Relatos - Ayala Francisco 4 стр.


La locomotora rompió el cinturón suburbano, y panoramas de formas rectangulares y colores vivos sobre fondo gris rojizo pugnaban por acoplar todos sus componentes en el medido espacio de la ventanilla.

Los reclutas, caras atónitas, no habían imaginado jamás la posibilidad de una naturaleza entablillada, encorsetada, empaquetada, llena de etiquetas como una mercancía más en los almacenes de la estación… De pronto, todo quedó inmóvil, parado. (Un film que se corta.)

Antonio no logró nunca compaginar esta primera versión de la ciudad, recogida al llegar, de fuera a dentro, con la posterior y más risueña, nacida del centro a la periferia.

Los paseos -sobre todo, en día festivo- ofrecían a sus ojos una grata, una olímpica sensación, imposible de conectar con las líneas rectas y los colores secos del suburbio. Llenos de fuentes y tranquilas diosas, cuyos pechos eran los hemisferios gemelos de un mapamundi, alojaban dignamente (entre gigantescas madreperlas, cuernos de la abundancia y leones domésticos) a la primera generación -paleolítica- de dioses locales.

La segunda -edad de bronce-, casi integrada por victoriosos équites, moraba en las plazas apartadas, en los remansos de la calle.

No menos importante, pero demócrata, la siguiente generación -planiforme, impresa en bi o tricolor- proliferaba por las vallas y las esquinas. Sus más caracterizados representantes: la estival patrona de la Foto y el dios de las Autopistas, gordo, neumático padre de familia, venerado en todos los garajes.

Ninguna, sin embargo, procuraba a Antonio Arenas esa trémula emoción de lo heroico tanto como la -no ya superhumana- inhumana especie recién salida de los huevos eléctricos que las grandes avenidas incuban; la que veía ascender como un escalatorres por la fachada de los altos edificios, cuyos perfiles se divertía subrayando. Una tiza luminosa dibujaba en el encerado de la noche sus figuras-esquema, tan pronto conclusas como borradas: la estilográfica enorme o el pez aeronauta. Trazos azules, rojos, aparecían y desaparecían con un parpadeo capaz de fingir la pulsación normal de las paredes…

La convivencia con tan superbos personajes le ofreció la ilusión de vivir entre las páginas de una Historia natural inventada. De palpar, como un buzo, entrañas abisales.

Se había acercado, tímido, desde un mundo exterior; pero luego, anulado el pretérito, había renacido en el centro del trajín urbano.

Para un soldado (si procede del campo), las mujeres de la ciudad son un producto industrial, tan perfecto, tan admirable como la máquina de escribir del capitán o la calculadora del comisario. Una maravilla de la técnica moderna: exactas, articuladas.

Este soldado -campesino de origen- ha contemplado en cualquier escaparate un par de piernas arquetipo; en otro, una pequeña mano enguantada; en otro, una cabeza, un busto… Al mismo tiempo ha visto por la calle todas estas piezas, organizadas, en marcha. Puras formas de mujer, esquemas de mujer.

Su imaginación no es capaz de romper la armadura del maquillaje; disocia la naturaleza y el artificio. Puede comprender el maquillaje insinuador (discreto) por donde la vista resbala hasta ponerse en contacto con la realidad vegetal que toda mujer esconde. Pero los trazos invulnerables, concretísimos; las cejas perfiladas, los labios netos, rechazan como una cancha sus blancas y esféricas miradas de soldado oriundo del campo. Le mantienen incomunicado, inferior.

Para él las mujeres son tan inaccesibles como las propias deidades del Olimpo. Próximas, al alcance de la mano, pero inaccesibles.

Y, sin embargo, irrumpir en un sueño, quebrar la luna de un escaparate, arribar a una isla desconocida: he aquí unas aspiraciones que cualquiera puede cultivar. Incluso un campesino en funciones de soldado.

Antonio Arenas golpeó la puerta. Y los golpes repercutieron en la tabla de su pecho.

Solicitaba la apertura de un paraíso incógnito, lleno de manzanas luminosas y de mujeres artificiales, que hacían señas desde lejos a su alma rústica, de Hércules, donde pastaban las lentas ovejas de su pensamiento.

El bermellón le invadía el rostro. Sus pulsos registraban, ultrasensibles, la proximidad de unos pasos recortados en la oculta galería.

