Encontramos también gallinas de agua negras, pájaros nadadores, cuyos pies, en forma de zancos, les permitían marchar fácilmente sobre las hojas de las plantas acuáticas. Por el contrario, en el aire, parecían perdidos, como si no estuviera allí su elemento natural. Durante el vuelo, agitaban curiosamente sus largas patas, como si acabasen de abandonar su nido y no hubieran aprendido todavía a moverse bien en el aire.
Sobre algunos charcos de agua se percibían somormujos, con las orejas separadas y collares de plumaje multicolor. Estos pájaros no volaban, sino que trataban de esconderse en la hierba para sumergirse.
El tiempo nos era favorable: una de esas jornadas cálidas de otoño, muy frecuentes en octubre en la región del bajo Ussuri. No había una sola nube en el cielo claro y la brisa del oeste era muy ligera. Pero este tiempo, siempre engañoso, viene a menudo seguido de un viento frío. Cuanto más prolongada es la calma, se anuncia más seguro un cambio decisivo.
Ese día, pudimos observar en el oriente un curioso fenómeno atmosférico: la aparición de un sector sombreado de tierra. La luz vespertina desplegaba sus colores de un esplendor especial; al principio pálida, se convirtió después en esmeralda. A continuación, dos rayos de un amarillo claro emergieron del horizonte y subieron en columnas separadas sobre este fondo verde. Al cabo de algunos minutos desaparecieron, mientras que el verde del crepúsculo se transformaba en naranja y después en rojo. En el fondo, el horizonte escarlata se oscureció como bajo el efecto de una humareda. En el momento de acostarnos, un sector sombreado de la tierra apareció en el este, envolviendo el horizonte de norte a sur. El borde exterior de esta sombra era púrpura y el sector entero subía a medida que declinaba el sol. Así, esta banda escarlata se confundió bien pronto con el rojo del sol poniente y, a continuación, se hizo noche cerrada.
Yo miraba aquello extasiado, pero en ese momento escuché refunfuñar a Dersu:
—Tú no entiendes nada.
Adivinando que esta observación se dirigía a mí, le pregunté de qué me hablaba.
—Es malo —dijo, señalando el cielo—. Yo creo que tendremos mucho viento.
Durante la noche, no nos retrasamos demasiado junto al fuego. Como nos habíamos levantado temprano y la jornada había sido fatigosa, nos fuimos a dormir en seguida de cenar. Hacia el alba, nuestro sueño fue más bien opresivo. Despiertos, experimentamos en el cuerpo una cierta distensión y, al mismo tiempo, cierta debilidad; nuestros movimientos no tenían vigor. Como este estado nos afectaba a todos de la misma forma, temí que pudiéramos estar atacados por la fiebre o intoxicados. Dersu me tranquilizó diciéndome que sucedía siempre así cuando había un cambio de tiempo. Sin ningún entusiasmo, tomamos nuestra comida y proseguimos el viaje. Hacía calor; los zarzales inmóviles parecían dormir. Las montañas lejanas, antes muy visibles, desaparecían ahora en la bruma. Bandas de nubes se extendían en el cielo pálido y halos concéntricos rodeaban el sol. Noté que el paisaje no tenía ya la animación de la víspera. Los gansos, los patos y todos los pájaros más pequeños se habían escondido en alguna parte. Sólo las águilas planeaban en el cielo. Pero ellas debían encontrarse a cubierto de estos cambios atmosféricos que provocaban sobre la tierra la apatía y la somnolencia general de los seres vivos.
—Bueno —señaló Dersu—. Pienso que el viento cambiará a mediodía.
Como le pregunté la razón por la cual ya no se veía volar a los pájaros, me dio una larga conferencia sobre el método de sus migraciones. Según él, los pájaros preferían avanzar al encuentro del viento. Por otra parte, cuando había una calma completa o un calor demasiado grande, permanecían en los pantanos. Por el contrario, cuando el viento les sopla en el dorso —según lo expuesto por el gold— penetra bajo sus plumas, helándolos, y obligándolos a esconderse en la hierba. Sólo una nieve repentina puede forzarlos a seguir su viaje, pese al viento y la helada.
6
Al borde del lago de Janka
Cuanto más nos acercábamos al lago de Janka, más pantanosa se hacía la llanura. Los árboles desaparecieron de todos los bordes de los canales para dar lugar a malezas aisladas y escasas. La disminución de la corriente influyó inmediatamente en la vegetación y empezaron a aparecer flores acuáticas como los lirios de estanque, nenúfares y castaños de agua. La hierba crecía a veces con tal espesor que nuestra embarcación no podía franquearla. Entonces, estábamos obligados a realizar grandes desviaciones. En cierto lugar, acabamos por perdernos y llegar a un callejón sin salida. Olenetiev tuvo la idea de abandonar la embarcación, pero apenas tocó el suelo se atascó hasta las rodillas. Desandando camino, llegamos a un laguito, desde el cual pudimos volver felizmente a nuestro inicial brazo de río. El laberinto de hierba quedó atrás, y nos alegramos de haber salido de él tan fácilmente.
