«Comenzó, pues, la celebración y, durante su transcurso, me desvivía yo esperando la llegada del terrible obsequio. A nada podía atender; estaba lleno de ansiedad; y aun las palabras de mi esposa eran incapaces de forzar las puertas de mi oído, puesto en los ruidos de la calle. Preguntóme, en fin, doña Elvira que qué me pasaba para mostrar tal desasosiego, y yo, por calmar su inquietud sin desmentir la mía, demasiado visible, repuse que esperaba hacerle un presente digno de ella y de mí, y que me sentía impaciente por su tardanza.
»-Pues ¿no son suficientes acaso los regalos que ya me tenéis hechos? ¿Qué otra cosa queréis darme, y qué importa que llegue a tiempo o se retrase? -inquirió, alarmada sin duda por la oscuridad de mi respuesta.
»-Importa -repliqué-, pues sin ese presente no me consideraré a la altura de vuestros ojos, ni lo bastante honrado en esta fiesta. – ¡Imprudentes palabras, que no sé cómo no supe contener! Y todavía, lanzado ya: – ¿No habéis reparado -agregué- que falta a ella uno de mis parientes?
»Oyendo esto, palideció doña Elvira por el temor de lo que ignoraba; me tomó las manos y, entre suplicante y conminatoria, apremió: -Vamos, Felipe, decidme de qué se trata; decídmelo; sepa yo de qué se trata.
«Intenté reírme con evasivas; pero me cercó y estrechó en modo tan vehemente que, no pudiendo resistir más, cedí y le dije lo que tenía urdido y qué venganza había dispuesto para rehabilitar mi honra.
«Hubiera querido yo que me tragase la tierra al ver cómo su belleza expresaba el horror; sólo en-tonces comprendí que el repugnante obsequio no debería llegar nunca a poder suyo. Con los labios exangües, y un tono de severidad que nunca hubiera sospechado en su garganta, me dijo: -Sabed, don Felipe, que si esos proyectos se llegan a cumplir no seré jamás mujer vuestra. -Y luego, anhelante, añadió: -Corred, corred, por Dios, a impedir la infamia.
»Salí de la fiesta, salté sobre mi caballo y, a galope tendido, acudí al sitio donde había apostado a mis criados, ansioso ahora de que aún no hubiera llegado mi primo para poder darles contraorden. Pero cuando ya frenaba a la bestia, salieron a atajarme de la oscuridad, me agarraron, cubriéndome la cabeza con un paño, me sujetaron las muñecas, y en un instante habían caído mis manos, segadas por sus alfanjes. En medio de la turbación espantosa y del dolor, todavía pude distinguir el galope del caballo del emisario que llevaba a mi esposa, en caja de plata, no las manos de don Fernando, sino las mías propias, con el anillo de desposado al dedo.»
Hizo una larga pausa. Luego concluyó: -Ésta es, Juan de Dios, la historia de mi desventura. Durante muchos días he estado dando vueltas en la cabeza a los designios del destino, sin poderme explicar por qué tenían que caer las manos del esposo, en lugar de las manos alevosas y lúbricas del ofensor. Mi cerebro estaba obcecado por la desesperación; no me era posible comprender lo que hoy ya comprendo con entera claridad: que el verdadero criminal era yo, que lo he sido siempre, que lo he sido contra mí mismo, que he sido yo quien me he mandado cortar mis propias manos… Y ahora veo bien cuál es mi deber y la única vía de purificación que me resta: estoy obligado a hincarme ante Fernando, y suplicarle que me perdone… Sin embargo, ¡ay!…, ¡no puedo hacerlo! ¡Aún no puedo! Cien veces me he acercado a su puerta, y otras cien me he retirado de ella. Tendré que dar un rodeo, quizá muy largo, cuanto más largo mejor: tendré que hacerme perdonar primero de cuantos otros he ofendido o violentado. Por eso te pido perdón hoy a ti, Juan. ¿Recuerdas al caballero que -hace ya tiempo: un tiempo, sin duda, más largo en la cuenta de mis desgracias que en la del almanaque- te golpeó cuando le pediste limosna en el Zacatín? Es el mismo hombre que hoy se humilla a tus plantas.
