La isla del tesoro - Роберт Льюис Стивенсон 2 стр.


Al principio me había yo figurado que el cofre del muerto que él cantaba sería probablemente aquel gran baúl suyo que guardaba arriba en su cuarto del frente de la casa, y este pensamiento no había dejado de mezclarse confusamente en mis pesadillas con la figura del esperado marino de una sola pierna. Pero cuando sucedió lo que ahora refiero, ya todos habíamos dejado de conceder la más pequeña atención al extraño canto de nuestro hombre que, con excepción del Doctor Livesey, no era ya nuevo para nadie. Pude observar, sin embargo, que al Doctor no le producía un efecto de los más agradables, porque le ví levantar los ojos por un momento, con un aire de bastante disgusto, hacia el Capitán, antes de comenzar una conversación que emprendió enseguida con el viejo Taylor, el jardinero, acerca de una nueva curación para las afecciones reumáticas. Entre tanto el Capitán parecía alegrarse al sonido de su propia música, de una manera gradual, hasta que concluyó por golpear con su mano sobre la mesa de aquella manera brusca y autoritativa que todos nosotros sabíamos muy bien que quería decir: ¡Silencio! Todas las voces callaron á la vez, como por encanto, excepto la del Doctor Livesey que continuó dejándose oir imperturbablemente clara y agradable, interrumpida solamente, por las vigorosas fumadas que daba á su puro cada dos ó tres palabras. El Capitán lo miró fijamente por algunos momentos, volvió á golpear sobre la mesa, le lanzó una nueva mirada más terrible todavía y concluyó por vociferar, con un villano y soez juramento:

 ¡Silencio, allí, los del entre-puente!

 ¿Es á mí á quien Vd. se dirijía? preguntó el Doctor, á lo cual nuestro rufián contestó que sí, no sin añadir otro juramento nuevo.

 No le replicaré á Vd. más que una cosa, dijo el Doctor, y es que si Vd. continúa bebiendo rom como hasta aquí, muy pronto el mundo se verá libre de una bien asquerosa sabandija.

Sería inútil pretender describir la furia que se apoderó del viejo al escuchar esto. Púsose en pie de un salto, sacó y abrió una navaja marina de gran tamaño y balanceándola abierta sobre la palma de la mano amenazaba clavar al Doctor contra la pared.

El Doctor no hizo el más pequeño movimiento. Tornó á hablarle de nuevo, lo mismo que antes, por encima de su hombro y con el mismo tono de voz, solo un poco más alto de manera que oyesen bien todos los circunstantes, pero con la más perfecta calma y serenidad:

 Si no vuelve Vd. esa navaja al bolsillo en este mismo instante, le juro á Vd. por quien soy que será ahorcado en la próxima reunión del Tribunal del Condado.

Siguióse luego un combate de miradas entre uno y otro, pero pronto el Capitán hubo de rendirse, guardó su arma y volvió á su asiento gruñendo como un perro que ha sido mordido.

 Y ahora, amigo  continuó el Doctor  desde el momento en que me consta la presencia de un hombre como Vd. en mi distrito, puede Vd. estar seguro de que ni de día ni de noche se le perderá de vista. Yo no soy solamente un médico, soy también un magistrado; así es que, si llega hasta mí la queja más insignificante en su contra, aunque no sea más que por un rasgo de grosería como el de esta noche, ya sabré tomar las medidas más del caso para que se le dé á Vd. caza y se le arroje del país. Haga Vd. que baste con esto.

Poco después llegó á la puerta la cabalgadura, y el Doctor Livesey partió en ella sin dilación. Pero el Capitán se mantuvo pacífico aquella noche y aun otras muchas de las subsecuentes.

CAPÍTULO II

BLACK DOG APARECE Y DESAPARECE

NO mucho tiempo después de lo referido en el capítulo precedente, ocurrió el primero de los sucesos misteriosos que nos desembarazaron, por fin, del Capitán, aunque no de sus negocios como pronto lo verán los que leyeren. Corría, á la sazón, un invierno crudo y frío, con largas y terribles heladas y deshechos temporales. Mi pobre padre continuaba empeorando de día en día, al grado de que ya se veía muy claramente la poca probabilidad de que llegase á ver una nueva primavera. El manejo de la posada había caído enteramente en manos de mi madre y mías, y ambos teníamos demasiado que hacer con ella para que nos fuese dable el parar mientes con exceso en nuestro desagradable huésped.

