Una pléyade de críticos y, entre ellos, E. Irizarry (Teor ía, 201), R. Hiriart (Recursos, 71), M. Baquero Goyanes (1), K. Ellis (200-201), M. Joly (37-51), M. Bieder, R. Senabre Sempere (392-393) y J. Domínguez Caparrós (144), ha examinado el perspectivismo cervantino y orteguiano de Ayala en su novela de 1958. Acaso cabe interpretar la frecuente aparición de esa multitud de cambiantes perspectivas como la de una jauría de perros que luchan entre sí. Una vez más, Ayala se sitúa en la tradición de Cervantes, en cuya novela ejemplar Coloquio de los perros Cipión sermonea a Berganza, «Murmura, pica y pasa, y sea tu intención limpia, aunque la lengua no lo parezca» (165). Con una ejemplaridad a menudo negativa, el autor de Muertes de perro crea una abundancia de personajes de intención poco limpia. Pasemos revista a algunas de las siete voces que, según el censo de Rafael Lapesa (24), se hacen oír de modo directo a través de la novela: las del narrador principal Luis Pinedo, de su tía Loreto, del memorialista Tadeo Requena, de la huérfana de Luis Rosales, de su cuñada, de la abadesa Madre Práxedes y del embajador de España.
De los siete, son Pinedo y Requena quienes toman la palabra con mayor frecuencia, y suelen blandirla con crueldad hacia el prójimo. Del tono habitualmente empleado por Requena, escribe Pinedo, y no sin bastante fundamento, «de esa mordacidad que, como un ácido, destruye cuanto toca. ¡Qué atroz […] resulta el Tadeo Requena de las memorias!». Por otro lado, hay que matizar las opiniones de Pinedo, pues, según opina el dictador Bocanegra acerca de este sujeto, «Sólo un tipo como [él], amargado por su desgracia, podía destilar tanta hiel en unas cuantas líneas». Con perspicacia, el crítico José-Carlos Mainer caracteriza la perspectiva del inválido Luis Pinedo, presentándole como una paradoja viviente, una combinación de debilidad y fuerza, compuesta de «su inmovilidad y su capacidad de información» (XXXI). Intenta emplear su capacidad informativa para potenciar su inmovilidad, para darle sentido. Clavado a su sillón de ruedas, nadie le presta atención en una época de grandes disturbios políticos mientras recoge datos para establecer la historia de la época turbulenta que atraviesa. «Si mi invalidez sigue valiéndome», reflexiona Pinedo con un agudo juego de palabras, «es muy probable que lleguemos al final, y pueda contarlo… Porque esto ha de tener un final; y será menester que alguien lo cuente». Y este alguien aspira a sacar partido de su enfermedad, y a hacerse ilustre «por encima de todas las cabezas, con el solo mérito de haber salvado de la destrucción y el olvido estos documentos».
Mas este narrador, «hombre resentido» (Mainer, XXXII), para poder escribir su historia tiene que depender, muy a pesar suyo, de las memorias de Tadeo Requena. A éste le envidia la suerte de haber podido graduarse en Derecho con menos esfuerzo y mérito que él, de haber podido moverse en las esferas más altas del poder político. «Pinedo lo aborrece», explica Mainer (XXXIII), «porque encarna ante sus ojos de resentido el éxito fácil, la falta de educación, la insolencia autosatisfecha». Por mucho, pues, que rechace a Requena al comienzo, poco a poco el empuje de Requena acaba por imponérsele, hasta convertirle, en las últimas páginas de la novela, en su imitador, capaz -¡gracias a su invalidez!- de cometer un magnicidio. Temeroso de Olóriz, siniestro administrador de muertes, e inválido como Pinedo mismo, éste, debido a la inutilidad de sus piernas libre de toda sospecha, lo atrae hasta ponerle en sus manos, y así como Requena había disparado sobre Bocanegra para salvarse a sí mismo, Pinedo estrangula a Olóriz, que pareció amenazarle precisamente por temor a su acopio de documentos. El historiador fracasado, dispuesto siempre a sacar fuerzas de flaqueza, ya que no logra prestar sentido a su vida mediante las letras, en las últimas líneas de la novela espera quijotescamente la fama de libertador de su país por haber eliminado a tirano tan cruel.