– ¡Regocíjate, hermano, y da gracias a Dios, cuya terrible cirugía ha amputado tus miembros para salvarte la vida!
Esta fue la exhortación de Juan cuando hubo terminado de escuchar la historia asombrosa de don Felipe Amor.
– ¡Regocíjate!
Luego, le sostuvo el ánimo:
– ¿Qué es lo que te impide, ahora que tu corazón lo ha reconocido, seguir el camino justo? ¿Quién te desvía de él, di, hacia falsos y artificiosos vericuetos? ¿Qué voz insidiosa quiere disuadirte, entretenerte, ganar tiempo a tu perdición? ¡Cumple tu propósito sin demora! Piensas que vienes a pedirme perdón; ¿no será ayuda lo que de mí pretendes? Creo que sí. Pero ayuda, ni yo ni nadie podría dártela; te daré compañía. Compañía, sí te la daré. Vamos, hermano; vamos juntos a la puerta de don Fernando, y esperemos allí hasta que entre o salga: cuando lo veas, te adelantas y le pides perdón, sencillamente.
Así fueron a hacerlo. Todo un día debió pasar don Felipe Amor aguardando, mientras Juan de Dios mendigaba, ante la casa de su primo. Y cuando apareció por fin este caballero en la puerta, y echó a andar, distraído, calle abajo, le cortó el paso el sobresalto de un cuerpo arrodillado, unos muñones tendidos y unas palabras destempladas: «¡Detente, Fernando! ¿No me conoces?… Soy yo, sí; yo soy: Felipe Amor. ¡Yo, yo mismo! ¿Te enmudece el asombro? Soy yo; aquí me tienes, tullido y harapiento. Explicaciones, no hacen falta; lo sabes todo; y ahora, aquí me tienes, postrado a tus pies. Vengo a implorarte perdón por el mal que te quise hacer y me hice. Dame, pues, tus manos, Fernando, que las bese; déjame que, como un perro, lama sus palmas afortunadas!»
– Temería si te las diera, que, como un perro, las habías de morder. ¡Aparta! -replicóle con voz temblona don Fernando. Al volver de su asombro, se había encontrado preso de la ira, agarrotado por ella. Se sacudió y, dando un empellón al cuerpo rendido que le cerraba el camino, lo derribó por tierra.
Ahora, escapaba, demudado el semblante; pero al separarse de su primo, divisó entre los relámpagos de la cólera la cabeza rapada de Juan de Dios que acudía corriendo en socorro del caído. Por dos veces todavía giró la cabeza; y, a punto ya de doblar la esquina, se detuvo, deshizo sus pasos, y volvió a arrimarse al grupo, a tiempo de enjugar con su pañuelo unas lágrimas que escaldaban la cara de Felipe.
– ¡Desdichado! -Le increpó-: ¿Acaso no pudiste haberme dejado en paz, tras de tantas amarguras? -Y luego, con inesperado acento de queja: -me quitaste, Felipe, cuanto tenía en el mundo; y ahora vienes a pedirme la única cosa que por la violencia no me hubieras podido sacar: mi perdón. Pues… ¡a la fuerza también te lo llevas! Por ti, nunca te lo hubiera concedido; pero este hombre, aquí, es la causa de que no te lo niegue: ¡perdonado seas!
Y dejando a su primo en la calle, arrastró por el brazo a Juan de Dios hasta el zaguán de su casa, le hizo trasponer la cancela y. encerrado a solas con él en una saleta, le asedió:
– ¿Quién eres tú, hombre, que siempre te voy tropezando en la senda de mis desventuras? ¿Qué nueva calamidad me vienes a anunciar hoy, motilón del diablo? ¿Qué han leído en el libro de mi destino esos ojos pitañosos y arteros, hechos a descifrar embelecos?
