CAPÍTULO IX
Cuando estaba aún al servicio de Turquía, me solazaba a menudo paseándome en mi yate de recreo por el mar de Mármara, donde se goza de una admirable vista de Constantinopla y del serallo del Gran Señor.
Una mañana que contemplaba extasiado la belleza y serenidad de aquel cielo, vi flotar en el aire un objeto redondo del tamaño, poco más o menos, de una bola de billar, de que al parecer pendía alguna cosa.
Tomé al punto la mejor y más larga de mis carabinas, sin las cuales no salgo ni viajo nunca: la cargué con bala y tiré sobre el objeto redondo, pero no le di. Eché entonces doble carga, y no estuve más acertado. Finalmente, al tercer tiro, le envié cuatro o cinco balas que le hicieron un agujero en el costado y comenzó a bajar.
Figuraos mi asombro cuando vi caer a unas dos toesas de mi yate una especie de carrete dorado, suspendido de un enorme globo más voluminoso que una cúpula de catedral. En el carrete había un hombre con medio carnero asado.
Vuelto de mi primera sorpresa formo con mis marineros un círculo alrededor de grupo tan singular.
El hombre, que me pareció francés, y lo era efectivamente, llevaba en el bolsillo de su jubón un par de hermosos relojes con dijes y zarandajas. De cada uno de sus ojales pendía una medalla de oro de cien ducados lo menos, en todos sus dedos brillaban preciosas sortijas guarnecidas de diamantes, y el oro que rebosaba en sus bolsillos hacía casi arrastrar los faldones de su casaca.
– ¡Pardiez! -exclamé en mis adentros-. Este hombre ha de haber prestado extraordinarios servicios a la humanidad para que, en medio de la codicia que reina, le hayan hecho regalos tan preciosos los grandes personajes.
La rapidez de la caída lo había aturdido de tal manera, que hubo de pasar algún tiempo antes de que pudiera hablar.
Repúsose al fin y refirió lo siguiente:
«Yo no he tenido, es verdad, bastante ingenio ni ciencia para inventar esta manera de viajar; pero he sido el primero a quien se le ha ocurrido la idea de servirse de tan prodigioso invento para humillar a los titiriteros y bailarines ordinarios subiendo más alto que todos ellos.
»Hace siete u ocho días (no lo sé exactamente, porque he perdido la noción del tiempo), hice una ascensión a la punta de Cornualles, en Inglaterra, llevando un carnero, a fin de lanzarlo desde arriba para divertir a los espectadores. Por desgracia, varió el viento diez minutos después de mi partida, y en vez de llevarme hacia la parte de Exeter, donde proyectaba descender, me impelió hacia el mar, por encima del que he flotado mucho tiempo a una altura inconmensurable.
«Entonces me alegré de no haber precipitado el carnero, porque al tercer día me vi obligado por el hambre a matar al pobre animal.
Como había superado hacía mucho tiempo la Luna, y al cabo de setenta horas había llegado tan cerca del Sol que se me quemaron las pestañas, puse el carnero, previamente desollado, donde el sol daba con más fuerza, y en unos tres cuartos de hora quedó completamente asado: de él he vivido durante mi viaje aéreo.
»La causa de mi larga expedición debe atribuirse a la rotura de una cuerda que se comunicaba con una válvula situada en la parte inferior del globo y estaba destinada a desahogar el aparato, cuando fuera necesario, dejando escapar el aire inflamable.
»Si no hubierais disparado contra el globo, o no lo hubierais agujereado, habría podido permanecer, como Mahoma, suspendido entre cielo y tierra hasta el día del juicio final.»
El buen hombre regaló generosamente su barquilla a mi piloto, que no había abandonado el timón, y tiró a la mar los restos del carnero.
En cuanto al globo, ya estropeado por mis balas, se había acabado de romper a la caída.
