Dersu Uzala - Арсеньев Владимир Клавдиевич 7 стр.


—Escucha, capitán —me dijo—, ¡escúchame bien! Tenemos que actuar rápidamente; si no, es la muerte. Hay que cortar pronto la hierba.

No le pregunté para qué podía servir aquello. Escuché sólo esta orden:

—¡Pronto, a cortar la hierba!

Sacando rápidamente todas nuestras armas y municiones, nos pusimos febrilmente a la tarea. Pero mientras yo recogía un puñado que cabía en una mano, Dersu recogía más del doble de esa cantidad. El viento soplaba por ráfagas, con una violencia que nos permitía apenas permanecer de pie. Mis ropas comenzaron a helarse. Cuando depositamos en tierra la hierba recogida, la nieve la recubrió enseguida. El goldme prohibió cortar hierba en ciertos lugares. Se enfadaba mucho cuando yo no le obedecía al momento.

—¡No entiendes nada! —gritó—. A ti te corresponde obedecer y trabajar. Yo sé lo que quiero.

Dersu se apoderó de nuestras bandoleras y de su cinturón de cuero. Yo le di también cuerdas que encontré en mi bolsillo y él escondió todo eso en su pecho. La oscuridad y el frío no cesaban de aumentar. A pesar de la capa de nieve, se podía todavía distinguir ciertas cosas en la tierra. Dersu se movía a una velocidad sorprendente. Su voz tomaba a veces tonos asustados e indignados. Eso me hacía volver a tomar mi cuchillo y ponerme de nuevo al trabajo hasta el agotamiento. La nieve que cubría mi camisa comenzó a fundirse y sentí los hilillos de agua fría correr a lo largo de mi espalda. Creo que pasamos más de una hora cortando así la hierba. El viento penetrante y la nieve punzante me azotaban terriblemente el rostro. Mis manos estaban heladas. Trataba de recalentarlas con mi aliento y dejé caer mi cuchillo. Notando que cesaba de trabajar. Dersu me gritó de nuevo:

—¡Capitán, manos a la obra! Tengo mucho miedo. La muerte se aproxima.

Como yo objeté que había perdido mi cuchillo, me gritó todavía, esforzándose en dominar con su voz el ruido del viento:

—¡Arranca la hierba con las manos!

Casi inconsciente, como un autómata, rompí los juncos y me corté las manos. Pero ahora tenía miedo de interrumpir el trabajo y arranqué hierba hasta el momento en que me faltaron por completo las fuerzas. Veía círculos que giraban alrededor de mis ojos; mis dientes castañetearon y sentí que me adormecía. Un pensamiento atravesó mi espíritu: «¡Aquí está, es la muerte por el frío!» Después, caí en una especie de sopor.

De golpe, sentí que alguien me sacudía por los hombros. Era Dersu, que se inclinaba hacia mí diciendo:

—¡De rodillas!

Obedecí, apoyándome con las manos contra la tierra. El goldme cubrió con su lona y se puso a echar hierba por encima. Inmediatamente, tuve más calor. El agua congelada comenzó a gotear por mis ropas. Dersu marchó mucho tiempo por todo alrededor, amasando la nieve y apisonándola con sus pies. Un poco reconfortado, volví a caer en una especie de sueño opresivo. Pero, de nuevo, escuché la voz del gold:

—¡Capitán, córrete un poco!

Tuve que hacer un esfuerzo por apartarme. Dersu se deslizó en la tienda improvisada, se acostó de lado junto a mí y nos cubrió a los dos con su chaqueta de cuero. Extendiendo la mano, palpé sobre mis pies el calzado forrado que ya conocía.

—Gracias, Dersu —le dije—. Cúbrete tú también.

—Está bien, está bien, capitán —respondió—. ¡No hay que temer! He atado la hierba muy fuertemente. El viento no podrá esparcirla.

Cuanto más nos enterraba la nieve, más caliente se ponía nuestra choza. En su interior no caían ya más gotas. Escuchábamos el viento que aullaba fuera, pero aquello recordaba los sonidos de las sirenas o de las campanas. Vi en sueños como una fantasía de danzas; después, tuve la sensación de una serie de caídas cada vez más profundas y acabé por adormecerme con un sueño sano y prolongado, que duró —supongo— casi doce horas. Cuando me desperté, estaba oscuro y calmo. De repente, noté que estaba solo.

—¡Dersu! —grité con miedo.

—¡Capitán! —me respondió una voz afuera—. Sal un poco, hay que volver a nuestra verdadera madriguera.

Salí de prisa y me llevé instintivamente la mano a los ojos. Todo estaba blanco de nieve. El aire era fresco y transparente. Helaba todavía. Nubes deshilachadas atravesaban el cielo, que era azul en ciertos lugares. Aunque hiciese todavía un tiempo gris y brumoso, se presentía la aparición inminente del sol. La hierba abatida por la nieve estaba esparcida por franjas. Dersu recogió un poco de desperdicios secos y encendió una pequeña hoguera para secar mis rodilleras.