– Señor, por vez primera os veo. Y si algo conozco de vuestras desventuras, no ha sido ello por obra de artes secretas -respondióle Juan-. Ni entiendo de magias, ni soy portador de avisos. Yo, don Fernando, soy un pobre pecador que anda pidiendo limosna para sostener un hospital de…
– ¡Inútil astucia! ¡Acaso no han sido mis propios oídos quienes escucharon la confesión de esa boca hipócrita? ¿No eres tú acaso el insensato aquel que en cierta ocasión estaba gritando en las escalinatas de la Real Cancillería, y echaba sobre si' todos los crímenes del mundo? Todos: también el de hechicería, seguro estoy… Recuerdo bien que me detuve un instante; pero sólo un instante, porque otros cuidados me llevaban; sí, tenía prisa por conocer la resolución del pleito que me promoviera don Felipe. Mas, a la salida, cuando ya iba cargado con la pesadumbre de la sentencia contraria, y la saliva se me hacía amarga, allí estabas tú, vociferando como un loco. Hablabas -eso no se me olvida, no- del oro que se convierte en humo, dejando sucias las manos y el alma. ¿Por qué me miraste al decirlo? ¡Sabías! – ¿Cómo podía saber, señor? – ¡Sabías! Mi fortuna se había hecho humo, dejándome sucias las manos de halagos, de sobornos, sucia el alma de cuitas, de rencores, de venenos… ¿No sabías tampoco, di, cuando, casi un año más tarde, me saliste al encuentro en el puente nuevo, que yo cruzaba impaciente por llegar a casa de doña Elvira? Me pediste limosna; me decías que no era tiempo perdido el que se gasta en socorrer a los pobres; insistías. Mas yo no te escuché; tenía prisa esta vez también, una prisa desatinada por oír palabras que sellarían mi infortunio. Y cuando hube recibido el fallo de sus labios (y en modo tan discreto, ¡ay!, que realzaba el valor de mi pérdida, redondeando mi desgracia), volví a pasar el puente, ya con pies de plomo, y abandoné mi bolsillo en tus manos… Si nada sabías, ¿por qué, entonces, callaste besando las monedas?
– Señor: acostumbro besar lo que por amor de Dios me dan.
– Dime, hombre. Por favor, habla claro: ¿qué aviso me traes hoy?, ¿qué nueva desgracia me aguarda? Dímelo ya.
– ¿Cómo podría? Si mi presencia es un aviso, alguien guía el azar de mis pasos para fines que se me ocultan, y que mi boca no sabría declarar.
– Pues no he de separarme de ti, ¡óyeme!, hasta que no los conozca. Esta vez obedezco al llamado y tuerzo mi camino.
– ¡Alabado sea el Señor! Por vuestra propia lengua se están declarando esos fines -exclamó Juan, lleno de júbilo. Y rompiendo en lágrimas de piedad, abrazó al caballero.
Desconcertado, aterrado casi, quedóse don Fernando, oyendo sus propias frases sonar en el aire como una rara explosión, extrañas, ajenas. ¿Verdaderamente habían salido de su boca? En un impulso se le escaparían; lo había dicho sin pensar, sin calcular su alcance; y sólo fue capaz de medirlo después, en las alborozadas y graves palabras con que Juan de Dios lo recogiera. Ahí estaba, en el aire: era dicho… y ¿por qué no? -Todo lo había perdido, y en camino estaba de perder asimismo el alma; pues ¿acaso puede esperar perdón el que lo niega? Y él lo había negado un poco antes a uno que se lo imploraba de rodillas; más aún; había hecho rodar por los suelos al inválido que pedía besarle las manos, cuando en verdad era él quien estaba obligado a suplicar perdón de su hermano, pues él era quien, desencadenando su furor con la injuria que en carne de su esposa le hiciera, habíale cortado las manos, y lo había sumido en la peor miseria…
Corrió, pues, en busca de Felipe, y se reconciliaron.
– ¿No ves? -le decía luego, en la efusión de los corazones-. Han tenido que hundirse en lodo tu arrogancia y la mía, rotas la una contra la otra, para que nuestra sangre se junte y reconozca de veras su hermandad. Ahora que no somos sino el despojo de nosotros mismos, ahora nos reunimos y nos abrazamos; sólo ahora venimos a recordar que nuestro común apellido dice amor y no odio.