La guardiana de aquel paraíso -segundo izquierda- replegó prohibitiva ala de madera, y la cara de Antonio quedó desangrada como el plenilunio: un pecho doble, de serpiente-hembra, se hacía evidente bajo la frialdad verdemar de una blusa de seda.

Antonio penetró en la paz conventual de un recinto cuyas cortinas se estremecían, púdicas, ante su mirada entera de varón. Varias sillas, pequeñas, convexas y torneadas, competían en solicitarle.

Pero él permaneció en pie.

Un casi oculto lavabo -redondo, curvo vientre- goteaba sin prisa. Un vago espejo desvaía su imagen, borrando el límite de su sonrisa agraria (o ya, mejor agrario-militar).

Tres muchachas -y con ellas, la guardiana- entraron en el locutorio, rompiendo el equilibrio inestable de la situación. Se advertía llegado para Antonio el grave momento de elegir belleza -no nuevo Paris entre beldades celestes, ni jurado perplejo entre miss Europa y miss América: modesto cliente en breve Feria de Muestras-.

– Puede elegir- se le advirtió con voz sibilina.

Su mirada rodó por los suelos; encontró, alineados, tres pares de zapatos: charol, blancos y rojos. En su frente giraba una estrella de tres picos. Cruzó las manos enguantadas, enlazó los dedos. Un perfume blando, amorfo, se deshacía como el almidón en el agua.

Era preciso elegir; se sentía espoleado, requerido en silencio. Las mujeres artificiales se ofrecían ante él en su -peculiar- estado de naturaleza: una maravilla de la técnica moderna.

Era preciso elegir. Y eligió, obediente a un impulso soterrado, o quizá a tina casualidad. Sin saber por qué, pues las tres eran exactas, articuladas.

Una mujer cualquiera, incluso una cualquiera, cuando abandona la posición vertical e imita la de las aguas tranquilas, hace girar a la tierra 90°. El valor de un ángulo recto. Esto es, cambia todas las perspectivas.

Antonio extinguió su experiencia con la voracidad del fuego en el celuloide. Y se encontró otra vez, jinete derribado, caído del cielo, junto a una vertiente de humedad y líquenes.

Mientras, la mujer se evadía, de nuevo nueva.

III

El salón de baile era un prado. Un hermoso y lírico prado, donde la pianola -vaca próvida en armonías- rumiaba, paciente, un rollo de verdes y jugosas notas. ¡Infelice vaca de idilio, rodeada de tábanos vibrantes!

(Existen, sin duda, una fauna y una flora musicales, y no es difícil comprobar en ellas la enorme diversidad de la naturaleza, inagotable en recursos: especies alpestres, lacustres y submarinas, llaman la atención junto a otras más vulgares. Sus catálogos ofrecen: desde ese gigantesco insecto de níquel -familia saxófono- que chupa la sangre con desesperante lloriqueo a un pobre negro convulso, hasta las guitarras -en general, bastante lascivas- cuyas variedades trasatlánticas tienen la voz velada de las alcobas. Desde las amplias corolas, cuyos pistilos filarmónicos fecunda el viento, hasta los volubles juncos de los violines…)

La pianola realizaba a conciencia su trabajo digestivo, tranquila en un rincón. Grandes setas de mármol florecían a la orilla de la multitud danzante.

Antonio Arenas, desde la puerta del salón, recibió en el rostro la bocanada de su vaho estabular. Y la felicidad le envolvió como una bufanda.

Ingresaría, resuelto, en aquella atmósfera húmeda y pastueña; el aire espeso del local podría cicatrizarle los pequeños cortes inferidos por los cuchillos del aire libre. Era una tarde tan fría, que el viento arrancaba de los árboles aceradas hojas Gillette.

Antonio Arenas estaba contento de haber atendido la llamada pintoresca de la puerta. El anuncio del baile pregonaba en caracteres irregulares: LA DIANA, entrada pública. Aún intacto el domingo, sublevado el cielo, perdidos los programas, ¿cómo no seguir la llamada de cualquier pañuelo? No pañuelo, orden de la plaza casi, el anuncio le había obligado a entrar.

Y entró, brillante de charoles y sonoro de espuelas, pasando revista a las botellas negras, con negrura lustrosa de reses de lidia, divisa amarilla y verde; botellas rubias, esbeltas y espirituales; botellas-jefe, y sumisas, firmes, alineadas botellas de gaseosas, con una bola en la garganta.

Estaba contento de haber atendido a la llamada de la puerta. El salón pareció sorprendido ante sus ojos, y hasta la música, después de unos pasos vacilantes y solemnes, había doblado como un pato su cabeza. Las parejas se desprendían en un suspiro de mejillas carmín.

