El Juguete Rabioso - Arlt Roberto 2 стр.


Después de almorzar, a la hora en que las calles están desiertas, discretamente trajeados salíamos a recorrer las calles de Flores o Caballito.

Nuestras herramientas de trabajo eran:

Una pequeña llave inglesa, un destornillador y algunos periódicos para empaquetar lo hurtado.

Donde un cartel anunciaba una propiedad en alquiler, nos dirigíamos a solicitar referencias; compuestos los modales y compungido el rostro. Parecíamos los monaguillos de Caco.

Una vez que nos habían facilitado las llaves, con objeto de conocer las condiciones de habitabilidad de las casas en alquiler, salíamos presurosamente.

Aún no he olvidado la alegría que experimentaba al abrir las puertas. Entrábamos violentamente; ávidos de botín recorríamos las habitaciones tasando de rápidas miradas la calidad de lo robable.

Si había instalación de luz eléctrica, arrancábamos los cables, portalámparas y timbres, las lámparas y los conmutadores, las arañas, las tulipas y las pilas; del cuarto de baño, por ser niqueladas, las canillas y las de la pileta por ser de bronce, y no nos llevábamos puertas o ventanas para no convertirnos en mozos de cordel.

Trabajábamos instigados de cierta jovialidad dolorosa, un nudo de ansiedad detenido en la garganta, y con la presteza de los transformistas en las tablas, riéndonos sin motivo, temblando por nada.

Los cables colgaban en pingajos de los plafones desconchados por la brusquedad del esfuerzo; trozos de yeso y argamasa manchaban los pisos polvorientos; en la cocina los caños de plomo deshilachaban un interminable reguero de agua, y en pocos segundos teníamos la habilidad de disponer la vivienda para una costosa reparación.

Después Irzubeta o yo entregábamos las llaves y con rápidos pasos desaparecíamos.

El lugar del reencuentro era siempre la trastienda de un plomero, cierto cromo de Cacaseno con cara de luna, crecido en años, vientre y cuernos, porque sabíase que toleraba con paciencia franciscana las infidelidades de su esposa.

Cuando indirectamente se le hacía reconocer su condición, él replicaba con mansedumbre pascual que su esposa padecía de los nervios, y ante argumentos de tal solidez científica, no cabía sino el silencio.

Sin embargo, para sus intereses era un águila.

El patizambo revisaba meticulosamente nuestro hatillo, sopesaba los cables, probaba las lámparas con objeto de verificar si estaban quemados los filamentos, oliscaba las canillas y con paciencia desesperante calculaba y descalculaba, hasta terminar por ofrecernos la décima parte de lo que valía lo robado a precio de costo.

Si discutíamos o nos indignábamos, el buen hombre levantaba las pupilas bovinas, su cara redonda sonreía con sacarronería, y sin dejarnos replicar, dándonos festivas palmaditas en las espaldas, nos ponía en la puerta de la calle con la mayor gracia del mundo y el dinero en la palma de la mano.

Pero no se vaya a creer que circunscribíamos nuestras hazañas sólo a las casas desalquiladas. ¡Quiénes como nosotros para el ejercicio de la garra!

Avizorábamos continuamente las cosas ajenas. En las manos teníamos una prontitud fabulosa, en la pupila la presteza de ave de rapiña. Sin apresurarnos y con la rapidez con que cae un gerifalte sobre cándida paloma, caíamos nosotros sobre lo que no nos pertenecía.

Si entrábamos en un café y en una mesa había un cubierto olvidado o una azucarera y el camarero se distraía, hurtábamos ambas; y ya en los mostradores de cocina o en cualquier otro recoveco, encontrábamos lo que creíamos necesario para nuestro común beneficio.

No perdonábamos taza ni plato, cuchillos ni bolas de billar, y bien claro recuerdo que una noche de lluvia, en un café muy concurrido, Enrique se llevó bonitamente un gabán y otra noche yo un bastón con puño de oro.

Nuestros ojos giraban como bolas y se abrían como platos investigando su provecho, y en cuanto distinguíamos lo apetecido, allí estábamos sonrientes, despreocupados y dicharacheros, los dedos prontos y la mirada bien escudriñadora, para no dar golpe en falso como rateros de tres al cuarto.

En los comercios ejercitábamos también esta limpia habilidad, y era de ver y no creer como engatusábamos a los mozuelos que atienden el mostrador en tanto que el amo duerme la siesta.