El punto de vista de Pinedo ofrece un marco para el despliegue del drama de Tadeo Requena en su intento igualmente vano, igualmente despiadado, de potenciar su propia existencia. El caso de Tadeo resulta ejemplar, porque su destino puede identificarse, en cierto sentido, con el de su pueblo. No teniendo un quehacer propio, como no lo tenía la nación entera, entra al servicio de los gobernantes. En sus memorias escribe acerca de sí mismo: «Era ya hombre crecido, y no hacía nada de provecho. Pero ¿qué podía hacer? Trabajo, allí no lo había; el pueblo, como el país entero, dormitaba». Es precisamente el dictador Bocanegra quien, desde su trono-letrina, le propone «proyectos y designios» encaminados a dar a su vida un propósito: servicio al gobierno. Convertido, por el mero deseo del tirano, en «¡doctorcito en Leyes, y sin tardanza!», o, para decirlo con el articulista Camarasa, en «perro fiel» de Bocanegra, en «perro guardián del Presidente», con palabras de Pinedo, Tadeo se complace en ejecutar las órdenes de Bocanegra, utilizando los instrumentos del Estado con un desparpajo notable. Ahora bien: Ortega ha presentado el Estado contemporáneo como una «máquina formidable», que, «plantada en medio de la sociedad, basta tocar a un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social». Dado que «el Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización», el hombre-masa tiende a intervenir en él como cosa suya (IV, 224-5). En el pequeño país regido por Bocanegra, la burocracia del Estado se sintetiza en tipos mediocres considerados por Tadeo como «tres ratones amaestrados» que atienden a los detalles del papeleo. «Bocanegra me expresa su deseo», confiesa Tadeo, «y yo pongo a funcionar el mecanismo: a poco, las instrucciones del Jefe están cumplidas». Aprende a dar órdenes con la misma urgencia del jefe de Estado: «Mire, Adelita, con la celeridad del rayo, ¿me entiende?» Cruza la capital a alta velocidad en automóvil oficial, desde el centro hasta las afueras, con la sabrosa sensación de «cortar una fruta». Un buen día descubrirá, sin embargo, la falta de sentido de semejante existencia puesta al servicio del dictador.
En Ayala las bromas macabras propenden a hacerse veras, y la facilidad con que Tadeo se convierte en pequeño dictador para con su preceptor Rosales, ha de llevarle a cobrar conciencia de la futilidad de todo. Gastándole a éste una broma pesada, solía Tadeo pasarse el dedo por la propia garganta, como amenazándole de muerte. Y su acto cruel, ya aludido, de ahorcar el perro filarmónico de Rosales, vendrá poco después seguido de una «muerte de perro» análoga para el mismo Rosales, quien se ha colgado de una viga en su casa. Con esto, después que Rosales se le aparece a Tadeo en sueños sacándole la lengua en broma, el joven amanece de mal temple, incapaz de explicarse su propia razón de ser. Siente la náusea: «¿Qué razón puede haber […] para que yo, Tadeo Requena [hijo de una lavandera pobre] esté aquí, sentado en esta oficina, dentro del Palacio Nacional […] y tenga a mi cargo la Secretaría particular del Presidente […] y deba guardarle el aire a Bocanegra, y luego, como una más entre mis tareas de rutina, acostarme a escondidas con su mujer?». De este episodio ha comentado el mismo Ayala: «el hecho es que las circunstancias concretas de nuestra vida nos aprietan siempre, y siempre nos empujan, con el rechazo del mundo, hacia el interior de cada conciencia». Durante momentos extremos, en el fondo del alma, el individuo confronta su verdadero yo. Ayala percibe el íntimo autoencuentro como el «momento supremo de la moralidad», en cuanto empieza a atisbar el propio ser en toda su abismática profundidad, y a meditar «el sentido de la propia vida» (Ensayos, 586-587). No es que Tadeo llegue a una solución. Ignora qué le mueve a mostrarse caritativo para con Ángelo, huérfano del Doctor Rosales e idiota reducido a mendigo, como si quisiera compensar así la inautenticidad de su trato con el mundo. Conmueve el acto de Tadeo al sentarse junto al indigente Ángelo en un banco de piedra, donde, convertido por simbolismo inconsciente en el igual del otro, pasa a su lado mucho rato sin decir nada, sin saber qué hacer, qué decidir, qué pensar. En última instancia, el fin de la vida parece ser la concienciación del proceso de vivir en su indigencia existencial. Como decía Cervantes, citado a menudo por Ortega (II, 567; IV, 159; VIII, 419), «el camino es siempre mejor que la posada», en el sentido de que el auténtico vivir consiste más bien en la insatisfacción, no en el logro, en el sentimiento de la propia insuficiencia ontológica. Por ello, todo lo que viene después en la novela, incluso el asesinato de Bocanegra por Tadeo y su inmediata liquidación por el policía Pancho Cortina, constituye una especie de anticlímax, que confirma la impresión de pobreza vital sentida por Tadeo a la hora profunda de su existencia.
