Los usurpadores - Ayala Francisco 2 стр.


San Juan de Dios

De rodillas junto al catre, en el rostro las ansias de la muerte, crispadas las manos sobre el mástil de un crucifijo -aún me parece estar viendo, escuálido y verdoso, el perfil del santo. Lo veo todavía: allá en mi casa natal, en el testero de la sala grande. Aunque muy sombrío, era un cuadro hermoso con sus ocres, y sus negros, y sus cárdenos, y aquel ramalazo de luz agria, tan débil que apenas conseguía destacar en medio del lienzo la humillada imagen… Ha pasado tiempo. Ha pasado mucho tiempo: acontecimientos memorables, imprevistas mutaciones y experiencias horribles. Pero tras la tupida trama del orgullo y honor, miserias, ambiciones, anhelos, tras la ignominia y el odio y el perdón con su olvido, esa imagen inmóvil, esa escena mortal, permanece fija, nítida, en el fondo de la memoria, con el mismo oscuro silencio que tanto asombraba a nuestra niñez cuando apenas sabíamos nada todavía de este bendito Juan de Dios, soldado de nación portuguesa, que -una tarde del mes de junio, hace de esto más de cuatro siglos- llegara como extranjero a las puertas de la ciudad donde ahora se le venera, para convertirse, tras no pocas penalidades, en el santo cuya muerte ejemplar quiso la mano de un artista desconocido perpetuar para renovada edificación de las generaciones, y acerca de cuya vida voy a escribir yo ahora.

Hace, pues, como digo, más de cuatrocientos años (no mucho después de que el reino moro, dividido en facciones, desgarrado en la interminable quimera de sus linajes, se entregara como provincia a la corona de los Reyes Católicos), este Juan de Dios, mozo ya avejentado y taciturno, enjuto de cuerpo, enrojecidos los párpados por el polvo de la costa, entró a servir en la guarnición de la plaza. Por aquel entonces, todavía el encono de las recíprocas ofensas y los rencores de familia no cedían en Granada a la nostalgia de una magnificencia recién perdida. Gómeles y Zegríes habían tenido que abandonar la tierra; los Gazules, los nobles Abencerrajes, recuperaron en cambio sus bienes, recibiendo mandos militares en las compañías cristianas, cargos concejiles en la ciudad. Pero la violencia -esa misma violencia que, más tarde, habría de derramarse a borbotones desde las cumbres alpujarreñas para escaldar la piel de España entera en la cruel rebelión de los moriscos- ahora, sofocada aún su furia, resollaba y gruñía en todos los rincones. A la saña de los antiguos partidos había venido a agregarse la desconcertada animadversión y el temor hacia las gentes intrusas llegadas con el poder nuevo. Y así, cada mañana, las calles y plazas famosas de Granada, las riberas del río, amanecían sucias con los cadáveres que la turbia noche vomitaba…

En medio de estas banderías civiles que doblan el odio de disimulo y la ferocidad de alevosía, supo nuestro Juan de Dios hallar su vocación de santo. La encontró – ¿quién era él, el pobre, sino un simple soldado?- a través de la palabra docta, ardiente y florida de aquel varón virtuoso e ilustre, Juan de Ávila, más tarde beatificado por la Iglesia, el cual, secundando la política cristiana de Sus Majestades, predicaba por entonces a los granadinos el Evangelio, con invectivas, apostrofes y amenazas que, como granos de sal, crepitaban al derramarse sobre tanto fuego. El fervor de uno de sus sermones fue, al parecer, lo que hizo a Juan abandonar el servicio de las armas, repartir sus pertenencias entre los pobres y, adquirido para sí el bien de la pobreza, consagrar su vida al alivio de pesadumbres ajenas.