CAPITULO X
Puesto que tenemos tiempo, señores, de vaciar todavía una botella de vino fresco, voy a referiros una historia singular que me sucedió pocos meses antes de mi regreso a Europa.
El Gran Señor, a quien había sido presentado por los embajadores de sus majestades los emperadores de Rusia y de Austria, como también por el del rey de Francia, me envió a El Cairo a una misión de la más alta importancia, que debía cumplir con el mayor sigilo.
En el camino tuve ocasión de aumentar el número de mis criados con algunos individuos muy interesantes. Hallándome a algunas millas apenas de Constantinopla, vi a un hombre alto y delgado que corría en línea recta por en medio de los campos con extremada rapidez, aunque llevaba atada a cada pie una masa de plomo que pesaba lo menos cincuenta libras.
Lleno de sorpresa, lo llamé y le dije:
– ¿Adonde vas tan de prisa, amigo, y por qué te embarazas los pies con ese peso?
– He salido, hace media hora, de Viena, donde era criado de un gran personaje que me ha despedido -me contestó-. No teniendo ya necesidad de mi rapidez, la modero por medio de este peso, porque la moderación favorece la duración, como solía decir mi preceptor.
Este mozo me agradaba mucho, y le pregunté si quería entrar a mi servicio.
Sin vacilación alguna aceptó mi propuesta, y con esto nos pusimos en camino, y pasando por muchas ciudades, recorrimos no pocos países.
Andando andando, vi luego, no muy desviado, un hombre tendido e inmóvil sobre la yerba. Hubiérase dicho que estaba durmiendo; pero no era así, ciertamente, pues tenía aplicado el oído al suelo, como si hubiera querido oír hablar a los habitantes del mundo subterráneo.
– ¿Qué escuchas ahí, amigo mío? -le grité-.
– Estoy oyendo crecer la yerba, por matar el tiempo -me contestó-.
– ¿Y la oyes, en efecto, crecer?
– ¡Oh! Sin duda.
– Entra, pues, a mi servicio, amigo ¿quién sabe lo que te puede valer un oído tan fino?
El hombre se levantó y me siguió.
No lejos de allí, vi en lo alto de un otero a un cazador que se echó su escopeta a la cara y disparó al cielo.
– ¡Buena suerte! ¡Buena suerte, cazador! -le grité-. Pero ¿a qué diablos tiras? Yo no veo más que el cielo.
– ¡Oh! -contestó-, pruebo esta carabina, que procede de Huchenreicher, de Ratisbona. Había allá en la veleta de la catedral de Estrasburgo un gorrión, que acabo de derribar.
Los que conozcan mi pasión por los nobles placeres de la caza, no extrañarán que les diga que le di un abrazo muy estrecho al tirador.
Después no omití medio para atraerlo a mi servicio; no hay para qué decirlo.
Continuamos nuestro camino, y llegamos por fin al monte Líbano, donde encontramos, junto a un gran bosque de cedros, un hombre bajo y rechoncho, tirando de una cuerda que daba vuelta a todo el bosque.
– ¿De qué estás ahí tirando, amigo mío? -pregunté al zafio-.
– Había venido a cortar madera de construcción -me contestó sencillamente-, y habiéndome dejado en casa el hacha, procuro suplir la falta lo mejor que puedo.
Y diciendo esto, dio un solo tirón y echó abajo todo el bosque, cuya extensión era de una milla cuadrada, como si los cedros hubieran sido rosales.
Fácilmente adivinaréis lo que hice; y más bien hubiera sacrificado mi sueldo de embajador, que dejar que se me escapara aquel mozo.
Al poner los pies en territorio egipcio, se desencadenó un huracán tan formidable que temí un momento ser barrido con mis caballos, criados y equipaje. A la izquierda del camino había una hilera de siete molinos cuyas aspas giraban tan velozmente como el torno de la más activa hilandera. No lejos de allí había un personaje de una corpulencia digna de John Falstaff [7] , y el cual tenía apoyado el índice en la ventana derecha de su nariz. Cuando vio nuestro apuro en la lucha que sosteníamos con el huracán, se volvió hacia nosotros y se quitó respetuosamente el sombrero a la manera de un mosquetero ante su coronel.
