Las Aventuras Del Barón De Münchhausen - Burger Gottfried August 9 стр.


La reina Isabel, que reinaba a la sazón, había llegado al fin de sus días a aborrecer la vida. Vestirse y desnudarse, comer y beber, en fin, muchas otras funciones que no enumeraré, la hacían la vida verdaderamente insoportable.

Mi abuelo la puso en estado de hacer todo esto, según su capricho, por sí misma o por poderes.

¿Y qué creéis que pidió mi padre en recompensa de tan señalado servicio?

Solamente la libertad de Shakespeare.

La reina no le pudo hacer que aceptara nada más. Aquel excelente hombre le había tomado al poeta un cariño tan íntimo y cordial, que de grado hubiera dado parte de su vida por prolongar la de su amigo.

Por lo demás, puedo aseguraros, señores, que el método practicado por la reina Isabel, de vivir sin comer, no obtuvo ningún éxito para con sus súbditos, al menos para con aquellos famélicos glotones, a quienes se dio el nombre de comedores de bueyes . Ni ella resistió más de siete años y medio, al cabo de los cuales murió de inanición.

Mi padre, de quien yo heredé la honda, poco tiempo antes de mi partida para Gibraltar me refirió lo que sus amigos le oyeron contar más de una vez y cuya veracidad no pondrá en duda ninguno de los que conocieron al digno anciano.

«En uno de mis viajes a Inglaterra -me decía-, me paseaba una vez a la orilla de la mar, no lejos de Harwich, cuando de repente se lanzó a mí un caballo marino. No tenía yo para defenderme más que mi honda, con la cual le envié dos piedras tan hábilmente dirigidas, que le vacié los dos ojos; le salté entonces encima, y acabalgado en él lo guié hacia la mar, porque al perder los ojos había perdido también toda su ferocidad, y se dejaba conducir como un cordero. Púsele la honda a manera de bridas y lo lancé al galope.

»En menos de tres horas llegamos a la orilla opuesta, habiendo hecho en tan breve espacio treinta millas de camino.

»En Helvoetsluys vendí mi cabalgadura por setecientos ducados al huésped de las Tres copas, que, exhibiendo tan extraordinario animal por dinero, hizo un bonito negocio. (Puede verse la descripción en Buffon.)

»Pero por singular que fuera este modo de viajar -añadía mi padre-, las observaciones y descubrimientos que me permitió hacer son aún más extraordinarios.

»El animal en que iba montado no nadaba, sino que corría con pasmosa rapidez por el fondo de la mar, espantando millones de peces en todo diferentes de los que solemos ver. Unos tenían la cabeza en medio del cuerpo; otros al extremo de la cola; algunos estaban ordenados en círculo y cantaban coros de belleza indecible; muchos construían con la misma agua edificios transparentes, rodeados de columnas gigantescas en que ondulaba una materia fluida y resplandeciente como la más pura llama.

»Los aposentos de estos edificios ofrecían todas las comodidades apetecibles para los peces de distinción: algunas de sus habitaciones estaban dispuestas y habilitadas para la conservación de la freza, y muchas otras espaciosas estancias estaban destinadas a la educación de los peces jóvenes. El método de enseñanza, según pude yo juzgar por mis propios ojos, porque las palabras eran tan ininteligibles para mí como el canto de los pájaros o de los grillos, presenta a mi parecer tantas relaciones con el empleado en nuestro tiempo en los establecimientos filantrópicos, que estoy persuadido que alguno de esos teóricos ha hecho un viaje análogo al mío y pescado sus ideas en el agua más bien que en el aire.

»Por lo demás, de lo que acabo de deciros podéis deducir que todavía queda al mundo un vastísimo campo abierto a la explotación y al estudio. Pero vuelvo a mi narración.

«Entre otros incidentes de viaje, pasé por una inmensa cadena de montañas tan elevadas, por lo menos, como los Alpes. Una multitud de gigantescos árboles de variadas esencias se agarraban a los flancos de las rocas. En estos árboles crecían langostas, cangrejos, ostras, almejas, caracoles, tan monstruosos algunos, que uno solo de ellos hubiera bastado para la carga de un carro y el más pequeño hubiera podido aplastar a un mozo de cordel.

