– Entonces…
Mi primo estaba desconcertado; lo había desconcertado mi vehemencia. Hubiera podido tocarse con la mano su estupefacción, quieto, inmóvil, paralizado, acurrucado ahí, en lo oscuro, como un bicho tímido.
– Entonces… -repitió, confuso.
– Es muy fácil, hombre -condescendí-: es el huevo de Colón. (Sólo que, claro está…) ¿No lo adivinas? Se trata de escritura cifrada.
Ya estaba dicho; eso era tal cual: escritura cifrada. Pero, por lo visto, no resultaba tan fácil para sus entendederas. Y después de todo, se explica: ¿qué podía entender Severiano de toda esa cuestión de cifras, códigos y tal?; tendría sólo una vaga noción, y le costaba mucho trabajo darse cuenta. Yo me puse a instruirle. A mí, eso me era asunto familiar, por razón de los negocios, que a veces exigen… Mas, sea que él ya tiene los sesos endurecidos, sea que yo, con el cansancio y la nerviosidad, no atinaba a poner en claro la cuestión, tuve que terminar por proponerle: "¡Anda, a ver! Da luz, que yo no sé dónde está el conmutador, y en un momento voy a mostrarte con ejemplos…" Encendió, y yo me tiré de la cama. En seguida fui a buscar mi lápiz en el bolsillo de la chaqueta, y saqué también una libreta de notas. Severiano me observaba sin decir nada. Me acerqué a su cama, aquel catre en tenguerengue, y tomé asiento en el borde, a su lado.
– Mira, fíjate -le dije-: es así; aquí están las letras del alfabeto… A, B, C, D, E, F, etcétera. Bueno: si a cada una de ellas se le asigna un valor numérico (por ejemplo, la A vale cinco; la B, ocho; la C, cuatro, etcétera), es claro que podrás escribir lo que te dé la gana con cifras, y no entenderá tu escritura sino quien ya conozca los valores convencionales que tú le has asignado a cada letra. Basta tener la clave. Veamos, por ejemplo, mi nombre: Roque Sánchez, ¿eh?
Y con toda paciencia pongo mi nombre en números, para que el muy bruto venga y me diga, me dice: "Pero ¿qué tiene eso que ver con las palabras escritas en idioma extranjero?" Le miré despacio, procurando no mostrarme exasperado: el pobre es bastante duro de mollera, pero ¿qué culpa tiene él? De todas maneras su torpeza me irritó a tal punto que ya me hice un lío, no di más pie con bola y me fue imposible llevar a término mi explicación. ¡Quién sabe tampoco si él hubiera sido capaz de comprenderla! Renuncié a nuevos ejemplos, que por fuerza hubieran sido más complicados, y le dije:
– Bueno, esto es demasiado técnico para explicarlo en unos minutos. Yo lo que te digo es que ese manuscrito está en cifra. Eso es lo que es: un texto cifrado.
– Será así como dices -me respondió-; pero entonces lo que yo no comprendo es para qué diablos iba a dejarnos ahí una cosa que nadie puede descifrar.
– ¡Ah, ésa es otra canción!
Comencé a pasearme por la alcoba, de un lado a otro, sorteando la mesita del centro y la silla con la ropa, mientras él, sentado en su cama, seguía con interés mis movimientos y mis palabras. Yo trataba de persuadirlo ahora de la explicación más sencilla, que de seguro sería también la verdadera: que el sujeto en cuestión, ¡cualquiera sabe para qué fines!, tuviera que enviar un mensaje cifrado, y ése haya sido el borrador, traspapelado allí sobre la mesa.
– Tal vez. Pero a mí eso no me convence. (¡No me convence! -objetó-. ¡Qué aplomo! Diríase que él hubiera estado meditando la idea con toda calma, para sentenciar a la postre: "¡No me convence!"). ¿Cómo iba a dejarse olvidada -insistió- una cosa tan importante, tan importante que exige ponerla en escritura secreta?
– Olvidada, no; perdida entre los demás papeles. Puede bien ocurrir. Puede ocurrirle, o bien a un novato que se atolondra, o bien a un veterano ya muy avezado al peligro.
