Las Aventuras Del Barón De Münchhausen - Burger Gottfried August 8 стр.


Mi protector, que no podía llevar en calma que un francés hubiera hecho más que él, tomó el cañón al hombro, y después de ponerlo en equilibrio, saltó derecho a la mar y fue nadando con él hasta la orilla opuesta del canal.

Por desgracia, tuvo la mala idea de lanzar el cañón a la ciudadela por restituirlo a su lugar; digo por desgracia, porque en el momento de balancearlo como quien tirara a la barra, se le deslizó de la mano y cayó al canal, donde yace todavía y probablemente yacerá hasta el día del juicio final.

Este asunto fue el que indispuso al barón con el sultán. La historia del tesoro estaba ya olvidada, como quiera que el Gran Turco tenía bastantes rentas para llenar de nuevo sus arcas, y por invitación directa de él se hallaba otra vez en Turquía el barón. Allí estaría aún probablemente, si la pérdida de aquella enorme pieza de artillería no hubiera enojado al sultán hasta el punto de mandar que le cortaran la cabeza al barón.

Pero cierta sultana que tenía a mi amo en gran estima, le avisó esta sanguinaria resolución; más aún, lo tuvo oculto en su aposento, mientras el funcionario encargado de ejecutarlo lo buscaba por todas partes.

Bajo tan alta protección, la noche siguiente huimos a bordo de un barco que se de hacía a la vela para Venecia, y escapamos así dichosamente de tan inminente y terrible peligro.

El barón no gusta de recordar esta historia, porque esta vez no logró realizar lo que se había propuesto y también porque estuvo en riesgo de dejar la piel en la empresa.

Sin embargo, como no es en manera alguna ofensiva a su honor, tengo yo el gusto de contarla en cuanto él vuelve la espalda.

Ahora, señores, conocéis a fondo al barón Münchhausen, y creo que no tendréis ninguna duda sobre su veracidad; pero a fin de que no podáis dudar tampoco de la mía, es menester que os diga en pocas palabras quién soy yo.

Mi padre era originario de Berna, en Suiza, donde ejercía el empleo de inspector de calles, callejuelas, avenidas y puentes: estas funciones dan en esta ciudad el título… el título de barrendero.

Mi madre, natural de las montañas de Saboya, llevaba en el cuello una papera de un tamaño y belleza verdaderamente notables, lo que no es raro en las mujeres de aquel país. Desde muy joven abandonó a sus padres, y su buena estrella la llevó a la ciudad donde mi padre había nacido.

Anduvo algún tiempo vagabunda, y teniendo mi padre la misma afición natural, se encontraron un día en la casa de corrección.

Enamoráronse de buenas a primeras y luego se casaron. Pero esta unión no fue muy dichosa que digamos: mi padre no tardó mucho en separarse de mi madre, asignándole por toda pensión de alimentos la renta de una tienda de ropa vieja que le echó a la espalda.

La buena mujer se agregó luego a una compañía ambulante que hacía títeres con muñecos, hasta que la fortuna acabó por conducirla a Roma, donde se puso a vender ostras.

Sin duda habréis oído hablar del papa Ganganelli, conocido por el hombre de Clemente XIV, y sabréis cuánta afición tenía a las ostras. Un viernes que iba con gran solemnidad a decir misa a San Pedro, vio las ostras de mi madre, que eran, según me dijo muchas veces ella misma, hermosas y frescas, y no pudo menos de detenerse a probarlas.

Con esto, hizo detenerse a las quinientas personas que lo seguían y avisó a las que esperaban en la iglesia que no podía decir misa aquella mañana.

Bajó, pues, del caballo, porque los papas van a caballo en las solemnes ocasiones, entró en la tienda de mi madre y se comió todas las ostras que tenía dispuestas; pero como tenía más en el almacén, Su Santidad hizo entrar a su séquito, el cual acabó de agotar la provisión.

El papa y los suyos permanecieron allí hasta la noche, y antes de salir, colmaron de indulgencias a mi madre para todas sus culpas pasadas, presentes y futuras.