»Todos los ejemplares de esta especie que vienen a nuestras costas y se venden en nuestros mercados no son sino miseria que el agua arranca de las ramas, como el viento hace caer de los árboles la fruta menuda. Los árboles de langostas me parecieron los mejor provistos, pero los de cangrejos y ostras los más corpulentos. Los caracoles de mar subían a unos matorrales que se hallan casi siempre al pie de los árboles de cangrejos y los envuelven como hace la yedra con la encina.

»Observé también el singular fenómeno producido por un buque náufrago. A lo que me pareció, había chocado con una roca cuya punta estaba apenas a tres toesas por debajo del agua, y yéndose a fondo se había dormido sobre un árbol de langostas. A su caída había arrancado algunos frutos que fueron a caer a un árbol de cangrejos que había más abajo. Como esto pasaba en primavera y las langostas eran jóvenes, se unieron a los cangrejos, de donde vino a resultar un fruto que participaba de las dos especies. Por la rareza del hecho hubiera querido yo coger un ejemplar; pero su peso me hubiera embarazado mucho, y después de todo, mi Pegaso no quería detenerse.

«Estaba, poco más o menos, a la mitad del camino y me hallaba en un valle situado a quinientas toesas, lo menos, por debajo de la superficie del mar; allí comencé a sentir la falta de aire. Fuera de esto mi posición estaba muy lejos de ser agradable bajo muchos otros conceptos.

»Efectivamente, encontraba de vez en cuando grandes peces, que a lo que podía juzgar por la abertura de sus bocas, no parecían sino muy dispuestos a tragarnos a los dos juntos. Mi pobre Rocinante estaba ciego y sólo debí a mi prudencia burlar las hostiles intenciones de aquellos hambrientos señores. Continué, pues, galopando a fin de ponerme cuanto antes en seco.

«Llegado que hube cerca de las costas de Holanda, y no teniendo ya más que unas veinte toesas de agua encima, creí vislumbrar, tendida en la arena, una forma humana, que por su traje era un cuerpo de mujer. Parecióme que daba aún algunas señales de vida, y habiéndome acercado, la vi en efecto mover una mano. Cogí esta mano y saqué a la orilla aquel cuerpo en apariencia cadavérico.

«Aunque el arte de resucitar los muertos estuviera en aquella época menos adelantado que en la nuestra, en que se lee en cada puerta de hostería el anuncio de Socorros a los ahogados, los esfuerzos y remedios de un boticario del lugar pudieron reavivar la chispa vital que en aquella mujer quedaba.

»Era la amada mitad de un hombre que mandaba un barco que había salido del puerto de Helvoetzluys hacía poco tiempo. Por desgracia, en la precipitación de la partida embarcó a otra mujer por la suya. Ésta fue al punto avisada por algunas de esas vigilantes protectoras de la paz doméstica, que se llaman amigas íntimas; y creyendo que los derechos conyugales son tan sagrados y valederos en mar como en tierra, se lanzó la pobre abandonada en persecución de su esposo, a bordo de una lancha.

«Cuando lo alcanzó, procuró en una breve, pero intraducible alocución, hacer triunfar sus derechos de una manera tan enérgica, que juzgó prudentemente el marido retroceder dos pasos. El resultado de esto fue que su huesosa mano, en vez de encontrar las orejas de su esposo, encontró el agua, y como esta superficie cedió con más facilidad que el otro, la pobre mujer no encontró sino en el fondo de la mar la resistencia que buscaba.

»En este crítico momento fue cuando mi buena o mala estrella hizo que me la encontrara y me proporcionó el placer de devolver a la tierra un matrimonio tan fiel como feliz.

«Fácilmente me represento las bendiciones que su marido debió echarme al encontrar, de vuelta de su viaje, a su cara esposa, salvada por mí.

»Por lo demás, por mala que fuera mi jugada para con el pobre hombre, mi corazón queda del todo inocente: yo obré por pura caridad, sin sospechar siquiera las malas consecuencias que mi buena acción debía arrastrar.»

