Muertes de perro - Ayala Francisco 4 стр.


Arroja luz sobre esta dicotomía otra ficción de Ayala, de estructura más sencilla, aunque también en forma de espiral. Recuérdese que, en las dos importantes colecciones de relatos de 1949, Los usurpadores y La cabeza del cordero, presta sentido a la vida la aceptación de la responsabilidad de proceder con amor al prójimo, y, si el prójimo pertenece al bando contrario, de intentar una platónica integración. A la inversa, priva de sentido a la existencia el evadir semejante deber. Ya hemos analizado «El tajo» sirviéndonos de esta clave hermenéutica. Pero entre los cuentos de Los usurpadores se encuentra uno que muestra la caída, no de un déspota inerte y taciturno como Bocanegra, sino de un rey enérgico, Pedro I el Cruel (1334-1369), que tiende a cosificar a sus parientes, viviendo por ende una vida cada vez más encerrada en sí. El relato titulado «El abrazo» comienza y termina en el mismo punto: con la lucha singular, fratricida, en el campo de Montiel entre Pedro y su hermanastro Enrique de Trastamara, quien le mata acuchillándole entre sus brazos. Toda la acción de la obra se despliega en la memoria de donjuán Alfonso de Alburquerque, ayo de Pedro, al instante de huir de los enemigos del monarca asesinado. Recurre, pues, en los recuerdos del sabio fugitivo la visión de los dos contendientes, encerrados en el abrazo letal que sella el destino de Pedro. Juan Alfonso había aconsejado moderación, contención y prudente consideración de todas las posibilidades políticas heredadas por Pedro de su padre. Pero en Castilla los sucesos, para Juan Alfonso indominables, giran descendiendo en forma de espiral hacia el desenlace sangriento. Juan Alfonso había aconsejado a Pedro cautela en su tratamiento de doña Leonor de Guzmán, amante de su difunto padre, para evitar la hostilidad de sus hermanastros bastardos. Mas, en el primer círculo de la hélice estructural del cuento, la reina madre doña María, celosa, hace decapitar a doña Leonor. Por desconfianza hacia don Fadrique, hijo de doña Leonor, ya en un círculo inferior del relato, el rey Pedro ejecuta a su hermanastro. Toda la presión de las hostilidades familiares hace que la acción empuje a la catástrofe final. Por último, ya en Montiel, Pedro, esgrimiendo el cuchillo, provoca a su hermanastro Enrique a arrojarse sobre él.

Abundan los paralelos entre «El abrazo» y Muertes de perro. En una y otra ficción, un intelectual marginado toma la palabra al principio y al final, explora el sentido histórico de la violenta acción principal ya vista en retrospección. No obstante, en «El abrazo» el pensador da por clausurada de antemano su actividad, mientras que en Muertes de perro, al revés, el supuesto sabio sólo inicia su acción final, al tiempo de renunciar al pensamiento. Este hecho deja abierto el fin de la obra, cuyos hilos se recogen al comienzo de la secuela, El fondo del vaso, así como en el fondo del Infierno de Dante se descubre el camino del Purgatorio. La lectura de Muertes de perro da la sensación de un descenso, desde la primera hasta la última línea, igual que en «El abrazo». El mismo Ayala ha caracterizado al dictador Bocanegra como «un hueco sombrío, el vacío, el abismo». Cuando cae, «el poder que detentaba va a rodar escaleras abajo: lo ejercerá el triunvirato de los orangutanes [tres individuos incapaces de pensar y controlados por un burócrata menor] dirigido por el cerebro senil de Olóriz» (Ensayos, 585). La estrangulación de Olóriz por Pinedo en el antepenúltimo párrafo de la novela representa una breve prolongación del descenso de la novela. José-Carlos Mainer (xxxiii) ha visto que «la misma acción vertiginosa que [Pinedo] narra acaba por implicarle, y en las páginas finales le enfrenta con Olóriz. […] Uno y otro son almas gemelas en su miseria aviesa, y ese triste, guiñolesco, duelo de inválidos el más ejemplar cierre de una acción que ha acabado por devorar a sus propios testigos».