– ¿Al peligro, dices? ¡Según eso, piensas tú que la cosa es de cuidado!
Por fin se había dado cuenta el muy lerdo.
– Podría serlo. ¡De mucho cuidado!
Me detuve. Caí en un preocupado silencio. A mi cabeza acudían multitud de ideas, todavía un tanto confusas y mezcladas, pero… ¡multitud! Eso sí, todavía en nebulosa. No era como al comienzo, que andaban solas, sin darme trabajo, y solas se colocaban en su orden. Ahora asomaban como por un agujero y se retiraban en seguida antes de que hubiera podido apresarlas. Sentía que asomaba una; iba a echarle mano, y ya se había sumido otra vez… Severiano respetaba mi silencio, me observaba. Al cabo de un buen rato, aventuró:
– Y, ¡por supuesto!, no sabiendo la equivalencia de cada letra…
– ¿Qué? ¿La clave?
– Sí; no sabiendo la clave…
– Bien; te diré: hay especialistas que aciertan a descifrar claves secretas, lo que, como podrás imaginar, no es nada sencillo. ¡Menudos tíos! También los tipos se ganan unos sueldos formidables. Pero lo que quiero decirte es que ello no es imposible ni mucho menos, y yo, por mí, estoy deseando ponerle la vista encima al manuscrito… No vayas a pensarte que yo entiendo de eso; no. En las operaciones mercantiles, en el mundo de los negocios, que tantos puntos de contacto tiene con la diplomada y la guerra, también se emplea la cifra para comunicarse acerca de ciertas operaciones de importancia; pero de eso a descifrar textos de clave desconocida hay mucha distancia. Sin embargo, primo, tengo verdadero deseo de ver el manuscrito. Ya me has metido en curiosidad, hombre. Y, digo yo, puesto que ambos estamos despiertos y sin sueño, dime, ¿por qué no vas ahora mismo a buscarlo?
– ¿Ahora?
– Sí, hombre de Dios, ¡ahora! -¡Qué ser reacio, qué indolencia; si hasta parecía asustado, como si le hubieran propuesto lo nunca visto, la cosa más insólita y descomunal! Levantarse de la cama, ¡nada menos!, e ir a la gaveta en busca del papelito y traerlo.
– ¿Ahora? -repitió-. No; no puede ser ahora.
– Pero ¿por qué?
Se lo pregunté medio sorprendido, medio divertido, parándome junto a su cama. Y allí mismo, cruzados los brazos, aguardé la respuesta.
– Porque no puede ser -cerró los ojos-. El papel, ¿sabes?, lo tiene guardado mi hermana Juanita.
Yo insistí. Aquélla no era razón. No es que en realidad me importase nada el maldito papel ni que tuviera impaciencia alguna; pero me sentía ya irritado y, al mismo tiempo, me divertía apretarle, ponerle en un brete, sacudirle, sacarlo de su inmovilidad.
– No necesitas despertarla ni hacer ruido -aduje para persuadirle-. Eso aparte de que a estas horas probablemente ya estará ella rezando sus devociones matinales. ¡Digo yo, no sé! Pero, sobre todo, que no tienes por qué hacer ruido. Vas, rebuscas donde ella acostumbre guardar sus papeles… Claro que, a lo mejor, lo tiene escondido entre las páginas de algún devocionario.
– Eso -me contestó en un tono grave que contrastaba con mi aire de zumba maligna y, lo confieso, un poco excesiva (un contraste que, como advertí en seguida, era reflejo del que hacía su figura envuelta, recostada, inmóvil, con mi agitación, ridícula sin duda y como burlesca, recorriendo la pieza en ropas menores)-, eso, Roque, no puede ser. Yo no podría sustraerle así como tú sugieres el misterioso mensaje. Para Juanita no se trata de una cuestión baladí: le daría un disgusto muy serio el saber que andaba yo revolviendo en sus cosas y que le había sacado… ¡Dichoso manuscrito, y cuántos quebraderos de cabeza ha tenido que ocasionar!