Ahora, señores, me permitiréis no explicaros más claramente lo que tengo yo de común con esta historia de ostras: creo que me habréis comprendido bien para saber a qué ateneros sobre mi nacimiento.

CAPÍTULO XIII

REANUDA EL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN SU NARRACIÓN

Corno puede suponerse, los amigos del barón no dejaban de suplicarle que continuara la narración, tan instructiva como interesante, de sus singulares aventuras; pero estas súplicas fueron inútiles por algún tiempo. El barón tenía la loable costumbre de no hacer nada sino a su capricho, y la más loable todavía de no dejarse desviar, por ningún pretexto, de este principio bien establecido.

Por fin llegó la noche tan deseada, y una carcajada del barón anunció a sus amigos que había venido la inspiración y que iba a satisfacer a sus deseos e instancias.

«Conticuere omnes, intentique ora tenebant» [8]

O hablando más claro, todos guardaron silencio y pusieron atento oído a su palabra.

Y levantándose sobre el bien mullido sofá Münchhausen, semejante a Eneas, comenzó a hablar en los términos siguientes:

Durante el último sitio de Gibraltar, me embarqué en una flota mandada por lord Rodney, destinada a abastecer esta plaza.

Quería yo hacer una visita a mi antiguo amigo, el general Elliot, que ganó en la defensa de esta fortaleza laureles que no podrá marchitar el tiempo.

Después de haber dado algunos instantes a las primeras expansiones de la amistad, recorrí la fortaleza con el general a fin de reconocer los trabajos y disposiciones del enemigo. Había llevado yo de Londres un excelente telescopio, comprado en casa de Dollond.

Con ayuda de este instrumento descubrí que el enemigo apuntaba al bastión donde nos hallábamos, una pieza de a 36. Se lo dije al general, que verificó el hecho y vio que no me había engañado.

Con su permiso, me hice traer una pieza de a 48, que había en la batería inmediata, y la apunté con tal exactitud, que estaba seguro de dar en el blanco, pues en lo tocante a artillería, puedo enorgullecerme de no haber encontrado aún quien se me ponga delante.

Observé entonces con la mayor atención los movimientos de los artilleros enemigos, y en el momento de aplicar la mecha a su pieza, hice yo la señal a los nuestros para que hicieran fuego.

Las dos balas se encontraron a la mitad de su trayecto y chocaron con tan terrible violencia, que se produjo el más sorprendente efecto.

La bala enemiga volvió atrás tan rápidamente, que no sólo se llevó la cabeza del artillero que la había disparado, sino que decapitó también a dieciséis soldados más que huían hacia la costa de África.

Antes de llegar al país de Berbería rompió los palos mayores de tres grandes buques que había en el puerto, anclados en línea recta, penetró doscientas millas inglesas en el interior del país, derribó el techo de una cabaña de campesinos, y después de haberle arrancado a una pobre vieja que allí dormía el único diente que le quedaba, se detuvo al fin en su tragadero. Su marido, que entró poco después, procuró sacarle el proyectil, y no pudiendo conseguirlo tuvo la feliz idea de hundírselo a golpe de mazo en el estómago, de donde salió algún tiempo después por el conducto natural.

Y no fue éste el único servicio que nos prestó la bala, pues no se contentó con rechazar de la manera que hemos visto la del enemigo, sino que continuando su camino, arrancó de su cureña la pieza apuntada contra nosotros y la arrojó con tal violencia contra el casco de un buque, que este último comenzó a hacer agua y se fue muy pronto al fondo con un millar de marineros e igual número de soldados de marina que en él había.

Fue éste, a no dudar, un hecho extraordinario; no quiero, sin embargo, atribuírmelo a mí solo: cierto que el honor de la idea primera pertenece a mi sagacidad, pero la casualidad me secundó en cierta proporción. Así pues, hecho ya el tiro, me apercibí de que el cañón había recibido doble carga de pólvora; y de aquí el maravilloso efecto producido por nuestra bala en la del enemigo y el alcance extraordinario del proyectil.