Cuentan que obedeció para ello a un impulso repentino: la voz del predicador, que tantas veces había oído distraídamente, le taladró ésta los oídos y le escaldó el pecho, invadiéndole con repentino espanto. Estaba -cuentan- perdido ahí entre los fieles, recogido, acurrucado, ausente la imaginación, cuando de improviso sintió que le asaltaba una rara evidencia, tan rara, en verdad, que tardaría un buen rato en rendirse a ella: la evidencia 'de que el Espíritu Santo se estaba dirigiendo personalmente a su olvidada insignificancia, y que los trémolos patéticos de su voz le increpaban a él, a él en particular, a Juan, desde el pulpito del orador… Por lo que uno de sus discípulos -empeñado más tarde en recoger de los labios reacios del santo algún detalle de esta revelación- dejara escrito, sabemos cómo el corazón le había dado un vuelco al apercibirse -eran sus palabras mismas- de que estaba descubierto. Fue, parece, una especie de sobresaltado despertar. Despertaba, sí, ahí, en aquel rincón umbrío, al pie de la columna, bajo el dedo acusador del padre… Quiso entonces poner atención, y apenas si podía, al comienzo, distinguir el sentido de sus atronadoras frases; pero sentía, ineludible, el índice tieso que le apuntaba sin vacilar, a él, precisamente a él, arrodillado allí entre tantos y tantos, señalándolo en medio del rebaño, distinguiéndole, sin que le valiera de nada su intento de disimular, fingir inocencia y hacerse el desentendido: dispuesto a engancharlo, a extraerlo del suelo, izarlo en el aire y -suspendido en medio de aquella luz lechosa que, desde arriba, atravesaba el crucero del templo- exponerlo como un guiñapo al ludibrio, el dedo inexorable volvía sobre su triste insignificancia una vez y otra, irritado, encarnizado, sañudo.

Juan humilló la cabeza y, con ella baja, pudo ahora entresacar algo, alguna que otra frase centelleante, en la abundancia del orador. «A ti me dirijo -clamaba-, a ti, cristiano viejo, que has sucumbido…» Juan de Dios, cristiano viejo del reino de Portugal, había sucumbido, y rodaba por el áspero despeñadero en que cada nuevo paso conduce hacia la oscura sima. Por las puertas de la carne se le había entrado en el alma el pecado mortal. Y así, entregado en cuerpo y alma al halago de las costumbres moriscas, apegado como gozque inmundo a los enemigos de la fe, su criminal amistad le había hecho oír en silencio, de sus bocas venenosas y dulces, atroces burlas contra Nuestro Señor y su Iglesia. Lejos de salir en defensa del verdadero Dios -antes se hubiera avergonzado de confesarlo- había oído las infamias mansamente, con falsas, cobardes sonrisas… Y ¿cuánto tiempo no había vivido en semejante abyección, revolcándose en las flores podridas de aquella ciénaga? «¡Ah, cuan largo, horrible sueño engañoso! Muchos son los que en medio del sueño fenecen. ¡Despierta tú! ¡Despierta, cristiano!…»

Juan de Dios se acercó después a pedir confesión, y Juan de Ávila, notándole en los ojos lágrimas de angustia, accedió a escuchar su culpa. «Durante años y años he vivido con una víbora oculta en el seno y hasta hoy no acordé al pecado mortal. Padre mío, vuestro grito me despierta. ¡Salvadme del pecado! ¡Confesión, padre!»

«Expulsa ya, hijo, esa víbora; habla, confiesa: ¿de qué te acusas?», fue la respuesta. Entonces comenzó Juan a acusarse. Declaró su pecado carnal. Y luego echó también sobre sí las blasfemias en que tácitamente le hiciera consentir su apocamiento: había escuchado, había asentido, había acompañado a las risas. ¿No era acaso un apóstata?, preguntaba, deshecho en lágrimas, el soldado. Y aunque el confesor hizo distingos y le otorgó su absolución sin grave penitencia, Juan no se daba por consolado ni se tenía por limpio: un ansia insaciable de confesión se apoderó de él desde esa hora; quería confesar públicamente; quería proclamar la abominación de su culpa, gritar su crimen a los cuatro vientos, declararse vendedor del Cristo, y sentir sobre su cabeza el horror, la piedad y -si posible fuera- el perdón del mundo entero.

