Las Aventuras Del Bar?n De M?nchhausen - Burger Gottfried August 9 стр.


CAPITULO XI

SEXTA AVENTURA POR MAR

Tras terminar la narración de su viaje a Egipto, se dispuso el barón a irse a acostar, precisamente en el momento en que la atención, ligeramente fatigada, de su auditorio, se despertaba a la palabra harén . Bien se hubiera querido tener pormenores de esta parte de sus aventuras, pero el barón fue inflexible.

Sin embargo, para satisfacer a la porfiada insistencia de sus amigos, consintió en referirles algunos rasgos de sus singulares criados, y continuó en estos términos:

Desde mi vuelta a Egipto, estaba yo en la mayor confianza con el Gran Turco, hasta el punto de que su Sublime Majestad no podía vivir sin mí, teniéndome todos los días convidado a comer y a cenar.

Debo confesar que el emperador de los turcos es, entre todos los potentados del mundo, el que se da mejor trato, a lo menos en cuanto a comer, pues en de beber, ya sabéis que Mahoma prohíbe el vino a los fieles.

No hay, pues, que esperar, cuando se come en casa de un turco, beber ni siquiera un trago del licor divino; pero por no practicarse a ojos vistas, no es menos frecuente en secreto lo de empinar el codo; pues mal que pese a Mahoma y al incomunicable Allah, más de un turco entiende tanto como un prelado alemán en esto de destripar botellas. En este número podía contarse al sultán.

A estas comidas, a que asistía ordinariamente el capellán mayor de palacio, esto es, el rnuftí in partem salutarii , que recitaba el Benedicite y las gracias al principio y al fin de la comida, no se veía en la mesa ni una gota de vino; pero cuando nos levantábamos de la mesa, ya esperaba al sultán un buen frasco de lo mejor en su gabinete privado.

Una vez tuvo el Gran Señor la dignación de hacerme una seña para que lo siguiera; y dándome yo por entendido, seguí sin demora sus huellas.

Luego que estuvimos a puerta cerrada, sacó de un armario una botella y me dijo:

– Münchhausen, sé que vosotros los cristianos sois muy competentes en vinos: he aquí una botella de tokay, única que poseo; pero estoy seguro de que en tu vida has probado cosa mejor ni parecida.

Y en diciendo esto, llenó su vaso y el mío y los apuramos.

– ¿Qué tal, amigo mío? -me preguntó sonriendo-. Es superfino ¿eh?

– Es bueno -le contesté-, pero con permiso de vuestra Sublime Majestad, que he bebido vinos mejores que ése en Viena, a la mesa del augusto emperador Carlos VI. ¡Oh! ¡Si vuestra Majestad probara aquellos vinos!…

– Mi querido Münchhausen -replicó el sultán-, no quiero desmentirte; pero no creo posible encontrar ya mejor tokay ; me regaló esta única botella, como cosa inestimable, un señor húngaro que lo entendía.

– Se vanaglorió el tal húngaro, señor. Así como así, no fue tampoco muy generoso.

– Esto último sí es verdad; pero…

– Y lo otro también. ¿Qué apostáis a que dentro de una hora os procuro yo una botella de tokay auténtico de la bodega imperial de Viena y con otra figura muy diferente de ésta?

– Creo que deliras, Münchhausen

– Nada de eso, señor. Dentro de una hora os traeré una botella de tokay , de la bodega del emperador de Austria, y con otro número diferente.

– ¡Ah! ¡Münchhausen! Sin duda quieres chancearte de mí, y esto me desagrada. Siempre te he tenido por hombre serio y veraz, pero ahora estoy por creer que me he engañado.

– Enhorabuena, señor. Aceptad la apuesta y entonces veremos. Si no cumplo mi promesa, y bien sabéis que soy enemigo jurado de los habladores, ordenad sin contemplación ninguna que me corten la cabeza. Y mi cabeza, señor, no es una calabaza.

– Acepto, pues, la apuesta -dijo el sultán-. Si al punto de las cuatro no está aquí la botella que me has prometido, mandaré que te corten la cabeza sin misericordia, porque no gusto de dejarme burlar ni aun por mis mejores amigos. Al contrario, si cumples tu promesa, podrás tomar de mi imperial tesoro todo el oro, plata y piedras

– Eso es hablar en plata.