El general Elliot, para recompensarme de tan señalado servicio, me ofreció un despacho de oficial, que no quise aceptar, contentándome con los cumplimientos que me hizo aquella misma noche después de comer a su mesa, en presencia de todo su estado mayor.

Siendo yo muy aficionado a los ingleses, que son en verdad muy bravos, se me metió en la cabeza no abandonar aquella plaza sin haber prestado otro buen servicio a sus defensores, y tres semanas más tarde se me presentó una ocasión oportuna.

En efecto, me disfracé de sacerdote católico, salí de la fortaleza a cosa de la una de la madrugada y logré penetrar en el campo enemigo por en medio de sus líneas. Después penetré en la tienda en que el conde de Artois había reunido a los jefes de cuerpo y gran número de oficiales para comunicarles el plan de ataque de la fortaleza, a la cual quería dar el asalto el día siguiente. Mi disfraz me protegió tan bien, que nadie pensó en rechazarme y pude así oír tranquilamente todo cuanto se dijo.

Terminado el consejo, se retiraron todos a acostarse, y pude observar que todo el ejército, hasta los centinelas, estaban entregados al más profundo sueño.

Sin perder tiempo puse mano a la obra, y desmonté todos los cañones, que eran más de trescientos, desde las piezas de 48 hasta las de 24, y fui arrojándolas al mar y a distancia de unas tres millas.

Como no tenía nadie que me ayudara, puedo asegurar que es el trabajo más penoso que en toda mi vida he hecho, salvo el que se os ha dado a conocer en mi ausencia; quiero aludir al enorme cañón turco descrito por el barón Tott y con el cual crucé a nado el canal.

Terminado este trabajo, reuní todas las cureñas y cajas y demás enseres de artillería en medio del campo, y temiendo que el ruido de las ruedas despertara a los sitiadores, los fui llevando yo bonitamente bajo el brazo. Todo esto hizo un montón tan elevado, lo menos, como el mismo peñón de Gibraltar.

Entonces tomé un fragmento de una pieza de hierro de a 48 y tuve al punto fuego chocándolo contra un muro, resto de una construcción árabe y que estaba enterrada a veinte pies, lo menos, de profundidad: encendí una mecha y di fuego al montón. Olvidábaseme decir que había puesto encima del montón todas las municiones de guerra.

Como había tenido cuidado de colocar abajo las materias más combustibles, las llamas se lanzaron enseguida arriba con pasmosa voracidad; y para desviar de mí toda sospecha, yo fui el primero que dio la alarma.

Como podéis suponer, todo el campamento enemigo se llenó de asombro; y se supuso que el ejército sitiado había hecho una salida y degollado los centinelas, habiendo podido así destruir tan fácilmente la artillería.

M. Drinckwater, en la memoria que hizo de este tan memorable sitio, habla de una gran pérdida sufrida por el enemigo a consecuencia de un incendio; pero no supo a qué atribuir su causa. Esto, por lo demás, no le era tampoco posible, porque aunque yo solo hubiera salvado a Gibraltar aquella noche, no le hice a nadie la confidencia, ni aun siquiera al general Elliot.

El conde de Artois, sobrecogido de terror, huyó con todos los suyos, y sin detenerse en el camino, llegó de un tirón a París. El espanto que les había causado este desastre fue tal, que no pudieron comer en tres meses, y vivieron simplemente de aire a la manera de los camaleones.

Unos dos meses después de haber prestado tan señalado servicio a los sitiados, me hallaba yo un día almorzando con el general Elliot, cuando de repente penetró una bomba en la estancia y cayó sobre la mesa. No había tenido yo el tiempo necesario para enviar los morteros del enemigo a donde envié sus cañones.

El general hizo lo que cualquiera hubiera hecho en semejante caso, y fue salir inmediatamente de la estancia. Yo cogí la bomba antes de que estallara y la llevé a la cima del peñón.

Desde aquel observatorio, descubrí en la costa brava, no lejos del campo enemigo, una gran reunión de gente; pero no podía distinguir a simple vista lo que hacían. Tomé mi telescopio y reconocí que el enemigo se disponía a ahorcar como espías a un general y un coronel de los nuestros que se habían introducido en el campamento para servir mejor la causa de Inglaterra.

