Resumió Aurora:
– Todas tienen algo extraño.
Antonio, en un momento de oscura penetración, explicó:
– Lo que tienen es que cualquier día pueden salir en la crónica negra de los periódicos o llenar una página de semanario ilustrado. Todas sufren un destino trágico, de crimen pasional, aunque no todas lo cumplan…
– Es verdad. Son fotografías de doble suicidio por amor -corroboró ella.
Y decidieron no retratarse.
El amor les llenó los pulmones, libre de un vago peligro.
V
Dentro del marco de la ventana se veía su cabeza, planeta fiel alrededor de la bombilla. Su cabeza sonámbula; cérea, hueca y bella cabeza parlante que Antonio, parado en la calle, contemplaba con arrobo rústico-místico.
La ventana era pequeña, azul. Los muros, de cal mojada. El invierno hacía temblar las rosas planas de encaje que orlaban la cortina, y añadía profundidad a los hondos espejos.
Antonio, como un cazador persa, lanzó una flecha de su garganta. Aurora, tocada, abrió mucho los tiernos ojos de gacela y asomó a la ventana. Su pelo estaba helado como la corteza de los álamos.
Había abandonado la mano sobre el brazo de su novio, como se abandona un guante sobre una balaustrada.
Paseaban. Paseaban ante las puertas sucesivas: ante las templadas tahonas; ante las fruterías, cargadas de aromas tropicales; ante la carpintería, donde los montones de viruta delataban el furtivo peluquero de niños rubios…
Las mil pupilas de la relojería -argos del tiempo- duplicaban en sus cuerpos el martirio de San Sebastián.
También ellos, transeúntes, llevaban un ritmo preciso, de maquinaria fina. Sus pasos eran ruedas de diferente radio: caminaban a distinta velocidad y siempre iban acordes, engranados. Los de ella, frecuentes, nerviosos, breves. Los de él, largos, lentos, pespunteando el borde de la acera.
– ¡Qué andrajoso es el invierno!- suspiró Aurora.
El asintió:
– Tus manos, que en otro tiempo plisarían horizontes, tienen ahora que coser los paños desgarrados de las nubes.
Sin premeditarlo, como los ríos afluentes, buscaban las grandes avenidas. Las calles más abiertas, por donde huían, persiguiéndose de esquina en esquina, los anuncios luminosos.
Era la Navidad, y todo el suelo estaba sembrado de agujas de agua que crujían bajo las botas de los chóferes. Un cielo de lana de los Pirineos amortiguaba las miradas, enguataba las voces. (Un cielo blando, como el fondo de ese cajón del que ya han desembalado los regalos de fin de año.) Naneaban los patos a la orilla de los casi azules, grises danubios de asfalto, mientras que los corderos, sobre baldosas blancas y negras, dormían un sueño laxo, de cuerdas rotas, y los pescados -piezas de metal, idénticas y bruñidas- se alineaban formando los cuerpos, las escuadras de un ejército chino.
Los gansos recorrían la jaula como angelotes gordos.
Las botellas de champaña con sus caperuzas verdes, plata, se agrupaban -proyectiles del armisticio, como los cargados fruteros- en los comedores de los hoteles. El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones.
En una cocina habían degollado a un arcángel; copiosa nevada de plumas blanqueaba el pavimento. En otra cocina habían violado a una niña; la sangre gritaba en la cal de las paredes; y en el caparazón de la langosta se cocía su carne de nardo…
Las aspas luminosas de los rascacielos volteaban miradas amplias. Las esquinas devoraban grupos de gente aterida; oscilaban las empañadas puertas, y los gallos, pendientes, se derramaban en rizada bola de colores.
La multitud lenta, suave como la nieve, iba descendiendo hasta cubrir la ciudad. De vez en cuando, el frío, con sus curvos sables, cargaba sobre la multitud…
Volvieron. La ruta insistida de los automóviles helaba el suelo en vueltas arriesgadas.
Volvieron con las retinas cargadas de colores frescos. Una emoción de Navidad, no adulterada, enlazaba sus brazos, sus dedos, sus ánimos.