Era una fría y desapacible mañana del mes de Enero muy temprano todavía la caleta, cubierta toda de escarcha, aparecía gris ó blanquecina, en tanto que la maréa subía, lamiendo suavemente las piedras de la playa, y el sol, muy bajo aún, tocaba apenas las cimas de las lomas y brillaba allá muy lejos en el confín del océano. El Capitán se había levantado mucho más temprano que de costumbre y se había dirijido hacia la playa, con su especie de alfange, colgando bajo los anchos faldones de su vieja blusa marina, su anteojo de larga vista bajo el brazo y su sombrero echado hacia atrás sobre la cabeza. Todavía me parece ver su respiración, suspensa en forma de una estela de humo, en el camino que iba recorriendo á largos pasos, y aún recuerdo que el último sonido que oí de él cuando se hubo perdido tras de la gran roca, fué un gran resoplido de indignación, como si todavía revolviese en su ánimo el recuerdo desagradable de la escena con el Doctor Livesey.

Ahora bien, mi madre estaba á la sazón, con mi padre, en su habitación y yo me ocupaba en arreglar la mesa para el almuerzo, mientras volvía el Capitán, cuando repentinamente se abrió la puerta de la sala y penetró á ésta un hombre que yo no había visto hasta entonces. Era éste un individuo pálido y encanijado, en cuya mano izquierda faltaban dos dedos y que, aunque llevaba también su cuchilla al cinto, no tenía, ni con mucho, el aspecto de un hombre de armas tomar. Yo siempre estaba en acecho de marineros de una sola pierna, ó de dos, pero el que acababa de aparecérseme era para mí un enigma. No tenía el aspecto de un verdadero marino y sin embargo había en él no sé qué aire de gente del mar.

Le pregunté, desde luego, en qué podía servirle y él me contestó que deseaba tomar un poco de rom, pero apenas iba yo á salir de la sala en busca de lo que pedía cuando se sentó á una de las mesas excitándome á que me acercase á él. Yo me detuve en el sitio en que su indicación me había cogido, teniendo en mi mano una servilleta.

 Ven aquí, muchacho, me repitió, acércate más.

Yo dí un paso hacia él.

 ¿Es para mi camarada Bill para quien has preparado esta mesa? me preguntó dirijiéndome cierta mirada extraña.

 Ignoro quien es su camarada Bill, le contesté yo; esta mesa es para una persona que se aloja en nuestra casa y á quien nosotros llamamos el Capitán.

 Eso es  replicó él  mi camarada Bill lo mismo puede ser llamado Capitán, que nó. Tiene una cicatriz en una mejilla y unos modos valientemente agradables, muy propios suyos, sobre todo, cuando está bebido. Como señas, pues ¿qué más?.. te repito que tu Capitán tiene una cicatriz en un carrillo y si más quieres, te diré que ese carrillo es el derecho ¡Ah! ¡bueno! Ya lo había yo dicho ¿con que mi camarada Bill está aquí, en esta casa?

 Ahora anda fuera, le contesté yo; ha salido á paseo.

 ¿Por dónde se ha ido, muchacho?

Señalé yo entonces en dirección de la roca, diciéndole que el Capitán no tardaría en volver; respondí á algunas otras de sus preguntas y entonces él añadió:

 ¡Ah! ¡vamos! esto será tan bueno como un vaso de rom para mi camarada Bill.