Visto, pues, el movimiento descendente de la novela, describamos ahora su vertiginoso curso en espiral. Ocurren paralelismos en cada mitad de la novela, donde un incidente de los primeros quince capítulos regresará en un nivel menos humano, más bestial, en los segundos quince. Ya hemos apuntado la relación entre el comienzo (cap. I) y el final (cap. XXX), protagonizados uno y otro por el narrador Pinedo. Y podemos señalar relaciones parecidas entre los capítulos II y XXIX, III y XXVIII, IV y XXVII, V y XXVI, hasta llegar al centro, dominado por doña Concha, la «Gran Mandona», contraparte femenina de Bocanegra. Si el segundo capítulo, tras la rápida enumeración de ocho muertes, destaca las de Bocanegra y Tadeo como las más significantes y enigmáticas, el penúltimo capítulo resuelve el enigma revelando el sentido de la temible confrontación final desde el punto de vista del homicida adúltero Tadeo. En el tercer capítulo y el antepenúltimo aparece el ambicioso oficial de policía Pancho Cortina, que saca a Tadeo de la nada por orden de Bocanegra (cap. III), y después devuelve a Tadeo a la nada con un pistoletazo (cap. XXVIII). Los dos jóvenes viven engañados por la atracción del poder. En el capítulo III Tadeo se cree un «mero desgraciado, nadie» antes de conocer a Bocanegra. Pero su primer encuentro con el dictador, sentado sobre su trono-letrina, le deslumbra, cegándole a la nulidad vital de este dominio. De manera paralela, en el capítulo XXVIII, el coronel Cortina, aunque situado en un plano inferior al de Tadeo, a quien ha muerto arriba, de manera sumaria, en el dormitorio del dictador difunto, reclama alegre el mando que cree suyo. Pero en su precipitación por dar sentido a su vida, da lugar al efecto contrario, cayéndose por la escalera.

Los capítulos IV y XXVII enfocan los esfuerzos del historiador Pinedo por dar sentido a la historia de la nación y, de paso, a su propia vida. En el IV informa de cómo el intelectual español Camarasa describe las prácticas desconsideradas de Bocanegra, su selección de individuos oscuros para ayudarle a convertir al Estado «en finca propia». Pero el XXVII parece parodiar semejantes prácticas, mostrando cómo el mismo Pinedo aprovecha el débil carácter del burócrata Sobrarbe, para apoderarse de las memorias de Tadeo y del dinero detentado por aquél. El episodio tiene reflejos en el último capítulo, donde Pinedo, reducido ahora a la situación de Sobrarbe, se ve obligado por temor de su vida a pasar los documentos y el dinero a Olóriz. Como en el Infierno de Dante, la perpetración del mal lleva al justo castigo. Así, pues, el capítulo V narra cómo Bocanegra postra a la familia Rosales, liquidando al hermano mayor Lucas y envileciendo al hermano menor Luis al nombrarlo ministro de su propio gobierno. Pero en el capítulo XXVI, Bocanegra perece, humillado, a manos de Tadeo, familiar suyo a todas luces, y desde luego amante de su mujer. Las muertes de los próceres en la novela van perdiendo poco a poco su grandeza con la menguante hombría de los líderes muertos: el intrépido Lucas, el inerte Bocanegra, el senil Olóriz.

Narrado el asesinato de Lucas Rosales, su detractor Tadeo presenta el episodio cronológicamente anterior de su castración (cap. VI), quizás arreglada por doña Concha. Con todo, en la segunda mitad de la novela (cap. XXIV), Tadeo se siente existencialmente emasculado por Concha, y ejerce la caridad hacia Ángelo, sobrino de Lucas Rosales (XXV). Si en el capítulo VII Tadeo, al lado de Bocanegra, es cómplice involuntario en la absurda prolongación de la fiesta, en el XXIV resultará cómplice de doña Concha, mujer del dictador, a quien ella quiere asesinar. La depravación de la juventud bajo el régimen de Bocanegra se sintetiza en los capítulos VIII y IX de la primera mitad de la novela, y los XXII y XXIII de la segunda. Los de la primera mitad refieren la bestialización, la pérdida de respeto por la cultura nacional, que tiene lugar en el ánimo de Tadeo, y los de la segunda mitad relatan las consecuencias de su bestial seducción de María Elena, hija de su preceptor Luis Rosales.