No había nadie en la casa. Todas las habitaciones estaban llenas hasta la puerta de un silencio denso como el aceite, que se apartaba pesadamente para dejarles paso.
Antonio puso el cinturón y el sable sobre una silla, y se sentó en otra. Tenía frío: sus rojas y cebadas manos, ya desolladas de los justos guantes, se frotaban con furia. Brillaban por el suelo las decembrinas estrellas de sus talones; crujían las articulaciones de sus rodillas.
Aurora puso en la mesa dos copas y una botella de coñac. El cruzó las piernas y levantó la cabeza…
Por templar el aire, el niquelado cuello de cisne del gramófono comenzó a beber en el disco acentos norteamericanos. (El silencio se había pegado a las paredes. La intimidad se había roto en pedazos.)
Se apresuró la mujer a cortar con unas tijeras el delgado hilo de voz que marcaba una frontera entre sus cuerpos, y otra vez el silencio avanzó hacia el centro. El colapso de la máquina parlante les había devuelto su intimidad.
Aurora, pensativa, iba comprobando en el rostro de su novio su hoja de filiación: Ojos azules. Color moreno. Pelo rubio…
Antonio recordaba en la cabeza de Aurora el olor a raíces, a madera cortada. Conjugó apagadamente:
Aurora: yo quisiera, querría, quisiese…
Desde la alta perspectiva de los dioses y los aviadores, el mar no es, como desde la playa, una masa amorfa y caótica. Está lleno de triángulos, de planos, de líneas, de interferencias, de reiteraciones, de pliegues que se doblan y desdoblan como limpias sábanas de agua.
Entre las sábanas de su cama, Aurora parecía una deidad marina. Su cabeza, desmelenada de rubias algas, reposaba sobre la almohada de sus brazos paralelos. El alba dual de su pecho se cubría de espumas de encaje. Todo su cuerpo -presencia de una fuga- se evadía en la indecisión. Surgente, insurgente.
Las piernas, bajo la ropa. La rizada concha del sexo, replegado el vértice entre las ingles…
Era una divinidad. Pero como divinidad, inaccesible, inabordable, y siempre en cierto grado de ausencia.
Antonio, mudo y vertical, la contemplaba desde la orilla.
– ¿Qué piensas, Antonio?
– Pienso…
El rostro se le había encendido como un farol de alarma.
– Pienso en los caballos del cuartel, viendo sueltas la bridas de tu pelo. Pienso en los gallos furiosos…
Ella sonreía. Rezumaba sonrisa por todos los poros de su piel. Su ancha garganta estaba tirante de arterias, acorsetada.
– Aurora: así, no te conozco.
No la reconocía. Era otra. O, al menos, ¡qué otra era! Su expresión genuina se había disipado de la cara, y vagaba por todo su cuerpo, como un ave fatigada que no encuentra dónde posarse: a veces, insinuada en una rodilla; a veces, temblando en un pecho.
– Antonio, ¿en qué piensas?
Se deslizó por la sábana, alpinista de paisajes lunares.
Antonio se sentó en el borde de la cama.
VI
Antonio entregó el sable en la armería y el uniforme en el almacén. Allí quedaba aquél, espiga anónima en una gavilla de hojas de acero; allí los vacíos moldes de las piernas, los charolados correajes, las espuelas, esperando a un soldado futuro, incierto, que volvería a recogerlos de entre las demás piezas idénticas.
Tal vez ya nunca coincidieran en otro cuerpo: cada una, por su lado, acudiría a un recluta distinto. En sonando los relinchos, las trompetas del Juicio Final, cada una se prestaría a completar la apariencia castrense de un hombre.
Quizá dos soldados se habrían de disputar una escarcela. Quizá otro se ocultará, triste, monstruoso, con dos polainas correspondientes a la pierna izquierda…
Nadie podría encontrar su caballo.
Antes de echarse a la calle, alegre nadador del aire libre, dedicó un recuerdo a su caballo (un día, potro de tormento; ahora, elástica sede). Quiso despedirse de él, anegado en sentimentalismo como un guerrero tártaro.