– Y en oro y pedrería.

Pedí recado de escribir y dirigí a la emperatriz María Teresa la carta siguiente:

«Vuestra majestad tiene, sin duda, como heredera universal del imperio, la bodega de su ilustre padre. Me tomo la libertad de suplicaros tengáis la bondad de entregar al portador de ésta una botella de aquel tokay de que tantas veces bebí con vuestro augusto padre. Pero que sea del mejor, porque se trata de una apuesta en que expongo la cabeza.

«Aprovecho esta ocasión para asegurar a Vuestra Majestad el profundo respeto con que tengo el honor de ser, etc., etc.

»BARÓN DE MÜNCHHAUSEN.»

Como eran ya las tres y cinco minutos, entregué la carta sin cerrar a mi andarín, el cual se desató los pies y se disparó inmediatamente hacia la capital de Austria.

Hecho esto, el Gran Turco y yo seguimos destripando la botella, mientras llegaba la de María Teresa.

Dieron las tres y cuarto… las tres y media… las cuatro menos cuarto… ¡Y el andarín sin volver!…

Confieso que comenzaba ya a sentirme mal, tanto más cuanto que el Gran Turco dirigía de vez en cuando los ojos al cordón de la campanilla para llamar al verdugo.

Tan mal me sentía ya, que el mismo Gran Turco me dio permiso para que bajara al jardín a tomar el aire, aunque acompañado de dos mudos que no me perdían de vista.

Eran las tres y cincuenta y cinco minutos.

Mi angustia era mortal, como podéis suponer.

Sin perder tiempo envié a llamar a mi escucha y a mi tirador, los cuales no se hicieron esperar.

El escucha se tendió en tierra y aplicó el oído para observar si venía o no mi andarín; y con gran despecho mío anunció que el pícaro del corredor se hallaba muy lejos de allí durmiendo a pierna suelta.

Apenas oyó esto mi tirador, cuando corrió a un elevado terrazo y poniéndose de puntillas para ver mejor, exclamó:

– ¡Por vida mía! Bien veo al perezoso: está tendido al pie de una encina, en los alrededores de Belgrado, con la botella al lado. Pero voy a hacerle cosquillas para que se despierte.

Y diciendo esto, se echó la carabina a la cara y envió la carga al follaje del árbol. Una granizada de bellotas, hojas y ramas cayó sobre el perezoso durmiente.

Despertóse éste, en efecto, y temiendo haber dormido demasiado, siguió su carrera con tal precipitación y rapidez que llegó al gabinete del sultán con la botella de tokay y una carta autógrafa de María Teresa, a las tres y cincuenta y nueve minutos y medio.

Tomando con ansiedad la botella, el Gran Señor probó su contenido con voluptuosa fruición.

– Münchhausen -me dijo-, no llevarás a mal que conserve esta botella para mí solo. Tú tienes en Viena más crédito que yo, y puedes fácilmente obtener otra cuando la desees.

Con esto encerró la botella en su armario, se guardó la llave en el bolsillo y llamó a su tesorero. ¡Oh dicha!

– Es preciso -repuso-, que pague yo ahora mi deuda, puesto que he perdido la apuesta. Escucha -dijo a su tesorero-, deja a mi amigo Münchhausen tomar de mi tesoro tanto oro, perlas y piedras preciosas como el hombre más fuerte pueda llevar encima.

El tesorero se inclinó tan profundamente que tocó al suelo con los cuernos de la media luna que adornaba su turbante, en señal de acatamiento a la orden de su amo y señor, el cual me estrechó cordialmente la mano y nos despidió a los dos.

Ya supondréis que no tardé un instante en hacer ejecutar la orden que el sultán había dado en mi favor. Al propósito envié a llamar a mi hombre fuerte, el cual acudió sin demora con su cuerda de cáñamo, y los dos fuimos al imperial tesoro.

Os aseguro que, cuando salí de él con mi hercúleo criado, no quedaba allí gran cosa.

Sin perder momento corrí con mi precioso botín al puerto, donde fleté el barco de más porte que pude hallar, y con la misma prisa hice zarpar, a fin de poner a buen recaudo mi tesoro antes de que sobreviniera algún contratiempo.

Y no sin previsión lo hice, pues no dejó de suceder lo que temía.

