Lucio me preguntó:
– ¿Seguís con Eleonora?
– No, ya cortamos. No quiere ser más mi novia.
– ¿Por qué?
– Porque sí.
La imagen adunada al langor de los violines me penetró con violencia. Era un llamado de mi otra voz, a la mirada de su rostro sereno y dulce. ¡Oh!, cuánto me había extasiado de pena su sonrisa ahora distante, y desde la mesa, con palabras de espíritu le hablé de esta manera, mientras gozaba una amargura más sabrosa que una voluptuosidad.
¡Ah!, si yo hubiera podido decirte lo que te quería, así con la música del 'Kiss-me'… disuadirte con este llanto… entonces quizá… pero ella me ha querido también… ¿no es verdad que me quisiste, Eleonora?"
– Dejó de llover… Salgamos.
– Vamos.
Enrique arrojó unas monedas en la mesa. Me preguntó:
– ¿Tenés el revólver?
– Sí.
– ¿No fallará?
– El otro día lo probé. La bala atravesó dos tablones de albañil.
Irzubeta agregó:
– Si va bien en ésta me compro una Browning; pero por las dudas traje un puño de fierro.
– ¿Está despuntado?
– No, tiene cada púa que da miedo.
Un agente de policía cruzó el herbero de la plaza hacia nosotros.
Lucio exclamó en voz alta, lo suficiente para ser escuchado del polizonte:
– ¡Es que el profesor de geografía me tiene rabia, che, me tiene rabia!
Cruzada la diagonal de la plazoleta, nos encontramos frente a la muralla de la escuela, y allí notamos que comenzaba a llover otra vez.
Rodeaba el edificio esquinero una hilera de copudos plátanos, que hacía densísima la obscuridad en el triángulo. La lluvia musicalizaba un ruido singular en el follaje.
Alta verja mostraba sus dientes agudos uniendo los dos cuerpos de edificio, elevados y sombríos.
Caminando lentamente escudriñábamos en la sombra; después sin pronunciar palabra trepé por los barrotes, introduje un pie en el aro que eslabonaba cada dos lanzas, y de un salto me precipité al patio, permaneciendo algunos segundos en la posición de caído, esto es, en cuclillas, inmóviles los ojos, tocando con las yemas de los dedos las baldosas mojadas.
– No hay nadie, che -susurró Enrique, que acababa de seguirme.
– Parece que no, ¿pero qué hace Lucio que no baja? En las piedras de la calle escuchamos el choque acompasado de herraduras, después se oyó otro caballo al paso, y en las tinieblas el ruido fue decreciendo.
Sobre las lanzas de hierro, Lucio asomó la cabeza. Apoyó el pie en un travesaño y se dejo caer con tal sutileza que en el mosaico apenas crujió la suela de su calzado.
– ¿Quién pasó, che?
– Un oficial inspector y un vigilante. Yo me hice el que esperaba el "bondi".
– Pongámonos los guantes, che.
– Cierto, con la emoción se me olvidaba.
– Y ahora, ¿a dónde se va? Esto es más oscuro que…
– Por aquí…
Lucio ofició de guía, yo desenfundé el revólver y los tres nos dirigimos hacia el patio cubierto por la terraza del segundo piso.
En la oscuridad se distinguía inciertamente una columnata.
Súbitamente me estremeció la conciencia de una supremacía tal sobre mis semejantes, que estrujando fraternalmente el brazo de Enrique, dije:
– Vamos muy despacio -e imprudentemente, abandoné el paso mesurado, haciendo resonar el taco de mis botines.
En el perímetro del edificio, los pasos repercutieron multiplicados.
La certeza de una impunidad absoluta contagió de optimista firmeza a mis camaradas, y reímos con tan estridentes carcajadas, que desde la calle oscura nos ladró tres veces un perro errante.
Jubilosos de abochornar el peligro a bofetadas de coraje, hubiéramos querido secundarlo con la claridad de una fanfarria y la estrepitosa alegría de un pandero, despertar a los hombres, para demostrar qué regocijo nos engrandece las almas cuando quebrantamos la ley y entramos sonriendo en el pecado.
Lucio, que marchaba encabezándonos, se volvió:
– Hago moción para asaltar el Banco de la Nación dentro de algunos días.