Y entró silbando en las cuadras -¡cuántas veces, Hércules sometido, había limpiado aquellos establos!-; pasó ante la apretada galería de relucientes grupas; se detuvo ante un pesebre…
– Yo me voy para siempre. Tú te quedas para siempre -dijo.
Acarició el ancho cuello; el belfo húmedo, rosatierno.
El caballo le miraba con su ojo impasible, de azogue. Ríos gruesos, azules, corrían bajo su piel -guadianas de sangre que se perdían bajo la musculatura para reaparecer luego-.
– Yo me voy. Tú te quedas. Eso es todo.
El animal seguía ajeno, rumiando fantasmas. Mientras una cólera espesa, un vino espeso y colérico, brotaba de Antonio, desde las raíces, hundidas en un montón de paja, hasta las sienes, sensibles al viento.
Indómita, su libertad le dolía, dentro, sin posible control, sin freno. Se le derramaba por la torcida boca, y le crispaba las manos.
Cogió la cuerda y apretó hasta obtener del caballo esa risa mortal de los caballos cuando claman al cielo.
Crecía su extraña ira, y cada vez era más estrecha la cintura de cuerda y argolla oprimiendo el belfo sofocado y palpitante de la bestia. Fingieron las herraduras en el suelo un fracaso de porcelana; se desmoronó la grupa. Las quijadas abiertas, de caballo de ajedrez, reían ya agónicamente…
El furor de Antonio desapareció, filtrado, en un instante. Abatido, tranquilo, sus dedos volvieron a acariciar la crin, a suscitar una paz anónima, piafante.
– Me voy.
Sus enormes botas de cuero separaron el montón de paja húmeda y se alejaron despacio, con calma, como dos perrillos que se persiguen jugando.
Abandonadas las dermatovértebras de su esqueleto militar se sentía ligero, flexible, enriquecido en posibilidades. Tenía la documentación en la cartera, y en los oídos, voces de los cuatro puntos cardinales.
Salió a la calle. Dejó atrás -imperfecto pretérito- el edificio rojo, mudo, del cuartel, con sus cuadras oscuras y sus garitas -esas quietas palomas- en la puerta. Cada vez más reducido, arrinconado en el fondo, conforme el protagonista arribaba al gran plano, rasgado en sonrisa, de una libertad, mejor que recuperada, nueva.
El aire estaba terso como una manzana. Rubio, intacto, suave, sin las cicatrices de las trompetas. Los soldados, apremiados por el ansia de hacer efectiva su flamante situación, habían corrido a henchir los apacibles sótanos de las bodegas, a cantar bajo el vientre de los toneles -descabezados paquidermos-, bajo la cabeza inmóvil de un toro de lidia, y a saciar la sed de todo un año haciendo que el vino, continuo en las gargantas, presente en el olfato, penetrase también en los cuerpos por los poros de la piel.
Antonio iba solo. Borracho de aire. Para él, las calles estaban renovadas, tenían una dimensión ociosa y festiva.
Nunca hasta este momento había recibido la sensación -la sensación sorprendida- del verano inminente. Las señales de la naturaleza son más humildes y tácitas. En la ciudad, el advenimiento del estío se prepara con una intensa propaganda.
Antonio lo vio -de improviso- anunciado en los escaparates precursores y en el color azul marino del cielo. El nombre de las playas de moda se repetía en las esquinas, en los periódicos. Fotografías de chalés, reclamos de los balnearios, anuncios policromos de las ciudades y las sierras.
Grandes rebaños de maletas se orientaba hacia prados recién florecidos de ventiladores. La resaca del tiempo había amontonado en los escaparates de los grandes almacenes sombreros blancos y zapatillas de paja, leves ya como el paso de las bañistas; canoas, vaporcillos, aviones con olor soleado a pintura fresca; lánguidos maillots, esponjas rubias como una estrella de cine, jerséis ligeros fruncidos por los dedos del aire; y esos caballos nautas, verdaderos monstruos marinos de goma verde, cuyas crines son algas, cuyos jinetes son sirenas -hermanos afortunados de los caballitos de la verbena…-.