Comprendí entonces por qué el goldme había impedido cortar la hierba en ciertos lugares. Era para trenzarla y tenderla a continuación, con la ayuda de correas y de cuerdas, por encima de nuestra singular choza, a fin de que el viento no pudiera esparcirla. Le di las gracias a Dersu por haberme salvado:

—¡Bueno, bueno! Hemos marchado y trabajado juntos. ¡Nada de agradecimientos! —después añadió, como si quisiera cambiar de conversación—: Muchos hombres han perecido esta noche.

Adiviné que los «hombres» de que hablaba Dersu eran seres con plumas.

Tras demoler nuestro abrigo de hierbas, tomamos de nuevo los fusiles y fuimos a buscar otra vez el istmo, que se encontraba en realidad poco alejado de nuestro campo. Franqueado el pantano, avanzamos todavía un poco hacia el lago de Janka y volvimos a continuación hacia el este, tratando de llegar al curso principal del Lefu.

Después del huracán de nieve, la estepa parecía inanimada y desierta. Los gansos, patos, gaviotas y mergos, habían desaparecido todos. Pantanos cubiertos de nieve formaban grandes manchas sobre el fondo amarillo betún. La marcha nos resultó fácil, ya que ahora la tierra húmeda estaba congelada y podía soportar fácilmente nuestro peso. Llegamos bien pronto al río, y al cabo de una hora volvíamos a entrar en el campamento.

Olenetiev y Martchenko no se habían inquietado por nosotros, pensando que habíamos encontrado al borde del lago algún abrigo para pasar la noche. Yo me cambié de calzado, tomé un té y me tendí cerca del fuego. Dersu durmió al otro lado de la hoguera.

A la mañana siguiente, el frío era muy intenso. El agua estancada se heló por todas partes y el río se cubrió de témpanos flotantes. Nuestra jornada entera se pasó navegando a lo largo de diversos brazos del Lefu. A menudo, entramos en algún brazo de agua que no tenía salida, lo que nos obligaba a deshacer camino. Después de una acampada final al borde del agua, Dersu rogó a Olenetiev que le ayudara a sacar la embarcación a la orilla. Desprendió cuidadosamente la arena pegada, la limpió con hierba y la volvió a poner sobre rodillos de madera. Hacía esto —yo lo sabía bien ahora— en provecho de cualquier hombre desconocido que pudiera aprovecharlo en el momento oportuno.

Por la mañana, abandonamos el Lefu y fuimos a pie hacia Tchernigovka, donde los otros soldados nos esperaban con los caballos. A mediodía, llegamos al pueblo de Dmitrovka, situado más allá del ferrocarril del Ussuri. Atravesando la vía férrea, Dersu se detuvo para tantear con las manos los raíles, miró a los dos lados y dijo simplemente:

—Y bien, yo he escuchado hablar de él a un montón de gente. Hoy, lo veo por mí mismo.

En el pueblo, tomamos alojamiento, pero el goldno quiso entrar en una isba, prefiriendo dormir al aire libre. Por la noche, me resentí de su ausencia y fui a encontrarle. La noche era oscura pero la blanca nieve permitía una cierta visibilidad. En todas las isbas, se habían encendido las estufas; humos blanquecinos salían de las chimeneas en delgados hilos y se elevaban apaciblemente en el aire, formando una nube por encima del pueblo entero. La luz se escapaba por las ventanas de las casas, iluminando los montones de nieve. Detrás del pueblo, completamente apartado, percibí un fuego al borde del río. Adivinando que era el lugar donde Dersu pasaría la noche, fui allí directamente. Sentado cerca de su hoguera, el goldestaba sumido en su meditación.

—Vamos a tomar un té en la isba —le propuse.

Sin responder a mi propuesta, me preguntó a su vez:

—¿Adónde vamos mañana?

Le dije que iríamos a Tchernigovka, y después a Vladivostok; lo invité a acompañarme. Le prometí volver pronto a la taiga y le ofrecí un salario... Después nos entregamos cada uno a nuestros propios pensamientos. Yo no sé en qué podía pensar Dersu; por mi parte, sentía penetrar la tristeza en mi corazón. Le expuse de nuevo el confort y las ventajas de la vida ciudadana. El goldme escuchó en silencio. Por fin, me dijo con un suspiro:

—No, capitán, ¡gracias! No puedo ir a Vladivostok. ¿Qué haría yo sin caza, sin cibelinas para recoger? Si me instalo en una ciudad, me moriré muy pronto.

«Es verdad —pensé—. Este habitante de los bosques no podrá soportar la existencia de la ciudad. ¿No estaré equivocado al querer arrancarlo de la vida que él ha seguido desde su infancia?»