Era el momento en que, rota la disciplina del baile, rota en el mostrador la fila de botellas, todos los grupos destapaban risas y bebidas.

Antonio vio entonces lo nunca visto: lo divino. (Su centro de gravedad emigró, como un globo al que cortan las amarras.) La vio a ella. Es decir, vio a una. A una que era ella.

Ella había quedado en medio de la sala, luciendo sin pudor sus dientes desnudos. Sola entre tanta gente. Las demás muchachas, ágiles y exactas como compases -telefonistas, mecanógrafas-, no sabían acercarse a ella, que tenía algo de presidenta de una corrida de toros. Era la mujer ibérica (y bastante romana), barroca, vegetal, rizada y curva. Una castiza. Su pelo -todo blondo, todo escarolado- resultaba la obra maestra de unas manos cargadas de sortijas. Sobre su frente, sobre la rosada frente de Aurora -porque, naturalmente, se llamaba Aurora- pendían seis interrogaciones iguales en forma de rizo. Tres pares de interrogaciones para colgar, trofeo venatorio, las miradas de los hombres. ¡Cuántas miradas -dobles, puntiagudas- perseguían su carne intacta! ¡Cuántas miradas de codicia negra y campesina!

A su lado las otras muchachas, de tipo elástico y sucinto, eran Gracias menores. Aurora inspiraba un culto especial, impresionante, como si todos la identificasen con la deidad que siempre habían visto representar a la Patria en las alegorías, entre emblemas de las artes y las ciencias.

Ahora, en pie, quieta -y antes bailando-, se comprendía bien que era mujer sentada, quizás recostada, como la Cibeles o como las matronas de las monedas hispanas. Tenía arquitectura de mujer sentada. Sus pies eran pequeños y superfluos remates, y toda su armonía en curvas gravitaba sobre un punto central, oculto y señalado.

Antonio se acercó a ella en solicitud del próximo baile. Aurora le miró con un signo positivo, de asentimiento. Y cuando otra vez la pianola comenzó a peinarse su larga melena, cuando otra vez se ordenó la corriente humana, compleja y sideral, puso la mano en el hombro de Antonio, y adelantó la pierna, redonda en blanca seda.

Su cintura era ingrave, cambiante, reiterada marea.

Bajo la rubia balumba de su pelo asomaba, tierna, una caracola de verdad -de carne, de nácar- y un aro de oro, temblando.

Su risa era excesiva, y su voz escapaba de su garganta a raudales, calientes y turbios. Su danza, económica y sin vacilaciones. Una estela de perfume, fugitiva, apretada y entera, ofrecía un rastro, un hilo de Ariadna para seguir sus giros en el laberinto de parejas.

Hubo un momento, mientras la música se dormía en las ramas, en que abandonó su cabeza, tesoro marino, en el hombro del cazador. Había perdido la cabeza, y su cuerpo, no vigilado, a la deriva, reclamaba todas las inquietudes.

(A él le sorprendió esta actitud. Pero sólo más tarde, en nuevas ocasiones -todavía futuras-, pudo aquilatar el extraño fenómeno: cuando Aurora perdía la cabeza, cuando a Aurora se le vaciaba de expresión la cabeza, los mandos de su persona se reunían en otra cualquier parte de su cuerpo -en una mano, en un pie impaciente-, y entonces, si se quería dialogar con ella, acéfala, era preciso entrar en relación con el órgano habilitado, cuya fuerza expresiva nadie sospecharía.)

Por lo pronto se sintió Antonio portador de un secreto, depositario de una forma del aire. Sus pasos se hicieron rígidos, con un crujido seco. Su estilo de danza, charolado, tenía el repeluzno trágico de la Caballería; era el viento que dobla los rastrojos y arrebata los jaramagos con su mano sucinta, y persigue los vilanos. Sus piernas, envaradas en las polainas, giraban con seria precisión.

… Ahora se detuvo la música de improviso. Las últimas notas se alejaron en tropel, hasta desvanecerse. Y el silencio se abrió paso, como el oficial que entra en la compañía: los talones se habían juntado y los brazos habían caído a lo largo del cuerpo, según el Reglamento ordena.

Aurora interrogaba con todos los rizos de su pelo. Antonio mostraba frente a su frente el gesto alucinado que sobreviene al final de una marcha, tras una fuga áspera y nocturna.