Con un pretexto u otro, Enrique llevaba el muchacho a la vidriera de la calle, para que le cotizara precio de ciertos artículos, y si no había gente en el despacho yo prontamente abría una vitrina y me llenaba los bolsillos de cajas de lápices, tinteros artísticos, y sólo una vez pudimos sangrar de su dinero a un cajón sin timbre de alarma, y otra vez en una armería llevamos un cartón con una docena de cortaplumas de acero dorado y cabo de nácar.

Cuando durante el día no habíamos podido hacernos con nada, estábamos cariacontecidos, tristes de nuestra torpeza, desengañados de nuestro porvenir.

Entonces rondábamos malhumorados, hasta que se ofrecía algo en que desquitarnos.

Mas cuando el negocio estaba en auge y las monedas eran reemplazadas por los sabrosos pesos, esperábamos a una tarde de lluvia y salíamos en automóvil. ¡Qué voluptuosidad entonces recorrer entre cortinas de agua las calles de la ciudad! Nos repantigábamos en los almohadones mullidos, encendíamos un cigarrillo, dejando atrás las gentes apuradas bajo la lluvia, nos imaginábamos que vivíamos en París, o en la brumosa Londres. Soñábamos en silencio, la sonrisa posada en el labio condescendiente.

Después, en una confitería lujosa, tomábamos chocolate con vainilla, y saciados regresábamos en el tren de la tarde, duplicadas las energías por la satisfacción del goce proporcionado al cuerpo voluptuoso, por el dinamismo de todo lo circundante que con sus rumores de hierro gritaba en nuestras orejas:

"¡Adelante, adelante!"

Decía yo a Enrique cierto día:

– Tenemos que formar una verdadera sociedad de muchachos inteligentes.

– La dificultad está en que pocos se nos parecen -argüía Enrique.

– Sí, tenés razón; pero no han de faltar.

Pocas semanas después de hablado esto, por diligencia de Enrique, se asoció a nosotros cierto Lucio, un majadero pequeño de cuerpo y lívido de tanto masturbarse, todo esto junto a una cara tan de sinvergüenza que movía a risa cuando se le miraba

Vivía bajo la tutela de unas tías ancianas y devotas que en muy poco o en nada se ocupaban de él. Este badulaque tenía una ocupación favorita orgánica, y era comunicar las cosas más vulgares adoptando precauciones como si se tratara de tremebundos secretos. Esto lo hacía mirando de través y moviendo los brazos a semejanza de ciertos artistas de cinematógrafo que actúan de granujas en barrios de murallas grises.

– De poco nos servirá este energúmeno -dije a Enrique; mas como aportaba el entusiasmo del neófito a la reciente cofradía, su decisión entusiasta, ratificada por un gesto rocambolesco, nos esperanzó.

Como es de rigor no podíamos carecer de local donde reunirnos y le denominamos, a propuesta de Lucio, que fue aceptada unánimemente, el Club de los Caballeros de la Media Noche.

Dicho club estaba en los fondos de la casa de Enrique, frente a una letrineja de muros negruzcos y revoques desconchados, y consistía en una estrecha pieza de madera polvorienta, de cuyo techo de tablas pendían largas telas de araña. Arrojados por los rincones había montones de títeres inválidos y despintados, herencia de un titiritero fracasado amigo de los Irzubeta, cajas diversas con soldados de plomo atrozmente mutilados, hediondos bultos de ropa sucia y cajones atiborrados de revistas viejas y periódicos.

La puerta del cuchitril se abría a un patio oscuro de ladrillos resquebrajados, que en los días lluviosos rezumaban fango.

– ¿No hay nadie, che?

Enrique cerró el enclenque postigo por cuyos vidrios rotos se veían grandes rulos de nubes de estaño.

– Están adentro charlando.

Nos ubicamos lo más buenamente posible. Lucio ofreció cigarrillos egipcios, formidable novedad para nosotros, y con donaire encendió la cerilla en la suela de sus zapatos. Dijo después:

– Vamos a leer el "Diario de sesiones".

Para que nada faltara en el susodicho club, había también un "Diario de sesiones" en el que se consignaban los proyectos de los asociados, y también un sello, un sello rectangular que Enrique fabricó con un corcho y en el que se podía apreciar el emocionante espectáculo de un corazón perforado por tres puñales.

Dicho diario se llevaba por turno, el final de cada acta era firmado, y cada rúbrica llevaba su sello correspondiente.

Allí podían leerse cosas como las que siguen:

Propuesta de Lucio. Para robar en el futuro sin necesidad de ganzúa, es conveniente sacar en cera virgen los modelos de las llaves de todas las casas que se visiten.