La muerte de Luis Rosales, tan decisiva en la vida de Tadeo, llevará a otros dos personajes al momento de su máxima conciencia de la deficiencia humana: María Elena Rosales y su tía, la viuda del senador Lucas Rosales. En el caso de María Elena, según Mainer (XXXIV), «los puntos de vista se multiplican» en la representación de uno de los personajes más delicadamente retratados de la novela. Mero objeto sexual para el inauténtico Tadeo («Bueno, así son las mujeres. Después de todo, eso [el acto sexual] calma los nervios» -y mujerzuela perdida para la rígida abadesa Madre Práxedes-, María Elena se le antoja al narrador Pinedo -acaso más acorde con el autor que los demás- una descubridora inconsciente de «ese asombroso mediterráneo que es el Pecado Original». Creyente en la «naturaleza corrompida» del ser humano, en el concepto religioso del Pecado Original (Confrontaciones, 98), Ayala lo sitúa siempre en un contexto existencial. Parte de una visión del ser humano caído en el sentido heideggeriano de perdido en el mundo, alejado por lo pronto del propio ser auténtico (Orringer, 1990: 121). María Elena experimenta un encuentro profundo consigo misma sencillamente por falta de alguien a quien «confiar la carga que me abruma». Con ese fin confiesa su pecado al párroco familiar, que no sabe consolarla. Intenta entender el sentido de su entrega sexual a Tadeo para captar la significación de su vida. Y así como ha fracasado Tadeo en entenderse, fracasa María Elena en idéntico empeño. Expresa su sensación del universo como un lugar impenetrable, un bosque, pudiéramos decir, cuya parte más terrorífica es la conciencia de la ignorancia que adquiere cada cual de su propio fondo personal. Más que los demás personajes, María Elena se ve como bestial. Compara tanto su propio espíritu como su carne con animales cimarrones ajenos al yo y sordos a sus llamadas.
De hecho, el sacrificio de su virginidad puede relacionarse con el sentimiento de culpa que siente hacia su difunto padre. Supera aún a Tadeo en la conciencia de su crueldad para con el prójimo. Cuando su padre vivía, María Elena mostraba hacia él lo que ella ve después como «una actitud inflexible, hasta inhumana», tomando el partido de su madre contra las opiniones y las obras paternas. Por eso la joven, al mirar hacia atrás, se percata de haber servido de instrumento para su madre en la aniquilación del marido. Luego, se ha entregado a Tadeo, no sólo por una fascinación sexual, sino también quizá para expiar la culpa de parricidio. De ahí la «delicia» que siente cuando, como la Ofelia de Hamlet, «se entrega por fin a las aguas», o aguarda la garra del tigre humano Tadeo que amenaza aplastar a su persona. Y de ahí la confusión en el ánimo de María Elena de «la pérdida de mi virginidad y el suicidio de mi padre». Confusión tal ofusca sin duda su comprensión del sentido de su vida. Mas lo importante aquí, como en el caso de Tadeo, consiste en la mera confrontación con el propio confuso destino.