En el capítulo X, Pinedo revela en sus memorias el plebeyismo de Bocanegra como bebedor, prefiriendo siempre el aguardiente del país, o durante conversaciones con los campesinos a sus rústicas puertas, o durante fiestas en palacio, donde trama la ruina de los ricos. En el capítulo XXI, se evidencian los frutos de su demagogia, pues aun después de su muerte, las turbas, mientras siguen gritando los eslóganes de Bocanegra, saquean embajadas y conventos. Los capítulos XI y XX informan sobre el estado de la religión en el «País de los Pelados», con su separación tajante entre la fe espontánea del pueblo -donde ésta existe- y el hueco formalismo de la piedad culta. En el XI, bajo órdenes de Bocanegra, su ministro Luis Rosales humilla al poeta Carmelo Zapata, pidiéndole la devolución de una imagen del Niño Jesús tallada por una mano popular que ofende la sensibilidad religiosa del devoto secuestrador. En el XX, una abadesa escribe con horror e indignación que el mismo ministro Luis Rosales murió como «el proto-traidor Judas», suicidándose, con espanto de la comunidad local. La destinataria de esa carta fuera del país y lejos del hecho, intenta comprenderlo, en su respuesta epistolar, con consideraciones extrarreligiosas: el suicidio de personaje tan complejo tuvo que ver con la falta de sentido en su vida.

En los capítulos XII y XIX, se considera la cuestión de la responsabilidad de dos muertes, la del articulista satírico Camarasa y la de Luis Rosales. En el XII, Pinedo, que denunció a Camarasa en un artículo, olvida por un momento su búsqueda de sentido en la vida para protegerse frente a quienes en el futuro puedan acusarle de haber hecho asesinar a Camarasa. Por eso, arguye diluyendo la responsabilidad a través de toda la sociedad. No se trata, en el fondo, de responsabilizarse de nada, sino de evadir su responsabilidad hacia el prójimo y, por lo tanto, hacia sí mismo. En el XIX y en un plano más abyecto, varios personajes intentan indagar los motivos del suicidio de Rosales: ¿qué factores privaron su vida de sentido? Dejando aparte rumores de una enfermedad mental y los de un desorden fisiológico, algunos culpan a la avaricia o al distanciamiento de Bocanegra, mientras que el irresponsable Tadeo, fastidiado con el difunto, piensa, «La cuestión es, por lo pronto, jorobar al prójimo».

En un país carente de normas éticas de gobierno, reina la superstición en las alturas. En el capítulo XIII, Pinedo se informa, medio divertido, de la obsesión de su parienta lejana Loreto, íntima amiga de doña Concha, de las consultas espiritistas para contactar con el espíritu de su difunto marido. Pero en los capítulos XVII y XVIII, estas sesiones adquieren un tinte menos cómico y más sombrío cuando, con gran consternación y pánico de doña Concha, habla el espíritu de Lucas Rosales a través de una médium, y ordena a Tadeo que asesine a Bocanegra. Otra burla de la muerte situada en la primera mitad de la novela recibe un eco grotesco en la segunda parte. El episodio de Fanny (cap. XIV) muestra el triunfo de doña Concha. La muerte de su perra japonesa y el regalo norteamericano de otra igual, para regocijo de la nación, son para Pinedo un incidente marcado por «la frivolidad […] en estado químicamente puro». No así el incidente de Tadeo y el perro sabio de su maestro Luis Rosales. Ahorca al animal del cual iba a depender Rosales para volver a la gracia de Bocanegra (XVI). Recordamos que, en un capítulo posterior (XIX), más distante del comienzo y más próximo al magnicidio final, Rosales ha de suicidarse, sufriendo así una «muerte de perro» paralela a la de la víctima canina de Tadeo. Además, en un capítulo aún más cercano al desenlace (XXV), Rosales se le aparece a Tadeo en sueños, sacándole la lengua con humor negro. Tal pesadilla lleva a Tadeo a su crisis de conciencia. Pero uno de los factores que más le evidencian la carencia de sentido en su vida es la abyección en que lo sume doña Concha. No por casualidad ha situado Ayala en el exacto centro de su novela un capítulo (XV) que demuestra la «condición perruna» de la Primera Dama del país. Aquí percibimos con claridad cómo trae y lleva a Tadeo a su antojo. Notamos la debilidad de Tadeo, asqueado con frecuencia por Bocanegra, e incapaz de resistir a la voluptuosa dama. El argumento parece parodiar el bíblico de José, Putifar y su mujer, o el mítico clásico, dramatizado por Eurípides, de Hipólito, Teseo y Fedra, es decir, el triángulo entre hijo, padre y madrastra; sólo que en el caso presente, el nuevo José o Hipólito no resulta nada casto. Para concluir el análisis de la estructura novelesca, la obra presenta una simetría sólo aparente, porque el camino de la lectura se inclina siempre hacia abajo en la segunda mitad, volviendo en círculos a episodios paralelos de la primera mitad, para hundirse con prisa en un abismo carente de todo sentido vital.