Estas palabras, pronunciadas, como digo, en tono grave y hasta pesaroso, doliente casi, cambiaron el sesgo de la conversación. Yo volví a meterme en la cama (estaba quedándome helado) y me cubrí hasta medio cuerpo, dispuesto a escuchar con atención las confidencias de que aquellas frases parecían ser prólogo. En efecto, me contó en seguida las discusiones, querellas casi, a que el mensaje cifrado diera lugar en su casa. Primero habían sido las protestas airadas de Águeda, molesta con las idas y venidas, cabildeos, trifulcas y quimeras suscitadas por el manuscrito; pues a la gente le había dado por invadir su casa -¡claro, él era el depositario, y él tenía que aguantar las pesadeces de todo el que quisiera verlo y discutirlo!-; de manera que Águeda, con su intemperancia, su irritabilidad… Alguna vez, curiosa también ella aunque no quisiera confesarlo, había echado una mirada furtiva, por encima del hombro, al pasar por su lado, cuando él estaba examinando a solas aquella caligrafía. Y él, buscando propiciársela, había aprovechado estas raras ocasiones para invitarla: "Mira, Águeda, mujer; a ver qué te parece a ti…" Pero ella no se dejaba implicar; se salía con un "Déjame a mí de tonterías; no tengo tiempo que perder en pamplinas semejantes"; y sólo una vez llegó a tomar el papel en sus manos, aun cuando para soltarlo en seguida sobre la mesa, despectivamente: "¡Bah!"
– Mientras tanto -prosiguió Severiano su relato-, la otra, Juanita, había callado siempre, sin mezclarse en las discusiones, ajena por completo a ellas, según parecía, pero no perdiendo una sílaba de cuanto se hablaba a propósito… hasta que una vez me sorprende con esta increíble pregunta: "Severiano, ¿cuándo piensas entregarme el mensaje?" Al principio, ¡la verdad!, no entendí bien lo que quería significarme; la miré con sorpresa, y me dispuse a no hacerle demasiado caso; desde que se ha convertido definitivamente en solterona y beata alimenta su imaginación de fantasías estúpidas y gusta de emplear palabras tales como esa de mensaje misión, holocausto… Pero, ¡diantre!, ¡se refería al manuscrito! "¿Qué mensaje?" "¡Ese! ¿Cuándo me lo entregas?" Eché mano a la cartera, donde lo tenía guardado, y se lo alargo. Entonces lo coge con premura, le pasa la vista con esa expresión ansiosa que ahora suele tomar (son los gestos teatrales de la iglesia, ¿sabes?; todo se contagia; y luego, tú sabes, ese vértigo de la edad, en fin…), me lanza una mirada inquieta y… desaparece; sí, desaparece llevándose el papel a su cuarto y dejándome a mí con dos palmos de narices. Yo me quedé como quien ve visiones, sin saber ni qué decirle. ¿Qué va uno a decir ante cosa tal? Tú no puedes defenderte del absurdo. Para las cosas normales y corrientes, ya sabes bien lo que has de hacer: estás en tu mundo; pisas el suelo firme de la realidad; cada cosa es lo que es, y nada más: tiene su cuerpo, su volumen, su peso y su forma, su temperatura, su color, y se está ahí quieta hasta que a ti te da la gana de cambiarla de sitio. Pero de pronto comienzas a notar que ya no apoyas los pies sobre el suelo; quieres tocar algo, y donde creías hallar resistencia no la hallas, está frío lo que esperabas caliente, lo blando se te resiste, alargas la mano para agarrar una cosa, y resulta que se te ha escapado. Entonces, ya no sabes qué hacer… ¡Y no haces nada! Te quedas paralizado. Pues eso fue lo que me pasó a mí, y lo que me sigue pasando. Hay veces, te aseguro, en que no hay quién entienda a mi hermana; y yo me pregunto: "Pero ¿es ésta mi Juanita?" En resumidas cuentas: que se quedó con el papel, y ¡hasta ahora! Cuando volví a tenerla ante los ojos, le pregunté con cierta cautela: "Entonces, Juanita, ¿eso lo guardas tú?" "Eso ¿qué?" "¿Qué ha de ser? El papelito". Y me responde: "Pues ¡naturalmente!" ¿Qué te parece? ¡Naturalmente!… Dos o tres veces después le he hecho alguna alusión, le he preguntado, por ejemplo, que qué le pareció, y me mira ya con burla, ya con rabia, y no me contesta. Como no es cosa de armar un zipizape…
– Ya, ya comprendo -le dije yo entonces a mi primo-; ya me doy cuenta de por qué no quieres ir ahora a buscarlo: le tienes miedo a tu hermanita, y eso es todo. ¡Está bien, hombre! ¡Haberlo dicho!