La distancia era demasiado grande para que fuera posible lanzar a mano la bomba. Por fortuna recordé que tenía en el bolsillo la honda de que se sirvió David tan ventajosamente contra el gigante Goliat, y poniendo en ella la bomba la proyecté en medio del gentío. Al caer en tierra, estalló y mató a todos los circunstantes excepto los dos oficiales ingleses que, por dicha de ellos, estaban ya colgados: un casco de la bomba dio contra el pie de la horca y la hizo caer al suelo.

En cuanto nuestros dos amigos pisaron tierra firme, procuraron explicarse tan singular acontecimiento; y viendo a los soldados, verdugos y curiosos ocupados en morirse, se desembarazaron recíprocamente del incómodo corbatín que les apretaba el cuello, saltaron a una barca española y se hicieron conducir a nuestros buques de guerra.

Algunos minutos después, cuando me disponía yo a contar al general Elliot lo sucedido, llegaron ellos muy oportunamente, y después de un cordial cambio de cumplimientos y explicaciones, celebramos tan memorable jornada con la mayor alegría.

Todos, al parecer, deseáis saber cómo poseo yo un tesoro tan precioso como la honda de que acabo de hablaros. Pues bien, voy a satisfacer vuestro deseo. Yo desciendo, como acaso no ignoráis, de la mujer de Urías, la cual tuvo, como sabéis muy bien, relaciones muy íntimas con el rey David.

Pero andando el tiempo sucedió lo que sucede con frecuencia, que Su Majestad se enfrió singularmente con la condesa (porque hubo de recibir ella este título tres meses después de la muerte de su esposo). Un día se trabaron de palabras sobre una cuestión de la más alta importancia, que era saber en qué parte del mundo fue construida el arca de Noé y en qué otra hubo de parar después del diluvio. Mi abuelo tenía la pretensión de pasar por un gran anticuario, y la condesa era presidenta de una sociedad histórica; él tenía la debilidad, común a la mayor parte de los grandes, y de los pequeños también, de no sufrir contradicción; y ella el defecto común a su sexo de querer tener razón en todo. De aquí se siguió la separación.

Había ella oído hablar con frecuencia de esta honda como del objeto más precioso, y creyó conveniente llevársela consigo con pretexto de poseer un recuerdo de él. Pero antes de que mi abuela hubiese pasado la frontera se echó de ver la desaparición de la honda y se enviaron seis hombres de la guardia real con el objeto de detenerla.

Perseguida la condesa, ésta se sirvió tan bien de la honda, que derribó a uno de los soldados que, más celoso que los otros, se había adelantado al frente de sus compañeros, precisamente en el mismo lugar en que Goliat fue herido por David.

Viendo los guardias del rey caer muerto a su camarada, deliberaron, y resolvieron con la mayor prudencia que lo mejor de todo era volver atrás a dar cuenta al rey de lo que pasaba.

La condesa, por su parte, juzgó prudente, a su vez, continuar su viaje hacia Egipto, en cuya corte contaba con numerosos amigos.

Habría debido deciros antes que de los muchos hijos que había tenido de Su Majestad, se había llevado consigo a su destierro a su predilecto. Habiendo dado a este hijo la fertilidad de Egipto muchos hermanos, la condesa le dejó, por una disposición particular de su testamento, la famosa honda; y de él ha venido a mí en línea recta.

El ascendiente mío que poseía esta honda y vivía hace unos doscientos cincuenta años, hizo, en un viaje a Inglaterra, conocimiento con un poeta que era nada menos que plagiario y un incorregible cazador matutero: llamábase Shakespeare. Este poeta, en cuyas tierras, por derecho de reciprocidad, sin duda, cazan hoy con el mismo permiso ingleses y alemanes, tomó prestada muchas veces esta honda a mi padre, y mató tanta caza en tierras de sir Thomas Lucy, que por poco no corre la misma suerte que mis dos amigos de Gibraltar. El pobre hombre fue reducido a prisión, y mi abuelo hizo que lo pusieran en libertad por un particular procedimiento.

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