Dersu guardó silencio. Evidentemente, estaba proyectando lo que tenía que hacer. Después, pareció proseguir sus pensamientos en alta voz:

—Mañana me iré todo derecho —y señaló con la mano al oriente—. En cuatro días, llegaré al Daubi-khé, y después al Ula-khé; más tarde, encontraré el río Fud-zin, las montañas y el mar. Me han dicho que el litoral abunda en toda especie de caza, en renos y cibelinas.

Nos quedamos mucho tiempo charlando cerca del fuego. Lamenté tener que separarme de este hombre, por el cual sentía un verdadero afecto.

A la mañana siguiente, lo primero que recordé fue que Dersu iba a dejarnos. Después de comer, di las gracias a mis huéspedes y salí a la calle. Los soldados estaban ya prestos a partir. Dersu se encontraba cerca de ellos. Reparé a la primera ojeada que se había preparado como para una larga marcha: tenía su mochila llena y cuidadosamente embalada, su cinturón abrochado y sus untasbien ajustadas.

Cuando estuvimos a un kilómetro de Dmitrovka, el goldse detuvo; había llegado el momento de la separación.

—Adiós, Dersu —le dije, estrechándole la mano—. Te deseo buena suerte en todo; jamás olvidaré lo que has hecho por mí. ¡Adiós! ¡Ojalá que nos volvamos a ver!

Dersu se separó de los soldados, me hizo una señal con la cabeza y se adentró en los zarzales que se elevaban a nuestra izquierda. Unos minutos después llegó a lo alto de una colina cubierta de maleza. Sobre el fondo claro del cielo, su silueta se destacó netamente, con la mochila a la espalda y el fusil y el tridente en las manos. Un hermoso sol salía en aquel momento de las montañas e iluminó al gold.Después de trepar hasta la cima se detuvo, se volvió hacia nosotros, nos saludó con la mano y desapareció tras la cresta de la montaña. Sentí un desgarramiento en el corazón al perder a aquel hombre de quien me había sentido tan próximo.

—¡Buen tipo! —hizo notar Martchenko.

—Se encuentran muy pocos como él —respondió Olenetiev.

«Adiós, mi buen Dersu —pensé también—. Me has salvado la vida y eso no lo olvidaré jamás.»

Segunda parte

7

A través de ríos, bosques y pantanos

Transcurrieron cuatro años. La Sociedad Rusa de Geografía (sección de la región del Amur) me ofreció la posibilidad de organizar una nueva expedición, cuyo fin sería explorar la cumbre del Sijote-Alin, el litoral que se extiende al norte de la bahía de Santa Olga, y las fuentes del Ussuri y del Iman.

En aquella época, las informaciones relativas a la parte central del Sijote-Alin eran muy escasas. Igualmente, tampoco se tenía más que referencias sumarias de la costa del país transussuriano, facilitadas por oficiales de marina que iban de vez en cuando a hacer sondeos en los golfos y bahías de ese litoral.

Preparamos la expedición durante casi un mes. Se reclutaron para nuestro destacamento los mejores fusiles entre los mejores tiradores siberianos, dando la preferencia a los procedentes de las provincias de Tobolsk y de Yenisey. Estos hombres, a decir verdad, eran más bien mohínos y poco comunicativos, pero en cambio estaban acostumbrados desde su infancia a hacer frente a toda suerte de adversidades.

En calidad de bestias de carga, íbamos a disponer de una caravana de doce caballos. Ahora bien, era muy importante que nuestros hombres conocieran bien estos animales y dejar que éstos se habituaran a sus conductores. Con este fin, el destacamento se formó quince días antes de la partida.

Como lugar de reunión, se fijó la estación de Chmarkovka, situada un poco al sur del lugar donde la línea ferroviaria atraviesa el Ussuri. El grupo, provisto de caballos, fue enviado el 15 de mayo por ferrocarril, y al día siguiente los restantes miembros de la expedición abandonaron a su vez Jabarovsk.

Los fusileros vinieron a nuestro encuentro y nos indicaron nuestro alojamiento. El resto de la jornada se pasó escogiendo nuestras provisiones y preparando las cargas.

Al día siguiente, cosacos y cazadores siberianos tuvieron la jornada libre. Remendaron sus untas,cosieron las rodilleras, arreglaron sus cartucheras y se equiparon en general de una manera definitiva para ponerse en ruta.

El día de la partida, 19 de mayo, estuvimos todos en pie desde temprano, aunque partimos tarde. Es natural que los primeros pasos de una expedición se retarden siempre un poco. A continuación, una vez en ruta, todos se habitúan a un cierto orden; cada cual consigue conocer su caballo, su fardo, los objetos que están a su custodia, y el orden que ha de observar para embalarlos. Se aprende a distinguir entre los efectos necesarios para el camino y los que hay que tener a mano para el campamento.

El camino vecinal cenagoso que parte de Chmarkovka sigue las cuestas de una colina. A lo largo de este recorrido, todos los puentes habían sido demolidos por las aguas primaverales; tampoco fue nada fácil la travesía de los ríos, convertidos en torrentes rápidos.

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