Propuesta de Enrique. También se hará un plano de la casa de donde se saque prueba de llaves. Dichos planos se archivarán con los documentos secretos de la orden y tendrán que mencionar todas las particularidades del edificio para mayor comodidad del que tenga que operar.

Acuerdo general de la orden. Se nombra dibujante y falsificador del club al socio Enrique.

Propuesta de Silvio. Para introducir nitroglicerina en un presidio, tómese un huevo, sáquese la clara y la yema y por medio de una jeringa se le inyecta el explosivo.

Si los ácidos de la nitroglicerina destruyen la cáscara del huevo, fabríquese con algodón pólvora una camiseta. Nadie sospechará que la inofensiva camiseta es una carga explosiva.

Propuesta de Enrique. El club debe contar con una biblioteca de obras científicas para que sus cofrades puedan robar y matar de acuerdo a los más modernos procedimientos industriales. Además, después de pertenecer tres meses al club, cada socio está obligado a tener una pistola Browning, guantes de goma y 100 gramos de cloroformo. El químico oficial del club será el socio Silvio.

Propuesta de Lucio. Todas las balas deberán estar envenenadas con ácido prúsico y se probará su poder tóxico cortándose de un tiro la cola a un perro. El perro tiene que morir a los diez minutos.

– Che, Silvio.

– ¿Qué hay? -dijo Enrique.

– Pensaba una cosa. Habría que organizar clubes en todos los pueblos de la república.

– No, lo principal -interrumpí yo- está en ponernos prácticos para actuar mañana. No importa ahora ocuparnos de macanitas.

Lucio acercó un bulto de ropa sucia que le servía de otomana. Proseguí:

– El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además, la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia.

Dijo Enrique:

– Dejémonos de retóricas y vamos a tratar un caso interesante. Aquí, en el fondo de la carnicería (la pared de la casa de Irzubeta era medianera respecto a dicho fondo) hay un gringo que todas las noches guarda el auto y se va a dormir a una piecita que alquila en un caserón de la calle Zamudio. ¿Qué te parece, Silvio, que le evaporemos el magneto y la bocina?

– ¿Sabés que es grave?

– No hay peligro, che. Saltamos por la tapia. El carnicero duerme como una piedra. Eso sí, hay que ponerse guantes.

– ¿Y el perro?

– ¿Y para qué lo conozco yo al perro?

– Me parece que se va a armar una bronca.

– ¿Qué te parece, Silvio?

– Pero date cuenta que sacamos más de cien mangos por el magneto.

– El negocio es lindo, pero vidrioso.

– ¿Te decidís vos, Lucio?

– ¿La prensa?… y claro…, me pongo los pantalones viejos, no se me rompa el "jetra"…

– ¿Y vos, Silvio?

– Yo rajo en cuanto la vieja duerma.

– ¿Y a qué hora nos encontramos?

– Mirá, che, Enrique. El negocio no me gusta.

– ¿Por qué?

– No me gusta. Van a sospechar de nosotros. Los fondos… El perro que no ladra… si a mano viene dejamos rastros… no me gusta. Ya sabés que no le hago ascos a nada, pero no me gusta. Es demasiado cerca y la "yuta" tiene olfato.

– Entonces no se hace.

Sonreímos como si acabáramos de sortear un peligro.

Así vivíamos días de sin par emoción, gozando el dinero de los latrocinios, aquel dinero que tenía para nosotros un valor especial y hasta parecía hablarnos con expresivo lenguaje.

Los billetes de banco parecían más significativos con sus imágenes coloreadas, las monedas de níquel tintineaban alegremente en las manos que jugaban con ellas juegos malabares. Sí, el dinero adquirido a fuerza de trapacerías se nos fingía mucho más valioso y sutil, impresionaba en una representación de valor máximo, parecía que susurraba en las orejas un elogio sonriente y una picardía incitante. No era el dinero vil y odioso que se abomina porque hay que ganarlo con trabajos penosos, sino dinero agilísimo, una esfera de plata con dos piernas de gnomo y barba de enano, un dinero truhanesco y bailarín, cuyo aroma como el vino generoso arrastraba a divinas francachelas.

Nuestras pupilas estaban limpias de inquietud, osaría decir que nos nimbaba la frente un halo de soberbia y audacia. Soberbia de saber que al conocer nuestras acciones hubiéramos sido conducidos ante un juez de instrucción.

Sentados en torno de la mesa de un café, a veces departíamos:

– ¿Qué harías vos ante el juez del crimen?

– Yo -respondía Enrique- le hablaría de Darwin y de Le Dantec (Enrique era ateo).

– ¿Y vos, Silvio?

