La cabeza del cordero - Ayala Francisco 3 стр.


– No, hombre; te escucho -le respondí.

– Pues, como te iba diciendo, ahí apareció el célebre manuscrito. Había varios papeles blancos desparramados sobre la mesa y, entre ellos, medio oculto, ése, en el que se veían varias líneas, nueve, para ser exacto, de una escritura pareja, trazadas con la tinta azul-violeta que la patrona de la fonda había proporcionado al huésped. Habrás observado, primo -precisó Severiano-, que dije se veían y no, como suele decirse, se leían; porque es el caso que ¡ya podía uno darle vueltas!: era imposible sacar nada en limpio de lo escrito. La letra era clara, igualita; pero ¡qué había de entender Antonio, si yo mismo no entendía nada! Después de tener dos días el papel en su cartera se había decidido (como luego averigüé) a consultarlo con otro pasajero, un inspector de contribuciones que por entonces estaba en el pueblo. "¡Vea usted, don Diego, qué escritura endiablada! A ver qué le parece a usted". El tal don Diego (que, dicho sea de paso, no es mal bicho) parece que tomó el papelito con mucha prosopopeya, lo depositó sobre el hule de la mesa, lo sometió a detenido examen allí junto a la taza del café, y… ¡que si quieres! Al cabo de un rato va y se lo devuelve: que eso estaba escrito en extranjero, y que él no tenía ahora tiempo de ponerlo en claro. "Ya, ya. Ya me lo figuraba yo", le respondió el Antonio retirándose con su papel, bajo una mirada iracunda del inspector. Bueno, eso no fue sino el comienzo de su peregrinación. Después recurrió a mi ayuda. Aunque se me llegó con mucho alarde de confianza, comprenderás que no tardé en percatarme de que acudía a mí, su amigo de la infancia, después de haberle desahuciado un extraño. Son pequeñeces humanas en las que yo ni siquiera me fijo; pero tampoco la manera de abordarme resultó muy delicada: "Hombre, tú que siempre andas con esos papelotes que te llegan de fuera, a ver si me sabes leer esto". En fin: eché unas miradas al escrito, y le dije: "Déjamelo para que lo estudie despacio, pues la cosa parece que tiene sus bemoles". ¡Vaya si los tenía! Con paciencia infinita, lo repasé, una vez a solas, palabra por palabra, letra por letra, de arriba abajo y de abajo arriba. ¡Nada, nada! Ni una rendija de luz; oscuridad absoluta. ¿Concibes cosa semejante? Hasta tal punto llegó a intrigarme, que resolví tomar por mí cuenta el asunto, e investigarlo a toda costa, siquiera fuese por medios indirectos. Cuando cerré el almacén, me acerqué a la fonda en busca de Antonio…

– Pero, dime -interrumpí entonces a mi primo-, ¿a ti qué te importaba todo eso?