Se desprendió de sus humildes haberes y, después de muchos llantos y congojas, un domingo, a la hora de misa mayor, alzó su voz en la iglesia colegiata. Hincado en el centro de la nave, sus brazos en cruz parecían sostener con inaudito esfuerzo el fardo de sus pecados. Y los fieles, sacados de sus devociones por aquella voz áspera que se incriminaba sin descanso, miraban para el penitente, más tomados de sorpresa que de edificación: entre el esplendor del oro y los brocados, sus andrajos; en medio de tanta digna compostura, su cabeza rapada, su garganta reseca, sus manos implorantes. Con extrañeza lo contemplaban, casi con escándalo. Pero él seguía acusándose: castigaba su flaqueza, golpeábase la cara con los puños, se arañaba el pecho… ¿Hasta dónde habría de llegar en su frenesí? Ahora reconocía haber menospreciado a Dios por idolatrar en criaturas humanas: reconocía que, empujado por tal idolatría hasta la última debilidad de la razón, había llegado a poner en duda la Santísima Trinidad… Crecían sus lamentos y, con ellos, la gravedad de las culpas pregonadas y la estupefacción de los fieles. Hasta que, por fin, tras muchas vacilaciones y no sin algún revuelo, un diácono y dos acólitos se acercaron a rogarle con firmeza que saliera del templo, pues que aquella penitencia pública más podía -como le explicaron- ser ocasión de escarnio que de piedad.

Pero ¿cómo hubiera podido contener el infeliz la abundancia de su corazón? Una semana más tarde aparecía en plena Puerta Real gritando ante la multitud el dolor de su infamia. En medio de espeso corro, se tundía los costados y lloraba: ¡en apostasía había incurrido, abjurando de la religión verdadera para seguir la del falso profeta!… La gente reunida a escucharle pasó pronto de la curiosidad a la burla, y comenzó a alimentar su excitación con preguntas malignas. Y después de aquel día era frecuente hallarlo exponiendo sus tribulaciones en cualquier lugar público de la ciudad: ya en el mercado, ya en una placeta, y aun ante el palacio episcopal mismo. Por último, fue recogido e internado en una casa de orates.

Mas he aquí que su mansedumbre rompería luego sus cadenas, y su resignación no tardaría en quebrar los cerrojos del manicomio: supo hacer de la prisión escuela de caridad; y cuando le abrieron sus puertas, no tuvo ya otra mira en el mundo que la de fundar con su trabajo un hospital de pobres. A esta obra consagró el resto de su vida.

El pasaje de esa vida santa que se propone sacar a luz el presente relato tiene comienzo una mañana de verano en que Juan de Dios había salido, como de costumbre, a recorrer las calles implorando piadosa ayuda. Cerca ya del callado, desierto y cálido mediodía, sintió, pues, acercarse por el Zacatín, a cuya entrada estaba apostado, un caballo que con recortado paso hería las piedras del suelo. El bienaventurado mendigo le salió al encuentro y, tomándolo por la brida, suplicó al jinete con su habitual letanía: «Socorred, señor, a los pobres de Jesucristo. Una limosna para…» Mas el caballero, dando un tirón a la brida, levantó el rebenque y descargó un golpe sobre la cabeza rapada del pordiosero: «Señor, por el amor de Dios, ¡una limosna!», repitió Juan, caído a los pies de la encrespada bestia. Con el arrebato de la ira, el caballero se había empinado en los estribos, dobló el cuerpo e, inclinado hacia adelante, golpeó y golpeó al mendigo hasta dejarle cruzada la cara de sangrientos surcos. Juan se cubría los ojos con las manos, defendía con los codos sienes y orejas, en espera de que la furia se apaciguase; pensaba, al ver la bota del jinete tensa en el estribo: Con mi imprudencia lo asusté; venía desprevenido. Pensaba: Ya, ya va a cesar de maltratarme… Y antes de que hubiera acabado de pensarlo, volvió a oír las herraduras del caballo, que se alejaban batiendo el empedrado calle arriba.

Recogió Juan de Dios sus alforjas, calzó una alpargata que se le había salido del talón y, secándose la frente con la manga, echó a andar despacio, al arrimo de las paredes, hacia el carril, en busca de agua limpia con que lavarse las heridas. Más allá de las últimas casas la acequia se juntaba al camino para luego alejarse, siempre a su vera, campo afuera. Ahí se detuvo Juan a tomar descanso, en el espacio que el carril abría a un vertedero de basuras; bajo el montón de estiércol, encendido en un chisporroteo de insectos, el agua se arrastraba, mansa, clarísima y fresca… Sentado en una piedra, el infeliz se distrajo un momento del dolor de sus magulladuras con observar los afanes de un muchacho que, obstinado contra la terquedad de un asno, sudaba por sacarlo del estercolero, en la atmósfera caliginosa del mediodía estival. «Ese triste animal -pensaba el mendigo ante la silenciosa pugna- ha de haber ido cayendo año tras año en manos cada vez más pobres y más duras, hasta que, del todo inútil, quedó abandonado ahí en el baldío, sin aparejo, sin ronzal; y ahí está ahora, olvidado de la muerte, la cabeza baja, secas las patas, hinchado el vientre, mientras las moscas, obstinadas y crueles sobre sus mataduras, chupan su vieja sangre. ¡Bien podéis vosotras, florecillas celestes crecidas junto al agua, bien podéis sonreíros con picardía de chicuelas, al alcance de su hocico inapetente! ¡Y tú, muchacho bárbaro, vano es que le tundas el espinazo: ya no hay nada que le haga andar!» Del fondo de estas reflexiones, su voz se levantó para persuadirle:

– ¿No estás viendo acaso que no puede ni moverse? ¿Por qué no le dejas en paz, muchacho?

– Ha de poder, ¡me!… -respondió su cólera, al tiempo que un nuevo garrotazo caía sobre los lomos de la escuálida alimaña.

Juan no le replicó nada. Lo vio separarse unos pasos, y agarrar un pedrusco, y lanzarlo contra las costillas del impasible asno.

– ¿Ves cómo no puede, criatura? -insistió ahora.

– Pero es que yo me lo quería llevar…

– ¿Para qué, hombre?

– Pues para llevármelo.

– Anda, criatura: déjalo ahí, y ven por caridad a darme un poco de ayuda.

Desprendiéndose con alivio de su empeño, por primera vez dirigió ahora el muchacho una mirada

El autor puso aquí, en la boca inocente, una blasfemia simple, directa, proferida con nuevo valor de interjección.

A su interlocutor, para encontrar en él aquella cara manchada de sangre y polvo.

– ¿Qué fue ello, buen hombre? -le preguntó con susto.

– Bueno, sólo Dios lo es. Anda, ven, acude, acércate, moja en agua este trapo, y me limpias la cabeza.

Obedeció el chico. Bajó a la acequia, empapó en su corriente el paño que le tendía Juan, y volvió con él chorreando a humedecerle la frente. El herido apretaba los dientes; le escocía.

– Despacio, hijo; con tiento. Dime: a ti ¿cómo te llaman?

– Antón.

– Despacio, Antoñico.

En esto, al fondo del camino, entre una polvareda y como suspendido en el aire cálido, vieron aparecer un coche, que avanzaba y crecía en la soledad del campo. Ambos, hombre y niño, se quedaron fijos en su lejanía: con el campanilleo de las muías, todo se agrandaba y adquiría volumen ante ellos en la densa atmósfera, todo medraba hacia su tamaño natural. Llegó, por fin, el coche al punto donde estaban, y acordó la marcha en el recodo; pero, en vez de reanudarla con nueva aceleración, se detuvo un poco más allá. ¿Qué les gritaba ahora, erguido en lo alto de su asiento, el cochero? -Preguntábales por orden de su dueña si acaso les había ocurrido algún accidente.

El santo mendigo corrió entonces hasta el coche para pedir su limosna. «¡Por amor de Dios, señora!», imploró con la mano extendida. No cayeron en ella, sin embargo, las esperadas monedas; suavísimas palabras tintinearon en su oído: «¿Cómo te has hecho esa herida, hombre?», a cuyo son acudieron en seguida los ojos. Y hallaron, por cierto, de qué maravillarse: en el marco de la ventanilla se veía, adornada de perlas y granates, una cabeza cuya hermosura era reflejo fiel de un corazón amable.

– Nada fue, por Dios. Eso no vale ni mi propio cuidado, cuando menos la atención de la señora -respondióle el mendigo-. Este muchacho me ha lavado ya la herida -añadió señalando a Antón, que se mantenía rezagado a sus espaldas-, y ahora debo seguir procurando para el alivio de mis enfermos. ¿Querrá la señora socorrerlos?

– Quiero, sí. Más ¿de qué enfermos se trata y qué socorro necesitan? -volvió a interesarse la dama.

– ¡Ay, mi señora! Son enfermos que nadie piensa en cuidar, porque no tienen otros allegados que sus males y su pobreza. A éstos recojo y cuido yo en la casa donde quiero curar, junto con sus plagas, mi alma. Algunos señores que lo saben y pueden, me prestan diaria ayuda; y los que al pasar se mueven a mi súplica, dan para el resto.