En efecto, viendo el tesorero el despojo hecho por mí, aunque autorizado por el Gran Señor, sin cerrar.siquiera la puerta, pues había ya poco o nada que guardar, fue apresuradamente a dar cuenta al sultán de la manera como yo había abusado de su liberalidad.

El sultán se quedó estupefacto, y luego hasta se arrepintió de su precipitación.

Para corregirla recobrando lo perdido, ordenó a su gran almirante perseguirme con toda su armada y hacerme comprender que no debía entenderse así la apuesta.

Dos millas apenas llevaba yo de delantera, y cuando vi la flota de guerra turca venirse sobre mí a velas desplegadas, confieso que volví a sentir mal segura mi cabeza. Pero allí estaba mi soplador.

– No tenga vuestra excelencia ningún cuidado por tan poco -me dijo-.

Y se situó en la popa del barco de manera que una ventana de su nariz se dirigía a la flota turca, y la otra a nuestras velas. Después se puso a soplar con tal y tanta fuerza, que fue rechazada la flota al puerto con grandes averías, mientras mi barco alcanzó en pocas horas las costas de Italia.

Por lo demás, no saqué el mayor provecho de mi tesoro, como quiera que, a pesar de las afirmaciones contrarias del bibliotecario Jagemann de Weimar, la mendicidad es tan grande en Italia y la policía tan abandonada, que tuve que distribuir en limosnas la mayor parte de mi hacienda.

Los salteadores de caminos, no en menor número que los mendigos, se encargaron de distribuirse el resto de mi tesoro en las cercanías de Roma, jurisdicción de Loreto.

Estos picaros no tuvieron ningún escrúpulo en desvalijarme así, sabiendo como sabían que la milésima parte de lo que me robaron, bastaba para comprar en Roma una indulgencia plenaria para toda la cuadrilla, sus hijos y sus nietos.

Pero he aquí, señores, la hora en que tengo la costumbre de acostarme. Así pues, buenas noches.

CAPITULO XII

SÉPTIMA AVENTURA POR MAR
NARRACIONES AUTÉNTICAS DE UN CAMARADA QUE TOMÓ LA PALABRA EN AUSENCIA DEL BARÓN

Después de haber referido la aventura que precede, se retiró el barón de Münchhausen dejando a la sociedad de buen humor. Al salir, prometió dar en la primera ocasión noticia de las aventuras de su padre, con otras anécdotas a cuál más maravillosas.

Cada cual hacía sus comentarios sobre las narraciones del barón. Una de las personas de la tertulia, que lo había acompañado a Turquía, refirió que había no lejos de Constantinopla una enorme pieza de artillería de que hace mención en sus Memorias el barón Tott.

He aquí, poco más o menos, lo que dijo, si no me es infiel la memoria:

Habían colocado los turcos un cañón en la ciudadela, no lejos de la ciudad, a la orilla del célebre río Simois. Era un formidable cañón de bronce, cuya ánima calzaba proyectiles de mil cien libras de peso, por lo menos. Tenía yo gran deseo de disparar este monstruoso cañón, para juzgar sus efectos. Todo el ejército temblaba a la idea de un acto tan audaz, pues se tenía por cierto que la conmoción derrumbaría la ciudadela y la ciudad entera.

Sin embargo, obtuve el permiso que había solicitado. Se necesitaron nada menos que trescientas treinta libras de pólvora para cargar la pieza, y la bala que se le echó pesaba, como he indicado más arriba, mil cien libras.

Al acercar el artillero la mecha al oído del monstruo, los curiosos que me rodeaban se retiraron a respetuosa distancia y me vi negro para persuadir al bajá, que asistía al experimento, de que no había nada que temer. El mismo artillero, que a una señal mía debía aplicar la mecha, estaba extremadamente pálido y temblón. Yo me puse en un reducto y di la señal, y al mismo tiempo sentí un sacudimiento igual al que produce un terremoto. A unas trescientas toesas estalló el proyectil en tres fragmentos, que volaron por encima del estrecho, impulsaron las aguas a la orilla y cubrieron de espuma el canal en toda su longitud.

Tales son, señores, si mi memoria me sirve bien, los pormenores que da el barón de Tott sobre el mayor cañón que ha habido en el mundo.

