La Espuma - Armando Palacio Valdés 10 стр.


Y Osorio pasó. ¿Qué había de hacer? Efectuóse la extraña ceremonia una tarde en casa de la novia. Al llegar a ella Osorio se encontró con unas veinte personas del sexo femenino, que Clementina había elegido entre las conocidas más envidiosas, las que más habían murmurado con motivo de su ruptura. Adoptó la mejor actitud para semejante caso. Grave, solemne, suelto de lengua y ademanes, dejando traslucir un poco de ironía, como si estuviese representando una comedia por satisfacer la fantasía de una enferma. Dijo algunas palabras previamente acerca de la historia de sus relaciones. Reconocióse culpable. Elogió desmesuradamente a Clementina, con tan poca medida, que en ocasiones parecía estar burlando. Se confesó indigno de aspirar a su mano. Por fin manifestó que siendo ella tan digna de ser adorada y tan grande la ventura de poseer su mano, no creía hacer nada de más pidiéndola de rodillas a sus padres. Al propio tiempo dobló una. D.a Carmen vino a levantarle riendo y le abrazó con efusión. Clementina también le dió un apretón de manos, más alegre al ver lo bien y dignamente que salía del paso, que satisfecha en su orgullo. La verdad es que en aquella ocasión sintió hacia él lo que nunca más volvió a sentir, una migaja de amor. Si hubo humillación en semejante escena resultó para ella, por la frescura y el aplomo desdeñoso con que su novio la llevó a término. Pero no importa. La mujer goza más viva y más íntimamente observando la superioridad del hombre que humillándole. Clementina fué feliz aquella tarde.

Pero si Osorio salió bien del paso, no le perdonó jamás la intención de humillarle; porque era tan orgulloso como ella. La pasión frenética que le había inspirado sofocó por algún tiempo todo otro sentimiento. Su luna de miel fué tan pegajosa como breve. El choque entre aquellos dos caracteres, de igual obstinación y fiereza, era ineludible. Vino pronto y vino con una serie de pequeños desabrimientos que hicieron desaparecer en un instante del corazón de la joven los fugaces destellos de amor que su marido le había inspirado. En él duró más tiempo la pasión. El conocimiento que cada cual tenía del otro los hizo prudentes, rehuyendo un choque formidable que había de ser funesto. Pero vino al fin. Se dijo entre los murmuradores que Osorio, cansado de la indiferencia y los desdenes de su esposa, en una hora fatal de ira y desesperación la había ultrajado con su misma doncella y en el mismo tálamo nupcial. Después de esta escena, que no sabemos si se realizó con los pormenores horrendos que algunos contaban, quedó roto el matrimonio para siempre. Osorio, sin derecho ya para intervenir en la conducta de su mujer, se vió obligado a ser mero espectador de ella. Entregóse Clementina sin reserva, sin disimulo, puede decirse también que sin pudor, a todos los galanteos que se le ofrecieron. El, por su parte, para contrarrestar el ridículo, que a causa de ellos pudiera tocarle, dióse con más descaro aún a la disipación. Extrajo mujeres de las últimas clases sociales y las convirtió en señoras, rodeándolas de un lujo deslumbrador. La Felipa, la Socorro y la Nati, cortesanas famosas en la capital, que fueron queridas de muchos personajes, ministros, banqueros y grandes de España, lo habían sido antes de él. El fué quien, por medio de sus celestinas, las había sacado de la calle de la Paloma, del barrio de Triana en Sevilla o del Perchel, de Málaga, y había gozado de sus primicias.

Dentro de casa, marido y mujer se hablaban muy poco, lo indispensable solamente. Para evitar la molestia que les produciría sentarse solos a la mesa tenían siempre algún convidado. Fuera se trataban con expansiva y natural confianza. Alguna vez Osorio iba a buscar a su esposa a última hora a la reunión o teatro donde se hallase. Pero esto era valor entendido en el mundo. Todos sabían a qué atenerse respecto a sus relaciones. Ordinariamente, Clementina salía del brazo de su amante. Charlaban largo rato en el foyer, a presencia de todos, esperando el coche. Entraba al fin en éste. Antes de partir todavía cambiaban en tono confidencial buena copia de frases entreveradas, de alegres carcajadas. La moral, la moral elegante quedaba a salvo con que el amante no entrase en el mismo coche, aunque fuesen pocos minutos después a juntarse en el dulce retiro de un gabinete particular.