– Pues ahí está -me contestó-; no me importaba un bledo. Pero ya me había picado, no sé si la curiosidad o el amor propio, y me propuse averiguar. Ante todo le pedí a Antonio que volviera a contarme con todos sus detalles lo relativo al huésped. "Mira", me dijo después de repetirme que el huésped había cenado huevos fritos y carnero (¡qué interesante circunstancia! ¿no?; pues nunca la omitía) y que a la mañana había desaparecido de improviso: "mira, yo creo que ese papel debe contener alguna explicación de su huida". "¿Cómo? Pero ¿es que se fue sin pagar?" Me extrañaba; conozco a mi gente; y según suponía yo: "No -me dijo-; sin pagar no se fue; bueno hubiera estado eso. A mí, hasta ahora nadie me ha llamado tonto. Pero se esfumó sin que tan siquiera pudiese yo verle la jeta, dejándome -(¡dejándome! ¡si se creería Antonio que el tonto soy yo!), dejándome ese papel escrito…" "Pero, dime -insistí-, ¿qué especie de pájaro era?: ¿un corredor de comercio, un misionero, qué?" "¿Y cómo he de saberlo yo, si no pude ni verlo? Llegó aquí el sábado a la noche, cuando yo había ido a completar los encargos para la semana, y se marchó el domingo tempranito, en el ómnibus seguramente, mientras yo estaba en la estación. Lo atendió mi mujer. Pero -comentó el Antonio- las mujeres son así: se fijan en lo que no debieran, y se les escapan las mejores. Tú, Severiano, tienes la gran suerte de estar soltero; no sabes lo que…" Todo este comentario me lo hacía en voz bien alta, con la intención aviesa de mortificar a su mujer que lo estaba oyendo desde la cocina (hablábamos en el panecillo de atrás; tú te acuerdas de la fonda, ¿no?), hasta que por fin saltó ella: se asomó a la ventana, toda roja de ira, y le largó a gritos cuanto se le vino a la boca: entre improperios, le decía que si pensaba acaso que ella no tenía más que hacer sino espiar a los pasajeros; que, tanto hablar de la curiosidad femenina, y los hombres… Etcétera.

– No le faltaba razón a la pobre mujer -opiné yo entonces desde mi cama-; pero, de todas maneras, lo extraño es…

– Todo es extraño en este asunto, Roque -vibró, en la oscuridad, excitada, la voz de mi primo-. Figúrate que hube de terciar en la disputa entre marido y mujer, pues aquello se enredaba sin ton ni son, y pasándome a la cocina, le pregunté cómo era el misterioso huésped que nadie sino ella había visto. Pero la buena señora estaba hecha una furia, toda encendida, arrebatada, como un basilisco y, echando chispas por los ojos, se negaba a dar ningún detalle.

"Muy raro todo, en efecto", reflexionaba yo sin decir esta boca es mía. Mientras mi primo Severiano me contaba eso, se me había ocurrido por un instante maliciar que tal vez entre el viajero y la patrona hubiera sucedido uno de aquellos episodios que, en fondas y pensiones, son el pan nuestro de cada día (pues a mí ¡qué me van a contar, después de tanto haber rodado por capitales de provincia, pueblos y poblachos, al cabo de años y años de viajante a comisión! Es una rutina más del oficio: pellizco, revolcón, y a otra cosa). Pero ¿acaso ello hubiera explicado nada? Al contrario, en tal supuesto la mujer se hubiera apresurado a dar, verdaderos o imaginarios -y ¿por qué, tampoco, imaginarios?-, los detalles que se le pedían, quedándose tan oronda. "Además -rectifiqué para mí mismo- esa doña Tal (que ya no me acuerdo cómo se llama) debe de estar demasiado vieja para semejantes trotes, ha de ser algo mayor que yo, lo que para una mujer ya es bastante, y además… No -deseché-; eso era una tontería".