– Miedo, no; consideración -replicó enrojeciendo, no sé si de bochorno o de cólera; pues algo debía conservar de su antiguo amor propio, y la verdad es que yo me había excedido un tantico: no tenía ningún derecho… Además ¿qué me importaba a mí de toda aquella necia historia pueblerina? ¡Nada! Pero lo que pasa es que cuando ya uno se ha puesto nervioso, cualquier majadería es capaz de dominarlo. En esto tenía razón Severiano: el absurdo le hace perder a uno la cabeza, atrae como una sima. Yo sentía una impaciencia que a mí mismo me causaba estupor: ansiaba de tal modo ver el mensaje, que estaba cierto de no poder descansar más hasta después de haberlo tenido en las manos. Temía -así, ¡temía!- tener que tomar el tren sin haberlo visto, y hasta me había hecho el proyecto de apoderarme de él, aunque fuera en el último instante, y llevármelo: ya se lo devolvería a mi primo por correo certificado, si tanto interés tuviera en conservarlo. Pero ¿y si llegaba la hora del tren y, entre tantas vueltas y revueltas, aún no había podido verlo? Resuelto estaba, si preciso fuere, a perder el de las seis y treinta y cinco e irme en el de las once, a pesar de toda la incomodidad, inconvenientes y hasta, ¡quién sabe!, perjuicios que eso podía acarrearme. Pues ese retraso de unas cuantas horas me hubiera podido acarrear de veras un serio trastorno: estos pormenores yo no se los había contado a mi primo Severiano (ni ¡qué iban a importarle a él!), pero resulta que el gerente de Melero y Cía. me tenía fijada cita en la Fabril Manchega, S. A., para dilucidar la cuestión de las entregas descabaladas; se trataba de sorprender a estos pájaros y nevar un ataque bien combinado, fingiendo una coincidencia casual; él llegaría en su auto, mientras que yo, como viajante, pasaba mi acostumbrada visita; en fin, todo un lío; y si yo le dejaba colgado… Pues ¡a bien que no era soberbio y grosero el individuo como para hacerle semejante jugarreta! Si precisamente por comodidad suya había combinado yo el pasar esa noche sobrante en casa de mi primo, a quien, por otra parte, deseaba tanto visitar… Pero esa visita amenazaba complicarme la vida; pues, inexplicablemente, era ya para mí una necesidad imprescindible la que sentía de ver el demonio de manuscrito, y estaba dispuesto, incluso, a salir en el tren de las once, pasara lo que pasare. Por suerte, no fue necesario.
– Perdona, hombre, Severiano; parece que a ti no se te puede dar una broma -le dije para paliar el mal efecto de mi destemplada ironía-. De todas maneras, Juana madrugará bastante, ¿no? A mí me parece que debiéramos estar levantados, no sea que se vaya temprano a misa y nos quedemos…
– Descuida, Roque, descuida. Si todavía es noche cerrada -me arguyó, apaciguado, el buenazo.
– Vamos, que apuesto a que está amaneciendo -sostuve.
– Que va a estar: ni mucho menos.
– Pero sí, hombre; si ya pasan carros…
Estaban pasando carros; se oía fuera el chirrido de los ejes, las pisadas de las mulas, algún restallido, alguna blasfemia.
– Esos carros salen mucho antes que el sol.