Cuando Clementina llegó a su casa eran las seis y media. Silbó el cochero. Salió de su pabelloncito el portero a abrir la puerta de la verja y luego la del coche. El mismo se encargó de pagar al cochero. La dama, sin decir una palabra, entró en el jardín, que era exiguo pero lindo y bien cuidado. Subió la escalera de mármol, debajo de una gran marquesina que ocupaba más de la mitad de la fachada del hôtel. No era éste muy grande, pero sí fabricado con lujo y arte, de piedra blanca de Novelda y ladrillo fino. Osorio lo había hecho construir hacía solamente cuatro o cinco años. Como los planos fueron largamente meditados y discutidos, ofrecía una adecuada distribución, que lo hacía más cómodo tal vez que el de su suegro, con ser este tres o cuatro veces mayor.

Halló a un criado en el recibimiento.

Estefanía ¿dónde anda?

Hace ya un buen rato que ha llegado, señora.

Atravesó un magnífico vestíbulo iluminado por dos grandes lámparas con bombas esmeriladas sostenidas por sendas estatuas de bronce, siguió por el corredor y tomó la escalera que conducía al principal sin tropezarse con nadie. Cerca ya del salón que daba ingreso a su boudoir, halló a Fernando, un criadito de catorce años vestido con librea muy cuca y adecuada a sus años.

¿Estefanía?

Debe de estar en la cocina.

Que suba inmediatamente.

Entró en el boudoir, y yendo al espejo de cuerpo entero sostenido por dos pies derechos de madera dorada, se despojó del sombrero. Era el gabinete una pieza reducida, vestida toda ella de raso azul con cenefas de cartón-piedra imitando una guirnalda de flores. Sobre la chimenea, vestida también de raso, había dos magníficos candelabros y un reloj, obra de nuestros plateros del siglo pasado. Los enseres de la chimenea eran igualmente de plata. La alfombra blanca con cenefa azul. En medio un confidente forrado de tisú de oro. Butacas, sillas doradas. En el suelo dos grandes almohadones de pluma. En un rincón el espejo; en otro un escritorio de madera taraceada estilo Pompadour; en los otros dos unas columnas forradas de terciopelo azul sosteniendo dos quinqués que esclarecían ahora la estancia. Comunicaba esta pieza por un lado con el tocador de la señora y éste con su dormitorio; por el otro con un saloncito donde solía recibir a sus amigos los martes por la tarde o jugar al tresillo de noche con los íntimos. En el boudoir sólo entraban algunas pocas amigas de confianza que iban a visitarla en horas no señaladas. Aquí era donde celebraba esos coloquios secretos, tan sabrosos para las mujeres, donde su pensamiento se vacía por entero, pasando de lo más escondido y profundo a las frivolidades del día, los pormenores del traje y de la moda.

Pocos segundos después de quitarse el sombrero apareció Estefanía. Era una jovencita pálida con hermosos ojos negros. Vestía, dentro de su condición, con elegancia y primor. Por encima del traje traía un delantal color gris orlado de puntilla blanca.

¡Ya podías aguardarme, chiquilla! ¿Dónde estabas metida?dijo con tono de mal humor y distraído a la vez la señora.

Estaba en la cocina. Había ido a darle unas puntadas a la falda de Teresa, que se le ha roto en un clavorepuso con afectada humildad la doncella.

Clementina guardó silencio, absorta sin duda en sus pensamientos. Colocada frente al espejo se dejó despojar del abrigo, contemplándose al propio tiempo con esa curiosidad eterna que las mujeres hermosas sienten por sí mismas.

¡Ya podías aguardarme, chiquilla! ¿Dónde estabas metida?dijo con tono de mal humor y distraído a la vez la señora.