– De los primeros deseo ser yo, amigo; no de la especie pasajera. Mándame cada día a ese mozuelo, y cada día mandaré algo con él a tus enfermos.

– El mozuelo no es mío, señora. Lo encontré aquí mismo vagabundeando; me ha hecho esa caridad que digo, y cuando vuestra señoría acertó a pasar cavilaba yo, precisamente, llevármelo conmigo; pero…

– En tal caso -atajó ella- he de ser yo quien lo tome en mi compañía, si es que a él le conviene ser mi paje; de ese modo, te lo podré enviar con el socorro diario, mientras él se nace hombre en mi casa.

– ¿Oíste muchacho? ¿Qué haces que no corres a besar la mano de la señora?

Besó Antoñico los dedos de la dama, tan finos que el peso de las sortijas parecía abrumarlos, y lleno de alegre presteza se encaramó junto al cochero, al tiempo que grababa en su mente las señas del hospital, muy recomendadas a su memoria por Juan de Dios. Un momento después, éste se había quedado solo: el coche se desvaneció en una nube de polvo; y cuando el santo tornó la vista a su alrededor, hasta el decrépito asno había desaparecido del estercolero.

Fue necesaria la presencia del muchacho que -todo alborozado y con ropa nueva- golpeó al otro día a su puerta llevándole en nombre de su ama una yunta de gallinas, para confirmarle que todo aquello no había sido un sueño, como otros que en ocasiones confundieron su magín. No; allí estaba Antoñico, importante y protector; y mañana volvería a venir, y seguiría viniendo una semana

Tras otra, un mes tras otro, con el testimonio, siempre renovado, de una noble y lejana existencia.

– Mira, Juan, ¿ves? Ya mis manos no volverán a castigarte.

Juan levantó del suelo la turbada vista. Había salido a respirar: apoyado en el quicio de la puerta, daba al aire fresco del patio sus mejillas palidísimas, fatigadas del vaho insidioso que, ahí dentro, lo impregnaba todo, sábanas, esterillos, vasos, ropas y manos. En ese instante, cuando, casi desvanecido, trataba de recobrarse, le vino a sacar de su oscuro estupor la invocación inesperada de este infeliz tullido que, presentándole los muñones todavía rojizos de unas recién amputadas manos, le decía con énfasis colérico, amargo, soberbio, desamparado:

– ¿Ves, Juan? Ya no te castigarán más.

Juan le miró, espantado:

– ¿Cómo has perdido tus manos, hombre?

– Las he perdido en el camino de mi soberbia. Y ahora, desdichado de mí, aquí vengo a implorar tu perdón.

Mientras hablaba así, Juan de Dios había estado escrutando la cara del llegado: una cara afilada, nerviosa, móvil, cuyos ojos ardientes se inundaron de lágrimas al tiempo de pronunciar su fina boca la última frase.

– No te conozco, hombre; nada tengo que perdonarte. Perdóname tú a mí, si te veo afligido y no acierto a consolar tu duelo. Pasa, hermano; entra a beber conmigo un trago de vino, y dame parte de tu cuita.

El hombre le siguió, baja la cabeza, hasta la cocina, donde se sentaron juntos a una mesilla de madera sobre cuya tabla había un jarro de vino.

– Tú habrás de llevarme el vaso a los labios, Juan de Dios, o tendré que beber como las bestias, pues aún no he aprendido a remediar mi invalidez.

Bebió el tullido, y cuando se hubo serenado su ánimo, contó la historia de su desventura, explicando cómo había venido a caer, por terrible designio de la Providencia, en la trampa que él mismo, con tan prolijo cuidado, dispusiera para otro.