– Vos, Silvio, abrís las cajas con tu sistema de arco voltaico.
– Bonnot desde el infierno debe aplaudirnos -dijo Enrique.
– Vivan los apaches Lacombe y Valet -exclamé.
– Eureka -gritó Lucio.
– ¿Qué te pasa?
El mancebo respondió:
– Ya está… ¿no te decía Lucio? Si tienen que levantarte una estatua… ya está, ¿saben lo que es?
Nos agrupamos en torno de él.
– ¿Se fijaron? ¿Te fijaste vos, Enrique, en la joyería que está al lado del Cine Electra?… En serio, che; no te rías. La letrina del cine no tiene techo… me acuerdo lo más bien; de allí podríamos subir a los techos de la joyería. Se sacan unas entradas a la noche y antes de que termine la función uno se escurre. Por el agujero de la llave se inyecta cloroformo con una pera de goma.
– Cierto, ¿sabés, Lucio, que será un golpe magnífico?… y quién va a sospechar de unos muchachos. El proyecto hay que estudiarlo.
Encendí un cigarrillo, y al resplandor de la ceriila descubrí una escalera de mármol.
Nos lanzamos escalera arriba.
Llegando al pasadizo, Lucio con su linterna eléctrica iluminó el lugar, un paralelogramo restringido, prolongado a un costado por oscuro pasillo. Clavado al marco de madera de la puerta, había una chapa esmaltada cuyos caracteres rezaban: "Biblioteca".
Nos aproximamos a reconocerla. Era antigua y sus altas hojas, pintadas de verde, dejaban el intersticio de una pulgada entre los zócalos y el pavimento.
Por medio de una palanca se podía hacer saltar la cerradura de sus tornillos.
– Vamos primero a la terraza -dijo Enrique-. Las cornisas están llenas de lámparas eléctricas.
En el corredor encontramos una puerta que conducía a la terraza del segundo piso. Salimos. El agua chasqueaba en los mosaicos del patio, y junto a un alto muro alquitranado, el vívido resplandor de un relámpago descubrió una garita de madera, cuya puerta de tablas permanecía entreabierta.
A momentos la súbita claridad de un rayo descubría un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente, con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte.
Penetramos a la garita. Lucio encendió otra vez su linterna.
En los rincones del cuartujo estaban amontonadas bolsas de aserrín, trapos de fregado, cepillos y escobas nuevas. El centro lo ocupaba una voluminosa cesta de mimbre.
– ¿Qué habrá ahí dentro? -Lucio levantó la tapa.
– Bombas.
– ¿A ver?
Codiciosos nos inclinamos hacia la rueda luminosa que proyectaba la linterna. Entre el aserrín brillaban cristalinas esfericidades de lámparas de filamento.
– ¿No estarán quemadas?
– No, las habrían tirado -mas, para convencernos, diligente examiné los filamentos en su geometría. Estaban intactos.
Ávidamente robábamos en silencio, llenando los bolsillos, y no pareciéndonos suficiente cogimos una bolsa de tela que también llenamos de lámparas. Lucio, para evitar que tintinearan, cubrió los intersticios de aserrín.
En el vientre de Irzubeta el pantalón marcaba una protuberancia enorme. Tantas lámparas había ocultado allí.
– Miralo a Enrique, está preñado.
La chuscada nos hizo sonreír.
Prudentemente nos retiramos. Como lejanas campanillitas sonaban las peras de cristal.
Al detenernos frente a la biblioteca, Enrique invitó:
– Mejor que entremos a buscar libros.
– ¿Y con qué abrimos la puerta?
– Yo vi una barra de fierro en la piecita.
– ¿Sabés qué hacemos? Las lámparas las empaquetamos, y como la casa de Lucio es la que está más cerca, puede llevárselas.
El granuja barbotó:
– ¡Mierda! Yo solo no salgo… no quiero ir a dormir a la leonera.
¡La pecadora traza del granuja! Habíasele saltado el botón del cuello, y su corbata verde se mantenía a medias sobre la camisa de pechera desgarrada. Añadid a esto una gorra con la visera sobre la nuca, la cara sucia y pálida, los puños de la camisa desdoblados en torno de los guantes, y tendréis la desfachatada estampa de ese festivo masturbador injertado en un conato de reventador de pisos.