Estaba en la cocina. Había ido a darle unas puntadas a la falda de Teresa, que se le ha roto en un clavorepuso con afectada humildad la doncella.

Clementina guardó silencio, absorta sin duda en sus pensamientos. Colocada frente al espejo se dejó despojar del abrigo, contemplándose al propio tiempo con esa curiosidad eterna que las mujeres hermosas sienten por sí mismas.

¿Has estado en casa de Escolar?preguntó al cabo distraídamente.

Sí, señora.

¿Qué ha dicho?

Que no tiene ahora una seda tan doble en ese color, pero que si la señora quiere enviará por ella.

¡Puf! Para ese viaje no necesitamos alforjas. ¿Y en La Perfección?

Sí, señora. Que el sábado enviarán los gorros.

¿Has preguntado cómo seguía el padre Miguel?

No he tenido tiempo. ¡Está tan lejos!

¿Cómo lejos? ¿Pues no has ido en coche?

No, señora. Juanito me ha dicho que la yegua estaba desherrada.

¿Por qué no te ha puesto uno de los caballos normandos?

No sé. Siempre encuentra alguna disculpa cuando la señora me manda salir en coche.

Tal me parece. Descuida, hija: ya arreglaré yo eso. ¡Bueno está el señor Juanito, con sus ínfulas de indispensable!

Al echar una mirada a su doncella reflejada en el espejo, creyó observar algo extraño en sus ojos. Se volvió para mejor verlo. En efecto, Estefanía los tenía enrojecidos.

¡Tú has llorado, chica!

¿Yo? No, señora, no.

La manera de negarlo era hipócrita. La señora no tuvo necesidad de insistir mucho para que se lo confesase y aun la causa de su llanto.

El jefe, señoracomenzó a gimotear, el jefe, que las ha tomado de poco tiempo a esta parte conmigo. En cuando digo cualquier cosa, suelta la carcajada o dice una porquería. Y los demás claro, los demás, como me tienen ojeriza porque la señora me quiere, y por adular al jefe, se ríen también. Porque le he dicho hoy que se lo diría a la señora, me ha llenado de insolencias y me ha echado de la cocina.

¡Echado! ¿Y quién es él para echarte?exclamó con ímpetu el ama.Vé a llamarle. Es menester que yo caliente las orejas, lo mismo a ese necio que a Juanito. ¡Si nos descuidamos van a mandar en esta casa los criados más que los amos!

Señora yo no me atrevo. ¿Quiere que le envíe recado por Fernando?

Haz lo que quieras, pero llámale.

Se había irritado vivamente al escuchar los sollozos de su doncella. Estefanía era su predilecta, a quien distinguía entre todos los criados y confiaba gran parte de sus secretos. Como todos los déspotas presentes y pasados, estaba dominada sin darse cuenta de ello. El carácter zalamero y adulador de la doncellita había ganado su corazón de tal manera, que con él, sin saberlo ella misma, le había entregado la voluntad. Estefanía era de hecho quien mandaba en la casa, pues que mandaba en la señora. El criado que no entraba en su gracia, podía prepararse a salir en plazo más o menos corto. Y sucedía lo que puede darse como regla segura en tales casos, que la preferida y amada de la señora era profundamente antipática a la servidumbre. No acaece esto solamente por esa pasión vergonzosa que en mayor o menor grado reside en todos los seres humanos, la envidia, sino también porque es condición precisa del hipócrita y adulador con el grande, ser al propio tiempo altanero y malévolo con el pequeño.

Llamado por Fernando, a quien Estefanía dió el encargo, no tardó en presentarse en la puerta del gabinete el cocinero, con los atavíos del oficio, esto es, con mandil y gorra blanca; todo blanquísimo. Era un mocetón de treinta años, de rostro fresco y no desgraciado, con largas patillas negras. En el ceño que contraía su frente, en la preocupación que se observaba en sus ojos, comprendíase que ya sabía a qué venía llamado. Clementina se había sentado en el confidente. Estefanía se había retirado a un rincón y puso los ojos en el suelo al entrar el jefe.