[d] Una novela «híbrida»

Poco después de la aparición de Muertes de perro, dos reservistas criticaron su técnica de emplear documentos ficticios manejados por el narrador principal. En una recensión de 1959, Jorge A. Paita (71) consideró defecto precisamente lo que, sin sospecharlo él, el novelista había practicado con plena deliberación: «En la concepción inicial del libro», escribió Paita, «en su estructura básica, está el defecto. […] No es extraño, entonces, que no pueda ocultar la naturaleza híbrida de su concepción, ni que la constante referencia a testigos de la acción, la cita y comentario de documentos y otros recursos propios del historiador […] produzcan en el lector algunas confusiones». A las objeciones de Paita, hay que añadir el juicio de A. Fernández Suárez sobre la poca originalidad de tal procedimiento, pues «recursos tan frecuentados como la posesión de documentos que caen demasiado casualmente en manos del cronista» remontan nada menos que a «los papeles de Toledo del Quijote, para no ir a otros precedentes» (23, cit. en Ellis, 203-4).

Ahora bien, precisamente el cervantismo de Muertes de perro puede justificar su índole híbrida, su uso literario de lo enigmático, y hasta su inclusión de documentos ficticios. Ya cuatro años antes de publicar la primera edición, y en un artículo «Experiencia viva y creación literaria: un problema del Quijote » (La Torre, 1954), Ayala había presentado toda novelística posterior a Cervantes como el reiterado intento de reescribir el Quijote. A partir de este libro, la novela rompe con sus antiguos moldes para «alcanzar una expresión totalizadora del sentido de la existencia humana». Pero semejante fin, que consiste en ayudar al lector a esclarecer el mundo y su presencia en él, supone de antemano un sentimiento de inquietud sobre el sentido último de su existencia. De ahí la necesidad de que la novela presente ese «carácter de género híbrido, impuro, de formas fluctuantes e imprecisas, que tantas veces y con razón se le han reprochado». ¡Recuérdese que el ensayo cervantino de Ayala salió a la luz casi un lustro antes que las recensiones de Paita y de Fernández Suárez! El ensayista Ayala afirma que la novela, medio exploratorio de un mundo enigmático, tiene que permanecer abierta a todos los tanteos, siguiendo como modelo el procedimiento cervantino de integrar elementos heterogéneos, de combinar géneros tradicionales, para facilitar «perspectivas muy diversas sobre la vida humana, desde la más alquitarada lírica hasta la cruda chocarrería de la picaresca, y que, en la composición del Quijote, no sólo se acumulan, sino que muchas veces aparecen colocados en agudo contraste» (Ensayos, 682-3).