Aquí solía acabarse la narración de mi padre, narración que me ha recordado la famosa honda de que os he hablado, y que después de haber sido conservada tanto tiempo en mi familia y haberle prestado tan señalados servicios, echó el resto en lo del caballo marino. Pudo también servirme para enviar, como he referido, una bomba al campo de los españoles, salvando a dos amigos míos, ya casi ahorcados.

Pero ésta fue su última hazaña, pues se fue en gran parte con la misma bomba, y el pedazo que me quedó en la mano se conserva hoy en los archivos de nuestra familia al lado de gran número de preciosas antigüedades.

Poco tiempo después, salí de Gibraltar y volví a Inglaterra, donde corrí una de las más singulares aventuras de mi vida.

Había ido a Wapping a vigilar el embarque de varios objetos que enviaba a muchos amigos míos de Hamburgo. Terminada la operación, volví en el Tower Warf. Era mediodía y estaba yo muy fatigado, y para sustraerme al ardor del sol imaginé meterme en uno de los cañones de la torre, a fin de tomar algún reposo, y apenas acostado me dormí profundamente.

Ahora bien, era precisamente el día primero de junio, cumpleaños del rey Jorge III, y a la una en punto todos los cañones debían hacer salvas para solemnizar la fiesta real. Se habían cargado por la mañana, y como nadie podía sospechar mi presencia en un cañón, fui lanzado por encima de las casas a la otra parte del río y caí en el corral de una alquería entre Benmondsey y Deptford. Pero fui a caer de cabeza en un montón de heno, donde quedé sin despertarme, lo que se explica por el aturdimiento del trayecto y de la caída.

Cerca de tres meses después hubo de subir el precio del heno tan considerablemente, que el propietario creyó ventajoso vender su provisión de paja. El montón en que yo me hallaba era el mayor de todos, y representaba quinientos quintales, cuando menos. Por él, pues, se comenzó. El ruido de los hombres que arrimaron sus escalas para subir a la cima, me despertó por fin; y todavía sumergido en un semisueño, y sin saber dónde estaba, quise huir y fui precisamente a caer sobre el mismo propietario.

En esta caída no me hice el más ligero rasguño; pero el infeliz propietario no pudo decir otro tanto, pues quedó desnucado en el acto bajo el peso de mi cuerpo.

Para tranquilidad de mi conciencia, supe después que el tal propietario era un infame judío, que acumulaba sus frutos y cereales en su granero hasta el momento en que la carestía le permitía venderlo con un lucro exorbitante; de modo que su muerte no fue sino un justo castigo de sus crímenes y un servicio prestado al bien público.

Pero ¿cuál no fue mi asombro, cuando al volver enteramente en mi acuerdo, procuré enlazar mis ideas presentes con las que me ocupaban al dormirme tres meses antes? ¿Cuál no fue la sorpresa de mis amigos de Londres al verme reaparecer, después de las infructuosas pesquisas que habían hecho para encontrarme? Fácilmente podéis imaginarlo.

Ahora, señores, bebamos un trago y luego os contaré un par de aventuras más.

CAPITULO XIV

OCTAVA AVENTURA POR MAR

Sin duda habréis oído hablar del último viaje de exploración hecho al polo norte por el capitán Phipps, hoy lord Mulgrave. Yo acompañaba al capitán, no como oficial, sino como amigo y aficionado.

Luego que hubimos llegado a un alto grado de latitud norte, tomé mi anteojo, el cual os es ya conocido por la narración de mis aventuras en Gibraltar; porque, sea dicho de paso, creo que es conveniente, sobre todo de viaje, mirar de vez en cuando a ver lo que pasa alrededor.

A cosa de media milla por delante de nosotros flotaba un inmenso témpano, tan alto, por lo menos, como nuestro palo mayor, y sobre el cual vi dos osos blancos, que, a lo que pude juzgar, estaban empeñados en encarnizado combate.