Vamos a ver, Cayetano; acabo de saber que después de tratar con muy poca consideración a esta chica, la ha echado usted de la cocina. Le llamo para decirle que ni yo consiento que ningún criado trate mal a otro, ni usted está facultado para echar a nadie dentro de mi casa.

Señora yo no la he tratadu mal. Es ella, la que nus trata mal a todus pincha aquí, pincha allá, sin dejarnus en paztartamudeó el cocinero con marcado acento gallego.

Bueno, pues si pincha aquí y pincha allí, ningunu de ustedes está facultadu para desvergonzarse con ella. Se me dice a mí y concluído, replicó vivamente la señora imitando el acento del jefe.

Es que.

Es que, nada. Ya sabe usted lo que le he dicho. Hemos concluídomanifestó el ama con gesto imperioso.

El cocinero, con la cara encendida y todo el cuerpo tembloroso, permaneció unos segundos inmóvil. Después, antes de retirarse, dirigió una larga mirada iracunda a la doncellita, que seguía con los ojos en el suelo con expresión hipócrita donde se traslucía el triunfo del amor propio.

¡Chismosa!le vomitó al rostro más que le dijo.

La señora se alzó de su asiento, y rebosando de cólera por tal falta de respeto, le dijo:

¿Y cómo se atreve usted a insultarla en mi presencia? Márchese usted pronto. ¡Quítese de mi vista!

Señora, lo que le digu es que ella tiene la culpa.

Pues si tiene la culpa, mejor. Váyase usted.

Todus nus iremus de la casa, señora, porque a esa mentecata no hay quien la sufra.

Usted, por lo pronto, como si ya se hubiese ido. Puede usted buscar otro sitio donde servir, que yo no tolero que ningún criado se me quiera imponer.

El cocinero quedóse otra vez inmóvil y estupefacto ante aquella brusca despedida; pero reponiéndose en seguida giró sobre los talones, diciendo con dignidad:

Está bien, señora; lo buscaré.

Clementina siguió murmurando después de haberse ido:

¡Pero qué atrevido es este gallegazo! ¿Habrá mastuerzo? No creo que a nadie más que a mí le toquen semejantes criados.

Apaciguándose de pronto por virtud de otra idea que le acudió, dijo:

Anda, ven a vestirme, que ya es tarde.

Entró en su tocador seguida de Estefanía. Contra lo que debía presumirse, ésta tenía el semblante grave y nublado. Comenzó a despojarse rápidamente de su traje de calle para ponerse el de media ceremonia con que comía y recibía a sus íntimos por la noche, más claro siempre, con un pequeño descote y los brazos cubiertos. La doncella, a una indicación suya, sacó un traje color fresa exprimida del gran armario de espejo que ocupaba enteramente uno de los lienzos de la pared. Antes de ponérselo le arregló el pelo y le quitó las botinas bronceadas, sustituyéndolas con el zapato adecuado. No había abierto su boca la pálida doncellita hasta entonces, reflejando en el rostro cada vez más tristeza y preocupación. Al fin, hallándose arrodillada a los pies de su ama, levantó los ojos para decirla tímidamente:

Señora, voy a rogarle una cosa que no despida a Cayetano.

Clementina la miró con sorpresa:

¿Esas tenemos? Conque después que has sido tú la que.

Es que, señoraarticuló Estefanía poniéndose todo lo colorada que permitía su tez, si ahora le despide, me van los demás a tomar ojeriza.

¿Y a ti qué te importa?

La doncella insistió con muchas veras y cada vez con palabras más suplicantes y persuasivas. La señora negó poco tiempo. Como el asunto era de poca monta y observaba no sin sorpresa el interés y aun ansiedad que su predilecta tenía en que el cocinero quedase, no tardó en concederlo, ordenándole que ella arreglase el asunto. Con esto el semblante de la chica se animó al instante, se puso como unas pascuas y comenzó a maniobrar en torno de su ama con extraordinaria presteza.

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