De igual manera que María Elena, con cordial generosidad, reconoce pero perdona los pecados de sus padres, pidiendo la misericordia de Dios para el uno y la otra, su tía, la viuda de Lucas Rosales, expresa su compasión en primer lugar por el cuñado suicida Luis, y en seguida por toda la raza humana: «Y lloré por el mundo, y por mí misma.» A la severidad de la carta recibida de su prima la abadesa, que la informa del suicidio de su cuñado, pecado imperdonable, opone la viuda de Lucas en su respuesta escrita un tædium vitae, un cansancio cósmico, una indiferencia que le duele y le revela su propia falta de caridad. Porque inmigrada a los Estados Unidos, tierra de superiores posibilidades vitales a las de Hispanoamérica por los años 50, ha dejado el pasado a sus espaldas, y la brusca llamada de la abadesa a revivir ese pasado se la presenta como una responsabilidad que mal quiere asumir. Con todo, intentando, como los demás personajes, sacar fuerzas de flaqueza, procura presentar el suicidio de su cuñado Luis a la luz más positiva posible. Con este fin, distingue tres perspectivas sobre la muerte autoinfligida, la gloriosa del juez bíblico Sansón; la heroica de su propio marido Lucas Rosales, afrontando a sus asesinos en las gradas del Capitolio; y la prosaica, aunque no exenta de patetismo, de su cuñado Luis. Juzga las tres por la misma generosa norma, la de que todos los actos humanos deben estimarse siempre en vista de los motivos y las circunstancias de cada sujeto. En el caso de Sansón, no es lícito criticar su suicidio (como ha hecho la abadesa con el de Luis Rosales), pues al perecer con los filisteos cuyo templo destruyó, confería a su existencia entera un sentido sagrado. La situación de Lucas, dotado como Sansón de la voluntad de hacer historia, le impedía cumplirla, y así se prestó a una inmolación alevosa. Pero este hecho, a juicio de su viuda, no privó a su acto de sentido: dada la vieja noción de que la nobleza obliga, «¿quién se atrevería a condenar la decisión de mi marido, que tan por entero corresponde a la nobleza de su carácter, y que, en consecuencia, era casi obligada?».
Para ennoblecer la muerte de su cuñado Luis, la viuda de Lucas apela a asimilarla en cierto modo a la muerte de éste; pues, tal vez movido por su personal idiosincrasia, Luis había decidido hacer el experimento que Lucas rechaza, viviendo con menguadas posibilidades existenciales bajo el régimen de Bocanegra, una decisión vista por muchos como traición a la familia o como conducta indigna, y elogiada por el amoral Tadeo, como actuación oportunista; pero ante la imposibilidad de mantener una vida con cierta dignidad, sucumbió por fin a la desesperación. Al fin y al cabo, la señora viuda de Rosales desconoce los motivos del complejísimo Luis para el suicidio, pero sean lo que fueren, pide el perdón de Dios por sus pecados. La vida es un misterio, un bosque semioscuro, y no son perdidos los intentos de esclarecer su sentido. Los hermanos Rosales, vistos desde numerosas perspectivas en la novela, permanecen enigmáticos en vida y en la muerte.
Aumentan el misterio de estos hermanos, enriqueciéndolo, los informes enviados por el Ministro Plenipotenciario de España a Madrid. Si la viuda de Lucas nos ha ofrecido una perspectiva familiar, más bien íntima, de los dos, el Ministro nos provee de un punto de vista oficial, público, sobre dos aristócratas dedicados, cada uno a su modo, al gobierno de su país. Enfoquemos aquí con exclusividad al hermano mayor, Lucas, por las pinceladas vigorosas con que viene retratado. En «El fondo sociológico de mis novelas» (575), el mismo Ayala subraya el perspectivismo con que trata al senador. No contempla la caída del patriciado terrateniente explicándola con conceptos sociológicos, sino mostrándola en toda su inmediatez mediante la evocación «desde distintas perspectivas y en diversas situaciones [de] la figura del senador Don Lucas Rosales». Concediendo, con Ortega (III, 200), igual validez a todos los puntos de vista, en cuanto cada uno aporta su parte de verdad, Ayala no privilegia la perspectiva del Ministro de España frente a las de personajes de menor rango social. Así, pues, respeta la visión que profiere el satirista Camarasa del senador Rosales como «único miembro de las antiguas familias capaz de inquietar al dictador», quien, por tanto, lo liquida. Tampoco desdeña la estupenda descripción del soberbio terrateniente que pone en boca de Tadeo Requena, resentido por su propio humilde origen: «Me lo veo aún, enorme y taciturno, con su gran sombrero sobre las cejas, el cigarro en la boca, y las altas botas de cuero bien lustrado. El bestia aquel ofrecía al odio de arrendatarios, aparceros y peones la corpada más gigante que yo haya visto en mi vida […] aparecía muy fornido y, sobre todo, tan seguro de sí como si el mundo fuera su finca. A caballo, metía miedo: la gente bajaba la cabeza o distraía la mirada mientras pasaba el torbellino; pero cuando iba a pie no había quien no se le sacara el sombrero llamándole patrón y amo. Por eso, cuando cayó al fin, nadie se atrevía a creer; la noticia produjo estupefacción primero, y luego, a las pocas semanas, alivio. Muerto y enterrado, todavía se lo mentaba en voz baja…».