La dificultad de la orientación crecía cada día. Al principio, podíamos divisar desde bastante lejos el curso del río, gracias a los árboles. Ahora no había pájaros, ni tampoco se podía prever, a una distancia de algunos metros, si la corriente iba a doblar a la izquierda o a la derecha.
El pronóstico hecho por Dersu se cumplió; a partir de mediodía, tuvimos el viento del sur, que aumentaba poco a poco, volviéndose del lado del oeste. Los gansos y los canarios se elevaron de nuevo y reemprendieron su vuelo, aunque a una altura muy moderada.
Por fin, encontramos en alguna parte muchos leños flotantes arrastrados por las crecientes del río. No había que desdeñar este detalle en una comarca donde nos exponíamos a tener que pasar la noche sin combustible. Al cabo de algunos minutos, los soldados descargaron nuestra canoa mientras Dersu preparaba el fuego y levantaba la tienda.
Teníamos que hacer todavía una quincena de kilómetros para llegar al lago de Janka por vía fluvial. Pero, en línea recta a través del campo, la distancia total no sobrepasaba los dos o tres kilómetros. Dersu y yo decidimos ir al día siguiente a pie para volver al crepúsculo. Olenetiev y Martchenko se quedarían en el campamento a esperar nuestro regreso.
Como teníamos la velada completamente libre, nos quedamos largo tiempo cerca del fuego, tomando el té y charlando. La madera seca se quemaba alegremente y el ruido de los juncos ondulantes hacía parecer al viento más fuerte de lo que era realmente. El cielo estaba brumoso; no se podía distinguir más que las grandes estrellas. Un ruido de oleaje nos venía del lago.
Hacia la mañana, el cielo se cubrió de cúmulos. El tiempo se estropeó un poco, pero no hasta el punto de impedir nuestra excursión.
Alrededor de las diez, Dersu y yo abandonamos el campamento, tras haber dado todas las instrucciones necesarias. Como contábamos estar de regreso hacia la noche, no llevamos casi nada con nosotros, dejando en el campamento todo lo que nos parecía superfluo. Para utilizarlo con cualquier fin, me puse un jersey sobre mi chaqueta. Dersu se llevó una lona gruesa de tienda de campaña y dos pares de medias de piel.
En el curso de la ruta, el goldobservó a menudo el cielo, hablando consigo mismo, y acabó por preguntarme:
—Bueno, capitán, ¿vamos a volver muy pronto o no? Creo que la noche será mala.
Le objeté que el lago no estaba lejos y que no íbamos a quedarnos mucho tiempo.
Dersu era conciliador. Siempre se le podía persuadir sin dificultad. Él consideraba su deber señalar toda amenaza de peligro, pero si no se le escuchaba, se resignaba y avanzaba en silencio, sin discutir jamás.
—Bueno, capitán —me respondió—. A ti te corresponde decidir; lo que es bueno para ti, es bueno para mí.
Estas últimas palabras representaban la fórmula habitual que le servía para expresar su consentimiento.
No se podía marchar de otra manera que costeando los bordes de las corrientes de agua y de los pequeños lagos, ya que el suelo estaba un poco más seco que en otras partes. Elegimos la orilla izquierda del brazo del río donde se encontraba nuestro campamento. Después de haber seguido durante un tiempo bastante largo la dirección deseada, esta corriente de agua se volvió bruscamente hacia atrás. Entonces la abandonamos para atravesar un pequeño pantano y pudimos ganar otro brazo estrecho, pero más profundo. Después de franquearlo debimos abrirnos camino de nuevo a través de los juncos. Así, explorando durante algún tiempo el campo, contorneando los charcos de agua estancada y saltando de un montículo a otro, franqueamos, en total, alrededor de tres kilómetros. Yo me detuve, al fin, para poder orientarme. El viento violento que venía ahora del norte, es decir, de la parte del lago, hacía balancear y resonar los juncos. Algunas veces, los doblaba hacia la tierra, descubriendo así lo que había enfrente. El horizonte norte estaba envuelto en una bruma que parecía una humareda. Pero el sol quedaba por lo menos visible a través de las nubes, lo que yo consideraba como un buen signo. Por fin, percibimos el lago de Janka, rugiente y lleno de espuma.
Dersu me hizo observar los pájaros. Su migración tranquila se había transformado en una huida precipitada. Empleando el lenguaje de los cazadores, avanzaban ahora «en oleadas», pero de forma desordenada. Viniendo a nuestro encuentro, parecían inmensos dragones de tiempos legendarios. No se les veían ya ni las patas ni la cola; sólo una masa informe que se acercaba batiendo sus largas alas, con una rapidez increíble. Cuando nos percibían, los pájaros se elevaban de golpe, pero tan pronto como el peligro había pasado, volvían a formar sus filas y a descender más cerca de la tierra.