Seguros ambos de su amistad venidera, de su amor sin explicaciones, se sentaron juntos, en un rincón. Pero esa misma seguridad les vedaba cualquier posible diálogo. Sólo contaba con su efectiva presencia: no tenían pasado, y el porvenir estaba en sus manos, sumiso. ¿Qué frases, qué pretensiones, qué indagación -si todo estaba intuido- cuartearían el bloque de silencio interpuesto entre ellos?

Aurora, dócil a su instinto, eligió la curva irónica. (Es decir, se salió por la tangente.)

– Bailas -dijo- como si estuvieras haciendo la instrucción militar. Una vuelta a la derecha y otra a la izquierda.

– Tú, como si atendieras a la música de la luna -respondió Antonio.

Se miraban. Se descubrían las facciones, los movimientos, con la emoción pura del explorador ártico; pero -también- con la curiosidad utilitaria de quien recorre las habitaciones de la nueva casa donde va a instalarse.

Con el paso incierto de los osos y los marineros, un hombre de rostro platiforme se acercaba a la mesa.

– Es mi hermano. Campeón de pesos welter -aclaró ella.

El campeón de pesos welter estrechó la mano del cazador -así, el choque de dos vasos de vino- y se sentó a su lado.

Caído del cielo, arbitro interpuesto en idílica batalla, presentía Antonio que aquel muchacho -cuya existencia ignoró hasta un momento antes, y cuyo nombre aún desconocía- iba a golpear su vida, llevándola a increíbles albas.

Su rara ingerencia y ese aire sonámbulo de a bordo, ese equilibrio de tablas y calabrotes que traía, le cuajaron el presentimiento de algo extraordinario.

El mismo hecho de haberse presentado así, daba ya una derivación anormal a la aventura, al mismo tiempo que procuraba una segunda versión de la personalidad de Aurora.

Entre ella y su hermano repartía Antonio miradas equitativas; anotaba semejanzas y diferencias faciales. (Mientras tanto, los tres, silenciosos, desnudaban mariscos: gambas de rojo arnés y percebes de parda estameña.) El púgil era un todavía tosco boceto de la muchacha. Breves brotes de su pelo, en ella vegetal melena; cejas partidas, en ella idénticas alas de gaviota ilesa… Un detalle de su cabeza era, sin embargo, en Aurora copia tímida del boxeador: el ancho cuello, un punto menos rosado, un punto menos tenso.

Antonio, por su parte, se sentía mirado -medido- de hombro a hombro. Era la segunda vez -la primera, en la oficina de reclutamiento militar- que le aplicaban una medida al torso para estimar, por los datos que arrojase, la calidad de su persona. Nunca le había extrañado si alguien pretendía calcular en sus ojos su dimensión de profundidad -esto resultaba, casi, normal-; pero la pretensión de obtener la resistencia aproximada de su pecho, bien por procedimientos matemáticos, bien intuitivamente, le turbaba como turban las alusiones a esos valores íntimos que aún no se han puesto en juego, pero que ya polarizan a uno y le prestan su tinte. La turbación le teñía de rubor. Y el rubor era la tintura de su orgullo -un orgullo que le abombaba la guerrera y hacía crecer las hombreras de su uniforme-.

El campeón le colocó una pregunta veloz en la mandíbula:

– ¿Eres tú del campo?

– Del campo -el soldado había replicado, ágil, valiente.

Vaciló, pensativa, la cabeza del oso. Vivacísima, se irguió luego; volvió a quedar perpleja, y, por fin, derramó sobre el mármol de la mesa algunas palabras, netas como fichas de dominó.

– Tú podrías pelear. (Bajo un buen uniforme se esconde un buen boxeador.) Y para eso no es inconveniente ser del campo. Sin embargo, ¿sabías tú que es la ciencia lo que da el triunfo a los campeones?

La gente giraba alrededor de ellos, como gira el público, observando desde el castillo del ring : Antonio había ingresado de un golpe en el mundo de pequeños latidos, de oscilaciones, de amnesias, de lúcidos despertares. Algo cuyo ser ignoraba, pero cuya presencia conocía, se había perfilado en él. Y era un deseo: el deseo de hacer un alarde de fuerza ante la multitud, ya sin rubor. De volcar su alma hercúlea por lo puños vendados de los púgiles.

Levantó los ojos y comprendió entonces que la cabeza de Aurora no era sino una copia amanerada de la de su hermano.

Había retrocedido a un lugar secundario.

Al campeón se le licuaba el rostro en sonrisa. Una sonrisa malicio-bondadosa.