– … y hubo que dejarla en paz -continuaba entre tanto mi primo-: no le daba la gana de decir nada. Me llevé, pues, el papelito, y seguí preocupado por averiguar lo que contenía. Aquí, ya lo sabes, es poca la gente con quien puedes consultar una cosa así. Se me ocurrió hablarles al cura y al boticario. Los boticarios, por su profesión, están acostumbrados a leer manuscritos enrevesados… Claro que el de marras no era lo que se dice de escritura difícil; al contrario: letra por letra podía ser deletreado, con sus mayúsculas y minúsculas, sus puntos y sus comas. Sólo que tú no entendías, lo que se llama entender, ni una jota. Y eso fue lo que le pasó al farmacéutico pese a la fama que ellos tienen. Eso fue también lo que le pasó al cura, cuando, poco rato después, se reunió con nosotros en la rebotica. "¿De qué le valen a usted todos sus latinos -le dije yo (claro que por chanza; pero, al fin y al cabo, ¿no era muy cierto?)-, de qué le valen todos los latinos al padre cura, si no es capaz de entender cuatro frases escritas en idioma extranjero?" Se molestó un poco; replicó que nada tenía que ver el latín con aquellas pamplinas, y que dejase en paz las cosas santas. Pero ya no hubo otro tema en la tertulia, ni esa tarde, ni luego a la noche, en el bar de Bellido, que es donde nos reunimos a tomar café, ni al día siguiente, ni en los que vinieron después. Comenzaron las conjeturas y, como puedes suponer, se multiplicaron los más inverosímiles disparates. Había buen margen para todo, pues nadie (¿podrás creerlo?), nadie en el pueblo había visto al viajero dichoso… Eso, al principio; que luego, como siempre ocurre, lo habían visto ya todos, todos empezaron a acordarse: el uno, le vio subir al ómnibus; el otro a punto de entrar en el hotel; quién, bajándose del tren en la estación; quién, cuando ponía un telegrama en la oficina de Correos. ¡Hasta el Antonio mismo declaró por último haberle visto! Te vas a reír: confesó que, antes de retirarse de la puerta atrancada de la pieza, echó una miradita por el ojo de la cerradura y logró así divisar al tipo; que, desde luego -podía asegurarlo-, no era español: los zapatones que llevaba y los calcetines de lana de colores vivos son cosas que nadie usa; ningún español incurre en tales extravagancias, y sólo los ingleses… (La propia abundancia de su locuacidad nos aclaró en seguida lo que era por demás cierto: estaba describiéndonos el calzado de un inglés que meses antes había pasado un par de días en el pueblo, ocupado en preguntar acerca de los molinos de viento, averiguar apellidos y tomar notas en un cuaderno.) El boticario le alabó entonces a Antonio su arte para conocer a los extranjeros por las patas, y él, ¡bueno es el hombre para aguantar soflamas!, soltó una rociada de groserías sacando a relucir en seguida la dignidad de su oficio, tan decente como el que más (afirmaba), pues mejor era dar de comer al hambriento, aunque fuera por su dinero, que extraérselo al harto con purgantes y lavativas. Etcétera: ¡ya conoces el género! Poco faltó para que se liaran a golpes. El tal Antonio es un perfecto borrico… Pero no quiero cansarte con tanta minucia: cuando te quieras dormir, me lo dices, y me callo.

– Por lo menos, sépase de una vez si conseguiste averiguar lo que el papel decía -le respondí. ¡Qué pesada es esta gente cuando se pone a contar algo! Se pierden en digresiones, rodeos, detalles que no vienen al caso, y jamás acaban.

– ¿Averiguar? ¡Calla, hombre!… No; no averiguamos nada -me respondió-. Pero déjame que te cuente. Abreviaré. Como te iba diciendo, todos pretendían al final haber visto al misterioso personaje, pero nadie daba señas que coincidieran. Hasta se hizo una investigación del telegrama expedido por él, y no apareció tal telegrama; los cuatro que ese día se despacharon eran todos de personas bien conocidas en el pueblo. "Pues entonces sería una carta", dice el sujeto que lo viera poner…, y se queda tan fresco. La gente larga las mentiras con una tranquilidad… La gente tiene mucha fantasía. Pues ¿y las hipótesis? ¡Qué de disparates! Y en este terreno fue nuestro buen boticario (preciso es confesarlo) quien batió el record. ¿Sabes lo que se le ocurrió?: que el dichoso papelito debía de ser alguna propaganda comunista, y que seguramente estaba escrito en ruso, por lo que era muy natural que nadie lo entendiera. ¿Te das cuenta de la chifladura? ¡Propaganda! Pero ¡qué propaganda, señor mío (como yo le dije), una cosa que nadie puede entender!… Yo por mí estoy convencido de que la única explicación verosímil es la siguiente: se trata de un loco (¿me estás escuchando?); y ese papel no significa nada, ¡absolutamente nada! La razón es ésta:¿quién, sino un loco, llega a un pueblo desconocido, se encierra en el cuarto de un hotel, escribe, y a la mañana sale medio furtivamente, sin hablar con nadie, y dejándose una hojilla que nadie puede entender?