Entre tanto, yo me había levantado, me había acercado al balcón; abrí un postigo: noche cerrada. Pero, a pesar de ello, cada vez se alzaban más ruidos en el pueblo; canto de gallos, ladridos… ¿Pensaría acaso dormirse todavía Severiano, después de haberme impedido a mí que durmiera en toda la santa noche con su estúpida historia? Ahí estaba, sin rebullir; se había vuelto para la pared, y ni siquiera rebullía. Pues lo que es si esperaba que yo apagase la luz… Fui a mirar mi reloj, que estaba en el bolsillo del chaleco, ahí colgado del respaldo de una silla con mi otra ropa: ¡Nada más que las cuatro y media! "Ya son las cinco menos veinticinco, Severiano -dije-. ¡Anda, holgazán, levántate, vamos!"
Se levantó, bostezando. No se puede negar que es un buenazo, el pobre. Añadí: "Yo creo que tu hermana ya no puede tardar mucho en salir de su cuarto". Él me dirigió una sonrisa amable y triste: "Sí -asintió-; a ver si por fin nos libramos del misterio".
¡Cómo se le notaban ahora los años, a Severiano, con el escaso pelo blancuzco todo revuelto, y aquellas ojeras! Me pareció viejo: un viejo. Fui a mirarme en el espejo del lavabo: ¡Hay que ver también los estragos que puede causar una noche en vela, y más, después de haber viajado todo el día! Y ¡es que son ya muchos años de viajante, caramba! Pero luego se afeita uno, se lava, se peina, y ¡como nuevo! Comencé a enjabonarme la cara, mientras que él se desperazaba con los brazos en cruz. Pronto pudo verse cuánta razón tenía yo: no bien salimos del cuarto -y Severiano tardó en arreglarse menos de lo que yo me hubiera temido- nos topamos con Juanita, que ya se disponía a largarse, y que se sobresaltó un poco al tropezar con nosotros en la puerta del comedor, a donde íbamos en busca de algo que tomar como desayuno. Me miró como si no me reconociera o no me recordara, y yo también le encontré a ella un no sé qué de raro, un cierto ribete cómico y hasta disparatado en la solemnidad de su manto negro, en el gesto de su mano enguantada sosteniendo libro y rosario. Seguía siendo aquella Juanita, sí; pero disfrazada de vieja beata… Su hermano la atajó:
– Mira, me alegro de que todavía no hayas salido (y ¡qué maneras de madrugar, hija!). Escucha, ¿sabes lo que quisiéramos?
– Se dan los buenos días.
– ¿Sabes lo que quisiéramos?
– Sí, lo sé -respondió ella inesperadamente-. ¡Lo sé!
Se había parado de espaldas a la puerta, un poco rígida, con los brazos caídos, y me pareció que su voz, demasiado presurosa, temblaba, de puro tensa, en los descoloridos labios.
Miré a Severiano. También él estaba pálido:
– ¿Que lo sabes? -preguntó en un parpadeo. Y con una sonrisa (¡qué fea, su forzada sonrisa jovial!)-: Imaginarás que vamos a pedirte el desayuno.
– Me vas a pedir el mensaje -le replicó ella sin vacilar. Y se quedó callada.
Severiano seguía parpadeando como si le hubiera entrado una mota en un ojo. Convencido de que él no rechistaría, y empeñado además en cerrarle la retirada:
– ¿Cómo lo has podido adivinar, prima? -le pregunté yo. Juanita descompuso su boca en una mueca bufa; en seguida se quedó seria, vieja; luego exhaló un suspiro; luego tragó saliva… Creo que Severiano estaba aterrado al ver que su hermana no decía palabra.
Otra vez me sentí en el caso de intervenir:
– Entonces, prima, ¿nos lo entregas?
Lo dije, quizá, algo cohibido. La actitud de Severiano, tan timorata, se me había contagiado, y yo mismo me expresaba ahora con cierta cortedad. Lo que, por otra parte, no es de extrañar si se piensa que la conducta de Juana era más que sorprendente. Insistí aún:
– ¿Nos lo entregas?