La expresión de su cara, al decir esto, no tenía nada de agradable, y yo tenía mis razones para pensar que aquel extraño se equivocaba, en el supuesto de que creyese lo que decía. Pero, al fin y al cabo, pensé que aquello no era negocio mío, además de que no era asunto muy fácil el saber qué partido tomar. El recién venido se mantenía esquivándose tras la parte interior de la puerta de la posada, ojeando de soslayo en torno de su escondrijo, como gato que está en acecho de un ratón. Una vez, salíme yo afuera hacia el camino, pero él me llamó adentro inmediatamente y como no obedeciese su mandato tan pronto como él quería, un cambio instantáneo y espantoso se operó en su semblante enjuto, y me repitió su orden acompañándola de un juramento que me hizo brincar. Tan luego como estuve de nuevo adentro resumió él su primitiva actitud, mitad halagüeña, mitad burlona, dióme una palmadilla sobre el hombro y me dijo:

 Eso es  replicó él  mi camarada Bill lo mismo puede ser llamado Capitán, que nó. Tiene una cicatriz en una mejilla y unos modos valientemente agradables, muy propios suyos, sobre todo, cuando está bebido. Como señas, pues ¿qué más?.. te repito que tu Capitán tiene una cicatriz en un carrillo y si más quieres, te diré que ese carrillo es el derecho ¡Ah! ¡bueno! Ya lo había yo dicho ¿con que mi camarada Bill está aquí, en esta casa?

 Ahora anda fuera, le contesté yo; ha salido á paseo.

 ¿Por dónde se ha ido, muchacho?

Señalé yo entonces en dirección de la roca, diciéndole que el Capitán no tardaría en volver; respondí á algunas otras de sus preguntas y entonces él añadió:

 ¡Ah! ¡vamos! esto será tan bueno como un vaso de rom para mi camarada Bill.

La expresión de su cara, al decir esto, no tenía nada de agradable, y yo tenía mis razones para pensar que aquel extraño se equivocaba, en el supuesto de que creyese lo que decía. Pero, al fin y al cabo, pensé que aquello no era negocio mío, además de que no era asunto muy fácil el saber qué partido tomar. El recién venido se mantenía esquivándose tras la parte interior de la puerta de la posada, ojeando de soslayo en torno de su escondrijo, como gato que está en acecho de un ratón. Una vez, salíme yo afuera hacia el camino, pero él me llamó adentro inmediatamente y como no obedeciese su mandato tan pronto como él quería, un cambio instantáneo y espantoso se operó en su semblante enjuto, y me repitió su orden acompañándola de un juramento que me hizo brincar. Tan luego como estuve de nuevo adentro resumió él su primitiva actitud, mitad halagüeña, mitad burlona, dióme una palmadilla sobre el hombro y me dijo:

 Vamos, chico, tú eres un buen muchacho, yo no he querido más que asustarte de broma. Yo tengo un hijo de tu edad, añadió, que se te parece como un motón á otro, y te aseguro que ya es él el orgullo de mi arte. Pero la gran cosa para los muchachos es la disciplina, chico mucha disciplina. Mira, si alguna vez hubieras tú navegado con Bill, á buen seguro que te hubieras quedado allí esperando que te hablaran segunda vez; yo te digo que no. Nunca Bill ha obrado de otro modo, ni ninguno de los que han navegado con él. Ahora bien, no me engaño, allí viene el camarada Bill con su anteojo bajo el brazo, bendito sea su viejo arte que me permite reconocerlo. Sea en hora buena: tú y yo, muchacho, vámonos allá detrás, á la sala, y nos esconderemos tras de la puerta para dar á Bill una pequeña sorpresa; y bendito sea de nuevo su arte una y mil veces!

Al decir esto mi hombre retrocedió conmigo á la sala y me colocó detrás de él, en el rincón, de tal manera que á ambos nos ocultaba la puerta abierta. Yo estaba positivamente inquieto y alarmado, como es fácil figurárselo, y añadía no poco á mis temores el observar que aquel nuevo personaje tampoco las tenía todas consigo. Yo le veía alistar el puño de su cuchilla y aflojar la hoja en la vaina, sin que, durante todo el tiempo que estuvimos en espera, hubiera cesado de tragar gordo, ó como si hubiera tenido, según la expresión familiar, un nudo en la garganta.

Por último entró el Capitán, empujó la puerta tras de sí, sin ver á izquierda ni á derecha, y marchó directamente, á través del cuarto, hacia donde le esperaba su almuerzo.

Entonces mi hombre pronunció, con una voz que me pareció se esforzaba en hacer hueca y campanuda, esta sola palabra:

 ¡Bill!