Severiano se quedó callado por un momento, como si esperase el efecto que su brillante interpretación producía en mí. Pues, hombre, ¡ahora vas a ver!

– Pero, vamos a cuentas, Severiano -le dije con medida calma-; escucha: ¿no dices que primero estuvo cenando en el comedor de la fonda, y que le sirvió la patrona? ¿Qué tiene de particular, si necesitaba escribir, el que deseara no ser incomodado por la charla del hotelero? Eso, a cualquiera se le ocurre. Por otro lado, si estuvo escribiendo, es fácil que esa hojilla, un borrador probablemente, se le quedase olvidada entre los pliegues sobrantes. Y luego, no sé por qué supones que salió furtivamente. ¿No me has dicho tú mismo que pagó el gasto? Ninguna obligación tenía de satisfacer la curiosidad del señor hospedero, ni de presentarle sus respetos. A mí me parece que todo eso es bien razonable, corriente y moliente…

Se lo dije con mucha flema. Pero me había indignado un poco la explicación con que mi primo se daba por satisfecho. Era una solución demasiado cómoda, ¡caramba! ¿Que no entiendes una cosa? Pues ¡es que no tiene sentido, y listo! ¡Qué propio de él ese modo perezoso, desganado; ese encogerse de hombros! Con verdad dicen que genio y figura… Este Severiano que ahora se revelaba de cuerpo entero en esa explicación fácil era el mismo que, de muchacho, aceptaba siempre mis iniciativas, las secundaba de un modo flojo, y se reía cuando trataba yo de sacudirlo un poco, de avivarlo con el encargo de tareas difíciles; el mismo que luego siguió con igual docilidad las directrices que le trazara el tío Ruperto; el mismo que se quedó ahí en el pueblo, muerto de ganas de ver mundo, pero aceptando una vida que le entregaban hecha… ¡Muy cómodo todo! Me dio rabia: por eso quise salir al paso de su teoría, y dejársela pulverizada. Y más rabia todavía me dio cuando, en lugar de discutir mis objeciones, va y se sale por la tangente -él, siempre el mismo- observando: "Pero eso que algunos me discuten de que un loco no tendría letra tan clara y pareja y perfilada, es una perfecta tontería. Hay quien no puede imaginarse a los dementes si no es dando alaridos dentro de una camisa de fuerza. Además, la fábula de la propaganda soviética, francamente, me parece pueril".

– Pues a mí, tan descabellada no me parece, ¡qué quieres que te diga! -le repliqué-. No pienso, por supuesto, que pueda tratarse de ningún escrito en ruso ni mucho menos. Pero… con todo… ¡Mira! No quiero por ahora adelantarte mi opinión. Prosigue tu historia; anda, termina.

La verdad es que se me había ocurrido una idea bastante aceptable y hasta, si se quiere, excelente; algo que a aquellos palurdos jamás se les hubiera venido al meollo, y que había de dejarlos estupefactos cuando vieran los resultados. Pues si era como yo pensaba, la cosa podía traer cola, hacer hablar a todos los periódicos durante días y semanas. Crecía mi entusiasmo al ver cómo, cuantas más vueltas daba en el magín a mi idea, más se me iba perfeccionando, más se redondeaba. Y, sin embargo, los ditirambos que pudieran dirigirse a mi perspicacia, "a la extraordinaria lucidez mental de ese modesto viajante de comercio", serían en el fondo inmerecidos, pues la idea me había brotado de golpe, y ahora era como sí creciera dentro de mi mente, sin darme otro trabajo que el de ir tomando nota, igual que se toma nota del pedido de uno de esos raros clientes a quienes no hay que sacarles con tirabuzón cada partida, y apuntando en mi memoria los sucesivos detalles que se agregaban para completar mi hipótesis y prestarle la armonía de la evidencia.