Tomé mi escopeta y bajé al témpano; pero cuando hube subido a la cima, eché de ver que el camino que llevaba era por todo extremo difícil y peligroso. A cada paso tenía que saltar por encima de espantosos precipicios, y en otros puntos el hielo estaba tan lustroso y resbaladizo como un espejo; de modo que no hacía más que caer y levantarme.

Con todo, logré dar alcance a los osos, pero al mismo tiempo me convencí de que en vez de estar en pugna no estaban sino retozando, como buenos amigos.

Desde luego calculé el valor de sus pieles, pues no era ninguno de ellos menor que un bien cebado buey. Por desgracia, al echarme a la cara la escopeta, se me fue un pie y caí hacia atrás, perdiendo el conocimiento por la violencia del golpe por espacio de un cuarto de hora.

Figuraos el espanto que debió poseerme, cuando al volver en mi acuerdo observé que uno de los dos monstruos me había vuelto boca abajo y tenía ya entre sus dientes la pretina de mis calzones de piel. La parte superior de mi cuerpo descansaba sobre el pecho del animal y mis piernas colgaban por delante. Dios sabe adonde me hubiera llevado la horrible fiera; pero no perdí mi presencia de ánimo. Saqué mi cuchillo, cogí la pata derecha del oso y le corté tres dedos. Dejóme entonces y se puso a aullar horriblemente. Sin perder tiempo, tomé mi escopeta y, haciéndole fuego en el momento de volverse para embestirme, lo tumbé sobre el hielo de un balazo.

El sanguinario monstruo dormía ya el sueño eterno, pero la detonación de mi arma había despertado muchos millones de compañeros suyos, que reposaban sobre el hielo en un radio de un cuarto de legua y todos corrieron contra mí apresuradamente.

No había que perder tiempo; mi muerte era segura si no se me ocurría una idea luminosa e inmediata. En menos tiempo que el que emplea un hábil cazador para desollar una liebre, despojé de su piel al oso muerto, me envolví en ella y metí mi cabeza debajo de la suya.

Apenas había terminado esta operación, cuando todos los osos se reunieron en torno a mí. Confieso que sentía bajo mi funda terribles alternativas de frío y de calor.

Sin embargo, mi ardid produjo su efecto. Todos los osos vinieron, unos tras otros, a olfatearme, y al parecer me tomaron por uno de tantos: tenía yo, efectivamente, la apariencia de ellos; con algo más de corpulencia, la semejanza hubiera sido perfecta; aunque había entre ellos muchos osos jóvenes, que no representaban más respetos que yo.

Luego que nos hubieron olfateado bien a mí y al muerto, nos familiarizamos rápidamente; yo imitaba a las mil maravillas todos sus gestos y movimientos; aunque en lo de aullar y otros gorjeos por el estilo, debo confesar sin reparo que todos ellos eran más fuertes que yo.

Sin embargo, por más oso que pareciera, no dejaba de ser hombre, y con esto comencé a buscar el mejor medio de aprovecharme de la familiaridad que se había establecido entre nosotros.

Había oído decir en otro tiempo a un antiguo médico castrense, que una incisión hecha en la espina dorsal, causa instantáneamente la muerte; y resolví hacer el experimento en aquellas almas viles.

Volví a tomar mi cuchillo y herí con él en la nuca al mayor de los osos. Convenid en que el golpe era atrevido y que tenía yo razón para no estar tranquilo. Si la fiera sobrevivía a la herida, mi muerte era segura e inmediata; no quedaba de mí ni una uña.

Por fortuna, el experimento me salió a pedir de boca: el oso cayó muerto a mis pies sin hacer un movimiento.

Con esto, tomé la heroica resolución de despacharlos a todos por el mismo procedimiento, lo cual no fue difícil, porque aunque vieran caer a derecha e izquierda a sus hermanos, no desconfiaban de nada los inocentes, como quiera que no pensaban ni en la causa ni en el resultado de la caída sucesiva de los desdichados. Y esto fue lo que me salvó.

Cuando los vi a todos tendidos a mi alrededor, me sentí tan orgulloso como el mismo Sansón después de la muerte de los filisteos.

Назад Дальше