– Yo… -comenzó a decir el soldado. Pero le bastó con ondear la bandera del pronombre personal. La frase quedó deshilachada, en el aire.

Su reciente voluntad de ser (cuando menos, atleta) gritaba como una bandada de pájaros en las ramas de sus nervios.

Frente a él, ella.

Y el otro. Ese otro caído del cielo, nuncio de su destino.

Un resto de cerveza dormía en el fondo de la tarde amarga.

IV

En el mismo día había encontrado el cazador una pieza digna de acoso y -rara avis - un amor aéreo que prestara su gracia de hélice a las futuras, vigilantes jornadas.

Cuando la tarde había caído, redonda, vuelto a su cuartel, ni el toque de retreta ni el de silencio amansaron el encrespamiento de su alma insomne. De su alma, ávida de llanuras.

Los sangrientos ojales abiertos en la piel de la noche por las picas de la corneta, la hacían más imponente y trémula. Ardían las constelaciones, y la carne espesa del cielo tiritaba de furia.

Todas las cosas tenían ahora otro modo de ser; todas las cosas mostraban sus entrañas.

Soldado Antonio Arenas, ¡qué cambiado tú, del domingo al lunes!

Un campesino, un proletario, un soldado raso, puede convertir su brazo en mástil sobre la cubierta del ring o beber el triunfo en la copa de los campeonatos, sin trámites, sin escalafones: en un momento afortunado. Para ello no ha de contrariar su personalidad sino realizarla plenamente.

Antonio había disparado siempre el mecanismo de su vida sobre metas próximas. En lo sucesivo, su puño seguiría hiriendo a un adversario inmediato, concreto; pero cada uno de sus golpes repercutiría en todo el planeta: sus efectos doblarían la comba espalda del horizonte y serían recogidos en millares de hojas de papel rosa, blancas; vibrarían con la emoción-esqueleto del telégrafo y con la emoción ultratelúrica de la radio…

Héroe villano, armado de sus brazos, tenía un estímulo voltijeante, aspado, risueño, para sus empresas. Un estímulo de neta estirpe caballeresca: su amor sin palabras.

El amor creció, paralelo, en ellos -en él y en ella; en Antonio y en Aurora-, aumentando en progresión geométrica, hasta hacer saltar el almanaque de domingo a domingo.

Ya al día siguiente había cantado, amarillo en la ventana de la mujer, y relucía en el betún con que el soldado -la imaginación, desertora- lustró sus polainas. Como el agua en una inundación, subía su nivel, ocupando todos los espacios vacíos para rebosar en seguida. Poco tiempo después ya lo había invadido todo; a todo le comunicaba su tinte pensativo.

Por las rampas del cielo bajaba el Amor durante las guardias de los días lluviosos para jugar con Antonio a los dados, mientras cabeceaban misteriosamente los caballos desvelados, y los pasos del centinela sellaban con insistencia la tierra húmeda.

Aurora, entre las cenefas de papel estampado y las tazas de porcelana, afilaba el cuchillo de su pensamiento, de su sentimiento, dichosa como ausente.

Por obtener un documento fidedigno de su amor (esa acta para la constancia eterna que es una fotografía) decidieron, habían decidido, ir el próximo domingo a retratarse. Ante el ojo providencial y alucinante de la máquina plasmarían el momento, y quedarían inseparables en la cartulina.

Llegado el domingo próximo, cuando se encontraron, se encontraron cara de fotografía: una cara especial de yeso, de peinado impecable, mirada de cristal y sonrisa delicadamente idiota.

Y no es que no tuvieran -sobre todo Aurora- un concepto claro y vivaz de la Foto. Es que iban tristes, con esa tristeza canina que nunca pueden evitar los que se retratan un domingo por la tarde.

¿Se conoce la perfidia de las mamparas cubiertas de tarjetones y cartulinas? Pasaron la vista por copiosos muestrarios: mozas que enseñaban los dientes; mozas altas, angulosas, con la mano derecha en el respaldo de una silla; toreros anónimos, muertos más tarde en el Hospital General a consecuencia de una cogida… Como un entomólogo, catalogaron los gestos clavados en los muestrarios, desde el gesto suculento y emperejilado del carnicero, hasta el gesto de asfixia de la muchacha tuberculosa.

Cansados, coincidieron sobre el retrato de una bailarina desconocida que exhibía en balde su desnudo. Estaban confusos al no encontrar ni una sola referencia a su deseo.

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