Nada extraña, pues, la coexistencia de múltiples géneros expresivos en Muertes de perro. En el capítulo XII incorpora Ayala un «sueño» del intelectual Camarasa, que satiriza al país de Bocanegra, fingiendo hechos aplicables al pequeño país nacionalista. La comedia del Siglo de Oro entra en la novela cuando el narrador Luis Pinedo compara a Tadeo Requena con Segismundo, porque, como el joven protagonista de La vida es sue ño, se encuentra trasladado a palacio como en sueños (cap. III). El mismo Tadeo percibe la dictadura como una tragedia, en medio de cuyos actos «se intercala de vez en cuando, como en el teatro clásico, algún entremés bufo», tal el secuestro de la imagen del Niño Jesús por el poeta Zapata. Y ¿cómo olvidar la jactancia de miles gloriosas, propia de la comedia latina, puesta por Ayala en boca del Chino López al narrar entre copas la castración del senador don Lucas Rosales (cap. VI)? En el capítulo XXVI, Pinedo ve como un «problema de novela detectivesca» el hecho de que doña Concha comunicase a una amiga el asesinato de Bocanegra antes de que sonara el disparo magnicida. En el mismo capítulo, Pinedo crea suspensión al interrumpir las memorias de Tadeo a la espera de la llamada telefónica de Concha llamándolo al dormitorio del moribundo Bocanegra. Esta interrupción imita la que tiene lugar en el Quijote (Parte I, cap. 8), cuando el protagonista y el vizcaíno quedan con las espadas levantadas. Sólo que el goce estético derivado de la expectativa pertenece en este caso al género de la novela policial. Por contraste, no falta en la obra el lirismo de un diario íntimo escrito por una adolescente, María Elena Rosales (cap. XXII). Tadeo Requena, en cambio, parece estar viviendo en sus memorias una novela picaresca.

Ayala concibe la novela picaresca como «un relato autobiográfico ficticio, escrito en primera persona por un sujeto imaginario de ínfima extracción social, quien, pasando por avatares sucesivos, nos introduce en sectores y ambientes diversos de la sociedad, que podemos así contemplar desde una perspectiva poco favorecedora, es decir, desde abajo» (Ensayos, 758). Intercalado en la Parte I, capítulo XXII del Quijote encuentra Ayala un esbozo de proyecto de novela picaresca, la Vida de Gin és de Pasamonte, proyecto incorporado por Cervantes «en términos sumarios a su obra magna, que, urdida con elementos de todos los géneros existentes […] contiene también en su trama una novela picaresca representada por la presencia y avatares de Ginesillo» (756). ¿Exageraríamos, pues, al ver asomos de picaresca en Muertes de perro, basados en las memorias de Tadeo Requena? Este hijo de turbio origen ve la sociedad con mirada cínica, desde abajo, como el antihéroe de dicho género [1] .

[e] Historia, azar y crisis en la novela

Nuestra novela, enigmática y profunda como una selva orquestada de ladridos, apunta con su plurivalencia perspectival a la polifonía de la jauría. A la voz más destructiva, con sus inflexiones picarescas, se opone otra más refinada, que aspira, bien que en vano, a salvar a la jauría del olvido. Siguiendo a Cervantes con su Cide Hamete Benengeli, Ayala ha inventado a un historiador-narrador poco fidedigno para mediar entre los lectores y los sucesos de la novela. Pero si Cervantes concibe la verdad histórica a la manera de Aristóteles, Ayala la comprende, por lo visto, orientado por Wilhelm Dilthey. En Dilthey, la historiografía aspira al rango de una ciencia humana, y Pinedo debe su fracaso de historiador a su incapacidad para seguir en la práctica las teorías en gran medida diltheyanas que él esboza. Dada la crisis de Occidente, atribuida por Dilthey a la pérdida de fe en la razón fisicomatemática, él propone la razón histórica para restaurar sentido a la vida europea. Toda expresión vital tiene significación en cuanto que, como signo, apunta a algo perteneciente a la vida. La comprensión histórica, según Dilthey, refiere significaciones particulares al todo que es la trayectoria vital. Comprender equivale a extraer de la significación el sentido del vivir («Sinn des Lebens», VII, 234-5). La historia explicará cómo la vida en su totalidad ha variado, por qué y para qué. Para penetrar en el material de la historia le parecen a Dilthey siempre útiles ciertas técnicas acumuladas a través de los siglos: «El alegre arte narrativo, la explicación penetrante, la aplicación a la misma del saber sistemático, el análisis en sus conexiones efectivas y el principio del desarrollo, todos estos momentos se suman y se refuerzan los unos a los otros» (VII, 164). Francisco Ayala conoce a fondo el pensamiento de Dilthey, y lo demuestra su agudo comentario a la sociología y a la epistemología del filósofo berlinés publicado primero en La Nación de Buenos Aires del 4 de junio de 1944 (Fortes, 72), y después en su propio Tratado de sociología de 1947 (I, xi, 186-91). Parte Ayala, como Dilthey, de la «percepción de una época histórica de crisis» (I, xviii), y depende de su ciencia particular -la sociología-, así como Dilthey contó con la suya -la historia-, para dar razón de la vida social, prestarle sentido.