Enrique, que terminaba de alinear sus lámparas, fue a buscar la barra de hierro.
Lucio rezongó:
– Qué rana es Enrique, ¿no te parece?, largarme de carnada a mí solo.
– No macaniés. De aquí a tu casa hay sólo tres cuadras. Bien podías ir y venir en cinco minutos.
– No me gusta.
– Ya sé que no te gusta… no es ninguna novedad que sos puro aspamento.
– ¿Y si me encuentra un cana?
– Rajá; ¿para qué tenés piernas?
Sacudiéndose como un perro de aguas, entró Enrique.
– ¿Y ahora?
– Dame, vas a ver.
Envolví el extremo de la palanca en un pañuelo, introduciéndola en el resquicio, mas reparé que en vez de presionar hacia el suelo debía hacerlo en dirección contraria.
Crujió la puerta y me detuve.
– Apretá un poco más -chistó Enrique.
Aumentó la presión y renovóse el alarmante chirrido.
– Dejame a mí.
El empuje de Enrique fue tan enérgico, que el primitivo rechinamiento estalló en un estampido seco.
Enrique se detuvo y permanecimos inmóviles…, alelados.
– ¡Qué bárbaro! -protestó Lucio.
Podíamos escuchar nuestras anhelantes respiraciones. Lucio involuntariamente apagó la linterna y esto, aunado al espanto primero, nos detuvo en la posición de acecho, sin el atrevimiento de un gesto, con las manos temblorosas y extendidas.
Los ojos taladraban esa oscuridad; parecían escuchar, recoger los sonidos insignificantes y postreros. Aguda hiperestesia parecía dilatarnos los oídos y permanecíamos como estatuas, entreabiertos los labios en la expectativa.
– ¿Qué hacemos? -murmuró Lucio.
El miedo se quebrantó.
No sé qué inspiración me impulsó a decir a Lucio:
– Tomá el revólver y andate a vigilar la entrada de la escalera, pero abajo. Nosotros vamos a trabajar.
– ¿Y las bombas quién las envuelve?
– ¿Ahora te interesan las bombas?… Andá, no te preocupés.
Y el gentil perdulario desapareció después de arrojar al aire el revólver y recogerlo en su vuelo con un cinematográfico gesto de apache.
Enrique abrió cautelosamente la puerta de la biblioteca.
Se pobló la atmósfera de olor a papel viejo, y a la luz de la linterna vimos huir una araña por el piso encerado.
Altas estanterías barnizadas de rojo tocaban el cielo raso, y la cónica rueda de luz se movía en las oscuras librerías, iluminando estantes cargados de libros.
Majestuosas vitrinas añadían un decoro severo a lo sombrío, y tras de los cristales, en los lomos de cuero, de tela y de pasta, relucían las guardas arabescas y títulos dorados de los tejuelos.
Irzubeta se aproximó a los cristales.
Al soslayo le iluminaba la claridad refleja y como un bajorrelieve era su perfil de mejilla rechupada, con la pupila inmóvil y el cabello negro redondeando armoniosamente el cráneo hasta perderse en declive en los tendones de la nuca.
Al volver a mí sus ojos, dijo sonriendo:
– Sabés que hay buenos libros.
– Sí, y de fácil venta.
– ¿Cuánto hará que estamos?
– Más o menos media hora.
Me senté en el ángulo de un escritorio distante pocos pasos de la puerta, en el centro de la biblioteca, y Enrique me imitó. Estábamos fatigados. El silencio del salón oscuro penetraba nuestros espíritus, desplegándolos para los grandes espacios de recuerdo e inquietud.
– Decime, ¿por qué rompiste con Eleonora?
– Qué sé yo. ¿Te acordás? Me regalaba flores.
– ¿Y?
– Después me escribió unas cartas. Cosa rara. Cuando dos se quieren parece adivinarse el pensamiento. Una tarde de domingo salió a dar vuelta a la cuadra. No sé por qué yo hice lo mismo, pero en dirección contraria y cuando nos encontramos, sin mirarme alargó el brazo y me dio una carta. Tenía un vestido rosa té, y me acuerdo que muchos pájaros cantaban en lo verde.
– ¿Qué te decía?