«Mi nombre -comenzó a decir- es don Felipe Amor. Provengo de una antigua familia granadina que, por viejas discordias de este reino, pasó a tierra de cristianos y fue a radicarse en Lucena, donde yo soy nacido. ¡Nunca saliera de allí! ¡Nunca hubiera vuelto a este viejo solar de mis padres! Lo hice, impulsado por las dos alas de la ambición y de la soberbia. Soberbia, porque no me resignaba a la pérdida de fortuna que mala suerte o mala cabeza había infligido a mi casa, por más que lo restante bastase como bastaba para llevar una vida honrada y decorosa; ambición, porque estaba resuelto a reclamar de mis parientes granadinos los muchos bienes de que se habían apoderado tiempo atrás, cuando mi familia se vio forzada a abandonar la tierra. Fijo en mi idea, nada excusé que pudiera llevarme al fin perseguido. Y aun los vicios de mi educación: el haber sido criado como hijo de señores, cuyos deseos son antes servidos que adivinados; el menosprecio hacia mis semejantes; la desconsideración al prójimo y la sola consideración de mis propósitos, me ayudaron a salir adelante con mi empeño. Hoy sería rico y poderoso, y respetado como tal a despecho de insolencias, atropellos y crueldades, si la dureza de mi corazón no hubiera sido asaltada y rendida por aquella única parte de él que es vulnerable. Quiero decir que, en la carrera de mis logros, y habiendo ya conseguido rescatar los antiguos bienes de mi casa, todavía quise redondear mi fortuna con la de una heredera noble a quien venía cortejando el mayor de mis primos, y de cuyas prendas había tenido yo noticia de sus propios labios. No contento, pues, con haber privado a este pariente mío, don Fernando Amor, de una parte de su fortuna, resolví también privarlo de su dama; y ello se cumplió con tan buena, digo: con tan mala fortuna para mí, que el destino parecía complacerse en allanar y hacer floridos los caminos por donde, sin saberlo, caminaba a mi perdición: lo que Fernando no había podido alcanzar en años de galanteo, lo alcancé yo en días. No más de quince habían pasado desde que pude conocer por vez primera a mi doña Elvira, cuando ya nos habíamos prometido en secreto como esposos.

Esos quince días vieron cambios muy profundos en el ánimo de nosotros tres: no hablaré de los sentimientos de ella, pues lo que en otras circunstancias hubiera sido para mí ocasión de justificado engreimiento, lo es ahora de dolor acérrimo; en cuanto a mí mismo, baste decir que una pretensión y boda premeditadas por ambicioso cálculo se trocaron a presencia de doña Elvira en pasión tan frenética como para sacrificar en un momento, si preciso fuera, cuantas riquezas había conquistado con penoso tesón en largos pleitos. Mi primo don Fernando por su parte, que ya -mal disimulado el encono bajo actitudes de caballero- se había visto despojado de bienes tenidos por suyos como herencia de su padre, no pudo sufrir que, sobre aquella vejación, cayese ahora esta otra, en verdad insoportable: la señora de sus amores, prefiriéndome en matrimonio. Y así, cuando yo le comuniqué la noticia cuyo efecto saboreaba anticipadamente, no dejé de vislumbrar su ardiente rencor en el gesto que puso al felicitarme por mi nueva fortuna. Se mostraba efusivo y contento; pero en la estrechez del abrazo pude divisar el relámpago cruel de su pupila. Ese rencor debía trastornarle el juicio, a él que ya de por sí era tan atravesado y torvo: loco de despecho, emprendió una acción indigna de las maneras gentiles que tanto se esforzaba por afectar, y en la que de un modo abierto vendría a mezclarse su afición a doña Elvira en su deseo de ofenderme. Ello fue que, saltando una ventana de su casa en ocasión que la dama se estaba probando un vestido de fiesta para la de nuestros desposorios, la abrazó por la espalda y, cruzándole el busto, estrujó sus pechos con las manos mientras que las criadas, atónitas, perdida el habla, no se atrevían siquiera a moverse. En seguida huyó por donde había venido.»No bien lo supe -que tales desazones no carecen nunca de mensajero-, me puse a cavilar cuál podría ser la reparación adecuada a la ofensa, y vine a concluir que ninguna lo sería tanto como, cortadas las atrevidas manos, hacer de ellas regalo a doña Elvira en nuestros desposorios. Sólo esta idea me satisfacía. Resuelto ya a ponerla en obra, averigüé la oportunidad y dispuse las cosas de la mejor manera. Supe que, por hurtarse a las celebraciones familiares, se proponía don Fernando retirarse el día de la fiesta a una finca que le ha quedado en la vega, más allá del pueblo de Maracena; y sobornando a uno de sus criados, aposté los míos en el camino, todo en orden para que mi venganza fuera cumplida. Esto era, digo, el día mismo de los desposorios; y, junto a los ejecutores del castigo, esperaba el emisario que había de traerle a mi esposa, en cofre de plata labrada, como recién cosechados frutos, las manos infames que se habían atrevido a su pudor.

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