Juana revolvió los ojos al techo con gesto implorante y dirigiéndose, no a mí, sino a su hermano, le reprochó con severa amargura:
– ¡Que hayas hecho semejante cosa, hombre! ¡Semejante vileza! ¡Ah, sí!, ¡ya lo sabía! Estaba segura de que habrías de aprovechar la primera ocasión… De ti para mí, cara a cara y sin testigos, no te atrevías a ello. Pero siempre que me tirabas indirectas, o que te quedabas mirándome con ganas de decir algo, y sobre todo cuando te sorprendía (porque te he sorprendido, aunque no lo creas, más de una vez) rondando en torno a mis papeles, yo ya sabía y estaba muy segura de que, no bien se te presentara, aprovecharías la oportunidad de hacerme tal extorsión. Y la oportunidad se te ha presentado; la oportunidad ha sido esta venida de Roque… Si no es que, tal vez, como pienso, no le llamaste en tu auxilio; pues ¡cosa más extraña, la llegada de éste ahora, de improviso, tras de tantos años sin acordarse del santo de nuestro nombre!… Pero de nada te ha de servir. ¡Ah, no! ¡Yo ya no soy la que era! ¡No, a otro perro con ese hueso! No, no…
Se había erguido mientras soltaba esta retahíla incomprensible, y las flacas mejillas se le habían teñido de un rubor falso; el peto bordado con cuentas de azabache subía y bajaba, agitado por la cólera, por la angustia… Y Severiano parecía anonadado frente a aquella explosión. Anonadado, pero -a lo que me pareció- no muy sorprendido. El que estaba estupefacto era yo; tanto, que no supe qué decir (sí, lo confieso, no supe qué decir; y para que a mí lleguen a faltarme las palabras…). Aquella furia continuaba y continuaba. Se iba excitando ella solita, sin que nadie le diera pábulo -Severiano, el infeliz, no había resollado siquiera; en cuanto a mí, va digo, me había quedado como tonto, sin saber qué decir-, y poco a poco se iba subiendo a las nubes y se enredaba en una ristra de insensateces ensartadas la una en la otra sin descanso. Por último, y cuando ya se hubo despachado a su gusto, se quedó muda y hasta pareció que iba a romper en llanto: la barbilla le temblaba, se le empañaban los ojos y, en una actitud de dolorida dignidad, terminó barbotando algunas palabras: se le oyó decir, entre sollozos, que podíamos -si nos daba la gana- registrarle todos sus papeles. Y rehaciéndose con nuevo furor, concluyó:
– Tomad, ahí tenéis la nave de la gaveta para que no necesitéis forzar el mueble: revolvedlo todo, destrozadlo todo, arruinadlo todo; no respetéis cosa alguna, ¿para qué?
Tiró la llavecilla sobre la mesa del comedor, y salió para misa como alma que lleva el diablo.
– ¿Has visto? -exclamó asombrado, avergonzado, mi primo cuando nos vimos solos. Y yo:
– Pero ¿qué significa eso?
No significaba nada. Me convencí de que no había habido ningún motivo que yo ignorase; adquirí la seguridad de que Severiano no me había mentido ni ocultado cosa alguna: daba lástima verle, con aquella cara trasnochada y aquella mirada perruna, humillado y tristón. Sería difícil saber si él había llegado al convencimiento de que a su hermana se le había ido la chaveta, pero de lo que no me cabe duda es de que era el pobre una víctima de sus caprichos, de que lo tenía acoquinado.
– Pues mira, ¿sabes lo que te digo? -le interpelé cuando hubimos agotado los comentarios del caso, tales como: "¿Qué barbaridad!" "Eso es de lo que se ve y no se cree", y otros tales-; ¿sabes lo que te digo, Severiano? Que ahora mismo vamos a registrarle la gaveta.
Me pareció que era deber mío hacerlo. En primer término, aquella mujer no estaba en sus cabales, y quién sabe qué otra cosa -¡armas, incluso!- podría ocultar allí bajo llave: era -¿no es cierto?- un verdadero peligro. Además, ¿no nos lo había dicho ella misma?, ¿no nos había autorizado, aunque fuera en un rapto de ira? Sin mí, Severiano jamás se atrevería a hacerlo. Y allí se quedaría el célebre papelito, per saecula saeculorum, secuestrado bajo la custodia de aquella especie de dragón…