Hacia mediodía, llegamos al lago. Este mar de agua dulce —el lago de Janka tiene 95 kilómetros de largo y una superficie de 2.400 kilómetros cuadrados— tenía en ese momento un aspecto amenazante. Sus aguas hervían como en una caldera. Después de nuestra larga marcha por los pantanos herbáceos, el aspecto de esta gran superficie libre era muy agradable. Me senté sobre la arena para contemplar el agua. Las olas tienen un atractivo especial; se pueden pasar horas enteras viéndolas romper contra la orilla. El lago estaba desierto; no se percibía ninguna vela ni ninguna especie de barco.
Erramos junto a la orilla alrededor de una hora, abatiendo algunos pájaros.
—Los patos han cesado su vuelo —gritó el gold.
De hecho, el vuelo de los pájaros había cesado de golpe. La bruma negra que velaba el horizonte se levantó súbitamente. Ya no se veía más el sol. Nubes aisladas, de un color blanquecino, parecían perseguirse a través del cielo sombrío. Sus bordes rasgados pendían como trapos, como andrajos de algodón gris.
—Capitán, tenemos que regresar rápidamente —dijo Dersu—. Tengo un poco de miedo.
Debíamos, en efecto, pensar en el regreso al campamento. Nos reajustamos rápidamente el calzado antes de volver sobre nuestros pasos. Cuando llegué de nuevo a los grandes juncos, me volví para echar una última ojeada sobre el lago. Sacudido de una orilla a la otra, proyectaba una espuma amarillenta.
—El agua sube —notó Dersu observando la orilla.
Tenía razón; el viento impetuoso había empujado las aguas del lago hacia la desembocadura del Lefu, y el río se desbordaba e inundaba la llanura. Llegamos a un ancho brazo del río que nos impidió el camino. Yo no creí reconocer este lugar; Dersu no pudo tampoco. Me detuve para reflexionar un poco y volví hacia la izquierda. Pero como el canal hacía una curva para seguir en otra dirección, lo abandonamos para avanzar directamente hacia el sur. Unos minutos más tarde nos encontramos con un pantano, así que regresamos pronto al canal. Por otra parte, también tuvimos que abandonar éste sin tardar, marchando ahora hacia la derecha. Eso nos llevó a otro brazo, que vadeamos. Después fuimos hacia el este para llegar bien pronto a una verdadera hondonada pantanosa. Por fin, encontramos una banda estrecha de terreno seco, formando una especie de puente a través del aguazal. Tanteando el suelo con nuestros pies, recorrimos prudentemente más de quinientos metros y llegamos a un espacio menos húmedo, pero siempre cubierto de hierbas espesas. El pantano parecía franqueado definitivamente.
Miré mi reloj. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, pero el crepúsculo parecía haber llegado ya. Nubes pesadas y muy bajas, corrían rápidamente hacia el sur. De acuerdo con mis cálculos, no nos quedaban más que dos kilómetros y medio para volver a nuestro campamento al borde del río. Una colina aislada, situada frente a frente del campo, nos servía de punto de referencia. De este modo, era imposible perdernos; a lo único que nos exponíamos era a un retraso. Pero de improviso nos encontramos frente a un lago importante. Cuando quisimos rodearlo, resultó bastante largo. Tomando a la izquierda, hicimos alrededor de ciento cincuenta pasos y llegamos a otro brazo del río, cuyo curso formaba un ángulo recto con el lago. Entonces, elegimos otra dirección y volvimos a encontrar pronto el pantano infranqueable. Me decidí a intentar la posibilidad, marchando otra vez a la derecha. Pero el agua no tardó en empapar nuestros zapatos y no vimos frente a nosotros más que grandes charcos.
Era evidente que nos habíamos perdido. Como la situación se agravaba, propuse al goldvolver sobre nuestros pasos, a la busca del istmo que nos había llevado a esta isla. Dersu consintió, pero nos fue imposible, deshaciendo el camino, encontrar nuestro istmo.
El viento se apaciguó súbitamente. De lejos, escuchábamos siempre el rugido del gran lago. Oscurecía, y los copos de nieve se pusieron a revolotear por el aire. La calma no duró más que algunos momentos, seguida de una ráfaga repentina. La nieve cayó más fuerte.
—Tendremos que pasar la noche aquí —fue mi reflexión; pero me acordé al instante de que en esta isla no había leña, ni arbustos, nada más que agua y hierba. Aquello me dio escalofríos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté a Dersu.
—Tengo mucho miedo —respondió.
Sólo entonces comprendí toda la gravedad de nuestra situación. Íbamos a quedarnos toda la noche, con la tempestad, en medio de esos pantanos, sin fuego y sin ropa abrigada. No tuve otra esperanza que Dersu, viendo en él la única posibilidad de salvación.