De esta manera fue como ambos caballeros, cuya vida había quedado trabada, mutilada e impedida en las agitaciones adversas de un común destino, resolvieron consagrarse juntos, siguiendo a Juan de Dios, al oficio de la caridad en que esperaban elevarse y salvarse. Se agregaron, pues, a la compañía del santo, y le acompañaron con abnegación en sus trabajos, hasta probar en su dureza el temple de los ánimos; en su bajeza, el renunciamiento de los corazones. Quienes desde la cuna habían sido servidos, sirvieron con pronta, mansa y solícita obediencia; quienes jamás hasta entonces habían tenido otro ejercicio que el de la caballería, música y amables juegos, se agotaron en enojosos, míseros quehaceres; quienes vistieron siempre ricos paños, hubieron de defenderse con harapos de la intemperie; quienes tenían el paladar hecho a los manjares finos y el olfato a perfumes de Oriente, tuvieron que tratar con las pústulas hediondas, la carne lacerada y pobre, los excrementos… Tras su ejemplo, muchos serían, por generaciones y generaciones, los que, desengañados del mundo, acudieran a aquella nueva orden hospitalaria; pero nadie, nunca, con fervor tan delicado como estos dos nobles granadinos que, olvidados de sí mismos, no hallaban empleo demasiado ruin para su anhelo de mortificación: y en ésta, de espaldas a un mundo que con tan insensato rigor se flagelaba, hallaron una alegría pura, secretísima a fuerza de patente y fácil.
Con todo, faltábales aún triunfar de una ocurrencia tan cruel que hubo de sacudirles hasta las más hondas raicillas del alma. Véase cómo este golpe descargó sobre sus cabezas. Fue el caso que, para castigo de violentos y perfección de piadosos, quiso el cielo enviar una plaga sobre los contumaces crímenes en que Granada hervía: su terror disolvió de repente el encono que exhortaciones y amenazas no habían logrado apaciguar en años; su ira tremebunda anonadaba las viles rencillas de enemigos irreconciliables; adelantábase la muerte a la muerte, disputando presas a la venganza; las premeditadas víctimas sucumbían antes a la peste que al acero, y ¡cuántas veces no irían a encontrarse allí, en la hacinada multitud de la fosa común, con sus defraudados enemigos!… Las puertas y ventanas estaban atrancadas, contenidos los alientos, en tregua de ambiciones y faenas. Y aquel puñado de hermanos hospitalarios que, unidos a Juan de Dios, habían hecho profesión de aliviar las flaquezas de los dolientes, debían descuidarlos ahora, muchas veces en la peor necesidad, para aplicar su misericordia al entierro de los muertos. Eran ya días y semanas sin reposo, sin respiro, sin esperanza.
– ¡Hasta cuándo, Señor! -había exclamado Juan de Dios cierta mañana, alzando los ojos hacia el azul indiferente desde el espeso gentío que acarreaba hasta sus puertas la miseria. Una gran multitud reunía allí sus mil imploraciones, atraída en la necesidad por la fama de una dedicación qué, siendo infalible, había cobrado nombre de milagrosa. «¡Hasta cuándo, Señor!», fue su plegaria. Y al bajar los ojos y derramar de nuevo su mirada sobre aquellos desdichados que se disputaban la asistencia y el consuelo de una bendición del santo, distinguió entre la turba, pugnando por abrirse paso, extendidos los brazos y gritándole algo que la algarabía de los suplicantes no dejaba oír, a aquel muchacho, Antón, que después de haberse prestado a curarle una herida, fue portador durante algún tiempo de las limosnas enviadas por su dueña al hospital. ¿Cuándo hacía que dejara de venir con el regalo de sus mandatos y su risa ufana? ¿No había sido la última vez, aquella en que trajo un espléndido presente, ofrecido por ella en vísperas de su boda?; luego, había desaparecido. ¿Cuánto tiempo hacía de eso?… Y ¡cómo estaba cambiado su aspecto -no, no podía hacer mucho-, cómo estaba cambiado de entonces acá! También ahora llegaba a tender las manos; pero ya no con ofrendas, sino flaco, menesteroso y angustiado. Juan de Dios le tomó de ellas, le atrajo hacia adentro y escuchó sus cuitas. ¿Qué había sido de su vida? ¿Y qué quería, qué necesitaba? ¡Dijera por favor!