Pero Ayala aporta a la sociología una concepción inédita de crisis social, la cual él define como un desfase entre la alta velocidad del cambio histórico y el ritmo normal de cambio perceptible en el ser humano (I, xxiii). En Muertes de perro, tras la formulación de conceptos históricos de claro pergeño diltheyano, el narrador Pinedo, como historiador, no sólo experimenta al pie de la letra el desfase descubierto por el sociólogo Ayala, sino que también sucumbe a la celeridad de los hechos, fracasando por ello en su proyecto historiográfico. Le parece que la vida pierde cada día más sentido, y vienen a menudear en su prosa alusiones al azar. Como explica Dilthey, con una metonimia que sustituye al historiador por el pasado que él estudia, «[El] pasado caza furtivamente con reclamo para conocer el tejido de la significación de sus momentos. Y su interpretación permanece insatisfactoria. Nunca nos las habernos con lo que llamamos el azar: lo que era importante para nuestra vida como magnífico o como temible, parece entrar siempre por la puerta del azar» (VII, 74). O, como glosa Ortega el mismo pasaje, «el azar es el elemento irracional de la vida». En términos plásticos, «si nos representamos la forma de una vida como un círculo, el azar será la indentación de su circunferencia y esa indentación será más o menos penetrante. De esta manera conseguimos acotar racionalmente ese factor irracional de todo destino» (VIII, 468).

Examinemos ahora el diltheyanismo de nuestro historiador Pinedo y las causas de su fracaso como tal historiador. Empieza, como Dilthey, con pretensiones científicas de escribir «con el desengaño de la pura verdad», marginado de los acontecimientos mismos. Su método no variará de los tradicionales descritos por Dilthey como adecuados al historiador, pues se dedica a la labor de «juntar y ordenar los materiales, allegar las fuentes dispersas, y trazar algún que otro comentario, aclaración o glosa que concierte y relacione entre sí los acontecimientos, depure los hechos y establezca el verdadero alcance y el cabal sentido de cada suceso» (la cursiva es nuestra). Además, tal cual Dilthey, bien que con fines morales, Pinedo quiere ofrecer su historiografía como un instrumento para orientar al país en medio de la crisis contemporánea. Desea que su futura crónica de la nación «sirva de admonición a las generaciones venideras y de permanente guía a este pueblo degenerado que alguna vez deberá recuperar su antigua dignidad, humillada hoy por nuestras propias culpas, pero no definitivamente perdida».

Al principio, vive la discrepancia entre la velocidad de la crisis y la lentitud natural de la vida en sociedad, pero poco a poco, se encuentra implicado, arrastrado por el torbellino, y tiene que dejar la pluma para siempre. Al comienzo de los primeros dos capítulos de la novela se advierte el contraste entre la vertiginosidad de los eventos historiados en narrativas o en el cine y la lentitud y calma cotidiana con que se despliegan en la vida cotidiana. Aquí Pinedo piensa con claridad, exponiendo en conjunto los datos de las muertes que toda la novela aclarará después. Viene en el capítulo II la enumeración de ocho muertes, según el censo de Monique Jolie, y a estos asesinatos las investigaciones de Pinedo intentarán prestarles sentido histórico: el dictador Bocanegra, su secretario Tadeo Requena, el Chino López, el senador Lucas Rosales, el jugador de billar José Lino Ruiz, dos periodistas españoles y doña Concha, mujer del Presidente. Buen diltheyano, a Pinedo no se le oculta lo azaroso de la historia, y hasta emplea el léxico de Dilthey para reconocerlo: «En la ruleta de períodos turbulentos como éste se ve funcionar más al desnudo […] ese misterioso factor de la vida humana al que llamamos suerte: la buena o la mala suerte se manifiesta entonces a través de las más estupendas combinaciones del azar». Ya comienza a poner en marcha la razón histórica de Dilthey al eliminar el factor del azar en la muerte de doña Concha: su exhibicionismo en público invitó a su inevitable fin.

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