El Capitán giró rápidamente sobre sus talones y se encaró á nosotros. Todo lo que había de moreno en su rostro había desaparecido en aquel momento y hasta su misma nariz ofrecía un tinte de una lividez azulada. Tenía toda la apariencia de un hombre que vé un espectro, ó al diablo mismo, ó algo peor, si es que lo hay y, créaseme bajo mi palabra, sentí compasión por él, al verle, en un solo instante, ponerse tan viejo y tan enfermo.

 Ven acá, Bill, tú me conoces bien. Tú no has olvidado á un viejo camarada, Bill, estoy seguro de ello; continuó diciendo el recién-venido.

El Capitán exclamó entonces en una especie de boqueada penosa:

 ¡Black Dog!1

 ¿Pues quién había de ser sino él? replicó el otro, comenzando á sentirse un poco más tranquilo. Black Dog, sí, que, lo mismo que antes viene aquí, á la Posada del Almirante Benbow para saludar á su viejo camarada Billy. ¡Ah, Bill, Bill, cuántas cosas hemos visto juntos, nosotros dos, desde la época en que perdí estos dos garfios! añadió, levantando un poco su mano mutilada.

 Bien, dijo el Capitán, ya veo que me has cogido aquí me tienes vamos ¿qué quieres?.. habla dí ¿de qué se trata?

 Veo bien que eres el mismo, replicó Black Dog; tienes razón Bill, tienes razón. Voy á tomar un vaso de rom que me traerá este buen chiquillo á quien tanto me he aficionado desde luego; en seguida nos sentaremos, si tú quieres y hablaremos lisa y llanamente como buenos camaradas que somos.

Cuando yo volví con el rom ya los dos se habían sentado en cada una de las cabeceras de la mesa en que el Capitán iba á almorzar. Black Dog habíase quedado más cerca de la puerta y se le veía sentado de lado, de modo que pudiese tener un ojo atento á su camarada antiguo, y otro, según me pareció, á su retirada libre.

Despidióme luego ordenándome que dejase la puerta abierta de par en par, y añadió:

 Nada de espiar por las cerraduras, muchacho, ¿entiendes?

Yo no tuve más que hacer sino dejarlos solos y retirarme á la cantina del establecimiento.

Durante muy largo tiempo, por más que puse mis cinco sentidos en tratar de oir algo de lo que pasaba, nada llegó á mis oídos sino fué un rumor vago y confuso de conversación; pero al cabo las voces comenzaron á hacerse más y más perceptibles; y ya me fué posible el escuchar distintamente alguna que otra palabra, la mayor parte de ellas, juramentos é insolencias proferidos por el Capitán.

 ¡Nó, nó, nó nó! le oí proferir, nó! y concluyamos de una vez! Y después añadió: si hay que ahorcar, ahorcarlos á todos: y basta!

Luego, de una manera repentina, todo se volvió una tremenda explosión de juramentos y otros ruidos temerosos. La silla y la mesa rodaron en masa, siguióse un chischás de aceros que se chocaban y luego un grito de dolor: en ese mismo instante pude ver á Black Dog en plena fuga y al Capitán persiguiéndole encarnizadamente: ambos con sus cuchillas desenvainadas y el primero de ellos, manando sangre abundantemente de su hombro izquierdo. Precisamente al llegar á la puerta, el Capitán descargó sobre el fugitivo una última y tremenda cuchillada con la cual sin duda alguna lo habría abierto hasta la espina, si no hubiera tropezado su arma con la enseña de nuestra posada que fué la que recibió el golpe, cuya señal es fácil ver, todavía hoy, en el marco de nuestro Almirante Benbow hacia la parte de abajo.

Aquel mandoble fué el último de la riña. Una vez afuera ya, y sobre el camino público, Black Dog, á despecho de su herida, pareció decir, con una prisa maravillosa, pies, para qué os quiero y en medio minuto le vimos desaparecer tras de la cima de la loma cercana. El Capitán, por su parte, permaneció clavado cerca de la enseña del establecimiento como un hombre extraviado. Poco después pasó su mano varias veces sobre sus ojos, como para cerciorarse de que no soñaba, y en seguida volvió á penetrar en la casa.

 Jim, me dijo, ¡trae rom! y al hablarme se bamboleaba un poco y con una mano se apoyaba contra la pared.

 ¿Está Vd. herido? le pregunté.

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