Pero el muchacho no tenía más que una sola frase. Clamaba, consternado: – ¡Mi señora, Juan! ¡Se me muere!
Bebió agua, sosegóse al fin un poco. Después contó de qué manera había penetrado el mal en la casa de sus amos y, tras de cebarse en algunos de los sirvientes, para igualar a pobres y ricos atacó también al anciano dueño, cuyas fuerzas tuvieron pronto término.
– Muerto mi señor, todos los criados huyen, despavoridos; por salvar la vida, largaron el lastre del agradecimiento… Y, ahora, Juan, ahora es ella, doña Elvira, mi dueña, quien está a la muerte… Mientras al padre le quedó aliento, se mantuvo en pie la hija; mas ahora… Y ¿qué puedo hacer yo, solo? ¡Socórreme, Juan! ¡Vamos, anda, ven conmigo!
– Pero aguarda un momento, escucha; dime ¿nadie de la familia ha quedado? ¿Y el esposo?
– ¿Qué esposo, Dios me valga? ¿Pero no sabes que ni siquiera llegó a desposarse mi doña Elvira? ¡Ay! No lo sabes, es cierto-. Pues habrás de saber que desde aquella fiesta de los desposorios ya no hubo día bueno en la casa… Vamos, Juan: por el camino te contaré.
– Cuenta, cuenta: ¿qué ocurrió?
– ¿Qué? Llegó la fiesta, y todo era maravilla. ¡Qué fiesta, Juan! Músicas, dulces, cohetes, refrescos, perfumes… Tú, Juan, de seguro no has visto nunca nada semejante.
– Gran casa la tuya, ¿no?
– ¡Grande! ¿Qué te podría decir?… A cada momento procuraba yo entrar de nuevo a la sala, llevando una garrafa, pasando una bandeja, retirando las copas sucias… Pero, ¡ay de mí!, ¿qué importa ahora todo eso? La fiesta se estropeó, y éstas son las fechas en que aún no hemos sabido a punto fijo el porqué. Murmuraciones, claro es que no han faltado. Pero lo único seguro es que el novio salió de improviso; quedó la novia demudada, y no valió ya el disimulo de su turbación para evitar cuchicheos. Proseguía, sí, la fiesta; pero desde entonces nada iba concertado; algo había sucedido. Hasta que, un rato después -no sabría yo decir cuánto: mucho me pareció a mí-, vinieron a entregar un cofrecillo de parte de don Felipe, el novio ausente, y lo pusieron en manos de doña Elvira… Ahí sí fue el disolverse la reunión; pues ella -aún la veo- lo apretó contra su pecho y, sin tan siquiera abrirlo, huyó hacia su cuarto. Interrumpiéronse las músicas y, un poco más tarde, el viejo señor (¡que gloria haya!) encargada a un pariente despedir a los convidados con el anuncio de que su hija estaba indispuesta… Ha habido – ¡imagínate!- muchas habladurías acerca del cobrecillo: de cierto, cosa alguna. Tan sólo que desde ese punto y hora no quedó ya sino silencio, suspiros y duelos en la casa; tristeza, cansancio. La joven, esforzándose por aparecer serena; el viejo, recorriendo las galerías, paseos arriba, paseos abajo, un día y otro, las manos siempre a la espalda, que parecía írsele a ir el sentido… Hasta que esta peste vino a cortar su vida y sus pesares… Y ahora ¡también ella! ¿Por qué, por qué ella, Juan, sin otro pecado que su hermosura?…
– No otro, en verdad, hijo mío -confirmó, sentencioso, Juan de Dios. Y como Antón, con un destello de susto entre las lágrimas, quisiera penetrar la palabra del santo, le tranquilizó en seguida, puesta una mano en su cabeza: -No llores, criatura. Escucha: yo no podía irme ahora contigo y dejar a toda esa gente que espera a la puerta; pero te daré quienes te acompañen y velen mejor que yo a tu enferma.