Cuando visité yo este país con el barón de Münchhausen, la historia del barón Tott era aún citada como un ejemplo inaudito de valor y serenidad.

Mi protector, que no podía llevar en calma que un francés hubiera hecho más que él, tomó el cañón al hombro, y después de ponerlo en equilibrio, saltó derecho a la mar y fue nadando con él hasta la orilla opuesta del canal.

Por desgracia, tuvo la mala idea de lanzar el cañón a la ciudadela por restituirlo a su lugar; digo por desgracia, porque en el momento de balancearlo como quien tirara a la barra, se le deslizó de la mano y cayó al canal, donde yace todavía y probablemente yacerá hasta el día del juicio final.

Este asunto fue el que indispuso al barón con el sultán. La historia del tesoro estaba ya olvidada, como quiera que el Gran Turco tenía bastantes rentas para llenar de nuevo sus arcas, y por invitación directa de él se hallaba otra vez en Turquía el barón. Allí estaría aún probablemente, si la pérdida de aquella enorme pieza de artillería no hubiera enojado al sultán hasta el punto de mandar que le cortaran la cabeza al barón.

Pero cierta sultana que tenía a mi amo en gran estima, le avisó esta sanguinaria resolución; más aún, lo tuvo oculto en su aposento, mientras el funcionario encargado de ejecutarlo lo buscaba por todas partes.

Bajo tan alta protección, la noche siguiente huimos a bordo de un barco que se de hacía a la vela para Venecia, y escapamos así dichosamente de tan inminente y terrible peligro.

El barón no gusta de recordar esta historia, porque esta vez no logró realizar lo que se había propuesto y también porque estuvo en riesgo de dejar la piel en la empresa.

Sin embargo, como no es en manera alguna ofensiva a su honor, tengo yo el gusto de contarla en cuanto él vuelve la espalda.

Ahora, señores, conocéis a fondo al barón Münchhausen, y creo que no tendréis ninguna duda sobre su veracidad; pero a fin de que no podáis dudar tampoco de la mía, es menester que os diga en pocas palabras quién soy yo.

Mi padre era originario de Berna, en Suiza, donde ejercía el empleo de inspector de calles, callejuelas, avenidas y puentes: estas funciones dan en esta ciudad el título… el título de barrendero.

Mi madre, natural de las montañas de Saboya, llevaba en el cuello una papera de un tamaño y belleza verdaderamente notables, lo que no es raro en las mujeres de aquel país. Desde muy joven abandonó a sus padres, y su buena estrella la llevó a la ciudad donde mi padre había nacido.

Anduvo algún tiempo vagabunda, y teniendo mi padre la misma afición natural, se encontraron un día en la casa de corrección.

Enamoráronse de buenas a primeras y luego se casaron. Pero esta unión no fue muy dichosa que digamos: mi padre no tardó mucho en separarse de mi madre, asignándole por toda pensión de alimentos la renta de una tienda de ropa vieja que le echó a la espalda.

La buena mujer se agregó luego a una compañía ambulante que hacía títeres con muñecos, hasta que la fortuna acabó por conducirla a Roma, donde se puso a vender ostras.

Sin duda habréis oído hablar del papa Ganganelli, conocido por el hombre de Clemente XIV, y sabréis cuánta afición tenía a las ostras. Un viernes que iba con gran solemnidad a decir misa a San Pedro, vio las ostras de mi madre, que eran, según me dijo muchas veces ella misma, hermosas y frescas, y no pudo menos de detenerse a probarlas.

Con esto, hizo detenerse a las quinientas personas que lo seguían y avisó a las que esperaban en la iglesia que no podía decir misa aquella mañana.

Bajó, pues, del caballo, porque los papas van a caballo en las solemnes ocasiones, entró en la tienda de mi madre y se comió todas las ostras que tenía dispuestas; pero como tenía más en el almacén, Su Santidad hizo entrar a su séquito, el cual acabó de agotar la provisión.

El papa y los suyos permanecieron allí hasta la noche, y antes de salir, colmaron de indulgencias a mi madre para todas sus culpas pasadas, presentes y futuras.

Ahora, señores, me permitiréis no explicaros más claramente lo que tengo yo de común con esta historia de ostras: creo que me habréis comprendido bien para saber a qué ateneros sobre mi nacimiento.

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