El viento cesó como por encanto y los siete molinos quedaron inmóviles.
En gran manera sorprendido ante un fenómeno que no me parecía natural, díjele al hombre:
– ¡Eh! ¿Qué es eso? ¿Tienes los diablos en el cuerpo o eres tú el mismo diablo?
– Perdonadme, excelentísimo señor -me contestó-; hago un poco de viento para mi amo el molinero, y temiendo que los molinos trabajaran con demasiada fuerza, me he tapado una ventana de la nariz.
– ¡Pardiez! -exclamé para mí-. He aquí un precioso recurso. Este hombre te servirá a las mil maravillas, cuando de regreso a tu casa te falte aliento para referir las extraordinarias aventuras que has corrido en este viaje.
Muy pronto nos entendimos, y el famoso soplador abandonó los molinos y me siguió igualmente.
Tiempo era ya de llegar a El Cairo. Luego que hube desempeñado mi misión, según mis deseos, resolví deshacerme de mi séquito, ya inútil, salvo mis recientes adquisiciones, y volverme sólo con estas últimas, como caballero particular.
Como el tiempo era magnífico y el Nilo más admirable de lo que puede decirse, tuve el capricho de alquilar una barca y subir hasta Alejandría.
Todo fue a pedir de boca hasta mediado el tercer día.
Sin duda habéis oído hablar de las inundaciones anuales del Nilo. El tercer día, como acabo de deciros, comenzó el Nilo a crecer con extremada rapidez, y el día siguiente todo el campo estaba inundado en muchas millas de extensión. El quinto día, después de puesto el sol, se embarazó mi barca en algo que yo tomé por un cañaveral. Pero el día siguiente por la mañana nos encontramos rodeados de almendros cargados de fruto perfectamente maduro y excelente para comer. La sonda nos indicó sesenta pies de fondo; y no había medio de avanzar ni retroceder. A cosa de las ocho o las nueve, según pude juzgar por la altura del sol, sobrevino una ráfaga que volcó nuestra barca, y cargada de agua, la echó a pique inmediatamente.
Afortunadamente, ninguno de nosotros, que éramos ocho hombres y dos niños, pereció en el naufragio, agarrándonos a las ramas de los árboles, bastante fuertes para sostenernos, aunque no para soportar el peso de nuestra barca.
En esta situación permanecimos tres días, viviendo exclusivamente de almendras: no hay que decir que teníamos en abundancia con qué apagar la sed.
Veintitrés días después de este accidente, comenzó el agua a decrecer con la misma rapidez con que había crecido y el veintiséis pudimos poner el pie en tierra.
El primer objeto que se ofreció a nuestra vista fue nuestra barca, la cual yacía a unas cien toesas del sitio en que se hundiera. Después de haber secado al sol nuestros objetos, tomamos de las provisiones de la barca lo que nos era necesario, y nos pusimos en marcha para seguir nuestro camino.
Según los cálculos más exactos nos habíamos desviado de nuestra dirección más de cincuenta millas. Al cabo de siete días llegamos al río, que había entrado ya en su lecho, y contamos nuestra aventura a un bey, que proveyó a todas nuestras necesidades con la mayor solicitud, poniendo su propia barca a nuestra disposición.
Seis jornadas de viaje nos llevaron a Alejandría, donde nos embarcamos para Constantinopla. Allí fui recibido con los brazos abiertos por el Gran Señor, y tuve el gusto de ver el harén, adonde el mismo sultán me condujo, llevando su generosidad hasta el extremo de permitirme que eligiera todas las mujeres que quisiera, sin exceptuar sus propias favoritas.
No teniendo costumbre de vanagloriarme de mis aventuras amorosas, termino aquí mi narración, deseándoos a todos una buena noche.