Fue, pues, en busca de Felipe y Fernando Amor, y a ellos les encomendó cuidar de la apestada cuya vivienda les indicaría aquel muchacho. Sin demora, se pusieron en marcha los tres. Mal hubiera podido, en su apresuramiento y ansiedad, reconocer Antoñico al caballero soberbio desaparecido en plena fiesta de desposorios, bajo la apariencia miserable e inválida de uno de los humillados mozos que ahora seguían sus pasos hacia la morada de doña Elvira. En cuanto a don Felipe, jamás, ni entonces ni nunca, había reparado en el paje de su abandonada novia. Juntos iban sin conocerse ni sospecharse. En cambio, don Fernando, que por primera vez lo veía, experimentaba a su presencia alguna especie de inexplicable, confuso, angustioso, presentimiento… Ensimismados, taciturnos, atravesaron la ciudad solitaria. Sus pasos resonaban en las callejuelas, ante las cerradas ventanas; por las esquinas huían los perros; sólo agua y cielo y los pajarillos del aire parecían inocentes en Granada. Andaban ellos sin cambiar palabra; avanzaban y, conforme avanzaban, crecía la opresión de sus corazones. Casi que les estallan en el pecho cuando, llegados a una calle que le era a todo familiar, el guía se detuvo ante la temida puerta, y entró en el zaguán, y empujó la cancela y se metió en el patio. Miradas de espanto se cruzaron entre los dos hombres. Pero su vacilación no duró más de una centella: ninguno de ellos ñaqueó en la prueba. Escaleras arriba, siguiendo juntos hasta llegar a la alcoba por la que un tiempo habían batido de acuerdo sus corazones enemigos…
Inútil parece proseguir: lo que importa, queda dicho. Encontraron muerta ya a doña Elvira en la casa desierta. Al verla, cayeron de rodillas a ambos lados de su cuerpo y encomendaron su alma a Dios, mientras que, a los pies de la cama, se retorcía Antoñico en alaridos y sollozos. A don Fernando correspondió el triste privilegio de amortajarla con sus manos; entre tanto, colgados los inútiles brazos, contemplaba don Felipe el horrible estrago de la muerte. ¡Qué dolor!… Sobre el macilento pecho, una crucecita de oro relucía.
Pasó la peste, dejando a Granada en más desolación que arrepentimiento. Fue balde de agua volcado sobre una hoguera furiosa: lleno de escoceduras y llagas, se queja el fuego y ya dimite: cede, parece que va a sucumbir; pero es sólo para recobrarse luego con mayor ferocidad. Todo aquel encarnizamiento, apenas contenido por la plaga, debía explotar años más tarde en la sublevación de los moriscos, a cuyas resultas se remonta la postración en que todavía, hasta hoy, languidece el antiguo reino. Pero, con todo, algunos pocos escarmentados, desengañados o advertidos, acudieron por entonces en busca de nueva vida junto al maestro Juan de Dios, engrosando así aquella pequeña comunidad que, bajo su ejemplo, había luchado contra la plaga, vencido el terror y salvado el nombre de humanidad, sin que la peste misma se atreviera contra su heroísmo piadoso: pues ninguna de las abnegadas cabezas -como se refería con admiración, achacándolo a milagro- había sido marcada por su dedo. Y esta señal de bendición fue lo que más movió a la gente en favor de la santa compañía. Entre todos sus seguidores, Juan de Dios prefirió siempre en secreto a aquellos dos caballeros de quienes aquí se habla, don Felipe y don Fernando Amor, asistentes suyos en los más rudos trabajos; y cuando sintió acercársele la hora del tránsito, a ellos eligió para testigos únicos de su muerte: los llamó a su lado y les pidió su ayuda para levantarse del lecho, pues había perdido sus últimas fuerzas. Abrazado al cuello de Felipe, sostenido en los brazos de Fernando, irguió su cuerpo flaco; e hincándose de rodillas sobre la estera de esparto, apoyados en el jergón los codos, y entre las manos juntas un crucifijo, tal como se lo puede ver en el cuadro, estuvo orando hasta el final, mientras los dos hermanos lloraban en silencio, apartados a un rincón…