– Pero ¡si no me queda ya nada por contar! -había contestado Severiano-. Las opiniones se dividieron de mil maneras, hubo interminables discusiones, hubo hasta verdaderas riñas; muchos quedaron atravesados y resentidos los unos con los otros, y al final nos hallamos como al comienzo: sin saber nada a punto fijo, pues que todo habían sido suposiciones más o menos hueras.

– Bueno, pero el papel ¿dónde está?

– El papel, yo lo tengo. Mejor dicho: lo tiene mi hermana Juanita, a quien se lo di a guardar en espera de que alguien pueda procurarnos un poco de luz. Hasta ahora, nunca surgió la oportunidad; e incluso, te diré, casi ni lo tenía ya presente. Pero no bien te oí referir que has aprendido idiomas, ¡caramba!, en seguida se me vino a las mientes, y pensé, pienso: "A lo mejor éste puede aclararnos…" Mañana por la mañana te enseño el manuscrito y… vamos a ver. Por ahora, lo mejor será que nos durmamos. Ya es tarde, y tú debes de estar muy cansado.

Cansado sí que lo estaba; ¿no había de estarlo? Pero ya se me había pasado el sueño con tanta y tanta conversación, y mi idea acerca del papel y de su posible significado seguía trabajando ella sola en mi cabeza, como si le hubiesen dado cuerda; giraba y giraba sin sosiego alternando en sus vueltas el decaimiento con el entusiasmo… En una palabra: ya estaba desvelado por completo. Y era justamente ahora cuando este bueno de mi señor primo sentía sueño y me mandaba, como se le manda a un niño, que me durmiera.

– Pues no, señor: no estoy cansado. Además, para un día que voy a pasar contigo después de tanto tiempo que no nos vemos, no es cosa de echarse a dormir a pierna suelta. De modo que… sigamos charlando un poco, señor dormilón: anda, cuéntame algún detalle más. Ya te he dicho que se me había ocurrido una interpretación bastante cabal de todo ese suceso. Estoy atando cabos: luego te la expondré. Por el momento, lo que sobre todo importa es la personalidad del viajero. En cuanto al papel, ya lo estudiaremos por la mañana, raro será que no confirme… Pero, mientras tanto, dime: ¿qué es lo que, en concreto, se sabe del hombre?

– Pues, en concreto, ¡nada! Ya te digo que nadie lo ha visto, si apuramos los hechos. Y cuando en un momento dado todos quisieron hacerse los interesantes dando precisos detalles, nadie coincidía con nadie. ¿Te conté lo del telegrama? Toda una historia, hasta con sus discusiones agrias. Y al final resulta que no había telegrama que valga. En cuanto al chófer del ómnibus, no pudo acordarse de nada a punto fijo; no había reparado; ningún pasajero le había llamado la atención; él no se preocupaba de los pasajeros sino para cobrarles el billete y hacerles cumplir las ordenanzas según es debido.

– Bien. Está muy bien. Pero la mujer del Antonio, ésa por lo menos es seguro que lo vio, puesto que le sirvió la cena y le dio alojamiento y le cobró el hospedaje. ¿O me vas a decir que se obstina?…

– No, hombre, no; al principio, es cierto que no quiso referir nada, por pura terquedad, enojada como estaba con el marido. Pero luego se le fue a hablar seriamente, el cura mismo le hizo algunas consideraciones, y la pobre señora contó lo que sabía. Mas, después de haber hecho la reseña mil y quinientas veces, estábamos donde antes: eran todo trivialidades.

– ¿Por ejemplo?

