré muy suspenso la juiciosa valoración que en este país se hacía, y mi demonio prosiguió sus razones de esta manera: «Pues aún hay gentes que ganan su vida de una manera muy distinta. Cuando se sale de su casa piden a proporción de los gastos un recibo para el otro mundo, y cuando se les da escriben en un gran registro que llaman el Gran Diario Mayor de Cuentas poco más o menos estas palabras: "Ítem, el valor de tantos versos librados en tal día a Fulanito de Tal, que me serán reembolsados según recibo adjunto con cargo a los fondos en que esos versos estén tasados"; y cuando se sienten en peligro de morir hacen romper estos registros en pedazos, los cuales se tragan porque creen que si no lo digiriesen bien no les aprovecharía para nada.»

Esta charla no impidió que siguiésemos andando mi guía y yo, él a cuatro pies debajo de mí y yo a horcajadas encima de él. No iré detallando las aventuras que por el camino nos sucedieron; sólo os diré que finalmente llegamos a la ciudad en que el rey tiene su corte. Y luego que hube llegado me condujeron a palacio, donde los grandes me recibieron con más moderada admiración que mostró el pueblo cuando pasé por la calle. Pero en cambio los grandes no se diferenciaron del pueblo ni en considerarme con toda certeza como la hembra del animalillo de la reina. Así me lo manifestaba mi guía, que al propio tiempo confesaba no entender este enigma, porque no sabía quién era el pequeño animal de la reina. Pronto lo supimos los dos. Porque el rey, después de haberme mirado algún tiempo, mandó que trajesen el animal, y al cabo de media hora vi entrar en medio de un regimiento de monos que iban vestidos con gorguera y alto capirote un hombre pequeño, de parecida constitución a la mía, pues, como yo, andaba en dos pies. Tan pronto como me vio me abordó diciéndome: Criado, vuestra merced [20] ; yo contesté a su reverencia aproximadamente en los mismos términos. Pero, ¡ay!, tan pronto como nos vieron hablar juntos vinieron a confirmarse en sus prejuicios, y todavía se afirmaba más el éxito de esta conjetura porque todos los asistentes, al opinar sobre nosotros, aseguraron fervorosamente que nuestra charla era el gruñido con que demostrábamos la alegría de estar juntos; alegría que por instinto natural nos hacía siempre runrunear. Este hombrecito me contó luego que era europeo, natural de la Vieja Castilla, y que agarrándose a unos pájaros había encontrado el medio de hacerse conducir hasta la Luna, donde a la sazón estábamos, y que, como cayera en manos de la reina, ésta le había tomado como un mico, porque, por capricho, en este país visten a los micos a la usanza de los españoles. Que además, como al llegar él iba ya vestido así, no dudó la reina de que perteneciese a la raza de estos animales. «La verdad es -le dije yo- que después de ensayar si les estarían bien a los micos todos los trajes que se estilaban no pudisteis encontrar otro más ridículo, y por eso le vestirían así. Porque si los reyes quieren tener micos, es tan sólo para reírse de ellos.» A esto me contestó él que con mis razones demostraba no conocer la dignidad de su nación, y que esa dignidad era tan alta, que si el universo producía hombres, tan sólo era para convertirlos en sus esclavos y que la Naturaleza no creaba nada que no fuese para dar a ella materias de satisfacción. Seguidamente me rogó que le contase cómo yo había podido atreverme a subir a la Luna sobre la máquina de que le había hablado. Yo le contesté que no tuve otro medio, puesto que él se había llevado los pájaros en que yo había pensado ir. Él se sonrió de esta broma, y al cabo de un cuarto de hora que entre los dos pasamos estas razones, el rey mandó a los guardianes de los monos que se nos llevasen dándoles el mandato expreso de que nos acostásemos juntos el español y yo para multiplicar nuestra especie en su reino. Punto por punto se cumplió la voluntad del príncipe. Lo cual me dio a mi mucho contento, porque me producía placer encontrarme con alguien a quien hablar durante la soledad de mi reclusión. Un día mi macho (puesto que se me tenía por su hembra) me contó que el motivo que verdaderamente le había obligado a recorrer toda la Tierra y finalmente a abandonarla, trasladándose a la Luna, no era otro sino que no había podido encontrar ni un solo país donde se consintiese la libertad de imaginación. «Sabed vos -me dijo- que si uno no lleva un bonete, aunque hable diciendo maravillas, si los doctores del paño [21] no las juzgan así, uno es considerado idiota, o majadero, o cualquier otra cosa peor. En mi país me han querido condenar por la Inquisición porque en las mismas barbas de los pedantes me atreví a sostener que el vacío existía y que no había en el mundo una materia que fuese más pesada que otras [22] .» Yo le pregunté qué probabilidades tenía para mantener una opinión tan poco tolerada. «Para llegar al término de mi juicio -me contestó él- es necesario suponer que tan sólo existe un elemento, porque aunque nosotros veamos el agua, la tierra y el agua y el fuego separados entre sí, nunca se les encuentra en estado de tanta pureza que podemos creerlos separados. Cuando, por ejemplo, vosotros veis el fuego, lo que veis no es fuego, es agua muy dilatada; y el aire también es agua muy dilatada; y el agua a su vez es tierra que se funde; y la tierra, por su parte, es agua muy comprimida; de tal modo que, si seriamente estudiamos la materia, vendremos en conocer que es tan sólo una, que, como excelente cómico, hace el papel de varios personajes vistiéndose mil trajes distintos; si no fuese así, habría que admitir tantos elementos como cuerpos; y si me preguntáis por qué el fuego calienta y el agua enfría siendo los dos una misma materia, os contestaré que esta materia obra por simpatía, según la disposición en que se encuentra en el tiempo de su acción. El fuego, que no es otra cosa sino tierra, esparcida con más expansión aún que la necesaria para constituir el aire, procura cambiar en tierra, por simpatía, lo que encuentra. Así, el calor del carbón, que es el más sutil y el más apropiado para penetrar en los cuerpos, al principio resbala entre los polos del nuestro porque es una nueva materia que nos llena y nos hace exhalarnos en sudor; ese sudor, extendido por el fuego, se convierte en humo y se torna aire; este aire, todavía más fundido por el calor de las antiperístasis o de los astros vecinos y la Tierra, abandonada por el fuego y partita, cae en el suelo; el agua, por otra parte, que no se diferencia del fuego sino en estar más comprimida, no nos quema nunca, porque como más apretada, por simpatía, tiende a condensar los cuerpos que encuentra, de tal modo, que el frío que nosotros sentimos es tan sólo el efecto de nuestra carne, que se repliega sobre sí misma, impulsada por la vecindad de la Tierra o del agua que le obligan a parecerse. Ésta es la causa de que los hidrópicos, llenos de agua, conviertan en ésta todo el alimento que toman, y esto también hace que los biliosos cambien en bilis toda la sangre que forma su hígado. Suponiendo, pues, que no haya más que un elemento, es evidente que todos los cuerpos, cada uno según su constitución, se inclinen igualmente hacia el centro de la Tierra.

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