Tal es la perspectiva más dura de la declinación de una aristocracia. Un abusador del poder desde el punto de vista de sus aparceros, Lucas Rosales merecía para ellos su caída. ¿Quién duda que, para describirla con tanta eficacia, Ayala se ha servido de sus recuerdos de la pintura, pues ha confesado que «mis ficciones poéticas deben mucho a mi afición por las artes figurativas; el Museo del Prado, tan frecuentado por mí en años juveniles, se encuentra detrás de la visión e interpretación de la realidad reflejada en mis obras escritas?» («La pintura y yo», 21.) Para empezar, pues, el retratista emplea la táctica del Goya del «5 de mayo» de ocultar los ojos del adversario debajo del sombrero para disminuir su humanidad, subrayando, a la vez, la prenda cuasimilitar de la bota y sustituyendo el rifle goyesco por el puro. Después, se convierte a Lucas Rosales en un corpachón de gigante, como el de uno de los colosos goyescos, símbolos de la guerra, que espantan a la gente fugitiva a sus pies. Con posterioridad, aparece Rosales en tres posiciones, cuya sucesión representa la asombrosa caída del personaje (y de su clase): primero, montado a caballo; segundo, en pie aunque siempre en marcha; tercero, postrado.
Pero, si la cosificación plástica del hombre priva a su vida de la posibilidad de tener sentido, su elevación elegiaca hace todo lo contrario. Con sencillez ha descrito Monique Joly el informe del Ministro Plenipotenciario de España a su superior en Madrid sobre la muerte de Lucas Rosales como la caída del «defensor de las fuerzas del orden frente a la anarquía» (419). Al fin y al cabo, el ministro representa al gobierno de Franco, que también afirmaba el orden con preferencia a cualesquiera otros valores civiles. Pero, en realidad, el texto del ministro reviste el tono de una elegía, realzando a Lucas Rosales sobre el medio ambiente en que le había tocado vivir. Tras una descripción minuciosa del escenario del asesinato, con alusiones a la hora, a la disposición espacial del lugar del atentado y al posible escondite de los asesinos, aparece un elogio de «sus notables condiciones de carácter, unidas a su relieve social». Líder nato, supo conservar su calma mientras otros de su posición social se desmoralizaban ante la demagogia desencadenada por Bocanegra. Hasta el locutor de radio de quien el ministro recibió su información sobre la muerte del senador, había leído la noticia sobremanera conmovido. El evento -en ello parecen concurrir todos-, ha de tener un impacto decisivo en el destino del país. En suma, a juicio del ministro, Lucas Rosales ha vivido como un héroe. El perspectivismo de Muertes de perro llega a su cumbre, en opinión de los críticos, con la dinámica caracterización del senador Rosales, terrateniente temido por sus enemigos y apreciado y respetado por quienes compartían sus valores.
[g] Estructura de la novela: el sendero descendente en espiral
Podríamos resumir en pocas palabras el tema de nuestra novela: en una época de crisis como la actual, la marcha de la historia resta sentido a la vida. La existencia individual va perdiendo su significación en un ritmo cíclico, y este hecho tal vez explicaría la impresión de Monique Joly de la circularidad de los juegos de perspectivas en Muertes de perro: «El retorno cíclico de ciertos personajes […] o de ciertos lugares […] la reaparición de ciertos temas, todo esto presta al mundo de Muertes de perro una presencia casi obsesiva» (429). El retorno ocurre con cierta periodicidad y con una simetría sorprendente. Al retornar, un motivo o episodio vuelve en forma cada vez más desvitalizada, menos humana, más carente de sentido existencial. La obra empieza y termina con el mismo motivo histórico, la caída y muerte de Bocanegra, prolongada y epilogada por el malogrado historiador Pinedo. Pero, ¡qué contraste entre el principio y el fin!: si Pinedo parte del afán de prestar sentido a su propia vida conservando y escribiendo la historia de su país, acaba por abandonar su historiografía, involucrándose directamente en una historia que, según la experiencia ha mostrado, priva a la existencia de sentido. Lo mismo que el Infierno dantesco, Muertes de perro prosigue en círculos descendentes, con episodios de cada vez mayor depravación, hasta desembocar en el tiranicidio / ¿parricidio? cometido por Tadeo y, en un nivel inferior aún, en el asesinato en que Pinedo imita a Tadeo, matando a Olóriz. Con cada vuelta dada alrededor del eje de la novela, que es la relación entre el dictador y su secretario, el lector se siente más próximo a la verdad histórica sobre el asunto, pero más distante de la verdad de la vida humana.