– Cosas tan sencillas. Que esperara… ¿te das cuenta? Que esperara a ser más grande.
– Discreta.
– ¡Y qué seriedad, che Enrique! Si vos supieras. Yo estaba allí, contra el fierro de la verja. Anochecía. Ella callaba… a momentos me miraba de una forma… y yo sentía ganas de llorar… y no nos decíamos nada… ¿qué nos íbamos a decir?
– Así es la vida -dijo Enrique-, pero vamos a ver los libros. ¿Y el Lucio ése? A veces me da rabia. ¡Qué tipo vago!
– ¿Dónde estarán las llaves?
– Seguramente en el cajón de la mesa.
Registramos el escritorio, y en una caja de plumas las hallamos.
Rechinó una cerradura y comenzamos a investigar.
Sacando los volúmenes los hojeábamos, y Enrique que era algo sabedor de precios decía: "No vale nada", o "vale".
– Las montañas del oro.
– Es un libro agotado. Diez pesos te lo dan en cualquier parte.
– Evolución de la materia, de Lebón. Tiene fotografías.
– Me la reservo para mí -dijo Enrique.
– Rouquete, Química orgánica e inorgánica.
– Ponelo acá con los otros.
– Cálculo infinitesimal.
– Eso es matemáticá superior. Debe ser caro.
– ¿Y esto?
– ¿Cómo se llama?
– Charles Baudelaire. Su vida.
– A ver, alcanzá.
– Parece una bibliografía. No vale nada.
Al azar entreabría el volumen.
– Son versos.
– ¿Qué dicen?
Leí en voz alta:
Yo te adoro al igual de la bóveda nocturna
¡oh!, vaso de tristezas, ¡oh!, blanca taciturna.
"Eleonora -pensé-. Eleonora."
y vamos a los asaltos, vamos,
como frente a un cadáver, un coro de gitanos
– Che, ¿sabés que esto es hermosísimo? Me lo llevo para casa.
– Bueno, mirá, en tanto que yo empaqueto libros, vos arreglate las bombas.
– ¿Y la luz?
– Traétela aquí.
Seguí la indicación de Enrique. Trajinábamos silenciosos, y nuestras sombras agigantadas movíanse en el cielo raso y sobre el piso de la habitación, desmesuradas por la penumbra que ensombrecía los ángulos. Familiarizado con la situación de peligro, ninguna inquietud entorpecía mi destreza.
Enrique en el escritorio acomodaba los volúmenes y echaba un vistazo a sus páginas. Yo con amaño había terminado de envolver las lámparas, cuando en el pasillo reconocimos los pasos de Lucio.
Se presentó con el semblante desencajado, gruesas gotas de sudor le perlaban en la frente.
– Ahí viene un hombre… Entró recién… apaguen.
Enrique lo miró atónito y maquinalmente apagó la linterna; yo, espantado, recogí la barra de hierro que no recuerdo quién había abandonado junto al escritorio. En la oscuridad me ceñía la frente un cilicio de nieve.
El desconocido trepaba la escalera y sus pasos eran inciertos.
Repentinamente el espanto llegó a su colmo y me transfiguró.
Dejaba de ser el niño aventurero; se me envararon los nervios, mi cuerpo era una estatua ceñuda rebalsando de instintos criminales, una estatua erguida sobre los miembros tensos, agazapados en la comprensión del peligro.
– ¿Quién será? -suspiró Enrique.
Lucio respondió con el codo.
Ahora le escuchábamos más próximo, y sus pasos retumbaban en mis oídos, comunicando la angustia del tímpano atentísimo al temblor de la vena.
Erguido, con ambas manos sostenía la palanca encima de mi cabeza, presto para todo, dispuesto a descargar el golpe… y en tanto escuchaba, mis sentidos discernían con prontitud maravillosa el cariz de los sonidos, persiguiéndolos en su origen, definiendo por sus estructuras el estado psicológico del que los provocaba
Con vértigo inconsciente analizaba:
"Se acerca… no piensa… si pensara no pisaría así… arrastra los pies… si sospechara no tocaría el suelo con el taco… acompañaría el cuerpo en la actitud… siguiendo el impulso de las orejas que buscan el ruido y de los ojos que buscan el cuerpo, andaría en punta de pies… y él lo sabe… está tranquilo."