El tiempo se vestía de telas a rayas. A rayas azules y blancas, salmón y blancas. En la imaginación de Antonio, hasta el caballo recién abandonado se había convertido en una cebra.
Antonio Arenas se encontró, de pronto, parado ante los escaparates de unos almacenes de ropa, a cuya puerta hacían centinela dos maniquíes de cartón en traje de cazador, con una pluma en cada sombrero.
Entró, por un movimiento en gran parte instintivo. Sentía la necesidad -confusamente- de completar su transformación. Se alejó entre los parapetos de los mostradores, y cuando, un rato más tarde, volvió a transponer la puerta, los maniquíes-centinelas no le reconocieron: era otro.
Otro, de raíz. Había abandonado -como serpiente que abandona la piel- su alma rígida, acharolada y metálica, sin recuperar por eso su alma antigua, verde-montaña. ¿Quién le había enseñado esta sonrisa inédita, la misma con que el deportista expresa su confianza ante el peligro?
En el momento único, propicio a la elección de camino, tono e indumentaria, había cedido a la sugestión del verano incipiente. Eligiendo una camisa azul, un cinturón rojo, un traje gris claro, una sonrisa lavable y un gesto reluciente de celuloide.
Su pelo rubio partía de la frente hacia un lado, como los juncos a la orilla del agua.
Sus manos, turbadas, sin guantes, sin sable, sin saludos, se hundían, como perdices muertas, en los hondos bolsillos.
A partir de aquel día, cada mañana -marinero en puerto desconocido- se disponía a consumir con fruición su ración espléndida de horas libres; a comprobar su libertad, como se comprueba un reloj recién comprado hasta cerciorarse de su perfecto funcionamiento.
El era el desocupado que se para ante los rascacielos, viendo cómo chorrea el sol por sus aristas hasta regar las anchas avenidas; que se detiene a contemplar la agitación de talleres y estaciones.
A veces iba a esperar el paso de los soldados, sólo por el gusto de no saludar la bandera; de permanecer con las manos ocultas, estacionado entre la gente, mientras desfilaba la tropa.
Nostalgias brotadas del substrato rústico de su alma le empujaban a espiar en medio de la ciudad los detalles agrarios que pudieran haberse injerido en ella. Sus pulmones perseguían el vaho turbio y espeso de las cuadras, en cuya penumbra relucen, limpios, los lomos de las bestias. Acudía también a rodear la cintura de la Plaza de Toros, por escuchar mugidos prisioneros: sus esclusas -sumideros recatados- arrojaban, caída la tarde, los restos deshechos, las palideces inverosímiles de la corrida. Algunas veces lograba forzar el revés de su patio, taller de resparaciones donde recauchutaban el vientre de los caballos cuando un puntazo les ha hecho alumbrar interminables bolsas de neumáticos estrangulados.
Estas perseguidas sensaciones, alimento de su raíz campesina, no impedían que el aire de la ciudad le aliviara el color, le perfilara el gesto y le fuese dotando de sus quiebros y frialdades.
Entre los atletas, blancos de harina y sonrosados, su piel oscura le fingía invulnerable.
– Protegido por ese cuero -le decían-, bien podrás vencer incluso a los púgiles australianos, incluso a los yanquis.
Al principio, el gimnasio había sido para él un espectáculo casi tan sorprendente como -meses antes- el Parque Zoológico. Cada deporte, en efecto, parecía conducir a la diferenciación de un tipo físico, de una subespecie, pudiéndose distinguir el formato del lanzador de disco, el del corredor pedestre y el del arlequín sucinto, futuro campeón de los ciclistas y bebedor de los vientos en copa de plata-Pero pronto fue él, Antonio, quien constituyó un espectáculo para el gimnasio: su nombre había comenzado a circular como unas acciones nuevas que se lanzan al mercado, como una divisa con la que podrá jugarse al alza o a la baja. Grupos de hombres desnudos presenciaban siempre sus ejercicios y entrenamientos, formando el público de aquel auto sacramental en que un boxeador combate a su propia sombra, héroe de luchas interiores, tácitas y enconadas. Bajo el arco voltaico, su espalda -tiras de goma, anchos bandajes- hervía, como el mar, de músculos y peces. Doblado, en guardia perfecta, ocultaba la cabeza entre los guantes, mazas terribles un momento después, hiriendo los cóncavos costados del aire. O bien, giraba en persecución del astuto enemigo, esquivo fantasma tan pronto replegado como dilatado.