– Negar siempre, aunque me cortaran el pescuezo.

– ¿Y la goma?

Nos mirábamos espantados. Teníamos horror de la "goma", ese bastón que no deja señal visible en la carne; el bastón de goma con que se castiga el cuerpo de los ladrones en el Departamento de Policía cuando son tardíos en confesar su delito.

Con ira mal reprimida, respondí: A mí no me cachan. Antes matar.

Cuando pronunciábamos esta palabra los nervios del rostro distendíanse, los ojos permanecían inmóviles, fijos en una ilusoria hecatombe distante, y las ventanillas de la nariz se dilataban aspirando el olor de la pólvora y de la sangre.

– Por eso hay que envenenar las balas -repuso Lucio.

– Y fabricar bombas -continué-. Nada de lástima. Hay que reventarlos, aterrorizar a la cana. En cuanto estén descuidados, balas… A los jueces, mandarles bombas por correo…

Así conversábamos en torno de la mesa del café, sombríos y gozosos de nuestra impunidad ante la gente, ante la gente que no sabía que éramos ladrones, y un espanto delicioso nos apretaba el corazón al pensar con qué ojos nos mirarían las nuevas doncellas que pasaban, si supieran que nosotros, tan atildados y jóvenes, éramos ladrones… ¡Ladrones!…

Próximamente a las doce de la noche me reuní en un café con Enrique y Lucio a ultimar los detalles de un robo que pensábamos efectuar.

Escogiendo el rincón más solitario, ocupamos una mesa junto a una vidriera.

Menuda lluvia picoteaba el cristal en tanto la orquesta desgarraba la postrera brama de un tango carcelario.

– ¿Estás seguro, Lucio, de que los porteros no están?

– Segurísimo. Ahora hay vacaciones y cada uno tira por su lado.

Tratábamos nada menos que de despojar la biblioteca de una escuela.

Enrique, pensativo, apoyó la mejilla en una mano. La visera de la gorra le sombreaba los ojos.

Yo estaba inquieto.

Lucio miraba en torno con la satisfacción de un hombre para quien la vida es amable. Para convencerme de que no existía ningún peligro, frunció los superciliares y confidencialmente me comunicó por décima vez:

– Yo sé el camino. ¿Qué te preocupás? No hay más que saltar la verja que da a la calle y al patio. Los porteros duermen en una sala separada del tercer piso. La biblioteca está en el segundo y al lado opuesto.

– El asunto es fácil, eso es de cajón -dijo Enrique-, el negocio sería bonito si uno pudiera llevarse el Diccionario enciclopédico.

– ¿Y en qué llevamos veintiocho tomos? Estás loco vos…, a menos que llames a un carro de mudanzas.

Pasaron algunos coches con la capota desplegada y la alta claridad de los arcos voltaicos, cayendo sobre los árboles, proyectaba en el afirmado largas manchas temblorosas. El mozo nos sirvió café. Continuaban desocupadas las mesas en redor, los músicos charlaban en el palco, y del salón de billares llegaba el ruido de tacos con que algunos entusiastas aplaudían una carambola complicadísima.

– ¿Vamos a jugar un tute arrastrado?

– Dejate de tute, hombre.

– Parece que llueve.

– Mejor -dijo Enrique-. Estas noches agradaban a Montparnasse y a Tenardhier. Tenardhier decía: "Más hizo Juan Jacobo Rousseau." Era un ranún el Tenardhier ése, y esa parte del caló es formidable.

– ¿Llueve todavía?

Volví los ojos a la plazoleta.

El agua caía oblicuamente, y entre dos hileras de árboles el viento la ondulaba en un cortinado gris.

Mirando el verdor de los ramojos y follajes iluminados por la claridad de plata de los arcos voltaicos, sentí, tuve una visión en parques estremecidos en una noche de verano, por el rumor de las fiestas plebeyas y de los cohetes rojos reventando en lo azul. Esa evocación inconsciente me entristeció.

De aquella última noche azarosa conservo lúcida memoria.

Los músicos desgarraron una pieza que en la pizarra tenía el nombre de "Kiss-me"

En el ambiente vulgar, la melodía onduló el ritmo trágico y lejano. Diría que era la voz de un coro de emigrantes pobres en la sentina de una trasatlántico mientras el sol se hundía en las pesadas aguas verdes.

Recuerdo cómo me llamó la atención el perfil de un violinista de cabeza socrática y calva resplandeciente. En su nariz cabalgaban anteojos de cristales ahumados y se reconocía el esfuerzo de aquellos ojos cubiertos, por la forzada inclinación del cuello sobre el atril.

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