– Pues, por ejemplo, que estando ella arriba oyó palmadas al pie de la escalera; que acudió, y encontró allí a nuestro hombre, con un maletín en la mano y un abrigo al brazo, pidiéndole alojamiento; que le hizo subir y lo instaló en la habitación de la esquina; que le preguntó en seguida si iba a cenar: contestó él que sí y, pasado un momento, bajó al comedor, sentóse a la mesa, comenzó a leer unos papeles que llevaba consigo, y ella le fue sirviendo la comida; ya lo sabes: sopa, huevos fritos, un poco de carnero y una buena tajada de carne de membrillo, todo lo cual comió distraído en su lectura; que cuando hubo concluido se retiró de nuevo a su cuarto pidiéndole pluma, tintero y unas hojas de papel… Y por último, que a la mañana temprano volvió a aparecer en la cocina, ya con la maletita en la mano y el abrigo al brazo preguntando cuánto debía y desapareciendo no bien lo hubo pagado sin discutir ni regatear. Eso es todo.

– Pero, hombre, por favor: ¡resulta irritante, demonio! ¿Cómo es posible? ¿Nadie más había en la fonda? Y a la patrona ¿no le chocó el laconismo del tipo, o algo en su aspecto, o… qué sé yo? Yo no puedo creer que, tal como son esas mujeres, no le preguntara…

– Pues mira: otro personal no lo había (es casualidad: no creas que no se haya comentado; pero se dan casualidades); no lo había, no, ni al entrar el hombre ni al salir de mañana. Y mientras comía, fue la propia dueña quien sirvió y retiró los platos. Casualidad será, si tú quieres…

– De todas maneras, y aun siendo así… No sé; pero se diría que hay aquí empeño en hacer todavía más misterioso el asunto de lo que en realidad es. El tipo ¿cómo era? ¿joven o viejo? ¿alto o bajo? ¿rubio o moreno?

– Pues, al decir de ella, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni moreno ni rubio.

– Vamos, sí; señas particulares , ninguna. Y ya está completa la ficha. La vestimenta, vulgar, de seguro. ¿Y los calcetines de colores y los zapatos de que hablaba el otro?

– Ahí, ella desmiente al marido; dice que es pura invención. E invención, lo del acento extranjero: que si no llega a ser por el maldito papelucho, a nadie se le hubiera ocurrido… Ella, ¡claro!, con tal de desmentir al Antonio… ¡Cualquiera sabe!

La última observación de la hospedera me llenó, lo confieso, de súbito regocijo: confirmaba mi hipótesis. Tuve una verdadera invasión de júbilo; tanto, que no pude contenerme, y le dije a Severiano:

– Mira, primo: esa señora (y perdona que te lo diga) es la única persona que en todo este asunto ha mostrado sentido común y que sabe discurrir. ¿Por qué? Pues porque eso está muy bien observado. ¡Claro está que no era un extranjero! Fantasías, fantasías, y nada más que fantasías. Así es como se forman las leyendas: ven un papel que no pueden descifrar y, en seguida, ¿qué va a ser?: un manuscrito en lengua extranjera. Por lo tanto, extranjera tiene que ser la mano que lo escribió. Y ya eso basta para pretender haber notado acento extraño, ropas fuera de lo usual, etcétera. Pero es el caso, señor mío, que no hay nada de todo ello: todo se encuentra construido sobre una base falsa: el manuscrito no está en lengua extranjera.

– Pues claro; ya lo decía yo: son las palabras sin sentido trazadas por la mano de un loco -me contestó Severiano. ¿Habríase visto? ¡Qué bruto! ¡Sí, sí, cada loco con su tema! ¡Qué bruto! ¡qué grandísimo terco!

– ¡Ya, Ya! ¡Palabras sin sentido! -me eché a reír. En la oscuridad, a mí mismo me sonó mi risa a falsa. Estaba ya crispado, lo que es bastante comprensible, ¿no?-. ¡Palabras sin sentido! -repetí-. ¿No te das cuenta de que no hay loco capaz de inventarse de pe a pa sus palabras, sin parecido ninguno con las verdaderas? Por lo que más quieras, Severiano: un loco deforma, mezcla, combina; pero esas palabras completas, una junto a la otra, y desprovistas en apariencia de toda significación… No me vas a decir…

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