Flagelado y reluciente su cuerpo por la ducha, restituido a la calle, cortaba luego con su perfil enérgico la blandura vespertina. Los recios colores de su corbata le afirmaban, haciendo de él una referencia. Se entrecruzaba con gente apresurada. Se paraba acaso ante el escaparate de una agencia donde un cartel de tonos suaves cooperaba a la seducción de Venus Traslaticia: su vista viajaba, inmóvil, en las maquetas de los grandes trasatlánticos.
Su puño -halconero del triunfo- se derramaba en el fondo del bolsillo, ardiente, cansado, suelto ahora.
VII
Su prehistoria había palidecido hasta quedar casi borrada, traslúcida como la luna al mediodía. El volumen de sus recuerdos agrestes se había retirado hacia el fondo; la aldea era un dibujo incompleto sobre un lienzo plomizo, tras una falsilla de lluvia, pájaro preso en líquida red.
Todo su pasado se reducía a signos. Las sensaciones que persistían iban unidas, uncidas a imágenes visuales: el trote de un caballo, a la máquina de coser; el frío, al cartel fijo en el muro del molino, en que un viejo afilaba su cuchillo sobre la rueda de un automóvil; el verano, al papel de fumar Bambú… Lo presente, lo inmediato, ocupaba toda su atención. Y él lo vivía, sin otros resquicios al pretérito que esos rastros indecisos.
Pero el presente se componía de dos planos cinematográficos: un gran plano con el rostro de Aurora y, a través de él, todo el paisaje en movimiento. Así, Antonio conocía la realidad, diáfana, pero cernida por la persona de Aurora.
Junto a su figura sucinta, la de ella parecía un despeinado manojo de viento.
Paseaban entre los fugitivos, perseguidos árboles. Abandonado el pequeño tranvía que ciñe la cintura de la ciudad, iban pisando la carne fresca del campo, borrando otras huellas con sus huellas. Músicas rotas, voces cortadas les llegaban desde lejos. Nubes sucias se deshilachaban en los charcos. Entre el césped brillaba la vía del ferrocarril suburbano.
Entraron en una sidrería oscura, con olor a mariscos, toda llena de caras rojas, risueñas, alrededor de las mesas. La atmósfera era allí densa de humo y risas alcohólicas. Crujían las tablas negras del pavimento. La sidra caía al suelo sobre los rotos corales amontonados, sobre los cementerios de crustáceos; las botellas se desangraban como gallinas degolladas. Párpados cargados incubaban el sueño; manos grandotas acariciaban los jarros de porcelana…
Ellos, desde un rincón de aquel cuadro holandés, contemplaban la gesticulación barroca de la gente. Y el sueño vínico les penetraba, aflojando resortes en templado desmayo. Ante los ojos de Antonio, la sidrería oscilaba como la cubierta de un navío.
Rodó, al fin, su cabeza sobre el regazo de Aurora, y el oído quedó junto a sus entrañas -oído vigilante, autónomo, que escucha en la tierra la proximidad de una pieza-. Se había quedado dormido.
Ella, desvelada y ondulante como las playas, miraba con plácido asombro la cabeza abandonada por la resaca en sus rodillas. El mismo aire delgado que mueve las ramas tiernas del bosque, revelándola en la fuga, sacudió su cuerpo de gacela.
Entonces despertó Antonio. Había sufrido un repeluzno semejante al de las cuatro treinta de la madrugada. Había sentido en las sienes los dedos fríos de esa hora a que los cazadores suelen apostarse en el alba.
(1929)